Lu Xun
La verídica historia de A Q
The True Story of Ah Q
Traducción: Ernesto Posse
I. Introducción
Durante años abrigué el propósito de escribir la verídica historia de A Q, pero cada vez que me disponía a poner manos a la obra, me detenía, vacilante, mostrando a las claras mi temor a no estar a la altura del personaje. Porque siempre se ha necesitado una pluma inmortal para registrar las hazañas de un hombre inmortal; así el hombre es conocido por la posteridad a través del escrito, y el escrito es conocido por la posteridad a través del hombre, hasta que finalmente es difícil determinar cual de los dos depende mas del otro por lo que hace a su renombre. Pero al final siempre volvía a la idea de escribir la historia de A Q, como si un demonio me indujera a ello.
Y no obstante, cuando me decidí a escribir este relato, destinado al pronto olvido, apenas hube tomado la pluma en mis manos, me di cuenta de las insuperables dificultades que me aguardaban. Primero fue el problema de como titular la obra. Confucio dice: «Si el titulo no es correcto, las palabras parecerán inverosímiles»; y este axioma debe ser observado meticulosamente. Hay muchos tipos de biografías: biografías oficiales, autobiografías, leyendas, biografías no autorizadas, biografías suplementarias, historias de familias, breves historias… pero, desgraciadamente, ninguna de estas se avenía a mi propósito. ¿«Biografía oficial»? Seguramente este relato no será clasificado junto con los que tratan de gente eminente en una historia autentica. ¿«Autobiografía»? No hay duda de que yo no soy A Q. Si la llamo «biografía no autorizada», ¿dónde queda entonces lo de «biografía auténtica»? Emplear «leyenda» tampoco es posible, porque A Q no era un ser legendario. ¿«Biografía suplementaria»? No, porque ocurre que ningún Presidente ha ordenado jamás a la Academia de Historia Nacional que escriba la «biografía original» de A Q. Es verdad que, aunque no haya «vidas de jugadores» en la auténtica historia de Inglaterra, el famoso Conan Doyle escribió Biografías suplementarias de jugadores*. Pero eso se le permite a un escritor famoso; en cambio, está prohibido a los de mi clase. Luego esta la «historia familiar»; pero yo no sé si pertenezco o no a la familia de A Q, ni tampoco he recibido encargo de escribirla por parte de sus hijos o sus nietos. Si la denominara «breve historia», se me podría objetar que de A Q no existe «crónica completa». En suma, esta es, pues, una «biografía original», pero, puesto que escribo en estilo vulgar, empleando el lenguaje de los cocheros y buhoneros, no me atrevo a presumir con un título tan altisonante; de modo que me apoyo en la frase hecha de los novelistas menos respetables, los que no pertenecen a los Tres Cultos ni a las Nueve Escuelas: «Después de esta digresión, volvamos a nuestra verídica historia», y tomo las dos últimas palabras para mi título. Y si de ello resulta una confusión literal con la Verídica Historia de la Caligrafía los antiguos, no conozco el remedio.
*Ese es el titulo de la versión china de Rodney Stone.
En segundo lugar, según la acostumbrada convención, la frase inicial de una biografía debería decir poco mas o menos: Fulano de Tal, cuyo nombre fue también Tal y Tal, nació en tal y tal lugar»; pero no tengo seguridad acerca del apellido de A Q. Parece ser que una vez tuvo el apellido de Chao, pero al día siguiente había vuelto a reinar la confusión al respecto. Esto ocurrió cuando el hijo del señor Chao rindió los exámenes oficiales de bachillerato y resonantes batintines anunciaron su triunfo al pueblo. A Q acababa de beberse dos tazones de vino amarillo y dijo, dándose aires, que el acontecimiento era también para él un gran honor, puesto que pertenecía al mismo clan que el señor Chao, y que sacando las cuentas exactas, su parentesco con el bachiller se remontaba a tres generaciones. En aquel momento, varios de sus oyentes comenzaron a sentir cierto respeto por él. Pero quién iba a decir que al día siguiente se presentaría el alcalde ante A Q, citándole a casa del señor Chao. Apenas el viejo le vio, se puso rojo de rabia y empezó a vociferar:
– ¡A Q, miserable pícaro! ¿Dijiste que yo pertenecía a tu mismo clan?
