Las notas de la lira saltaron haciendo cabriolas y entre las amortiguadas risas de los cortesanos se alzó la voz del enojado prior.
– Ya se sabe, messere Leonardo, todo el mundo lo sabe, que tenéis la lengua más viperina de todo Milán -exclamó-, y los que se las han tenido que ver con vos sólo han obtenido perjuicios y disgustos. Los buenos hermanos de San Donato lo saben por experiencia desde hace años. Ojalá les hubiese escuchado.
– Os referís -dijo messere Leonardo sin inmutarse- a aquella Adoración de los pastores que comencé a pintar por encargo de los monjes de San Donato y que no terminé por el apoyo que me concedió el Magnífico.
– Ignoro si era una Adoración y lo que tuvo que ver el Magnífico con el asunto -declaró el prior-. Sólo sé que los monjes salieron perjudicados por vos. Pero parece desprenderse de vuestras palabras que os habéis dejado pagar ese trabajo dos veces, primero por los monjes, después por el Magnífico; tanto el uno como los otros quedaron al final defraudados.
– A mí me parece más bien que detrás de sus palabras se esconde una historia -opinó el duque-, o muy mal tendría yo que conocer a mi Leonardo. ¿Es así, messere Leonardo? Entonces dejad que la oigamos.
– Es una historia -confirmó messere Leonardo-, aunque no muy amena; no obstante, si vos, indulgente señor, deseáis escucharla, empezaré diciendo que, como me acaba de recordar el reverendo señor prior, llegué con los monjes de San Donato a ese acuerdo en Florencia, hace catorce años, el día de santa Magdalena y les prometí…
– Siempre habéis sido un gran prometedor -objetó el prior.
– … pintar para el altar mayor de su iglesia una Adoración de los pastores y los reyes; ese mismo día recibí de los monjes un cántaro de vino tinto como primer pago y me puse manos a la obra. Pronto me di cuenta de que la representación de los pastores y de los reyes, a uno de los cuales pensaba dar los rasgos del Magnífico, exigiría escaso esfuerzo y poca reflexión; en cambio, me pareció que una parte mucho más importante de mi tarea era mostrar en el cuadro cómo recibe la gente esa noche el mensaje de la salvación que es anunciado a artesanos, magistrados, campesinos, vendedoras ambulantes, barberos, carreteros, porteadores y barrenderos, en las tabernas, las viviendas, los patios, los callejones y dondequiera que estuviesen las personas reunidas, sentadas o de pie, irrumpe alguien y proclama (y también al sordo se le ha de gritar al oído) que esa noche ha nacido el Salvador.
Estas últimas palabras habían sido acompañadas por el Hinojo de una melodía que era tan sencilla y piadosa como las canciones que cantan los campesinos de las montañas cuando en Nochebuena acuden a misa por los caminos nevados. Y messere Leonardo se interrumpió y escuchó esa melodía que, ahora que él guardaba silencio, continuó hasta convertirse en un estallido de júbilo; permaneció atento hasta que la melodía se extinguió con un último y leve grito de júbilo. Luego prosiguió:
– En cuanto a ese sordo que también ha de recibir la buena nueva, se me ocurrió que era muy importante observar y seguir, el cambio de expresión de su rostro, y ver cómo la apática indiferencia que muestra frente a todos los acontecimientos que no le conciernen a él mismo, es borrada de sus rasgos, primero por la inquietud que ignora aún su causa, luego por el tormento de no poder comprender y finalmente por el temor de que pueda haber sucedido algo grave para él. Pero entonces llega el momento en que presiente, más que comprende, que él también ha sido hecho partícipe de la salvación; sin embargo, su rostro no refleja todavía la alegre emoción sino, de momento, nada más que impaciencia, porque ahora tiene prisa por saberlo todo. Pero para retener todo eso en mi cuaderno necesitaba tratar con un sordo durante algún tiempo. Sin embargo, no encontré uno que…
– Ya está. -Llegó desde la ventana la voz de Da Corte-. Han llegado a un acuerdo. El alemán ha asentido con la cabeza.
