Los subterr?neos - Kerouac Jack 6 стр.


«Me había decidido, había erigido una especie de estructura, era como… pero no puedo…» Empezaba de nuevo, empezaba partiendo de su misma carne bajo la lluvia: «¿Por qué habría de querer alguien dañar mi corazoncito, mis pies, mis manos, mi piel en la cual estoy envuelta porque Dios quiere que esté calentita y Adentro, los dedos de mis pies?, ¿Por ‹íu é Dios creó todo esto tan sujeto a la descomposición, a la muerte y al daño, y por qué quiere hacerme comprender y gritar, por qué la tierra salvaje y los cuerpos desnudos y las interrupciones? Yo temblé cuando el creador conjuraba, cuando mi padre gritaba, cuando mi madre soñaba, empecé a ser pequeña y me inflé y ahora soy mayor, nuevamente una criatura desnuda, solamente destinada al llanto y al temor. ¡Ah!, protégete, ángel sin daño, tú que nunca has causado daño ni podrías causarlo ni romperle a otro inocente su caparazón y la fina envoltura de su dolor, envuélvete en una túnica, dulce cordero, protégete de la lluvia y espera, hasta que Papá regrese y Mamá te acoja otra vez caliente en su valle de la luna, teje en el telar del tiempo paciente, sé feliz por las mañanas.» Empezando todo de nuevo, temblando, surgiendo de la callejuela de la noche, desnuda hasta la piel, sobre pies de madera ante la puerta manchada de algún vecino, llamando, la mujer acude a la puerta respondiendo a la llamada temerosa de los nudillos, ve a la muchacha morena desnuda, asustada. («He aquí una mujer, un alma en mi lluvia, me mira, está asustada.») «Y naturalmente llamaste a la puerta de una perfecta desconocida.» «Estaba segura de ir a casa de Betty, que vive un poco más adelante y volver en seguida, por eso le prometí, segura de hacerlo, que le traería en seguida la ropa, entonces me dejó entrar y sacó una manta y me envolvió en ella, y luego la ropa, por suerte estaba sola, era una italiana. Y una vez más en el callejón, tenía que ocuparme ante todo de la ropa, luego ir hasta casa de Betty y pedirle dos dólares, luego comprar ese prendedor que había visto una tarde en una tienducha en la Playa, artesanía manual, algo así como hierro forjado, una compra, era el primer símbolo que me iba a permitir.» «Naturalmente.» Emerger de la lluvia desnuda en busca de una túnica para envolver su inocencia, luego la decoración de Dios y la dulzura religiosa. «Como la vez que tuve esa pelea a puñetazos con Jack Steen, que seguía clavada en mi mente.» «¿Una pelea a puñetazos con Jack Steen?» «Eso fue mucho antes, todos los morfinómanos en el cuarto de Ross, poniéndose las inyecciones con Pusher, ya conoces a Pusher, bueno, me desnudé del todo también allí… todo formaba parte… de la misma locura…» «Pero esa manía de desnudarse, de quitarse la ropa» (para mí mismo). «Estaba en medio del cuarto, ya del otro lado, y Pusher rasgueaba la guitarra, una cuerda sola, y me acerqué a él y le dije: "Oye, no me rasguees esas notas de mierda a mí" y él se levantó sin decir una palabra y se fue.» Y Jack Steen se puso furioso con ella y pensó golpearla y dejarla knock-out con los puños para que volviera en sí, de modo que la emprendió a golpes pero ella era tan fuerte como él (esos pálidos ascetas morfinómanos americanos que apenas pesan cincuenta kilos), blam, y se pusieron a pelear delante de los otros que ni se movían. También había echado pulsos con Jack, y con Julien, y prácticamente les había ganado. «Como Julien que a la larga me ganó el pulso pero en realidad se había enfurecido y había tenido que empujarme para ganarme, me hizo daño y estaba realmente fuera de sí» (alegre, diminuto resoplido a través de sus dientecitos salientes); por lo tanto había peleado con Jack Steen y realmente casi le había dado una paliza, pero Jack estaba furioso y los vecinos de abajo llamaron a la policía que vino y hubo que explicarles «bailábamos». «Pero ese mismo día yo había visto esa cosa de hierro, un clip con un hermoso brillo opaco, que se lleva en la base del cuello, sabes qué bien me quedaría sobre mi pecho.» «Sobre tu esternón moreno el oro opaco sería hermoso, pequeña; sigue con tu extraordinario relato». «Por lo tanto, inmediatamente sentí la necesidad de ese clip, a pesar de la hora, ya eran las cuatro de la madrugada, y estaba vestida con ese viejo abrigo y los zapatos y el vestido viejo que la mujer me había dado, me sentía como una vagabunda pero me parecía que nadie se daría cuenta, corrí a casa de Betty para pedirle los dos dólares, y la desperté…» Exigió el dinero, acababa de salir de la muerte y el dinero era simplemente un medio de obtener el broche brillante (el estúpido sistema inventado por los inventores del trueque y el regateo y la historia de quién es dueño de esto, quién es dueño de aquello). Y echó a correr por la calle con sus dos dólares, para llegar a la tienda mucho antes de que ésta se abriera; entró en una lechería para tomar un café, se sentó junto a una mesita, veía por fin el mundo, los sombreros melancólicos, las aceras lustrosas, los carteles que anunciaban