Los subterr?neos - Kerouac Jack 11 стр.


El coche se detiene delante de la puerta de Mardou, en Heavenly Lañe, y ella, que está borracha, dice (puesto que Sand y yo, en plena borrachera, hemos decidido seguir con el coche hasta Los Altos, con todo el grupo, y hacerle una visita inesperada a nuestro viejo amigo Austin Bromberg, y seguir con la juerga): «Si queréis ir a casa de Bromberg en Los Altos, podéis ir solos, Yuri y yo nos quedamos aquí»; lo que me hizo subir el corazón a la boca tan violentamente que casi paladeé el dolor de poder oírselo decir por primera vez, sintiéndome coronado y beatificado por la confirmación.

Y en ese momento pensé, «Bueno, viejo, aquí tienes la oportunidad de deshacerte de ella» (me había pasado tres semanas esperando y proyectando), pero la frase sonaba horriblemente falsa en mis oídos; ya no podía creer en mi sinceridad.

Pero una vez fuera del coche, cuando entramos en la casa, Yuri, muy acalorado, me toma del brazo; y mientras Mardou y Sand suben por las escaleras oliendo a pescado, me dice: «Oye, Leo, no tengo la menor intención de hacer nada con Mardou, quiero que entiendas bien que no quiero hacer nada con ella; lo único que quiero, si vosotros dos vais a casa de Bromberg, es que me des permiso para dormir en tu cama, porque tengo una cita mañana.» Pero ya no siento ningún deseo de quedarme a pasar la noche en Heavenly Lañe, porque no estaremos solos, si se queda también Yuri; para ser exacto ya se ha acostado en la cama, tácitamente, como si uno tuviera el coraje de decirle: «Bájate de esa cama que tenemos que acostarnos nosotros, puedes pasar la noche en ese incómodo sillón.» Por lo tanto es más esto que otra cosa lo que me induce (aparte de mi cansancio y mi creciente prudencia y paciencia) a aceptar la propuesta de Sand (que ya no tiene ganas tampoco) y declarar que, después de todo, muy bien podríamos seguir en el coche hasta Los Altos y despertar al viejo y querido Bromberg; me vuelvo hacia Mardou con una mirada que significa o sugiere: «Puedes quedarte con Yuri, arrastrada», pero ella ya ha recogido su bolsa o cesto de fin de semana y está acomodando dentro mi cepillo de dientes, mi cepillo de pelo y sus cosas, porque según parece iremos los tres, como en efecto lo hacemos momentos después, dejando a Yuri en la cama. Pero por el camino, casi al llegar a Bayshore, bajo la gran noche enfarolada de la carretera, que para mí ya no es más que una desolación, y la perspectiva del «fin de semana» en casa de Bromberg una horrible vergüenza, no puedo soportarlo más y apenas Sand se baja a comprar unos sandwiches para la cena, le digo, mirándola a los ojos: «Te pasaste al asiento de atrás con Yuri, ¿se puede saber por qué lo hiciste? ¿Y por qué dijiste que querías quedarte con él?» «Reconozco que fue una estupidez, querido, estaba muy borracha, nada más.» Pero oscuramente ya no tengo ningún deseo de creer en sus palabras -el arte es breve, la vida es larga-; finalmente se ha abierto en mí como un capullo de dragón, en toda su plenitud, el monstruo de los celos, tan verde como el más vulgar de los dibujos animados. «Tú y Yuri estáis todo el tiempo jugando, es exactamente como el sueño que te conté, por eso me resulta tan espantoso, ¡oh, nunca más volveré a creer que los sueños dicen la verdad!» «Pero querido, no es nada de eso, en absoluto», pero no la creo -me basta mirarla para comprender que ya se ha fijado, y cómo, en el muchacho-, no se puede engañar a un tipo experimentado como yo, que a la edad de dieciséis años, cuando ni siquiera el Gran Estropajo Universal de Tristeza le había secado todavía el jugo del corazón, se enamoró de una coqueta y traidora de primera mano, y esto lo digo para jactarme, me sentí tan mal que ya no podía tolerarlo, me acurruqué en el asiento de atrás, solo; partimos, y Sand, que esperaba pasar con nosotros un alegre fin de semana, en continua e interesante conversación, se encuentra de pronto con una pareja de lúgubres amantes malhumorados; es más, oye al pasar el fragmento «Pero si no es nada de eso, en absoluto, querido», que evidentemente le recuerda el incidente con Yuri; en fin, se encuentra con este par de aburridos, obligado a recorrer con ellos todo el camino que todavía falta para llegar a Los Altos, y con la misma tenacidad que le permitió escribir el medio millón de palabras de su novela, acepta la prueba y se lanza con su coche a través de la noche peninsular en dirección a la aurora.

