– ¿Quién es?
– Es mi mejor amigo desde los tiempos de Oregón, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Al principio uno piensa que es torpe y estúpido, pero la verdad es que es un diamante de muchos quilates. Ya lo verás. No bajes la guardia porque te puede arrinconar. Es capaz de hacer que te vuele la cabeza sólo con una palabra oportuna.
– ¿Por qué?
– Es un gran bodhisattva misterioso y creo que quizá sea una reencarnación de Asagna, el gran sabio mahayana de hace siglos.
– Y yo, ¿quién soy?
– No lo sé, quizá la Cabra.
– ¿La Cabra?
– O quizá seas Cara de Barro.
– ¿Quién es Cara de Barro?
– Cara de Barro es el barro de tu cara de cabra. Qué dirías si a alguien le preguntaran: "¿El perro tiene la naturaleza de Buda?", y respondiera: "¡Wu!"
– Diría que era un montón de estúpido budismo zen…
Esto confundió un poco a Japhy. -Escucha, Japhy -le dije-, no soy budista zen, soy un budista serio, soy un soñador hinayana de lo más antiguo que se asusta ante el mahayanismo posterior. -Y así continué toda la noche, manteniendo que el budismo zen no se centraba tanto en la bondad como en la confusión del intelecto para que éste perciba la ilusión de todas las fuentes de las cosas-. Es mezquino -me quejé-. Todos aquellos maestros zen tirando a sus jóvenes discípulos al barro porque no pueden responder a sus inocentes cuestiones verbales.
– Era porque querían que comprendieran que el barro es mejor que las palabras, chico.
Pero no consigo recrear (ni esforzándome) la exacta brillantez de todas las respuestas de Japhy y sus observaciones y salidas que me llevaron a mal traer durante toda la noche y que acabaron por enseñarme algo que cambió mis planes de vida.
En cualquier caso seguí al grupo de poetas aulladores a la lectura de la Galería Seis de aquella noche, que fue, entre otras cosas importantes, la noche del comienzo del Renaci miento Poético de San Francisco. Estaban allí todos. Fue una noche enloquecida. Y yo fui el que puso las cosas a tono cuando hice una colecta a base de monedas de diez y veinticinco centavos entre el envarado auditorio que estaba de pie en la galería y volví con tres garrafas de borgoña californiano de cuatro litros cada una y todos se animaron, así que hacia las once, cuando Alvah Goldbook leía, o mejor, gemía su poema "¡Aullido!", borracho, con los brazos extendidos, todo el mundo gritaba: "¡Sigue! ¡Sigue! ¡Sigue!" (como en una sesión de jazz) y el viejo Rheinhold Cacoethes, el padre del mundillo poético de Frisco, lloraba de felicidad. El propio Japhy leyó sus delicados poemas sobre Coyote, el dios de los indios de la meseta norteamericana (creo), o por lo menos el dios de los indios del Noroeste, Kwakiutl y todos los demás.
– ¡Jódete!, dijo Coyote, y se largó -leía Japhy al distinguido auditorio, haciéndoles aullar de alegría, pues todo resultaba delicado y jódete era una palabra sucia que se volvía limpia. Y también estaban sus tiernos versos líricos, como los de los osos comiendo bayas, que demostraban su amor a los animales, y grandes versos misteriosos sobre bueyes por los caminos mongoles que demostraban su conocimiento de la literatura oriental, incluso de Hsuan Tsung, el gran monje chino que anduvo desde China al Tibet, desde Lanchow a Kashgar y Mongolia llevando una barrita de incienso en la mano. Después, Japhy demostró su humor tabernario con versos sobre los ligues de Coyote. Y sus ideas anarquistas sobre cómo los norteamericanos no saben vivir, en versos sobre individuos atrapados en salas de estar hechas con pobres árboles cortados por sierras mecánicas (demostrando aquí, además, su procedencia y educación como leñador en el Norte). Su voz era profunda y sonora y, en cierto modo, valiente, como la voz de los antiguos oradores y héroes norteamericanos. Había algo decidido y enérgico y humanamente esperanzado que me gustaba de él, mientras los otros poetas, o eran demasiado exquisitos con su esteticismo, o demasiado histéricamente cínicos para abrigar ninguna esperanza, o demasiado abstractos o intimistas, o demasiado políticos, o como Coughlin demasiado incomprensibles para que se les entendiera (el enorme Coughlin diciendo cosas sobre "procesos sin clarificar", aunque cuando Coughlin dijo que la revelación era una cuestión personal advertí el potente budismo y los sentimientos idealistas de Japhy, que éste había compartido con el bondadoso Coughlin en su época de compañeros de universidad, como yo había compartido mis sentimientos con Alvah en el Este y con otros menos apocalípticos y directos, pero en ningún sentido más simpáticos y lastimeros).