arenque ahumado, los reflejos de la lluvia en los cristales del café y en los espejos de la columna, la belleza del mostrador donde se exhibían las meriendas frías, montañas de bollos fritos y el vapor de la máquina del café. «Qué cálido es el mundo, lo único que hace falta es conseguir esas moneditas simbólicas, que permiten acercarse al calor y la comida que se desee, ya no hay que arrancarse la piel y masticarse los huesos en los callejones, porque esos lugares fueron creados para alojar y confortar a la gente de carne y hueso que acude a ellos para llorar y consolarse.» Allí se ha sentado, mirando fijamente a todo el mundo; los habituales maniáticos del sexo no se atreven a devolverle la mirada a causa de la alocada vibración de sus ojos, olfatean un peligro vivo en el apocalipsis de su cuello tenso y ávido y en sus manos nerviosas y temblorosas. «Esa no es una mujer.» «Esa india loca terminará por matar a alguien.» Llega la mañana: Mardou se encamina feliz y absorta, sumergida en su propia persona, hacia la tienda, a comprar el clip; se detiene en un drugstore delante del expositor rotatorio de las tarjetas postales, durante dos buenas horas, examinando las tarjetas una por una, minuciosamente, una y otra vez, porque sólo le quedan diez centavos y con ellos puede comprar solamente dos tarjetas, y estas dos tarjetas deben ser privados talismanes de su nueva e importante comprensión, emblemas personales y augúrales; sus labios ávidos se curvan al advertir los pequeños significados de las sombras del funicular en los rincones, el barrio chino, las floristas, el azul, los empleados asombrados: «Hace dos horas que está aquí, sin medias, con las rodillas sucias, mirando las tarjetas, será alguna recién casada que se ha escapado de casa, una mujer de color, y viene a la gran tienda del hombre blanco, seguramente en toda su vida no ha visto una tarjeta postal en colores.»

La noche antes la habrían visto entrar en el bar de Foster en la calle Market con la última moneda (otra vez), pedir un vaso de leche, echarse a llorar sobre la leche; y los hombres que siempre la miraban y trataban de acercársele, pero no ahora, no había caso, tenían miedo, porque era una criatura, y porque… «¿Por qué no se les ocurrió a Julien o a Jack Steen o a Walt Fitzpatrick ofrecerte algún rincón donde pudieras refugiarte, o por lo menos prestarte un par de dólares?» «Pero si no les importaba nada, yo les daba miedo, realmente no me querían tener con ellos, hacían gala de una especie de distante objetividad, me vigilaban, me hacían preguntas feas; un par de veces Julien quiso representar la escena del interés, ya sabes, preguntándome: "¿Qué te pasa, Mardou?" y demás rutinas, con su falsa simpatía, pero en realidad lo único que le impulsaba era la curiosidad de saber por qué estaba así; ninguno de ellos me hubiera dado nunca un céntimo, viejo.» «Esos tipos te trataron realmente mal, ¿no te parece?» «Sí, bueno, ellos nunca tratan a nadie, en el fondo no hacen nunca nada, tú te ocupas de tus asuntos, yo me ocupo de los míos.» «Existencialismo.» «Pero el existencialismo de los americanos es peor, es el existencialismo de los maniáticos del jazz y de la morfina; yo estuve bastante con ellos, hacía ya casi un año, y cada vez que nos reuníamos me daban un contacto realmente fuerte, ésa es la verdad.» Se sentaba entre ellos, hasta que empezaban a cabecear; y en el silencio mortal esperaba, percibiendo las lentas, las serpentinas ondas de vibración que se abrían paso a través de la habitación, los párpados se cerraban, las cabezas caían hacia adelante y volvían a levantarse de pronto, alguien murmuraba algún desagradable lamento: «Demonios, ya me ha drogado ese hijo de perra de MacDoud con todas sus rutinas siempre quejándose porque no tiene suficiente dinero para una dosis, si pudiera conseguir una media porción o pagar una media… demonios, no he visto nunca nada más fastidioso, mierda, por qué no se irá a alguna parte a hacerse humo, um» (ese «um» de los morfinómanos con que termina toda afirmación disparatada, y todo lo que uno dice es disparatado, um, jum, el sollozo caprichoso infantil que se esfuerza por no explotar en un alarido ¡uaaa! inmenso y pueril con toda la cafa arrugada que les viene del regreso a la infancia provocado por la droga). Mardou estaba sentada entre ellos, y finalmente saturada de marihuana o de benzedrina empezaba a sentirse como si le hubieran puesto una inyección, se echaba a caminar por la calle sin saber dónde estaba y hasta llegaba a sentir el contacto eléctrico con los demás seres humanos (reconociendo un hecho en medio de su sensibilidad), pero a veces sentía fuertes sospechas, porque alguien le ponía secretamente las inyecciones y la seguía por la calle, él era realmente el responsable de la sensación eléctrica, tan independiente de toda ley natural del universo. «Pero realmente no habrás creído una cosa semejante; o tal vez sí, la has creído, cuando me fui del otro lado en 1945 con la benzedrina yo creía realmente que