Llegamos a casa de Bromberg en Los Altos con el alba gris, dejamos el coche y hacemos sonar la campanilla, los tres, cada uno más avergonzado que el otro, y yo el más avergonzado de todos; y Bromberg baja en seguida, con grandes rugidos de aprobación, gritando «Leo, no sabía que os conocierais» (refiriéndose a Sand, por quien Bromberg siente gran admiración) y entramos a beber un poco de ron y de café en la famosa y loca cocina de Bromberg. Este Bromberg viene a ser el tipo más notable del mundo, con su pelo corto rizado, como la hipster Roxanne, que le baja sobre la frente, en forma de víboras, y sus ojos grandes y realmente angelicales que brillan y giran constantemente, un niño grande de lengua incansable, un verdadero genio de la conversación, realmente escribe ensayos y estudios y posee (y es famoso por eso) la biblioteca privada más grande imaginable del mundo, allí mismo en esa casa, una biblioteca justificada por su erudición y también, aunque esto no es para hablar mal, por su considerable fortuna -la casa es herencia de su padre- y en esos días se había convertido repentinamente en el amigo del alma de Carmody y proyectaba ir al Perú con él; tenían la intención de estudiar a los muchachos indios, y conversar sobre el tema y hablar de arte y visitar a los escritores y cosas por el estilo, todas cuestiones que ya se habían repetido tantas veces en los oídos de Mardou (cuestiones de cultura y de homosexuales) durante el transcurso de su aventura conmigo que ya en realidad estaba perfectamente harta de esas voces refinadas y esas fantasías explícitas, esa gracia enfática de la expresión, en cuyo campo el corpulento Bromberg, extático y casi espástico con sus ojos en blanco, era casi el maestro inigualable, «Oh, querido, es una obrita tan encantadora y a mi entender tanto mejor que la traducción de Gascoyne, aunque me atrevería a decir…» y Sand que lo imitaba de manera impagable, porque había estado con él hacía poco y se admiraban mutuamente; por lo tanto, allí estaban los dos en la aurora gris, otrora para mí pletórica de aventura, del San Francisco Metropolitano al estilo Gran-Roma conversando de temas literarios, musicales y artísticos, la cocina abarrotada de cosas, Bromberg que se precipitaba escaleras arriba (en pijama) a buscar una edición francesa de Génet gruesa como una enciclopedia, o viejas ediciones de Chaucer, o lo que fuera, y Sand lo seguía. Mardou con sus pestañas negras pensando siempre en Yuri (eso es lo que creo yo) sentada en una esquina de la mesa de la cocina, con su ron y café que se enfría poco a poco: y yo, ¡oh!, en un taburete, herido, destruido, ofendido, empeorando progresivamente, bebiendo copa tras copa y llenándome el estómago de sustancias explosivas; a eso de las ocho los pájaros empiezan por fin a cantar y se oye la poderosa voz de Bromberg, una de las voces más potentes del mundo, que resuena en las paredes de la cocina estremecidas por esos grandes temblores de sonido profundo y extático; luego hacen funcionar el tocadiscos: es una casa perfectamente amueblada, con lujo y todas las comodidades, vinos franceses, neveras, tocadiscos a tres velocidades con micrófono, bodega, etcétera. Quisiera mirar a Mardou, no sé con qué expresión hacerlo; en realidad tengo miedo de mirarla para encontrar solamente en sus ojos esta súplica: «No te hagas mala sangre, querido, ya te dije, ya te confesé que soy una estúpida, lo siento, lo siento…» Y esa mirada que pide perdón es lo que más me duele, cuando la miro de reojo…

