– ¿Oyes eso, Morley? ¿Tú qué piensas?
– Mi budismo no es más que un débil y doliente interés por alguno de los dibujos que han hecho, aunque debo decir que a veces Cacoethes alcanza una entusiasta nota de budis mo en sus poemas de la montaña, aunque de hecho nunca me haya interesado el budismo como creencia. -En realidad, se la traía floja cualquier tipo de diferencia-. Soy neutral -añadió riéndose feliz con una especie de vehemente mirada de reojo, y Japhy gritó:
– ¡Neutral es lo que es el budismo!
– Bueno, ese oporto va a hacerte devolver hasta la primera papilla. Sabes que estoy decepcionado a fortiori porque no hay licor benedictino ni tampoco trapense, sólo agua bendita y licor Christian Brothers. No es que me sienta muy expansivo por estar aquí, en este curioso bar que parece la sede social de los escritores pancistas, almacenistas armenios todos ellos, y protestantes bien intencionados y torpes que van de excursión en grupo y quieren, aunque no sepan cómo, evitar la concepción. Estos tipos son tontos del culo -añadió con una súbita revelación-. La leche de por aquí debe ser buena, pues hay más vacas que personas. Ahí arriba tiene que haber una raza diferente de anglos, pero no me gusta especialmente su aspecto. Los tipos más rápidos de por aquí deben ir a cincuenta y cinco kilómetros. Bueno, Japhy -dijo como conclusión-, si algún día consigues un cargo público, espero que te compres un traje en Brooks Brothers. Espero que no te enrolles en fiestas de artistas donde quizá… digamos -vio que entraban unas cuantas chicas- jóvenes cazadoras… Por eso deberían estar abiertos los jardines de infancia todo el año.
Pero a los cazadores no les gustó que estuviésemos allí aparte hablando en voz baja de nuestros diversos asuntos personales y se nos unieron y en seguida había por todo aquel bar oval brillantes arengas sobre los venados de la localidad, sobre los montes que había que subir, sobre qué hacer, y cuando oyeron que habíamos venido hasta aquí, no a matar animales sino sólo a escalar montañas, nos consideraron unos excéntricos sin remedio y nos dejaron solos. Japhy y yo habíamos bebido un par de copas y nos sentíamos muy bien y volvimos al coche con Morley y reanudamos la marcha. Subimos y subimos y cada vez los árboles eran más altos y hacía más frío, hasta que por fin eran casi las dos de la madrugada y dijeron que todavía faltaba mucho para llegar a Bridgeport y al comienzo del sendero, así que lo mejor era que durmiéramos en aquel bosque metidos en nuestros sacos y termináramos la jornada.
– Nos levantaremos al amanecer y nos pondremos en marcha. Tenemos este pan moreno y este queso -dijo Japhy, sacando el pan moreno y el queso que había metido en la mochila en el último momento- y tendremos un buen desayuno y guardaremos el bulgur y las demás cosas para nuestro desayuno de mañana por la mañana a más de tres mil metros de altura.
De acuerdo. Sin dejar de hablar, Morley condujo el coche a un sitio alfombrado de pinocha bastante dura bajo un amplio parque natural de pinos y abetos, algunos de treinta metros de altura. Era un lugar tranquilo iluminado por las
estrellas con escarcha en el suelo y un silencio de muerte, si se exceptuaban los ocasionales y leves rumores en la maleza donde acaso algún conejo nos oía petrificado. Saqué mi saco de dormir y lo extendí y me quité los zapatos suspirando de felicidad; metí los pies con los calcetines puestos en el saco y miraba alegremente alrededor a los árboles enormes y pensaba: "¡Qué noche de sueño delicioso voy a tener, y qué bien meditaré en este intenso silencio de ninguna parte!"
– Oye, al parecer el señor Morley ha olvidado su saco de dormir -me gritó Japhy desde el coche.
– ¿Cómo? Bien, ¿y ahora qué?