la muchacha quería mi cuerpo para quemarlo y meterme en los bolsillos los documentos de su amigo, para que la policía pensara que se había muerto, y se lo dije, además.» «Oh, ¿y qué hizo?» «Dijo: "Uuh, papito", y me abrazó y me cuidó, era una vagabunda loca, una tal Honey, me maquillaba con panca-ke para que no se viera lo pálido que estaba, yo había perdido quince kilos, o diez, o cinco, pero, ¿qué pasó después?» «Seguí paseando con mi clip nuevo.» Entró en una especie de tienda de recuerdos y se encontró con un hombre sentado en una silla de ruedas. (Encontró una puerta con jaulas y canarios verdes detrás del cristal y entró, quería tocar las cuentas, contemplar los peces de oro, acariciar el viejo gato gordo que tomaba el sol tendido en el suelo, detenerse en la fresca jungla verde de papagayos de la tienda, en lo alto de los ojos verdes que no son de este mundo, de los loros que retuercen sus cuellos estúpidos para empastarse y hundirse en pluma loca, y sentir gracias a ellos esa clara comunicación de terror ornitológico, los espasmos eléctricos de su percepción, scuok, lik, lik, y el hombre era extremadamente raro.) «¿Por qué?» «No sé, era sencillamente raro, quería, hablaba conmigo muy claramente e insistiendo… como mirándome intensamente en los ojos, prolongadamente, pero sonriendo ante los temas más sencillos y triviales, aunque ambos sabíamos que queríamos decir algo distinto de lo que decíamos -sabes cómo es la vida-, para decir verdad hablábamos de túneles, del túnel de la calle Stockton y del que acaban de construir en Broadway; en realidad se habló mucho más sobre ése, pero mientras hablábamos del túnel una gran corriente eléctrica de verdadera comprensión pasaba entre nosotros y yo podía sentir los otros planos, la cantidad infinita de otros planos, de distintas entonaciones en su voz y en la mía, y el mundo de significados de cada palabra; no me había dado cuenta nunca de cuántas cosas suceden todo el tiempo, y la gente lo sabe, lo demuestra en sus ojos, aunque se niega a demostrarlo delante de los demás. Me quedé muchísimo tiempo.» «Debe de haber sido un individuo rarísimo.» «Bueno, era un poco calvo, de aspecto afeminado, edad madura, con ese aire de degollado, o de tener la cabeza en las nubes» (alelado, escuálido) «pensándolo bien, supongo que su madre era esa anciana con el chai; pero, Dios mío, contártelo me llevaría todo un día.» «¡Oh!» «En la calle, esa hermosa anciana de cabello blanco se me había acercado y me había visto, pero preguntaba direcciones, porque le gustaba charlar…» (En esa acera recién llovida, soleada y ahora lírica como de mañana de domingo, Pascua en San Francisco y todos los sombreros rojos a la vista, los abrigos lavanda desfilando bajo las ráfagas frías, las niñitas tan pequeñitas con sus zapatos recién blanqueados y sus abrigos esperanzados pasando lentamente por las empinadas calles blancas, iglesias de viejas campanas activas y al pie de la bajada cerca de Market donde nuestra andrajosa santa Juana de Arco negra vagaba entre hosannas en su piel y en su corazón marrones prestados por la noche, temblores de formularios de apuestas en los puestos de venta de periódicos, admiradores de revistas con fotografías de mujeres desnudas, las flores de la esquina en canastas y el viejo italiano de delantal con los diarios, y el padre chino en su traje ajustado extático empujando al niñito en su coche de mimbre por la calle Powell con su mujer de mejillas como círculos rosados y ojos negros relucientes y sombrero nuevo con cola al sol, y allí en medio está Mardou sonriendo intensa y extrañamente, y la anciana señora excéntrica tan poco consciente de su raza negra como el inválido amable de la pajarería y tal vez a causa de su cara franca y abierta ahora, las claras indicaciones de un espíritu puro, inocente y turbado que acaba de emerger de un pozo en la tierra picada de viruela, y por un esfuerzo de sus propias manos rotas se ha levantado a sí misma hasta la salvación y la seguridad, las dos mujeres, Mardou y la vieja señora, en esas calles increíblemente vacías y tristes del domingo, después de los entusiasmos de •a noche del sábado, el gran reflejo de un lado y de otro de Market, como un baño de polvo de oro, el temblor del neón en los bares de O'Farrell y Masón, con los vasos de cocktail y los palitos para la cereza guiñando su invitación a los corazones abiertos y famélicos del sábado, y en realidad sólo para terminar en el vacío azul de la mañana del domingo, apenas el aletear de unos cuantos papeles junto a las aceras y el largo panorama blanco del lado de Oakland obsesionado por el domingo, todavía; las aceras de Pascua en San Francisco mientras los barcos blancos se abren paso por la bahía con líneas puras y azules desde Sasebo bajo el arco del Golden Gate, el viento que hace brillar todas las hojas de Marín bañando el reflejo mojado de la blanca ciudad gentil, entre las nubes de pureza perdida, altas sobre el camino de ladrillos y el murallón del Embarcadero, la alusión obsesionada