Todo resulta inútil cuando hasta los pájaros mismos están tristes, y se lo digo a Bromberg, el cual me pregunta, «¿Qué te pasa esta mañana, Leo?» (lanzándome una mirada juguetona por debajo de las cejas, para verme mejor y hacerme reír). «Nada, Austin, me pasa solamente que cuando miro por la ventana hasta los pájaros me parecen tristes» (y poco antes, cuando Mardou subió al cuarto de baño, creo haber mencionado, barbudo, demacrado, estúpido borracho delante de estos eruditos caballeros, algo sobre la «inconstancia», que sin duda debe haberles sorprendido); ¡oh, inconstancia!

Por lo tanto, tratan de todos modos de pasar un buen rato a pesar de mi palpable, desdichado malhumor que se pasea por toda la casa, escuchando discos de ópera de Verdi y de Puccini en la gran biblioteca de arriba (cuatro paredes cubiertas desde el techo hasta el suelo con cosas tales como La explicación del Apocalipsis en tres tomos, las obras y poemas completos de Christopher Smart, las obras completas de éste y de aquél, la apología de tal y tal que tal y cual dirigió oscuramente a ya sabes quién en 1839, en 1638…); aprovecho la oportunidad para decirles: «Me voy a dormir»; ya son las once de la mañana, tengo derecho a estar cansado, supongo, habiendo estado sentado en el suelo; y Mardou, con verdaderas majestad de señora, desde que llegamos se ha instalado en el sillón del rincón de la biblioteca (allí mismo donde una vez vi sentado al famoso manco Nick Spain, mientras Bromberg, en épocas más felices de principios de este año, nos hacía oír la grabación original de La carrera del libertino) con un aire trágico, perdido; dolorido por mi dolor, mi aflicción se alimenta de su aflicción; la creo sensitiva, hasta el punto de que en un momento dado, con un arrebato de perdón, de necesidad, me acerco y me siento a sus pies y apoyo la cabeza en su rodilla, delante de los otros dos que ya no se interesanpor nosotros, es decir Sand ya no se interesa por estas cosas, profundamente absorto en la música, en los libros, en la brillante conversación (un tipo de conversación, digamos de paso, que no ha sido sobrepasado en ninguna parte del mundo, y también esta percepción, aunque ahora cansadamente, atraviesa mi imaginación ávida de epopeyas, mientras contemplo el plan de toda mi existencia, llena de amistades, amores, preocupaciones y viajes que resurgen en una vasta masa sinfónica pero que ya empiezan a interesarme cada vez menos por culpa de estos cincuenta kilos de mujer y para colmo morena, cuyas uñitas de los pies, rojas dentro de las sandalias, me provocan un nudo en la garganta). «¡Oh, mi Leo querido, parecería que realmente te estás aburriendo!» «No me aburro, ¿cómo podría aburrirme en esta casa?» Quisiera encontrar algún modo simpático de explicarle a Bromberg: «Cada vez que vengo a visitarte me pasa algo, podría parecer que todo es efecto de tu casa y de tu hospitalidad, y no lo es en absoluto, ¿no comprendes que esta mañana tengo el corazón hecho pedazos, y afuera todo es gris?» (y ¿cómo podría explicarle que la otra vez que vine a visitarle, también esa vez que me invitaron, apareciendo repentinamente a la hora gris del alba con Charley Krasmer y los muchachos, y Mary, y los demás, bebimos ginebra y cerveza, me emborraché tanto y perdí hasta tal punto la noción de lo que estaba haciendo, aparte de que también esa vez puse mala cara todo el tiempo, es más me dormí en el suelo, en el centro mismo de la habitación, delante de todos, y encima a mediodía? Y todo por motivos completamente diversos de los de esta vez, aunque siempre produciendo el mismo involuntario efecto de comentario desfavorable sobre los méritos del fin de semana en casa de Bromberg). «No, Austin, sólo que me siento mal…» Por otra parte, es indudable que Sand debe de haberle mencionado en voz baja, secretamente, en algún rincón, lo que realmente ocurre con los enamorados, ya que tampoco Mardou dice una palabra; sin duda es una de las figuras más extrañas que jamás hayan llegado de visita a casa de Bromberg, una pobre muchacha negra, subterránea, hipster, vestida con trapos de la peor calidad (de eso me encargué yo generosamente) y sin embargo con una expresión tan rara, solemne, seria, como un ángel cómico y solemne que ha llegado a la casa, probablemente indesea-do; es más, sintiéndose realmente indeseada, como me dijo después, considerando las circunstancias. Muy bien, yo me retiro del grupo, de la vida, de todo, me voy a dormir en el dormitorio (donde Charley y yo, la otra vez, habíamos bailado el mambo desnudos, con Mary) y me hundo extenuado en nuevas pesadillas, para despertar unas tres horas después, en la tarde feliz, sana, clara, conmovedora-mente pura; los pájaros todavía están cantando, y ahora también se oyen niños que cantan; como si yo fuera una araña que se despierta en un cubo viejo de basura, y el mundo no fuera para mí sino para otras criaturas más aéreas y más constantes, y por lo tanto menos propensas a dejarse manchar por la inconstancia, también…