A Q no respondió.
Mientras más lo miraba, más se enfurecía el señor Chao; aproximándosele unos pasos, le dijo:
– ¿Cómo te atreves a decir esas tonterías? ¿Cómo iba yo a tener parientes como tú? ¿Es que tu apellido es Chao, por ventura?
A Q no respondió, porque su idea era retirarse; pero el señor Chao se precipitó sobre él y le golpeó en la cara.
– ¿Cómo vas tú a llamarte Chao? ¿Te crees digno del apellido Chao?
A Q no hizo amago alguno de defender su derecho al apellido Chao, sino que, sobándose la mejilla izquierda, salió, acompañado por el alcalde; y una vez fuera, tras un torrente de reprensiones de parte de este último, le dio las gracias y le pagó un soborno de doscientas sapecas. Todos los que se enteraron dijeron que A Q era demasiado extravagante al buscarse una guantada como ésa; su apellido no era, seguramente, Chao. Pero aunque lo hubiera sido, debía haberlo pensado dos veces antes de decirlo, puesto que sabía que en el pueblo vivía un verdadero señor Chao. Después de aquello, no volvió a mencionarse el linaje a A Q, de modo que hasta hoy no sé cuál era su apellido verdadero.
En tercer lugar, ni siquiera sé cómo ha de escribirse el nombre de A Q. Durante su vida, todo el mundo lo llamó según la pronunciación A Quei, pero después de su muerte, nadie volvió a mencionar este nombre. Porque no se trataba de uno de aquellos individuos cuyo nombre «se guarda en tablillas de bambú y seda». Y si se trata de preservar su nombre el presente relato debe de ser el primer intento, por lo que tengo que afrontar esta dificultad desde el comienzo. Reflexioné cuidadosamente: A Quei ¿sería la palabra «Quei» que significa casia, o la palabra «Quei» que significa nobleza? Si su otro nombre hubiera sido Yueting, que significa «pabellón lunar», o si hubiera celebrado su cumpleaños en la Fiesta Lunar, entonces seguramente se habría tratado de la palabra «Quei» que significa casia. Pero como no tuvo otro nombre -y si lo tuvo, nadie lo supo- y como nunca envió invitaciones en su cumpleaños para asegurarse versos de felicitación, escribir A Quei (casia) sería demasiado arbitrario. Además, si hubiera tenido un hermano mayor o menor llamado A Fu (prosperidad), se hubiera llamado A Quei (nobleza); pero era completamente solo: el modo de escribir A Quei (nobleza), sería hacer suposiciones que no podrían ser corroboradas. Los demás signos del sonido Quei sirven aún menos. Una vez presenté el problema al hijo del señor Chao, el bachiller; pero ni él, que era tan sabio, pudo resolverlo. Sin embargo, según él, como Chen Dusiu había publicado la revista Nueva Juventud, que abogaba por el empleo del alfabeto latino, la cultura nacional se iba al diablo y por tanto este problema no podía ser investigado. Por último, pedí a alguien de mi tierra que fuera a revisar los documentos legales que registran el proceso de A Q, pero al cabo de ocho meses me envió una carta diciendo que no existía ningún nombre cuyo sonido se aproximara al de A Quei en esos documentos. Aunque yo no estaba seguro de que eso fuera cierto, ni de que mi amigo se hubiera preocupado siquiera de ello, después de tal fracaso, no me quedaba otro camino que proseguir con lo que tenía. Como temo que el nuevo sistema fonético no se haya popularizado, no me queda otro recurso que emplear el alfabeto occidental, escribiendo el nombre de acuerdo con la ortografía corriente inglesa y abreviándolo A Q. Ello me lleva a seguir ciegamente a la revista Nueva Juventud y me siento absolutamente avergonzado de mí mismo, pero, puesto que el bachiller no pudo resolver mi problema, ¿qué otra cosa puedo hacer yo?