y quebrada de canto de los viejos Pomos que antaño fueron los únicos visitantes de estas últimas once colinas norteamericanas ahora cubiertas de casas blancas, la cara del mismo padre de Mardou, ahora, cuando ella alza la cara para aspirar el aire y hablar en las calles de la vida que se materializa enorme sobre América, desvaneciéndose…) «Y como le dije, pero también conversé, y cuando se fue me dio su flor, me la prendió con un alfiler y me llamó tesoro.» «¿Era blanca?» «Sí, parecía, era muy afectuosa, muy agradable, parecía quererme, como si quisiera salvarme, ayudarme a emerger; subí la colina, por California, hasta más allá del barrio chino, en un lugar pasé delante de un garaje casi blanco, con una gran pared de garaje, y el hombre en un sillón giratorio quería saber qué quería, yo entendía que cada uno de mis movimientos era una obligación tras otra de comunicarme con cualquiera que no accidentalmente sino calculadamente se me apareciera por delante, comunicar y recibir esa noticia, la vibración y el nuevo sentido que había adquirido, hablar de todo lo que le ocurría a todo el mundo todo el tiempo en todas partes, decirles que no debían preocuparse, que nadie era tan mezquino como uno se imagina ni… era un hombre de color, en el sillón giratorio, y tuvimos una conversación larga y confusa; él no se mostraba muy dispuesto, lo recuerdo, a mirarme a los ojos ni realmente a escuchar lo que yo le decía.» «Pero, ¿qué le decías?» «Sí, ya lo he olvidado todo, algo tan sencillo que no te hubieras imaginado nunca, como esos túneles o como la señora de edad, y yo vagando por calles y direcciones, pero el hombre quería hacer algo conmigo, vi que se abría la cremallera pero de pronto se avergonzó, yo estaba de espaldas y podía verlo reflejado en el cristal.» (En los blancos planos de la blanca mañana de la pared del garaje, el hombre fantasmal y la muchacha de espaldas, encogida, contemplando en la ventana que no solamente refleja al hombre extraño tímido que secretamente la observa sino todo el interior de la oficina, el sillón, la caja de hierro, las profundidades de cemento húmedo del garaje, y los automóviles de brillo opaco, mostrando también las partículas de polvo no lavadas por la lluvia de la noche anterior, y a través del cristal el balcón inmortal de la acera de enfrente, con la ventana de madera del apartamento de inquilinato, donde pronto se verían tres chicos negros extrañamente vestidos que saludaban con la mano, pero sin gritar, a un negro cuatro pisos más abajo con mono de mecánico, y por lo tanto, al parecer, trabajando el domingo de Pascua, que respondía al saludo mientras seguía avanzando en su propia y extraña dirección, la que de pronto cortaba la lenta dirección que habían tomado dos hombres, dos hombres comunes con abrigo y sombrero, pero uno de ellos con una botella y el otro con una criatura de tres años, que de vez en cuando se detenían para llevarse a los labios la botella de jerez californiano Four Stars y beber mientras el sol absoluto de la mañana de San Francisco hacía ondear sus trágicos abrigos empujándolos de costado, el niño que vociferaba, sus sombras en la calle como sombras de gaviotas, del color de los cigarros italianos liados a mano en los profundos estancos pardos de Columbus y Pacific, y ahora el paso de un Cadillac con cola de pez, en segunda, que se dirigía hacia las casa de lo alto de la colina, con la vista de la bahía, para alguna perfumada visita de parientes que llegan con las historietas, noticias de las viejas tías, caramelos para algún niñito desdichado que anhela que el domingo termine de una vez, que el sol cese de penetrar a través de las persianas y circundar las plantas en maceta, prefiriendo la lluvia y nuevamente el lunes y la alegría del callejón con cerca de madera donde apenas la noche anterior la pobre Mardou casi se había perdido.) «¿Y qué hizo el negro?» «Se cerró otra vez la cremallera. No quería mirarme, volvía la cabeza, era extraño, se avergonzó y se sentó; me recordaba también cuando era niña en Oakland, y el hombre aquél nos mandaba a comprar caramelos y nos daba monedas, y luego se abría la bata y se exhibía.» «¿Un negro?» «Sí, del barrio donde yo vivía, recuerdo que yo no me quedaba nunca en su casa pero mi amiga sí se quedaba y creo que hasta hizo algo con él una vez.» «¿Y qué hiciste con el individuo del sillón giratorio?» «Bueno, creo que salí como había entrado, y era un día hermoso, el día de Pascua, viejo.» «Diablos, para Pascua, ¿dónde estaba yo?» «El sol suave, las ñores y yo que me alejaba por la calle y pensaba: "¿Por qué me habré permitido alguna vez aburrirme en el pasado?", y como compensación me emborrachaba o tomaba esas cosas o me daban ataques o todas esas artimañas que usan las personas porque desean algo, cualquier cosa, salvo la serena comprensión de lo que realmente existe, que después de todo es tanto, y las cavilaciones provocadas por las odiosas convenciones sociales, las rabias, el hacerse mala sangre por los problemas sociales