Mientras duermo tos tres se van (hacen bien) a la playa, en el coche de Sand, a treinta kilómetros de la casa; los muchachos se zambullen, nadan, Mardou se pasea por las orillas de la eternidad, mientras sus pies y los dedos de sus pies que yo tanto amo se imprimen en la arena clara, pisando las conchillas y las anémonas y las algas secas y empobrecidas, lavadas por las mareas y el viento que le despeina el cabello corto, como si la Eternidad se hubiera encontrado con Heavenly Lañe (así se me ocurrió mientras estaba en la cama). (Al imaginarla por otra parte paseándose sin rumbo, con una mueca de aburrimiento, sin saber qué hacer, abandonada por Leo el Sufriente, y realmente sola e incapaz de conversar acerca de todos los fulanos, menganos y zutanos de la historia del arte con Bromberg y Sand, ¿qué podía hacer?) Por lo tanto, cuando regresan, Mardou viene a verme (después de una visita preliminar de Bromberg, que sube como un loco la escalera y abre la puerta de golpe diciéndome «Despiértate Leo, no pensarás pasarte todo el día durmiendo, estuvimos en la playa, realmente hubieras debido venir con nosotros»). «Leo», me dice Mardou, «no quise dormir contigo porque me desagradaba la idea de despertarme en la cama de Bromberg a las siete de la noche, habría sido realmente superior a mis fuerzas, no estoy en condiciones…», refiriéndose a su cura psicoanalítica (que por otra parte había dejado completamente de lado, por pura parálisis y por culpa mía, de mi grupo y del alcohol), su incapacidad de hacer frente a las situaciones, el peso inmenso y en los últimos tiempos aplastante de la locura, y el temor a la misma locura que aumentaba constantemente con esta vida horrible y desordenada y esta aventura conmigo, casi sin amor; eran todos buenos motivos para no querer despertarse horrorizada por el dolor de cabeza y los efectos de la borrachera en la cama de un desconocido (un desconocido amable pero de todos modos no exageradamente acogedor) al lado del pobre Leo incapaz. De pronto la miré, no tanto para escuchar estas pobres súplicas verdaderas, sino para buscar en sus ojos esa luz que había brillando sobre Yuri, y no era culpa suya si brillaba sobre todo el mundo todo el tiempo, mi luz de amor…