Discutieron el asunto un rato mientras paseaban los haces de luz de sus linternas sobre la escarcha, y luego Japhy vino y me dijo:
– Tienes que salir de ahí, Smith; sólo tenemos dos sacos de dormir, así que los abriremos por la cremallera y los extenderemos para hacer una manta para los tres. ¡Maldita sea! Vaya frío que vamos a pasar.
– ¿Cómo? ¡El frío se nos meterá por debajo!
– Sí, pero Henry no puede dormir en el coche, se congelaría; no tiene calefacción.
– ¡Me cago en la puta! ¡Y yo que estaba dispuesto a disfrutar tanto de esto! -gemí saliendo del saco y poniéndome los zapatos y Japhy en seguida unió los dos sacos y los puso encima de los ponchos y ya se disponía a dormir y echamos a suertes y me tocó dormir en el centro y tenía frío y las estrellas eran carámbanos burlones.
Me tumbé y Morley soplaba como un maníaco hinchando su ridículo colchón neumático para tumbarse a mi lado, pero en cuanto lo hinchó y se tendió encima de él, empezó a agitarse y levantarse y suspirar y se volvía a un lado y a otro bajo las gélidas estrellas mientras Japhy roncaba, Japhy que no se enteraba de toda esta agitación. Por fin, Morley vio que no podía dormir y se levantó y fue al coche probablemente a decirse esas locuras que solía soltar sin parar y casi me había dormido cuando a los pocos minutos estaba de vuelta, congelado, y se metió bajo la manta, pero seguía dando vueltas y revueltas y soltando maldiciones de vez en cuando, también suspiraba y la cosa siguió así durante lo que me pareció una eternidad y luego vi que Aurora estaba empalideciendo el borde oriental de Amida y ya estábamos todos de pie. ¡Aquel loco de Morley!
Y eso fue sólo el comienzo de las desventuras de este curioso tipo (como en seguida se verá), este hombre curiosísimo que probablemente era el único montañero en la historia del mundo que olvidó su saco de dormir.
"¡Cielos! -pensé-. ¿Por qué no se le habrá olvidado el colchón neumático en lugar del saco?"
7
Desde el mismísimo momento en que nos reunimos con Morley, éste emitía sin parar repentinos grititos para estar a tono con nuestra aventura. Eran simples "¡Alaiu!" que intentaban sonar a tiroleses, y los soltaba en las situaciones más extrañas, como cuando todavía estaba con sus amigos chinos y alemanes, y cuando después entramos en el coche "¡Alaiu!", y luego, cuando nos bajamos y entramos en el bar, "¡Alaiu!".
Ahora, cuando Japhy se despertó y vio que había amanecido y se levantó y corrió a reunir leña y tiritaba ante un tímido fuego, Morley se despertó de su inquieto sueño, bostezó y soltó un "¡Alaiu!" que el eco multiplicó a lo lejos. Yo me levanté también, y todo lo que podíamos hacer para calentarnos era dar saltitos y mover rápidamente los brazos lo mismo que habíamos hecho el viejo vagabundo y yo en el furgón, en la costa meridional. Pero Japhy en seguida consiguió más leña y pronto chisporroteaba una espléndida hoguera y de espaldas a ella gritábamos y hablábamos.
Era una hermosa mañana. Los rayos del sol, de un rojo primigenio, aparecieron sobre las cumbres y atravesaban la espesura del bosque como si pasaran a través de los vitrales de una catedral, y la neblina subía al encuentro del sol y por todas partes llegaba hasta nosotros el rugido secreto de los torrentes que probablemente llevarían películas de hielo arrancadas de sus remansos. Un sitio extraordinario para pescar. En seguida estaba gritando "¡Alaiu!" yo mismo, pero cuando Japhy fue a coger más leña y no lo vimos durante un rato y Morley gritó "¡Alaiu!", Japhy respondió con un simple "¡Jau!" que, según dijo, era el modo en que los indios se llamaban en la montaña y resultaba mucho más bonito; así que empecé a gritar también "¡Jau!".