y por mi problema racial, todo eso importaba tan poco; aunque ahora podía sentir esa gran seguridad y el oro de la mañana terminaría alguna vez por desvanecerse, y ya había empezado a hacerlo; hubiera podido construir toda mi vida como esa mañana solamente sobre la base de la pura comprensión y el deseo de vivir y seguir adelante, Dios, todo era la cosa más hermosa que jamás me había sucedido, a su manera; pero todo era también siniestro.» La aventura terminó cuando llegó a casa de sus hermanas, en Oakland, y las hermanas se pusieron furiosas con ella en realidad, pero les dio una explicación cualquiera, e hizo cosas raras; advirtió por ejemplo la complicada instalación de hilos eléctricos que su hermana mayor había inventado para conectar la televisión y la radio con el enchufe de la cocina en el destartalado piso superior de madera de su casita cerca de la Séptima y Pine, los porches con gárgolas de madera ennegrecida por el hollín del ferrocarril, como un puñado de tablas viejas en las casuchas construidas con cualquier cosa, donde el patio no es más que un montón de piedras rotas y madera negra mostrando el lugar donde los vagos se han bebido sus botellas la noche anterior, antes de alejarse cruzando la calle de empaquetado de la carne, del lado de la Línea Principal, en dirección a Tracy, a través del vasto imposible Brooklyn-Oakland, lleno de postes de teléfono y de residuos, y los sábados por la noche los bares desenfrenados de los negros, llenos de prostitutas, los mexicanos con su Ya-Ya en sus propios locales, el coche de la policía que se pasea por la larga triste avenida constelada de borrachos, el brillo de las botellas rotas (ahora en la casa de madera donde se crió en el terror, Mardou se ha acurrucado contra la pared en cuclillas mirando los alambres en la semipenumbra, se oye hablar y no comprende por qué está diciendo esas cosas, excepto que deben ser dichas, emerger, porque ese mismo día, por la tarde, cuando finalmente en su vagabundeo llegó a la alocada calle Tercera, entre las hileras de italianos lentos y los indios con vendajes que rodaban por los callejones bárbaramente ebrios y los cines de diez centavos con tres sesiones y los niñitos de los hoteles de mala muerte que corrían por las aceras y las casas de empeño y los saloncitos de diversiones para negros, al detenerse bajo el sol soñoliento a escuchar de pronto el bop que manaba de las máquinas de discos automáticas, como si fuera por primera vez advirtió la intención de los músicos, de las trompetas y demás instrumentos, e inesperadamente una mística unidad que se expresaba en ondas como si fueran siniestras, y otra vez la electricidad, pero clamando con palpable vivacidad la palabra directa de la vibración, los intercambios de afirmación, los planos de ondeante intimación, la sonrisa sonora, la misma viviente insinuación que advertía en la manera con que su hermana había dispuesto esos alambres enroscados, enredados y grávidos de intención, de aspecto inocente pero en realidad, detrás de la máscara de la vida casual, completamente por un acuerdo previo, la boca horrible casi emitiendo sardónicamente víboras de electricidad, colocadas adrede, las que ella había estado viendo todo el día y oyendo en la música y que ahora veía en los alambres). «¿Qué pretendéis hacer, tenéis realmente la intención de electrocutarme?» De modo que las hermanas comprendieron que algo andaba en realidad muy mal, peor que la menor de las hermanas Fox que era alcohólica y se hacía la loca por las calles y la patrulla del vicio debía arrestarla periódicamente, algo andaba horrible, inconfundible, innominablemente mal. «Fuma drogas, anda con todos esos tipos raros con barba de San Francisco.» Llamaron a la policía y se llevaron a Mardou al hospital; pero ahora comprendía: «Santo Dios, vi que lo que me ocurría era realmente espantoso, lo que me ocurría y lo que iba a ocurrirme, y te aseguro viejo que me sobrepuse en seguida, hablé cuerdamente con todos los que se me ponían al alcance, no hice nada equivocado, y me dejaron salir cuarenta y ocho horas después; las otras mujeres estaban conmigo, mirábamos por la ventana, las cosas que me decían me hicieron comprender qué precioso era realmente quitarse esas malditas batas y salir de allí y encontrarse en la calle, al sol, desde allí se veían los barcos; estar fuera de allí y libre para ir donde quisiera, qué grande es realmente y cómo no lo apreciamos nunca, todos tristes, encerrados en nuestras preocupaciones y en nuestra piel, como estúpidos, en realidad, o criaturas ciegas, mimadas, detestables, que hacen la trompa porque… no consiguen… todos… los… caramelos… que quieren, de modo que hablé con los médicos y les dije…» «¿Y no tenías adonde ir?, ¿dónde tenías la ropa?» «Dispersa por todas partes, por toda la Playa, tenía que hacer algo; me dejaron estar en esa habitación, unos amigos míos, durante el verano; tendré que irme en octubre.» «¿El cuarto de Heavenly Lañe?» «Sí.» «Tesoro; tú y yo, ¿no vendrías a México