– Aún no. Ni mucho menos -le replicó Landriano-. Fijaos, el caballerizo mayor sigue insistiéndole. Estos alemanes son correosos como el cuero cuando se trata de dinero. No se avanza con ellos, es más fácil hablar con un judío.
Entonces volvió a reinar silencio. Los dos caballeros seguían el desarrollo de las negociaciones. Desde el sillón del prior llegaba el sonido de su respiración tranquila y regular. La Crivelli llamó con una seña a un criado de aspecto efébico que había traído una fuente con frutas y se disponía a retirarse silenciosamente, y le dio en voz baja la orden de ocuparse del fuego que se estaba apagando.
– No encontré ningún sordo en Florencia -retomó messere Leonardo la palabra-. Realmente no parecía existir en aquel entonces una sola persona en la ciudad que hubiese perdido el oído hasta tal punto que pudiese servir para mis estudios. Acudía a diario a los mercados y preguntaba a las gentes que compraban o vendían, enviaba a mi criado a los pueblos de los alrededores y cuando é regresaba a casa al anochecer, me hablaba de ciegos, cojos y toda clase de inválidos, pero nunca se topaba con un sordo. Sin embargo, un día al volver del mercado, encontré esperando en mi casa a un hombre que era sordo como una tapia. Era un desterrado que había regresado a Florencia. Cuando vagaba por los callejones, había sido apresado por los alguaciles, y Lorenzo el Magnífico, para castigarle y creyendo complacerme, había mandado privarle del oído. ¡Fijaos bien, señores! Ese ingenioso instrumento, alojado por la inteligencia suprema en un espacio tan pequeño para captar la diversidad de los sonidos y los ruidos del universo y, según su naturaleza, reproducirlos todos con la misma fidelidad, ese instrumento tan fino había sido destruido por una mano torpe y eso había sucedido por mí. Comprended, señores, que no quisiese seguir pintando ese cuadro ni permanecer más tiempo en una ciudad donde se me había hecho semejante favor. Y es cierto que los monjes de San Donato han perdido un cántaro de vino y además algún dinero que me habían asignado para pinturas, aceite y albayalde, pero qué poco pesa su pérdida frente a la que tuvo que sufrir el desterrado por culpa de esa desdichada Adoración de los Reyes que reconocen a Dios pero valoran en nada sus obras maravillosas.
En el silencio que reinaba en la sala se percibía ahora claramente la respiración del prior que, agotado tras el viaje por malos caminos, fatigado en exceso por la controversia, y porque cualquier relato que estuviese obligado a escuchar le cansaba muy deprisa, se había quedado dormido en su sillón. El sueño había alisado sus facciones quitándoles cualquier dureza, su rostro con ralos mechones blancos caídos sobre la frente, era ahora el de un anciano pacífico alejado de las cosas de este mundo y así, dormitando, defendía su causa frente a messere Leonardo mejor que antes con sus alfilerazos y sus accesos de cólera.
– Messere Leonardo -dijo el duque después de un rato de silencio-, nos habéis descrito con mucha claridad esa maravillosa Adoración tal como debería haber sido según vuestros planes, y es lamentable que el gran esfuerzo que I empleasteis entonces no haya producido más resultado I que esa breve historia que sonaba triste pero que fue deliciosa contada por vos. Sin embargo, no nos habéis explicado todavía por qué eludís con tanta obstinación el trabajo de la Cena, en cuya terminación insiste ese venerable hombre con una impaciencia que sólo puede nacer del gran amor que siente por vuestro arte y vuestra persona.