Luego subimos al coche y partimos. Comimos el pan y el queso. No había diferencia entre el Morley de esa mañana y el de la noche pasada, excepto que su voz, con aquel tono divertido y culto, sonaba quizá más de acuerdo con la frescura de aquella mañana, un sonido que recordaba al de los que se levantan muy pronto, ese deje un tanto ronco y anhelante, como el del que se lanza al nuevo día. El sol calentó en seguida. El pan negro estaba bueno, había sido preparado por la mujer de Sean Monahan; Sean que tenía una casa en Corte Madera, donde todos podíamos ir sin pagar ningún alquiler. El queso era un Cheddar curado. Pero no me gustó demasiado, y en cuanto estuvimos en pleno campo sin ver casas ni gente empecé a echar de menos un buen desayuno caliente y de pronto, después de haber cruzado un puentecillo sobre un torrente, vimos un pequeño albergue junto a la carretera bajo impresionantes enebros y salía humo por la chimenea y tenía un anuncio de neón en la puerta y un cartel en la ventana donde decía que servían tortitas y café.
– ¡Vamos a entrar ahí, necesitamos un desayuno de adultos si vamos a estar escalando montes el día entero! Nadie se opuso a mi iniciativa y entramos y nos sentamos y una mujer amable nos atendió con esa alegre locuacidad de la gente que vive en sitios apartados.
– ¡Qué, chicos! De caza, ¿eh?
– No -respondió Japhy-. Sólo vamos a subir el Matterhorn.
– ¡El Matterhorn! Yo no lo haría aunque me pagaran mil dólares.
Entretanto fui al servicio que había en la parte trasera y me lavé con agua del grifo deliciosamente fría y me hormigueó la cara, luego bebí unos tragos y fue como si me entrara hielo líquido en el estómago y me senté allí realmente contento y bebí más. Unos perros de lanas ladraban a la dorada luz del sol que llegaba a través de las ramas de abetos y pinos de más de treinta metros de altura. Distinguí unas cumbres coronadas de nieve en la distancia. Una de ellas era el Matterhorn.
Volví a entrar y las tortitas estaban listas, calientes y humeantes, y eché sirope sobre las mantecosas tortitas y las corté y tomé café caliente y comí. Henry y Japhy hicieron lo mismo, y por una vez no hablábamos. Luego bebimos aquella incomparable agua fría mientras entraban cazadores con botas de montaña y camisas de lana. Pero no cazadores borrachos como los de la noche anterior, sino cazadores muy serios dispuestos a ponerse en marcha en cuanto desayunaran. Nadie pensaba en beber alcohol aquella mañana.
Subimos al coche, cruzamos otro puente sobre un torrente, cruzamos un prado donde había unas cuantas vacas y cabañas de troncos, y salimos a un llano desde el que se distinguía claramente el Matterhorn alzándose por encima de todas las demás cumbres. Era el más impresionante de todos los dentados picos de la parte sur.
– ¡Ahí lo tenéis! -dijo Morley auténticamente orgulloso-. ¿No es hermoso? ¿No os recuerda a los Alpes? Tengo una colección de fotos de montañas cubiertas de nieve que os enseñaré en alguna ocasión.
– Me gustan las cosas reales -dijo Japhy, mirando con seriedad hacia las montañas, y en aquella mirada distante, aquel suspiro íntimo, vi que se encontraba de nuevo en casa.
Bridgeport es un pequeño pueblo dormido que recuerda curiosamente a Nueva Inglaterra y se encuentra en el llano. Dos restaurantes, dos estaciones de servicio, una escuela, todo bordeando la carretera 395 que pasa por allí bajando desde Bishop y luego subiendo todo el rato hasta Carson City, Nevada.
8
Entonces tuvo lugar otro increíble retraso, cuando Morley decidió ver si encontraba alguna tienda abierta en Bridgeport donde comprar un saco de dormir o, por lo menos, una lona o tela encerada de alguna clase para dormir a casi tres mil metros de altura aquella noche que, a juzgar por la noche anterior a unos mil metros, iba a ser bastante fría. Mientras, Japhy y yo esperábamos sentados bajo el ahora caliente sol de las diez de la mañana sobre la yerba de la escuela, observando el ocasional tráfico que pasaba por la cercana y poco concurrida carretera y contemplando a un joven indio que hacía autostop en dirección norte. Hablamos de él con interés:
– Eso es lo que me gustaría hacer; andar haciendo autostop por ahí y sentirme libre, imaginando que soy indio y haciendo todo eso. Maldita sea, Smith, vamos a hablar con él y desearle buena suerte.