conmigo?» «¡Sí!» «Suponiendo que vaya a México, es decir, si consigo el dinero; aunque tengo ciento ochenta ya, y en realidad, mirándolo bien, podríamos irnos mañana y arreglarnos, como los indios, quiero decir, todo barato, viviendo en el campo o en los barrios pobres.» «Sí, sería tan hermoso irse ahora mismo.» «Pero si podríamos, o en el fondo preferirías esperar hasta que… se supone que recibiré pronto quinientos dólares, ¿comprendes? y…» (y ese fue el momento en que me la habría podido meter para siempre en el seno de mi propia vida) y ella decía: «Realmente no quiero tener nada más que ver con la Playa ni con ninguno del grupo, viejo, por eso… supongo que hablé y consentí demasido pronto, ahora no pareces tan seguro» (riendo al verme reflexionar). «Pero estoy solamente pensando en los problemas prácticos.» «Sin embargo estoy segura de que si hubieras dicho "tal vez…" ¡ooh!, no importa», besándome. El día gris, la lamparita roja, yo no le había oído contar una historia semejante a nadie, exceptuando a los grandes hombres que había conocido en mi juventud, esos grandes héroes estadounidenses que habían sido mis compañeros, con los cuales había vivido aventuras y había estado en la cárcel y conocido las auroras harapientas, los beaí sentados en los bordillos de las aceras viendo símbolos en las alcantarillas saturadas, los Rimbaud y los Vcrlaine de los Estados Unidos en Times Square, siempre muchachos. Ninguna mujer me había conmovido jamás con un relato de sufrimiento espiritual, mostrando tan hermosamente su alma resplandeciente como la de un ángel que vagara por el infierno y el infierno eran las mismas calles por las cuales yo había vacado siempre observando, esperando que apareciera alguien exactamente como ella, y ni siquera soñando la oscuridad y el misterio y la eventualidad de nuestro encuentro en la eternidad, la inmensidad de su rostro, que ahora era como la repentina y vasta cabeza del Tigre en un cartel detrás de la cerca de madera en los humosos corralones de residuos de las mañanas de sábados sin escuela, directa, hermosa, insana, en la lluvia. Nos acariciamos, nos abrazamos estrechamente, ahora era como el amor, yo estaba atónito; hicimos de todo en el living-room, alegremente, sobre los sillones, en la cama, dormimos enlazados, satisfechos; yo le enseñaría más sexo que…

Nos despertamos tarde, Mardou no había ido, como debía, a visitar a su psicoanalista, había «perdido» el día, y cuando Adam volvió a casa y nos vio en el sillón otra vez, todavía conversando y la casa toda en desorden (tazas de café, restos de bollos que yo había comprado en la trágica Broadway, en la trágica italianidad que era tan semejante a la perdida indigenidad de Mardou, el trágico San Francisco de los Estados Unidos con sus cercas grises, sus aceras lúgubres, sus zaguanes de humedad, que yo, que provenía de una pequeña ciudad y más recientemente de la soleada costa este de Florida, encontraba tan aterradora). «Mardou, te has perdido la visita al psicoanalista; realmente, Leo, tendrías que sentirte avergonzado y un poco más responsable, después de todo…» «Quieres decir que la incito a no cumplir con su deber; así he hecho siempre con todas mis mujeres… bah, le hará bien no ir por una vez» (porque no sabía la falta que le hacía). Adam hablaba casi en broma pero también muy en serio. «Mardou, tienes que escribirle una nota, o llamar, ¿por qué no lo llamas ahora?» «Es una mujer, vive lejos, en City y County.» «Bueno, llámala ahora mismo, aquí tienes una moneda.» «Pero si puedo llamarla mañana, ahora es demasiado tarde.» «¿Cómo sabes que es demasiado tarde? No, realmente, hoy te has portado mal, y tú también, Leo, tú tienes toda la culpa, canalla.» Y luego una alegre cena, dos chicas que venían de visita (del gris y loco exterior) para comer con nosotros, una de ellas recién llegada de un viaje a través del país en su automóvil, venía de Nueva York con Buddy Pond; la muchacha era un tipo latinoamericano de grandes caderas y pelo corto, que inmediatamente se introdujo en la cocina roñosa y nos preparó a todos una cena deliciosa a base de sopa de judías negras (todo de latas) con algunas verduras, mientras la otra muchacha, la de Adam, tonteaba en el teléfono y Mardou y yo estábamos sentados en un rincón oscuro de la cocina, con aire culpable, bebiendo cerveza vieja y preguntándonos si después de todo Adam no tendría realmente razón sobre lo que convenía hacer, cómo podríamos ayudarnos a salir de la apatía, pero ya nos habíamos contado nuestras respectivas historias, nuestro amor se había solidificado, y ahora había a lgo triste en nuestra mirada, tanto en la suya como en la mía; la velada seguía su curso, con la alegre cena improvisada, éramos cinco, la muchacha del pelo corto dijo, después de un rato, que yo era tan hermoso que no podía mirarme (lo que después resultó ser una expresión suya y de Buddy Pond, traída de la costa del Este), «hermoso» era tan asombroso para mí, increíble, pero debe de haberle causado alguna impresión a Mardou, la