– Porque todavía no tengo lo más importante, me refiero a la cabeza de Judas -contestó messere Leonardo-. Entendedme bien, señores: no busco un rufián o un delincuente cualquiera, no, quiero encontrar al hombre más malvado de todo Milán, ando tras él para dar a ese Judas sus rasgos, le busco por todas partes, dondequiera que me encuentre, de día y de noche, en las calles, en las tabernas, en los mercados y también en vuestra corte, señor, y hasta que no le tenga no podré continuar mi trabajo… a no ser que deje a Judas de espaldas al espectador, pero eso supondría para mí un deshonor. Dadme a Judas, noble señor, y veréis con qué ardor reanudo el trabajo.
– ¿Pero no decíais hace poco -objetó el consejero de Estado Di Treio en tono humilde y respetuoso- que habíais encontrado al hombre más malvado de Milán en la persona de un florentino de familia antigua, un hombre rico que tiene a su hija hilando hasta altas horas de la noche y le escatima la comida? El otro día la encontré en el mercado donde, para procurarse dinero, trataba de vender uno de sus pocos vestidos.
– Con ese hombre que bajo el nombre de Bernardo Boccetta se dedica aquí a la práctica de la usura me he equivocado -explicó messere Leonardo con un cierto pesar en la voz-. Él no es más que un miserable avaro. En su casa corre con un palo detrás de los ratones para no tener que mantener a un gato. Él se habría embolsado las treinta monedas de plata y no habría delatado a Cristo. No, el pecado de Judas no era la avaricia, no besó al Señor por codicia en el jardín de Getsemaní.
– Lo hizo -opinó Bellincioli- por la envidia y la maldad de su corazón que sobrepasaban ambas la medida humana.
– No -le replicó messere Leonardo-. Pues el Salvador le habría perdonado la envidia y la maldad; ambas son innatas en el hombre. ¿Ha existido jamás un ser superior que no haya conocido la envidia y la maldad de los inferiores? Y así es como quiero representar al Redentor en esa Cena: ardiendo en deseos de expiar, a través del sacrificio en la cruz, todos los pecados del mundo, la envidia y la maldad inclusive. Sin embargo, no perdonó el pecado de Judas.
– ¿Quizás porque Judas conocía el bien y siguió el mal? -sugirió el Moro.
– No -dijo messere Leonardo-. ¡Pues quién puede vivir en el mundo y servir a la obra de Dios sin cometer a veces traición y hacer el mal!
En ese instante, y antes de que el duque hallase una respuesta a esas palabras audaces, apareció el caballerizo mayor en la puerta, y por la expresión de su cara se podía ver que había llegado con el tratante alemán a un acuerdo sobre el precio del beréber y el siciliano. El duque dio inmediatamente orden de que volviesen a mostrarle los dos caballos que en adelante se convertían en su propiedad y todos los cortesanos le acompañaron al patio.
Así ocurrió que messere Leonardo se encontró de pronto solo en la gran sala de los Dioses y Gigantes, con el prior dormido en su sillón y el criado que seguía atizando el fuego de la chimenea. Y como si hubiese esperado ese instante, extrajo de debajo del cinturón su cuadernito y, rememorando la actitud y la expresión del prior cuando le regañaba, escribió, empezando por la derecha y terminando por la izquierda, sobre una hoja sólo parcialmente cubierta con bocetos, las siguientes frases:
Pedro, el apóstol, que está enfurecido: déjale alzar el brazo de manera que los dedos arqueados estén a la altura del hombro. Haz sus cejas bajas y fruncidas, los dientes apretados y las dos comisuras de la boca formando un arco a los lados. Así estará bien. Le llenaré el cuello de arrugas.
Hizo desaparecer el cuadernito debajo del cinturón y, afl alzar los ojos, cayó su mirada sobre el servidor, un muchacho de no más de diecisiete años, que se encontraba con un leño en la mano junto al fuego de la chimenea mirándole fijamente con una expresión de expectación, exaltación e indecisión. Leonardo le indicó con una seña que se acercase.
– Parece -dijo- como si tuvieses que decirme algo y fueses a asfixiarte si no te dejase hablar.
El muchacho asintió y respiró profundamente.