Mientras tanto, montones de personas seguían de pie en la galería a oscuras esforzándose por no perder palabra de la asombrosa lectura poética mientras yo iba de grupo en grupo invitándoles a que echaran un trago o volvía al estrado y me sentaba en la parte derecha soltando gritos de aprobación y hasta frases enteras comentando algo sin que nadie me invitara a ello, pero también sin que molestaran a nadie en medio de la alegría general. Fue una gran noche. El delicado Francis DaPavia leyó, en delicadas páginas de papel cebolla amarillo, o rosa, que sostenía en sus largos y blancos dedos, unos poemas de su íntimo amigo Altman que había tomado demasiado peyote en Chihuahua (¿o murió de polio?), pero no leyó ninguno de sus propios poemas: una maravillosa elegía en memoria del joven poeta muerto capaz de arrancar lágrimas al Cervantes del Capítulo Siete, y leída con una'delicada voz inglesa que me hizo llorar de risa para mis adentros aunque luego llegué a conocer mejor a Francis y me gustó.
Entre la gente que andaba por allí estaba Rosie Buchanan, una chica, de pelo corto, pelirroja, delgada, guapa, una tía verdaderamente pasada y amiga de todos los que conta ban en la playa, que había sido modelo de pintor y hasta escribía ella misma y vibraba de excitación en aquellos tiempos porque estaba enamorada de mi viejo tronco Cody.
– Maravilloso, ¿eh, Rosie? -le grité, y se metió un lingotazo de vino y me miró con ojos brillantes.
Cody estaba justo detrás de ella con los brazos agarrándola por la cintura. Entre los poetas, Rheinhold Cacoethes, con su chalina y su andrajosa chaqueta, se levantaba de vez en cuando y presentaba medio en broma con su divertida voz de falsete al siguiente poeta; pero, como digo, eran las once y media cuando se habían leído todos los poemas y todo el mundo andaba de un lado para otro preguntándose qué había pasado allí y qué iba a pasar con la poesía norteamericana, y el viejo Cacoethes se secaba las lágrimas con un pañuelo. Y todos, es decir los poetas, nos unimos a él y fuimos en varios coches hasta Chinatown para cenar fabulosamente, con palillos y conversaciones a gritos en plena noche en uno de esos animados y enormes restaurantes chinos de San Francisco. Y sucedió que era el restaurante chino favorito de Japhy, el Nam Yuen, y me enseñó lo que debía pedir y cómo se comía con palillos y me contó algunas anécdotas de los lunáticos zen de Oriente y me puso tan contento (también teníamos una botella de vino delante) que acabé por levantarme y me dirigí al viejo cocinero que estaba a la puerta de la cocina y le pregunté:
– ¿Por qué vino el bodhidharma desde el oeste? -El bodhidharma fue el indio que llevó el budismo al este, a China.
– ¿Y a mí qué me importa? -respondió el viejo cocinero, con los ojos entornados.
– Una respuesta perfecta, absolutamente perfecta. Ahora ya sabes lo que entiendo por zen -me dijo Japhy cuando se lo conté.
Tenía que aprender un montón de cosas más. En especial, cómo tratar a las chicas…, según el modo lunático zen de Japhy, y tuve oportunidad de comprobarlo con mis propios ojos la semana siguiente.
3
En Berkeley yo estaba viviendo con Alvah Goldbook en su casita cubierta de rosas en la parte trasera de una casa mayor de la calle Milvia. El viejo y carcomido porche se inclinaba hacia adelante, hacia el suelo, entre parras, con una mecedora bastante cómoda en la que me sentaba todas las mañanas a leer mi Sutra del Diamante. El terreno de alrededor estaba lleno de plantas tomateras casi en sazón, y menta, menta, todo olía a menta, y un viejo y hermoso árbol bajo el que me gustaba sentarme y meditar en aquellas perfectas y frescas noches estrelladas del incomparable octubre californiano. Teníamos una pequeña y perfecta cocina de gas, pero no nevera, aunque eso no importara. Teníamos también un pequeño y perfecto cuarto de baño con bañera y agua caliente, y una habitación bastante grande llena de almohadones y esteras y colchones para dormir, y libros, libros, cientos de libros, desde Catulo a Pound y Blyth, a álbumes de Bach y Beethoven (y hasta un disco de swing de Ella Fitzgerald con un Clark Terry muy interesante a la trompeta) y un buen fonógrafo Webcor de tres velocidades que sonaba lo bastante fuerte como para hacer volar el tejado; y este tejado era de madera contrachapada, y las paredes también, y una noche en una de nuestras borracheras de lunáticos zen atravesé encantado esa pared con el puño y Coughlin me vio y la atravesó con la cabeza lo menos diez centímetros.