cual de todos modos durante la cena se mostró celosa de las atenciones que la muchacha tenía conmigo y más tarde me lo dijo; mi posición era tan despreocupada, tan segura; y salimos todos a dar una vuelta en su coche convertible importado, a través de las calles de San Francisco que ya empezaban a clarear, no ya grises sino abriéndose unos rojos suaves y cálidos en el cielo entre las casas; Mardou y yo íbamos recostados en el asiento posterior descubierto, estudiándolos, comentando las sombras delicadas, tomados de la mano; y ellos delante, como esos grupos alegres internacionales y jóvenes que pasean por las calles de París, mientras la muchacha de pelo corto conducía solemnemente, y Adam señalaba; íbamos a visitar a un cierto individuo en Russian Hill que estaba preparando las maletas para el tren de Nueva York y el vapor que partía para París; en su casa bebimos unas cuantas cervezas, conversamos un poco, luego nos dirigimos a pie con Buddy Pond a casa de un cierto amigo literato de Adam, un tal Aylward Fulano famoso por sus diálogos en la Current Review, poseedor de una magnífica biblioteca, y luego, a la vuelta, a visitar (como le dije a Aylward) al más grande genio de los Estados Unidos, Charles Bernard; en su casa encontramos ginebra, y un viejo homosexual canoso, y otros, y diversas visitas por el estilo, terminando ya entrada la noche, cuando cometí el primer gran error de mi vida y de mi amor con Mardou, al negarme a volver a casa con todos los demás a las tres de la madrugada, insistiendo, aunque por invitación de Charles, en quedarnos hasta el amanecer estudiando sus fotografías pornográficas (homosexuales masculinos) y escuchando discos de Marlene Dietrich, con Aylward, mientras los demás se iban; Mardou estaba cansada y habíamos bebido demasiado, me miraba tímidamente, y no protestaba aunque veía cómo era yo en realidad, un borracho, que se acostaba siempre tarde, que bebía a costa de los demás, que gritaba: un necio; pero ahora me amaba, por eso no se quejaba y con sus piececitos oscuros desnudos en las sandalias se paseaba por la cocina detrás de mí, mientras mezclábamos las bebidas; de pronto a Bernard se le ocurre que Mardou le ha robado una fotografía pornográfica (mientras ella está en el cuarto de baño, me dice confidencialmente: «Querido, la vi cuando se la metía en el bolsillo, el de la cintura, quiero decir el del pecho») de modo que cuando ella sale del cuarto de baño advierte en el aire algo de lo ocurrido, los invertidos que la rodean, el extraño borracho que la acompaña, y no se queja; la primera de tantas indignidades que deberá soportar, no con capacidad de sufrimiento sino gratuitamente, por la fuerza de sus pequeñas dignidades femeninas. Ah, yo no hubiera debido hacerlo, estúpidamente; la larga lista de reuniones y borracheras y desastres, las veces que la dejé plantada; y la última vergüenza fue la vez que estábamos en un taxi juntos: ella insiste en que la lleve a su casa (a dormir), que puedo ir solo a encontrarme con Sam (en el bar), pero yo me bajo de un salto del taxi, locamente («nunca vi nada más maniático»), me subo a otro taxi y me escapo, dejándola sola en la noche, de modo que cuando Yuri llama a su puerta la noche siguiente, yo no estoy, el otro está borracho e insiste, y se lanza al ataque como había estado proyectando últimamente, ella cede, ella cede; sí cedió, y estoy adelantando mi relaio, nombrando antes de tiempo a mi enemigo, el dolor, ¿por qué habría de ser «el dulce ariete de su acto de amor», que en realidad nada tiene que ver conmigo ni en el tiempo ni en el espacio, como un estilete en mi garganta?

Al despertar, por lo tanto, de la serie de festejos, en Heavenly Lañe, nuevamente me acomete la pesadilla de la cerveza (esta vez con un poco de ginebra, además) y del remordimiento; y nuevamente, aunque ahora sin ningún motivo casi, la repugnancia al ver las pequeñas partículas blancas y lanudas del relleno de la almohada enredadas en su cabello negro casi de alambre, sus mejillas regordetas y sus labios breves y gruesos, la penumbra y la humedad de Heavenly Lañe: una vez más «tengo que volver a casa, poner en orden mi vida», como si a su lado nada hubiera estado nunca en orden, sino desordenado; como si nunca hubiera podido alejarme de mi quimérico cuarto de trabajo, de mi hogar de comodidades, en el gris forastero de la ciudad del mundo, en el Estado del bienestar. «Pero, ¿por qué siempre quieres irte en seguida?» «Supongo que será la sensación de bienestar en mi casa lo que me falta para poner mi vida en orden, como…» «Yo lo se, hijito, pero me… te extraño, hasta cierto punto siento celos de que tú tengas un hogar y una madre que le plancha la ropa cuando yo no tengo nada de eso…» «¿Cuándo quieres que vuelva, el viernes por la noche?» «Pero hijito, eso depende de ti, puedes venir cuando quieras». «Pero debes decirme cuándo quieres tú». «Pero ni se discute que no soy yo la que debe decirlo» «¿Y qué significa no se discute?» «Es como cuando uno dice… sobre… ¡oh!, no