– Ya sé -comenzó- que no me corresponde hablar en este lugar. Tampoco tuve hasta ahora ocasión de prestaros el más mínimo servicio, pero como hace un instante se mencionó a ese Boccetta…
– ¿Cómo te llamas, muchacho? -le interrumpió messere Leonardo.
– Me llamo Girolamo, aquí en la casa me llaman Giomino, soy el hijo del bordador en oro Ceppo, al que vos conocíais. Mi padre tenía su taller en el mercado de pescado junto a la barbería que todavía se encuentra allí, y yo os he visto dos o tres veces en su casa.
– ¿Tu padre ya no vive? -preguntó messere Leonardo.
– No -dijo el chico mirando el leño que sostenía en la mano, y al cabo de un rato añadió-: Se quitó la vida, Dios se apiadará de él. Estaba enfermo y siempre le perseguía la desgracia y al final, ese Boccetta de quien hablabais antes, le arrebató lo poco que le quedaba. Vos decíais que ese Boccetta no era más que un avaro, pero creedme, también es un estafador y además sin ningún escrúpulo; yo podría contar muchas cosas de él, tantas que mientras tanto se apagaría ese fuego que arde ahí, ¿pero un Judas…? No, no es un Judas, pues cómo podría ser un Judas, si no existe en todo el mundo una sola persona a la que él ame.
– ¿Tú conoces el secreto y el pecado de Judas? ¿Sabes por qué traicionó a Cristo? -preguntó messere Leonardo.
– Le traicionó cuando comprendió que le amaba -res-] pondió el muchacho-. Vio que tendría que amarle demasiado y eso no se lo permitía su orgullo.
– Sí. Ese orgullo, que le llevó a traicionar su propiol amor, ése fue el pecado de Judas -dijo messere Leonardo.
Miró atentamente el rostro del muchacho como buscando en sus rasgos algo que mereciese la pena retener. Luego tomó de sus manos el leño que sostenía y lo contempló.
– Es madera de aliso -constató-, una madera bastante buena, pero produce un fuego poco intenso. Con la madera de pino sucede lo mismo. Habría que alimentar el círculo de las llamas con troncos de encina, ésos dan eti calor adecuado.
– ¿Os referís al fuego del infierno? -preguntó consternado el muchacho que seguía pensando en Judas, y no id habría sorprendido en absoluto escuchar que messerd Leonardo, que entendía de todas las artes y disciplinas y que incluso había ideado para la cocina ducal un asador que giraba solo, se hubiese propuesto ahora mejorar las instalaciones del infierno.
– No, me refiero a los hornos de fusión que he construido -dijo Leonardo haciendo ademán de marcharse.
Abajo en el viejo patio estaba todavía el tratante alemán. Sostenía una bolsa de cuero en la mano pues le habían pagado una parte del dinero en letras de cambio y ochenta ducados en efectivo. Era un hombre de extraordinaria belleza, de unos cuarenta años, alto, con ojos de mirada vivaz y una barba oscura que llevaba recortada a la manera levantina. Estaba de buen humor y satisfecho con el mundo que había creado Dios, porque había obtenido por los dos caballos el precio que esperaba.
Cuando vio a un hombre de aspecto respetable, incluso atemorizante, cruzar el patio y dirigirse hacia él, pensó primero que era alguien enviado por el duque y que quizás había surgido algún problema con los caballos. Pero pronto se dio cuenta de que ese hombre caminaba sumido en sus pensamientos y no perseguía un objetivo concreto. Así pues, se hizo a un lado para dejarle pasar mientras trataba de introducir apresuradamente la bolsa del dinero en el bolsillo de su abrigo, al tiempo que echaba la cabeza ligeramente hacia atrás con la expresión asombrada e interrogante de un hombre dispuesto a aceptar explicaciones y eventualmente a entablar una conversación.
Pero messere Leonardo, que estaba con sus pensamientos en el Judas de su Cena, no tuvo ni una mirada para él.