«¿Lo dices sinceramente?» («Dios santo, me asustas», me dijo más tarde, «me haces pensar de repente que he sido dos personas al mismo tiempo, y que te he traicionado de algún modo, con una persona, y que la otra persona… realmente me asustaste…») Pero al mismo tiempo que le pregunto esto, «¿Lo dices sinceramente?», el dolor que siento es tan grande, acaba de despertarse tan fresco de ese tremendo sueño sin sentido («Dios tiene por norma hacer que nuestras vidas sean menos crueles que nuestros sueños», una cita que vi el otro día Dios sólo sabe dónde), sintiendo todo esto y rememorando otros horrendos despertares alcohólicos en casa de Bromberg, y todos los despertares alcohólicos de mi vida, pensando por fin: «Viejo, éste es el verdadero principio del fin, más allá de esto no se puede ir, hasta qué punto tu carne positiva puede tolerar más vaguedad, y hasta cuándo podrá mantenerse positiva, si tu psique insiste en martillar sobre tu carne; viejo, vas a morir; cuando los pájaros se vuelven tristes, ésa es la señal…» Y pienso cosas peores todavía, la visión de mis libros abandonados, mi bienestar (nuevamente el supuesto bienestar) destruido, mi cerebro ya irremediablemente dañado, mis proyectos de trabajar en el ferrocarril, ¡oh, Dios santo!, el ejército entero de las cosas y de absurdas ilusiones y la entera historia y locura que erigimos en lugar del amor único, llevados por nuestra tristeza; pero ahora que Mardou se inclina sobre mi rostro, cansada, solemne, sombría, capaz (mientras juega con los lunares mal afeitados de mi barbilla) de penetrar con la mirada a través de mi carne hasta el fondo de mi horror, y capaz también de sentir cada una de las vibraciones de dolor y de inutilidad que emito, lo cual por otra parte queda atestiguado por el hecho de que ya haya reconocido mi «¿Lo dices sinceramente?», la profundísima y remota llamada del fondo… «Querido, volvamos a casa».

«Tendremos que esperar hasta que se vaya Bromberg, tomar el tren con él supongo…» Por lo tanto me levanto, paso al cuarto de baño (donde ya estuve mientras ellos paseaban por la playa, demorándome en fantasías sexuales, recordando la otra vez, en ocasión de otro fin de semana pasado en casa de Bromberg, más loco aún que éste, y hace mucho tiempo, con la pobre Annie que se había hecho rizar el cabello y no tenía ni rastro de maquillaje en la cara, y Leroy, el pobre Leroy que estaba en el cuarto de al lado preguntándose qué estaría haciendo allí dentro su mujer, el pobre Leroy que más tarde vimos partir desesperadamente en el coche y perderse en la noche, cuando comprendió lo que estábamos haciendo en el cuarto de baño; recordando por lo tanto en mi propia carne el sufrimiento que le debo haber causado a Leroy esa mañana, por dar una breve satisfacción a ese gusano y esa serpiente que se llama sexo), paso al cuarto de baño, me lavo y bajo, tratando de parecer alegre.

Pero todavía me resulta imposible mirar a Mardou directamente a los ojos, percibiendo, en el fondo de mi corazón, «¿Oh, por qué lo habrás hecho?», desesperado, la profecía de lo que habrá de ocurrir.

