Marina - Дёмина Ольга 2 стр.


Una vez busqué en un diccionario el término "hipocondríaco" y le saqué una copia.

– No sé si lo sabías, pero tu biografía viene en el Diccionario de la Real Academia le anuncié.

Echó un vistazo a la fotocopia y me lanzó una mirada de alcayata.

– Prueba a buscar en la "i" de idiota y verás que no soy el único famoso replicó JF.

Aquel día, a la hora del patio del mediodía, JF y yo nos deslizamos en el tenebroso salón de actos. Nuestros pasos en el pasillo central despertaban el eco de cien sombras caminando de puntillas. Dos haces de luz acerada caían sobre el escenario polvoriento. Nos sentamos en aquel claro de luz, frente a las filas de asientos vacíos que se fundían en la penumbra. El susurro de la lluvia arañaba las cristaleras del primer piso.

– Bueno, -espetó JF, ¿a qué viene tanto misterio?

Sin mediar palabra saqué el reloj y se lo tendí. JF enarcó las cejas y evaluó el objeto. Lo valoró con detenimiento durante unos instantes antes de devolvérmelo con una mirada intrigada.

– ¿Qué te parece? -inquirí.

– Me parece un reloj -replicó JF. ¿Quién es el tal Germán?

– No tengo ni la más mínima idea.

Procedí a relatarle con detalle mi aventura de días atrás en aquel caserón desvencijado. JF escuchó atentamente el recuento de los hechos con la paciencia y atención cuasi científica que le caracterizaban. Al término de mi narración, pareció sopesar el asunto antes de expresar sus primeras impresiones.

– O sea, que lo has robado -concluyó.

– Ésa no es la cuestión -objeté.

– Habría que ver cuál es la opinión del tal Germán-adujo JF.

– El tal Germán probablemente lleve muerto años sugerí sin mucho convencimiento.

JF se frotó la barbilla.

– Me pregunto qué dirá el Código Penal acerca del hurto premeditado de objetos personales y relojes con dedicatoria… apuntó mi amigo.

– No hubo premeditación ni niño muerto -protesté. Todo ocurrió de golpe, sin darme tiempo a pensar. Cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya era tarde. En mi lugar tú hubieras hecho lo mismo.

– En tu lugar yo habría sufrido un paro cardíaco -precisó JF, que era más hombre de palabras que de acción. Suponiendo que hubiese estado tan loco como para meterme en ese caserón siguiendo a un gato luciferino. A saber qué clase de gérmenes pueden pillarse de un bicho así.

Permanecimos en silencio por unos segundos, escuchando el eco distante de la lluvia.

– Bueno -concluyó JF, lo hecho, hecho está. No pensarás volver allí, ¿verdad?

Sonreí.

– Solo no.

Los ojos de mi amigo se abrieron como platos.

– ¡Ah, no! Ni pensarlo.

Aquella misma tarde, al terminar las clases, JF y yo nos escabullimos por la puerta de las cocinas y enfilamos aquella misteriosa calle que conducía al palacete. El adoquinado estaba surcado de charcos y hojarasca. Un cielo amenazador cubría la ciudad. JF, que no las tenía todas consigo, estaba más pálido que de costumbre. La visión de aquel rincón atrapado en el pasado le estaba reduciendo el estómago al tamaño de una canica. El silencio era ensordecedor.

– Yo creo que lo mejor es que demos media vuelta y nos larguemos de aquí murmuró, retrocediendo unos pasos.

– No seas gallina.

– La gente no aprecia las gallinas en lo que valen. Sin ellas no habría ni huevos ni…

Súbitamente, el tintineo de un cascabel se esparció en el viento. JF enmudeció. Los ojos amarillos del gato nos observaban. De repente, el animal siseó como una serpiente y nos sacó las garras. Los pelos del lomo se le erizaron y sus fauces nos mostraron los mismos colmillos que días atrás habían arrancado la vida a un gorrión. Un relámpago lejano encendió una caldera de luz en la bóveda del cielo. JF y yo intercambiamos una mirada.

Quince minutos más tarde estábamos sentados en un banco junto al estanque del claustro del internado. El reloj seguía en el bolsillo de mi chaqueta. Más pesado que nunca.