El indio no era muy comunicativo, pero tampoco se mostró esquivo y nos contó que iba demasiado despacio por la 395. Le deseamos suerte. Entretanto seguíamos sin ver a Morley que se había perdido en aquel pequeño poblado.
– ¿Qué estará haciendo? ¿Despertando al dueño de alguna tienda y sacándole de la cama?
Por fin, Morley volvió y dijo que no había encontrado nada adecuado y que la única cosa que se podía hacer era alquilar un par de mantas en el albergue del lago. Subimos al coche, retrocedimos unos cuantos cientos de metros por la carretera y nos dirigimos al sur hacia las resplandecientes nieves sin huella alguna arriba en el aire azul. Pasamos junto a los lagos Gemelos y llegamos al albergue, que era una enorme casa blanca. Morley entró y entregó cinco dólares de depósito por el uso de un par de mantas durante aquella noche. Una mujer estaba de pie a la entrada con los brazos en jarras, los perros ladraban. La carretera estaba llena de polvo, una carretera sucia, pero el lago tenía una pureza de cera. En él, los reflejos de los riscos y montañas aparecían con claridad. Pero estaban arreglando la carretera y podíamos ver una nube de polvo amarillo delante por donde teníamos que caminar un rato mientras bordeábamos el lago a lo largo de un arroyo para luego subir por el monte hasta el comienzo del sendero.
Aparcamos el coche y sacamos nuestras cosas y nos las repartimos bajo el caliente sol. Japhy metió algunas cosas en mi mochila y me dijo que tenía que llevarlas o acabaría cayendo de cabeza al lago. Lo decía muy serio, en plan líder, y eso me gustó más que nada. Después, con idéntica seriedad infantil, se inclinó sobre el polvo del camino y con el zapapico empezó a dibujar un gran círculo dentro del que representó varias cosas.
– ¿Qué es eso?
– Estoy haciendo un mandala mágico que no sólo nos ayudará durante el ascenso, sino que además, y después de unas cuantas acciones y cánticos, me permitirá predecir el futuro.
– ¿Qué es un mandala?
– Son los dibujos budistas y siempre son círculos llenos de cosas, el círculo representa el vacío y las cosas la ilusión, ¿entiendes? A veces hay mandalas pintados en la cabeza de ciertos bodhisattvas y estudiándolos puedes saber su historia. Son de origen tibetano.
Llevaba mis playeras y ahora me encasqueté el gorro que Japhy me había entregado, y que era una boina francesa negra que me puse ladeada y me eché la mochila a la espalda y estaba en condiciones de ponerme en marcha. Con las playeras y la boina me sentía más como un pintor bohemio que como un montañero. Sin embargo, Japhy llevaba sus preciosas botas y su pequeño sombrero suizo con una pluma y parecía un elfo algo rudo. Me lo imagino ahora en la montaña, aquella mañana. Ésta es la visión: es una mañana muy pura en la alta y seca sierra, a lo lejos los abetos dan sombra a las laderas nevadas, algo más cerca, las formas de los pinos, y allí el propio Japhy con su sombrerito y una enorme mochila a la espalda y una flor en la mano izquierda que tiene enganchada a la correa de la mochila que le cruza el pecho; la hierba crece entre los montones de rocas y piedras; distantes jirones de niebla acuchillan los costados de la mañana, y sus ojos brillan alegres. Está en camino, sus héroes son John Muir, Han Chan, Shin-te y Li Po, John Burroughs, Paul Bunyan y Kropotkin; es bajo y tiene un divertido modo de sacar el vientre cuando camina, pero no porque tenga el vientre grande, sino porque su espina dorsal se curva un poco; compensa esto con sus largas zancadas tan vigorosas como las de un hombre alto (como comprobé siguiéndole sendero arriba), y su pecho es amplio y sus hombros anchos.