A un par de kilómetros de allí, bajando Milvia y luego subiendo hacia el campus de la Universidad de California, en la parte de atrás de otra casa enorme de una calle tranquila (Hillegass), Japhy vivía en su propia cabaña que era infinitamente más pequeña que la nuestra, aproximadamente de cuatro por cuatro, sin nada aparte de las típicas pertenencias de Japhy, que mostraba así su creencia en la sencilla vida monástica -ni una silla, ni siquiera una mecedora sentimental; únicamente esteras-. En un rincón estaba su famosa mochila grande con cazos y sartenes muy limpios encajados unos dentro de otros formando una unidad compacta atada con un pañuelo azul. Después estaban sus zuecos japoneses de madera de pata, que nunca usaba, y un par de calcetines con los que andaba suavemente por encima de sus preciosas esteras, con el sitio justo para los cuatro dedos en una parte y para el dedo gordo en la otra. También tenía bastantes cestas de las de naranjas, todas llenas de hermosos libros académicos, algunos de ellos en lenguas orientales, todos los grandes sutras, comentarios a los sutras, las obras completas de D. T. Suzuki y una bonita edición de haikus japoneses en cuatro volúmenes. También tenía una valiosa colección de poesía occidental. De hecho, si hubiera entrado un ladrón a robar, las únicas cosas que habría encontrado de auténtico valor hubieran sido los libros. La ropa de Japhy consistía en prendas que le habían regalado o que había comprado de segunda mano, con expresión confusa y feliz, en los almacenes del Ejército de Salvación: calcetines de lana remendados, camisetas de color, camisas de faena, pantalones vaqueros, mocasines y unos cuantos jerséis de cuello alto que se ponía uno encima del otro en las frías noches de las sierras californianas y en la zona de las cascadas de Washington y Oregón durante aquellas caminatas increíblemente largas que a veces duraban semanas y semanas con sólo unos pocos kilos de comida seca en la mochila. Unos cuantos cestos de naranjas servían de mesa, sobre la cual, una soleada tarde en la que aparecí por allí, humeaba una pacífica taza de té junto a él mientras se inclinaba con aspecto serio encima de los caracteres chinos del poeta Han Chan. Coughlin me había dado su dirección y al entrar vi la bicicleta de Japhy en el césped de delante de la casa más grande (donde vivía la dueña) y luego unos cantos rodados y piedras y unos divertidos árboles enanos que había traído de sus paseos por la montaña para preparar su propio "jardín japonés de té" o "jardín de la casa de té", con un pino muy adecuado que suspiraba sobre su nuevo y diminuto domicilio.
Jamás había visto una escena tan pacífica como cuando, en aquel atardecer rojizo, simplemente abrí la pequeña puerta y miré dentro y le vi al fondo de la cabaña, sentado en un almohadón encima de la estera con las piernas cruzadas, y las gafas puestas que le hacían parecer viejo y estudioso y sabio, con un libro en el regazo y la fina tetera y la taza de porcelana humeando a su lado. Levantó la vista tranquilamente, vio quién era y dijo:
– Ray, entra. -Y volvió a clavar los ojos en los caracteres chinos.
– ¿Qué estás haciendo?
– Traduzco el gran poema de Han Chan titulado "Montaña Fría" escrito hace mil años y parte de él garabateado en las paredes de los riscos a cientos de kilómetros de cualquier otro ser vivo.
– ¡Vaya!
– Cuando entres en esta casa debes quitarte los zapatos, puedes estropear las esteras con ellos.
– Así que me quité los zapatos y los dejé cuidadosamente al lado de la puerta y él me alcanzó un almohadón y me senté con las piernas cruzadas junto a la pared de madera y me ofreció una taza de té-. ¿Has leído el Libro del Té? -preguntó.
– No, ¿qué libro dices?
– Es un tratado muy completo sobre el modo de hacer el té utilizando el conocimiento de dos mil años de preparación del té. Algunas de las descripciones del efecto del primer sorbo de té, y del segundo, y del tercero, son realmente tremendas y maravillosas.
– Esos tipos se colocan con nada, ¿verdad?
– Bébete el té y verás; es un té verde muy bueno.
– Era bueno y me sentí inmediatamente tranquilo y reconfortado-.
– ¿Quieres que te lea partes de este poema de Han Chan? ¿Quieres que te cuente cosas de Han Chan?
– ¡Claro!
– Verás, Han Chan era un sabio chino que se cansó de la ciudad y se escondió en la montaña.
– ¡Hombre! Eso suena a ti.
– En aquel tiempo se podía hacer eso de verdad. Vivía en una cueva, no lejos de un monasterio budista del distrito Tang-Sing, de Tien Ta¡, y su único amigo humano era Shi-te, el absurdo lunático zen que trabajaba en el monasterio y lo barría con una escoba. Shi-te era también poeta, pero no dejó nada escrito. De vez en cuando, Han Chan bajaba de Montaña Fría con su traje de cortezas y entraba en la cocina caliente y esperaba a que le dieran de comer, pero ninguno de los monjes quería darle comida porque se negaba a entrar en la orden y atender la campana de la meditación tres veces al día. Verás por qué, pues en algunas de sus manifestaciones, como… Pero, escucha, miraré aquí y te lo traduciré del chino. -Me incliné por encima de su hombro y observé cómo leía aquellos extraños y enrevesados caracteres chinos-. "Trepando a Montaña Fría, sendero arriba; el sendero a Montaña Fría sube y sube: un largo desfiladero lleno de rocas de un alud, el ancho torrente y la hierba empañada de neblina. El musgo es resbaladizo, aunque no ha estado lloviendo, el pino canta, pero no hace viento, ¿quién es capaz de romper las ataduras del mundo y sentarse conmigo entre blancas nubes?"