Permaneció allí el resto de la semana hasta la madrugada del sábado. Poco antes del alba, me desperté con la vaga sensación de haber soñado con la voz atrapada en el gramófono. Más allá de mi ventana, Barcelona se encendía en un lienzo de sombras escarlata, un bosque de antenas y azoteas. Salté de la cama y busqué el maldito reloj que me había embrujado la existencia durante los últimos días. Nos miramos el uno al otro. Por fin me armé de la determinación que sólo encontramos cuando hemos de afrontar tareas absurdas y me decidí a poner término a aquella situación. Iba a devolverlo.

Me vestí en silencio y atravesé de puntillas el oscuro corredor del cuarto piso. Nadie advertiría mi ausencia hasta las diez o las once de la mañana. Para entonces esperaba estar ya de vuelta.

Afuera las calles yacían bajo aquel turbio manto púrpura que envuelve los amaneceres en Barcelona. Descendí hasta la calle Margenat. Sarriá despertaba a mi alrededor. Nubes bajas peinaban la barriada capturando las primeras luces en un halo dorado. Las fachadas de las casas se dibujaban entre los resquicios de neblina y las hojas secas que volaban sin rumbo.

No tardé en encontrar la calle. Me detuve un instante para absorber aquel silencio, aquella extraña paz que reinaba en aquel rincón perdido de la ciudad. Empezaba a sentir que el mundo se había detenido con el reloj que llevaba en el bolsillo, cuando escuché un sonido a mi espalda. Me volví y presencié una visión robada de un sueño.

Capítulo 3

Una bicicleta emergía lentamente de la bruma. Una muchacha, ataviada con un vestido blanco, enfilaba aquella cuesta pedaleando hacia mí. El trasluz del alba permitía adivinar la silueta de su cuerpo a través del algodón. Una larga cabellera de color heno ondeaba velando su rostro. Permanecí allí inmóvil, contemplándola acercarse a mí, como un imbécil a medio ataque de parálisis. La bicicleta se detuvo a un par de metros. Mis ojos, o mi imaginación, intuyeron el contorno de unas piernas esbeltas al tomar tierra. Mi mirada ascendió por aquel vestido escapado de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en los ojos, de un gris tan profundo que uno podría caerse dentro. Estaban clavados en mí con una mirada sarcástica. Sonreí y ofrecí mi mejor cara de idiota.

– Tú debes de ser el del reloj -dijo la muchacha en un tono acorde a la fuerza de su mirada.

Calculé que debía de tener mi edad, quizás un año más. Adivinar la edad de una mujer era, para mí, un arte o una ciencia, nunca un pasatiempo. Su piel era tan pálida como el vestido.

– ¿Vives aquí? balbuceé, señalando la verja.

Apenas pestañeó. Aquellos dos ojos me taladraban con una furia tal que habría de tardar un par de horas en darme cuenta de que, por lo que a mí respectaba, aquélla era la criatura más deslumbrante que había visto en mi vida o esperaba ver. Punto y aparte.

– ¿Y quién eres tú para preguntar?

– Supongo que soy el del reloj -improvisé. Me llamo Oscar. Oscar Drai. He venido a devolverlo. Sin darle tiempo a replicar, lo saqué del bolsillo y se lo ofrecí.

La muchacha sostuvo mi mirada durante unos segundos antes de cogerlo. Al hacerlo, advertí que su mano era tan blanca como la de un muñeco de nieve y lucía un aro dorado en el anular.

– Ya estaba roto cuando lo cogí -expliqué.

– Lleva roto quince años -murmuró sin mirarme.

Cuando finalmente alzó la mirada, fue para examinarme de arriba abajo, como quien evalúa un mueble viejo o un trasto. Algo en sus ojos me dijo que no daba mucho crédito a mi categoría de ladrón; probablemente me estaba catalogando en la sección de cretino o bobo vulgar. La cara de iluminado que yo lucía no ayudaba mucho. La muchacha enarcó una ceja al tiempo que sonrió enigmáticamente y me tendió el reloj de vuelta.