En cuarto lugar, está el problema del lugar de nacimiento de A Q. Suponiendo que su apellido fuese Chao, de acuerdo con la vieja costumbre de clasificar a la gente por su distrito de origen, uno debe remitirse al libro Apellidos Diversos, donde encontrará: «natural de Tianshui, al oeste de la provincia de Gansu»; pero, desgraciadamente, este apellido no es seguro y, por tanto, el lugar de su nacimiento sigue siendo también impreciso. Aunque vivió la mayor parte de su vida en Weichuang, muchas veces estuvo en otros sitios, de modo que sería erróneo llamarlo natural de Weichuang; llamarlo así seria romper con los cánones históricos.
Lo que me consuela un poco es el hecho de que el signo A sea absolutamente correcto. Decididamente, no es el resultado de una falsa analogía y puede soportar la prueba de la sabiduría crítica. En cuanto a los otros problemas, no son tales que personas poco instruidas como yo puedan resolverlos, y sólo me resta esperar que los discípulos del Sr. Hu Shi, que muestran una tan notable «manía por la historia y las antigüedades», puedan, quizás, en el futuro, echar luz sobre ellos; temo, sin embargo, que, para entonces, mi Verídica Historia de A Q haya caído en el olvido.
Lo dicho puede ser considerado como una introducción.
II. Breve recuento de las victorias de A Q
No sólo son inciertos el apellido de A Q, su nombre y su lugar de origen; aún mayor es la oscuridad que reina en relación con sus antecedentes. Ello es debido a que la gente de Weichuang sólo empleaba sus servicios personales, o le tomaba como hazmerreír, sin prestar la menor atención a sus antecedentes. El propio A Q jamás dijo nada sobre el particular; sólo cuando discutía con alguien decía a veces, lanzando una mirada furiosa:
– Nuestra situación era mucho mejor que la tuya. ¿Qué te crees?
A Q no tenía familia y vivía en el Templo de los Dioses Tutelares de Weichuang. Tampoco tenía empleo fijo; hacía trabajos ocasionales para otros: si había trigo que segar, lo fiaba; si era necesario moler arroz, ahí estaba A Q para hacerlo; si se precisaba un botero, él remaba. Si el trabajo duraba un tiempo considerable, vivía en casa de su patrón, pero se marchaba en cuanto terminaba su tarea. Siempre que había algún trabajo por hacer, la gente pensaba en A Q, pero recordaba sus servicios y no sus antecedentes, y cuando el trabajo estaba terminado, hasta el propio A Q caía en el olvido; y nada digamos de sus antecedentes. Solamente una vez un anciano le elogió diciendo: «¡Qué buen trabajador es A Q!» En aquel momento A Q, con el torso desnudo, indiferente y flaco, estaba de pie ante él y los demás no sabían si la observación había sido hecha en serio o como burla; pero A Q quedó transido de alegría.
A Q, por su parte, tenía muy buena opinión de sí mismo; consideraba a todos los habitantes de Weichuang inferiores a él, incluso a los dos «jóvenes letrados», a quienes estimaba indignos de una sonrisa. Los letrados jóvenes podían llegar a ser bachilleres. El señor Chao y el señor Chian eran tenidos en alta estima por los aldeanos, precisamente porque, aparte de ser ricos, eran también padres de jóvenes letrados, y tan sólo A Q no mostraba signo de especial deferencia hacia ellos, pensando para sí: «Mis hijos pueden llegar mucho más alto».
Además, cuando A Q hubo ido a la ciudad unas cuantas veces, naturalmente, se volvió mucho más vanidoso y empezó a despreciar a los habitantes de la urbe. Por ejemplo, los habitantes de Weichuang llamaban «banco largo» a una tabla de tres pies por tres pulgadas, y él también la llamaba «banco largo», pero la gente de la ciudad decía «banco luengo»; él pensaba: «Están equivocados. ¡Qué ridículo!» Y como, cuando freían pescados cabezones en aceite, los aldeanos de Weichuang los condimentaban con pedazos de chalote de un centímetro de largo, en tanto que la gente de la ciudad ponía el chalote picado muy fino, él se decía: «También en esto se equivocan. ¡Qué ridículo» ¡Pero los aldeanos de Weichuang eran realmente unos rústicos ignorantes que jamás habían conocido el pescado frito de la ciudad!