Como si no fuera suficiente, fue la noche de ese mismo día cuando tuvo lugar la gran fiesta en casa de Jones, o sea la noche que me escapé del taxi de Mardou y la abandoné a los azares de la guerra, la guerra que el hombre Yuri sostiene contra el hombre Leo, uno contra otro. Para empezar, Bromberg empieza a llamar por teléfono, a recolectar regalos de cumpleaños y a prepararse para tomar el autobús y alcanzar el viejo 151 de las 16.47 a San Francisco; Sand nos lleva en el coche (un grupo de lamentable aspecto, realmente) hasta la parada del autobús, donde bebemos una copa de despedida en el bar de enfrente, mientras Mardou, que ahora se avergüenza no sólo de su persona sino también de la mía, se queda en el asiento de atrás del coche (aunque exhausta) pero en la plena luz de la tarde, con la excusa de cerrar los ojos por lo menos un momento; pero en realidad, tratando de imaginarse cómo puede hacer para escapar de la trampa que la aprisiona, de la Cual yo podría ayudarla a librarse, sin embargo, si me dieran una oportunidad solamente; en el bar, me asombro entre paréntesis de oír a Bromberg que sigue, como si no pasara nada, con vociferantes e incesantes comentarios sobre pintura y literatura, y hasta (por increíble que parezca) anécdotas homosexuales, sin preocuparse de la presencia de la gente de campo, los adustos granjeros del valle de Santa Clara alineados delante del mostrador; este Bromberg no tiene la menor idea del fantástico efecto que produce entre la gente ordinaria; y Sand se divierte, en realidad también él es bastante llamativo; pero éstos son detalles sin importancia. Salgo a la calle para anunciarle a Mardou que hemos decidido tomar el tren siguiente, porque tenemos que volver a la casa a buscar un paquete olvidado, lo que para ella no es más que otra manifestación del círculo vicioso de inanidad en que giramos todos, y recibe la noticia con expresión solemne; ¡ah, mi amor, mi perdido tesoro! (una palabra pasada de moda); si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, en vez de volver al bar, para seguir conversando, en vez de mirarla con aire ofendido, etcétera, en vez de dejarla allí abandonada en el tétrico mar del tiempo, olvidada y no perdonada todavía por el pecado del mar del tiempo, habría entrado en el automóvil, le habría tomado la mano, le habría prometido mi vida y mi protección, «Porque te amo y por ningún otro motivo»; pero en realidad, muy lejos de haber comprendido completa y definitivamente este amor, todavía me encontraba en plena duda, empezaba apenas a emerger de la duda que me atenazaba. Por fin llegó el tren; era el 153 de las 17.31; después de todas nuestras demoras, subimos, e iniciamos el viaje hacia la ciudad, atravesando todo el barrio sur de San Francisco, pasando cerca de mi casa, de frente en nuestros asientos, mientras pasábamos junto a los grandes depósitos de Bayshore y yo alegremente (tratando de mostrarme alegre) les enseñaba un vagón de carga que golpeaba contra otro, y los desechos de lata temblando en la lejanía, qué divertido; pero el resto del tiempo iba tétrico y adusto bajo la mirada fija de mis dos compañeros, para decir por fin, «Realmente me parece que debo de tener una nariz cada vez más rara», cualquier cosa que me pasara por la imaginación, para aliviar la tensión de lo que en realidad me mantenía al borde de las lágrimas; aunque a grandes rasgos los tres estábamos tristes, viajando juntos en ese tren hacia el aturdimiento, el horror, la posible bomba de hidrógeno. Habiéndonos finalmente despedido de Austin en una esquina llena de gente y tráfico, en la calle Market, para perdernos Mardou y yo entre las vastas multitudes tristes y malhumoradas, en una masa confusa, como si de pronto nos hubiéramos perdido en la concreta manifestación física del estado mental en que ambos nos encontrábamos desde hacía dos meses, ni siquiera dándonos la mano pero abriéndonos paso ansiosamente a través de la muchedumbre (como si lo importante hubiera sido salir pronto de esa odiosa confusión) pero en realidad porque yo estaba demasiado «herido» para darle la mano y recordando (ahora más dolorosamente) su insistencia habitual en la conveniencia de no darle la mano en la calle porque la gente podía pensar que era una cualquiera; para terminar, en la triste y espléndida tarde perdida, doblando por la calle Price (¡oh, calle Price del destino!) en dirección a Heavenly Lañe, entre los niñitos, entre las jovencitas mexicanas flexibles y bonitas, cada una de las cuales me hacía pensar, con desdén «¡Ah!, como mujeres son casi todas mucho mejores que Mardou, me bastaría acercarme a una de éstas… pero ¡oh, oh!» Ninguno de los dos hablaba mucho, y en los ojos de Mardou se leía tanta pena, en esos mismos ojos en cuyo fondo, en otros tiempos, yo había vislumbrado ese calor de india que al principio me había inducido a decirle, una noche feliz a la luz de las velas: «Tesoro, lo que veo en tus ojos es una vida de cariño, no solamente por lo que hay en ti de india, sino también porque siendo en parte negra eres en cierto modo la mujer primera, esencial, y por lo tanto la más originalmente y la más completamente afectuosa y maternal»; en ellos leo ahora también la pena, que será una adición, un humor perdido, propio de la otra raza, la estadounidense. «El Edén está en África», yo le había dicho una vez; pero ahora, bajo el influjo de mi odio herido desviando de sus ojos la mirada, mientras recorremos la calle Price, cada vez que veo una muchacha mexicana o una negra me digo, «arrastradas, son todas iguales, siempre tratando de engañarnos y de robarnos», rememorando todas las relaciones que en el pasado he tenido con ellas; y Mardou intuye estas ondas de hostilidad que emergen de mi persona, y calla.

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