sé» (suspirando, volviéndose para el otro lado de la cama, escondiéndose, hundiendo del otro lado su cuerpecito de uva; por lo tanto me acerco, la vuelvo de este lado, me dejo caer sobre la cama, le beso la línea recta que le nace en el esternón, con una depresión más abajo, una línea derecha, sin interrupciones hasta el ombligo, donde se vuelve infinitesimal y prosigue como trazada con un lápiz sobre la pelusa, para continuar luego, siempre recta, por debajo; y, ¿acaso el hombre necesita pedirle bienestar a la historia y al pensamiento cuando posee eso, la esencia?; y sin embargo…). El peso de mi necesidad de volver a casa, mis temores neuróticos, mis borracheras, mis horrores. «No hubiera debido, en realidad no hubiéramos debido ir a casa de Bernard anoche; por lo menos hubiéramos debido volvernos a casa a las tres, con los demás.» «Es lo que digo yo, hijito, pero demonios» (con la sonrisita del resoplido, con una leve imitación humorística de una persona que padece de dificultades de pronunciación) «no haces nunca lo que digo.» «Lo siento, lo siento tanto, te amo, ¿y tú me amas?» «Hombre», riendo, «¿qué quieres decir con eso?», y me mira con atención. «Quiero decir si sientes afecto hacia mí», mientras me envuelve el cuello, grueso y tenso, con su brazo moreno. «Naturalmente, querido». «Pero ¿qué…?» Quisiera preguntárselo todo, pero no puedo, no sé cómo hacerlo, ¿qué es ese misterio de lo que quiero de ti, qué es el hombre o la mujer, el amor, qué quiero decir con amor; por qué debo insistir y preguntar, y por qué me voy y te dejo porque en tu pobre mísero cuartito…? «Es este lugar lo que me deprime; en casa puedo sentarme en el patio, bajo los árboles, dar de comer a mi gato.» «Oh, ya sé que aquí uno se ahoga, ¿quieres que abra la persiana?» «No, que te verán todos; tengo ganas de que se termine de una vez el verano,para que me den ese dinero que espero y nos vayamos a México.» «Bueno, viejo, hagamos como dijiste, vayámonos ahora con el dinero que tienes; dijiste que podríamos arreglarnos.» «¡Perfecto, perfecto!» La idea cobra cada vez más fuerza en mi imaginación, mientras bebo unos sorbos de cerveza vieja y pienso en un rancho de adobes, por ejemplo en las afueras de Texcoco, a cinco dólares por mes; vamos al mercado con el rocío del alba, ella con sus preciosos piececitos morenos en las sandalias, siguiéndome como una esposa, como Ruth; llegamos, compramos naranjas, y mucho pan, y también vino, vino de la región; volvemos a casa y preparamos la comida, pulcramente, en nuestra cocinita, y de sobremesa nos sentamos uno al lado del otro, anotando nuestros sueños, analizándolos; hacemos el amor en nuestra camita. Pero ahora Mardou y yo estamos sentados en la habitación, hablando de todo esto, soñando despiertos, una inmensa fantasía. «Bueno, viejo», sonriendo con sus dientecitos salientes, «cuándo nos decidimos? Toda nuestra relación ha sido una locura sin importancia, todas estas nubes indecisas, todos estos proyectos… ¡Dios!». «Quizá sea mejor esperar hasta que me manden el dinero del libro; sí, realmente será mejor, porque así podré comprarme una máquina de escribir y un cochecito de tres velocidades y discos de Gerry Mulligan y vestidos para ti y todo lo que nos haga falta; así como están las cosas no podemos hacer nada.» «Sí, no sé» (reflexionando) «viejo, te diré que no me entusiasman esos pactos histéricos de pobreza» (afirmaciones de tan repentina profundidad, y tan propias de una hipster que me enojo y me voy a casa y medito sobre ellas durante días). «¿Cuándo volverás?» «Bueno, muy bien; entonces será para el jueves.» «Pero si realmente prefieres el viernes, no quisiera ser un obstáculo en tu trabajo, querido, tal vez preferirías quedarte más tiempo.» «Después de lo que me… ¡Oh, te adoro… te…!» Me desvisto y me quedo tres horas más; por fin me voy sintiéndome culpable, porque el bienestar, la sensación de hacer lo que debería hacer han sido sacrificados, pero aunque sacrificados por el sano amor, algo hay enfermo en mí, perdido; siento temores; y también me doy cuenta de no haber dado un céntimo a Mardou, ni un pedazo de pan, literalmente, solamente conversación, abrazos, besos; me voy y su subsidio de paro no ha llegado todavía, no tiene con qué comer. «¿Qué comerás?» «Oh, tengo algunas latas, o tal vez puedo ir a casa de Adam, pero no quisiera ir a su casa muy a menudo, tengo la impresión de que está resentido conmigo, debe de haber sido mi amistad contigo, me he puesto en medio de esa cierta cosa que existe entre vosotros dos, algo por el estilo…» «No, no es cierto.» «Pero hay otros motivos; no quiero salir, quisiera quedarme aquí adentro, no ver a nadie.» «¿Ni siquiera a mí?» «Ni siquiera a ti, es verdad, a veces, Dios santo, me siento así.» «¡Ah, Mardou! No sé qué decirte, no sé qué decisión tomar, tendríamos que hacer algo ¡untos, ya sé lo que podemos hacer, consiguiré un trabajo en el ferrocarril y viviremos juntos», y esta es la nueva gran idea.

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