A Q, que «había tenido mucho mejor situación», que era hombre de mundo y un «buen trabajador», hubiera estado al borde de ser un «hombre perfecto», de no mediar unos cuantos fallos físicos. El más molesto de todos lo constituían unas cicatrices circulares de sarna que habían aparecido en fecha indeterminada en su cuero cabelludo. Aunque estaban en su propia cabeza, A Q parecía no considerarlas del todo honorables, porque evitaba usar la palabra «sarna» u otras de pronunciación semejante, y llegó a perfeccionar este criterio, desterrando las palabras «brillo» y «luz»; y aun las palabras «lámpara» y «vela» fueron consideradas tabú por él. Cuando la prohibición no era respetada, intencionalmente o no, A Q sufría un ataque de rabia y las cicatrices de la cabeza se le ponían rojas. Echaba una mirada al ofensor y, si éste era corto de ingenio, empezaba a insultarlo; si era más débil que él, lo golpeaba. Y sin embargo, cosa curiosa, casi siempre era A Q quien cosechaba la peor parte en estos encuentros, hasta que se vio obligado a adoptar una nueva táctica de acuerdo con la cual se contentaba con mirar furiosamente a su rival.
Pero sucedió que cuando A Q dio en emplear esta mirada furiosa, los holgazanes de Weichuang se dedicaron a hacer aún más bromas a sus expensas. Apenas le veían, fingían sobresaltarse y decían:
– ¡Bah! Hay mucha más luz.
A Q se indignaba, como era de rigor, y miraba furiosamente.
– ¡Pareciera haber una lámpara de petróleo! -continuaban, sin intimidarse en lo más mínimo.
A Q no podía hacer nada, pero rebuscaba en su cerebro una respuesta con que vengarse: -Ni siquiera mereces…- En ese momento, hasta las cicatrices de sarna de su cuero cabelludo daban la impresión de ser algo noble, honorable, y no vulgares cicatrices de sarna. Sin embargo, como dijimos más arriba A Q era hombre de mundo y se daba cuenta de que había estado a punto de violar el tabú, de modo que se abstenía de decir nada más.
Pero los holgazanes no quedaban satisfechos y continuaban molestándole; finalmente, llegaban a golpes. Sólo cuando A Q estaba derrotado a todas luces, cuando le habían tirado de la coleta de color amarillento y le habían golpeado la cabeza contra la muralla cuatro o cinco veces, se iban los holgazanes, satisfechos de su victoria. A Q se quedaba allí un momento, diciéndose a sí mismo: «Es como si me hubiera pegado mi propio hijo. ¡A lo que ha llegado mundo!». Después de lo cual también se iba, satisfecho de haber obtenido la victoria.
A Q solía contar a los demás todo lo que pensaba, de manera que quienes se burlaban de él conocían estas victorias psicológicas y entonces, el que le tiraba de la coleta o se la retorcía, le decía:
– A Q, ésta no es la paliza de un hijo a su padre, sino la de un hombre a una bestia. Di: ¡un hombre golpea a una bestia!
Y entonces A Q, sujetándose la base de su trenza con ambas manos con la cabeza ladeada, decía:
– Pegándole a un animal… ¿Qué te parece? Yo soy un animal. ¿No me dejas aún?
No obstante ser un animal, los holgazanes no le permitían marcharse sino después de haberle golpeado la cabeza cinco o seis veces contra cualquier cosa que hubiera a mano; después de lo cual se iban felices de haber obtenido la victoria y confiados en que esta vez A Q estuviese liquidado. Pero a los diez segundos, también A Q se iba, satisfecho de haber obtenido la victoria, pensando que era «el primer denigrado de sí mismo» y que después de quitar «denigrador de sí mismo», quedaba «el primero». ¿Acate el primero de los graduados en el examen imperial no era «el primero»? ¿Qué te imaginas? -decía.
Después de emplear tales astucias para quedar a la altura de sus enemigos, A Q corría feliz a la taberna a beber unos cuantos tazones de vino, a bromear con los demás otra vez, a amar broncas de nuevo, obtener la victoria nuevamente, para regresar al Templo de los Dioses Tutelares con el alma henchida de gozo y quedarse dormido apenas se acostaba.