– Tú te lo llevaste, tú se lo devolverás a su dueño.

– Pero…

– El reloj no es mío -me aclaró la muchacha. Es de Germán.

La mención de aquel nombre conjuró la visión de la enorme silueta de cabellera blanca que me había sorprendido en la galería del caserón días atrás.

– ¿Germán?

– Mi padre.

– ¿Y tú eres? -pregunté.

– Su hija -Quería decir, ¿cómo te llamas?

– Sé perfectamente lo que querías decir replicó la muchacha.

Sin más, se aupó de nuevo en su bicicleta y cruzó la verja de entrada. Antes de perderse en el jardín, se giró brevemente. Aquellos ojos se estaban riendo de mí a carcajadas. Suspiré y la seguí.

Un viejo conocido me dio la bienvenida. El gato me miraba con su desdén habitual. Deseé ser un "dobermann".

Crucé el jardín escoltado por el felino. Sorteé aquella jungla hasta llegar a la fuente de los querubines. La bicicleta estaba apoyada allí y su dueña descargaba una bolsa de la cesta que tenía frente al manillar. Olía a pan fresco. La chica sacó una botella de leche de la bolsa y se arrodilló para llenar un tazón que había en el suelo. El animal salió disparado a por su desayuno. Se diría que aquél era un ritual diario.

Creí que tu gato únicamente comía pajarillos indefensos dije.

Sólo los caza. No se los come. Es una cuestión territorial explicó como lo hubiese hecho ante un niño. A él lo que le gusta es la leche. ¿Verdad, Kafka, que te gusta la leche?

El kafkiano felino le lamió los dedos en señal de asentimiento. La muchacha sonrió cálidamente mientras acariciaba su lomo. Al hacerlo, los músculos de su costado se dibujaron en los pliegues del vestido. Justo entonces alzó la vista y me sorprendió observándola y relamiéndome los labios.

– ¿Y tú? ¿Has desayunado? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Entonces tendrás hambre. Todos los tontos tienen hambre -dijo. Ven, pasa y come algo. Te vendrá bien tener el estómago lleno si le vas a explicar a Germán por qué robaste su reloj.

La cocina era una gran sala situada en la parte de atrás de la casa. Mi inesperado desayuno consistió en cruasanes que la joven había traído de la pastelería Foix, en la Plaza Sarriá. Me sirvió un tazón inmenso de café con leche y se sentó frente a mí mientras yo devoraba aquel festín con avidez. Me contemplaba como si hubiese recogido a un mendigo hambriento, con una mezcla de curiosidad, pena y recelo. Ella no probó bocado.

– Ya te había visto alguna vez por ahí -comentó sin quitarme los ojos de encima. A ti y a ese chaval pequeñín que tiene cara de susto. Muchas tardes cruzáis por la calle de detrás cuando os sueltan del internado. A veces vas tú solo, canturreando despistado. Apuesto a que os lo pasáis bomba dentro de esa mazmorra…

Estaba a punto de responder algo ingenioso cuando una sombra inmensa se esparció sobre la mesa como una nube de tinta. Mi anfitriona alzó la vista y sonrió. Yo me quedé inmóvil, con la boca llena de cruasán y el pulso como unas castañuelas.

– Tenemos visita anunció, divertida. Papa, éste es Oscar Drai, ladrón de relojes aficiona do. Oscar, éste es Germán, mi padre.

Tragué de golpe y me volví lentamente. Una silueta que se me antojó altísima se erguía frente a mí. Vestía un traje de alpaca, con chaleco y corbatín. Una cabellera blanca pulcramente peinada hacia atrás le caía sobre los hombros. Un bigote cano tocaba su rostro cincelado por ángulos cortantes en torno a dos ojos oscuros y tristes.

Pero lo que realmente le definía eran sus manos. Manos blancas de ángel, de dedos finos e interminables. Germán.

– No soy un ladrón, señor… -articulé nerviosamente. Todo tiene una explicación. Si me atreví a aventurarme en su casa, fue porque creí que estaba deshabitada. Una vez dentro no sé qué me pasó, escuché aquella música, bueno no, bueno sí, el caso es que entré y vi el reloj. No pensaba cogerlo, se lo juro, pero me asusté y, cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya estaba lejos. O sea, no sé si me explico…

La muchacha sonreía maliciosamente. Los ojos de Germán se posaron en los míos, oscuros e impenetrables. Hurgué en el bolsillo y le tendí el reloj, esperando que en cualquier momento aquel hombre prorrumpiese en gritos y me amenazase con llamar a la policía, a la guardia civil y al tribunal tutelar de menores.

– Le creo dijo amablemente, aceptando el reloj y tomando asiento en la mesa junto a nosotros.

Su voz era suave, casi inaudible. Su hija procedió a servirle un plato con dos cruasanes y una taza de café con leche igual que la mía. Mientras lo hacía, le besó en la frente y Germán la abrazó. Los contemplé al trasluz de aquella claridad que se inmiscuía desde los ventanales. El rostro de Germán, que había imaginado de ogro, se volvió delicado, casi enfermizo. Era alto y extraordinariamente delgado. Me sonrió amablemente mientras llevaba la taza a sus labios y, por un instante, noté que entre padre e hija circulaba una corriente de afecto que iba más allá de palabras y gestos. Un vínculo de silencio y miradas los unía en las sombras de aquella casa, al final de una calle olvidada, donde cuidaban el uno del otro, lejos del mundo.

Germán terminó su desayuno y me agradeció cordialmente que me hubiese molestado en devolverle su reloj. Tanta amabilidad me hizo sentir doblemente culpable.

– Bueno, Oscar -dijo con voz cansina, ha sido un placer conocerle. Espero verle de nuevo por aquí cuando guste visitarnos otra vez.

No comprendía por qué se empeñaba en tratarme de usted. Había algo en él que hablaba de otra época, otros tiempos en los que aquella cabellera gris había brillado y aquel caserón había sido un palacio a medio camino entre Sarriá y el cielo. Me estrechó la mano y se despidió para penetrar en aquel laberinto insondable. Le vi alejarse cojeando levemente por el corredor. Su hija lo observaba ocultando un velo de tristeza en la mirada.

– Germán no está muy bien de salud -murmuró. Se cansa con facilidad.

Pero en seguida borró aquel aire melancólico.

– ¿Te apetece alguna cosa más?

– Se me hace tarde -dije, combatiendo la tentación de aceptar cualquier excusa para alargar mi estancia en su compañía. Creo que lo mejor será que me vaya.

Ella aceptó mi decisión y me acompañó al jardín. La luz de la mañana había esparcido las brumas.

El inicio del otoño teñía de cobre los árboles. Caminamos hacia la verja; Kafka ronroneaba al sol. Al llegar a la puerta, la muchacha se quedó en el interior de la propiedad y me cedió el paso. Nos miramos en silencio. Me ofreció su mano y la estreché. Pude sentir su pulso bajo la piel aterciopelada.

– Gracias por todo -dije. Y perdón por…

– No tiene importancia.

Me encogí de hombros.

– Bueno…

Eché a andar calle abajo, sintiendo que la magia de aquella casa se desprendía de mí a cada paso que daba. De repente, su voz sonó a mi espalda.

– ¡Oscar!

Me volví. Ella seguía allí, tras la verja. Kafka yacía a sus pies.

– ¿Por qué entraste en nuestra casa la otra noche?

Miré a mi alrededor como si esperase encontrar la respuesta escrita en el pavimento.

– No lo sé admití finalmente. El misterio, supongo…

La muchacha sonrió enigmáticamente.

– ¿Te gustan los misterios?

Asentí. Creo que si me hubiese preguntado si me gustaba el arsénico, mi respuesta hubiera sido la misma.

– ¿Tienes algo que hacer mañana?

Negué igualmente mudo. Si tenía algo, pensaría en una excusa.

Como ladrón no valía un céntimo, pero como mentiroso debo confesar que siempre fui un artista.

– Entonces te espero aquí, a las nueve -dijo ella, perdiéndose en las sombras del jardín.

– ¡Espera!

Mi grito la detuvo.

– No me has dicho cómo te llamas…

– Marina… Hasta mañana.

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