Los subterr?neos - Kerouac Jack 9 стр.


Yuri Gligoric: joven poeta, de veintidós años, recién llegado de cosechar manzanas en Oregón, y antes de eso había sido camarero en una gran hostería rústica para turistas; un yugoeslavo alto, delgado, rubio, buen mozo, muy atrevido y sobre todo ansioso de causarnos impresión, a mí, a Adam y a Carmody, sabiendo perfectamente que constituíamos una antigua y reverenciada trinidad; deseando, naturalmente, en su calidad de joven poeta inédito y desconocido pero muy genial, destruir los grandes dioses ya establecidos y colocarse en su lugar; deseando por lo tanto conquistar sus mujeres, también, sin inhibiciones ni tristezas, todavía, por lo menos. Me gustaba; yo lo consideraba como un nuevo «hermano menor» (como lo habían sido antes Leroy y Adam, a quienes yo les había enseñado diversas estratagemas literarias), y ahora haría lo mismo con Yuri, y él sería mi amigo del alma y vendría a todas partes conmigo y con Mardou; su amante, June, lo había abandonado; él la había tratado mal, y ahora quería que regresara a su lado, pero ella ya había encontrado otro en Compton; por eso yo sentía cierta simpatía por él, le preguntaba cómo andaban sus cartas y sus llamadas telefónicas a Compton, y más importante todavía, como digo, por primera vez le había dado por mirarme y decirme «Percepied, tengo que hablar contigo, de pronto he sentido la necesidad de conocerte realmente». En broma, un domingo, mientras bebíamos en el Dante, yo había dicho «Frank desea a Adam, Adam desea a Yuri», y Yuri había agregado «Y yo te deseo a ti».

En efecto, así era, en efecto. Al atardecer de ese melancólico domingo de mi primer doloroso amor por Mardou, después de pasear un rato por el parque con los muchachos, como habíamos convenido, me arrastré nuevamente a casa, a trabajar, a la cena del domingo, culpable porque llegaba tarde, y encontré a mi madre de mal humor; había estado sola todo el fin de semana, sentada en un sillón, con el chai sobre los hombros… Mis pensamientos ahora se dirigían todos hacia Mardou; no creía que tuviera la menor importancia nada de lo que yo le había dicho al joven Yuri, no solamente «Soñé que estabas haciendo el amor con Mardou», sino también lo que le dije en un bar mientras nos dirigíamos hacia el parque, porque Adam había querido ir a llamar a Sam, y los demás nos sentamos para esperarlos, bebiendo jugo de lima: «Desde la última vez que hablamos, me he enamorado de esta muchacha Mardou», una información que él aceptó sin comentarios; espero que todavía la recuerde, y sin duda es así.

Y ahora mientras estaba meditando y meditando, siempre acerca de ella, evaluando los preciosos momentos felices que hemos pasado juntos y de los cuales hasta ahora siempre he eludido el recuerdo, tuve ocasión de efectuar una comprobación de importancia siempre mayor: que Mardou es la única muchacha que yo haya jamás conocido capaz de comprender realmente la música bop, y capaz de cantarla; una vez me había dicho, aquel primer día cuando estábamos acurrucados a la luz de la bombilla roja en casa de Adam: «Cuando me dio el ataque, oía el bop en los aparatos automáticos y en el Red Drum, y en cualquier parte que lo oyera, con un sentido completamente nuevo y distinto, que por otras parte no podría explicar fácilmente.» «Pero, ¿a qué se parecía?» «Ya te digo que no lo puedo describir; no solamente mandaba ondas, me atravesaba… no puedo, te digo, reproducirlo, decirlo con palabras, ¿comprendes? Uu di bii di dii», y cantaba unas cuantas notas, con tanta gracia. La noche que íbamos de prisa por Larkin, y pasamos delante del Blackhawk, a decir verdad también venía Adam con nosotros, pero nos seguía y escuchaba, íbamos con las cabezas juntas, cantando locos coros de jazz y de bop, a ratos, y fraseaba y hacía acordes en verdad muy interesantes por su modernismo, muy atrevidos (algo que yo no había oído nunca en ninguna parte y que se parecía un poco a los acordes modernos de Bartok, pero eran adecuadísimos al bop) y en otros momentos ella hacía sus acordes mientras yo me encargaba del bajo, en la antigua grandiosa leyenda (nuevamente la leyenda de la fantástica tarde de sillón-cama que no creo que nadie pueda comprender jamás), antes yo había cantado bop con Ossip Popper, habíamos grabado discos, yo siempre haciendo el zum zum del bajo y él el fraseo (tan parecido, como ahora compruebo, al fraseo bop de Billy Eckstine); los dos íbamos del brazo, avanzando a grandes pasos por la calle Market, la flor de la flor de California, cantando bop y bastante bien además; la felicidad de nuestro canto, especialmente porque regresábamos de una espantosa reunión en casa de Roger Walker a la cual (porque así lo había dispuesto Adam, con mi consentimiento) en vez de un grupo normal sólo habían asistido muchachos, y todos ellos invertidos, incluyendo un jovencito prostituto, mexicano, y Mardou en vez de sentirse incómoda se había divertido y conversado con todos; en fin, corríamos hacia la parada de autobús de la calle Tercera, para regresar a casa, cantando alegremente…

La vez que leímos juntos a Faulkner, yo le leía Caballos overos en voz alta, cuando llegó Mikc Murphy ella le dijo que se sentara y escuchara, mientras yo seguía leyendo, pero ahora todo era distinto, yo ya no podía leer como antes y no quise continuar; pero al día siguiente, en su melancólica soledad, Mardou se pasó el día leyendo un volumen de obras selectas de Faulkner.

La vez que fuimos a ver una película francesa, y vimos Los bajos fondos, con las manos juntas, fumando, sintiéndonos cerca uno del otro; aunque en la calle Market no me permitía que le diera el brazo porque no quería que la gente de la calle pensara que era una cualquiera, lo que sin duda parecía, pero yo me enojé mucho, aunque le solté el brazo y seguimos adelante, yo quería entrar en un bar para tomar una copa, y ella tenía miedo de todos esos hombres con sombrero alineados detrás del mostrador, ahora advertía en ella ese temor que sienten los negros ante la sociedad de los Estados Unidos, del cual siempre me estaba hablando, pero que era palpable en la calle, lo que nunca me importó nada; yo trataba de consolarla, de hacerle comprender que conmigo podía hacer lo que quisiera, «En realidad, querida, un día seré una persona famosa y tú serás la digna esposa de un hombre famoso, de modo que no debes preocuparte», pero ella me contestó: «No comprendes nada», con su miedo de muchacha tan gracioso, tan comestible; yo no insistí, y nos fuimos a casa, a nuestras tiernas escenas de amor, juntos en nuestra penumbra secreta y propia…

Para decir la verdad, ésa fue la ocasión, una de esas hermosas ocasiones en que no bebimos, o mejor dicho no bebí nada, y nos pasamos la noche juntos en la cama, esta vez contándonos cuentos de fantasmas, los pocos cuentos que yo todavía recordaba, luego inventamos otros, y al final terminamos haciéndonos muecas de loco y tratando de asustarnos mutuamente, poniendo los ojos en blanco; y ella me explicó que uno de sus ensueños de la calle Market se relacionaba con la idea de que ella era en realidad una catatónica («Aunque en esa época yo no sabía todavía lo que quería decir esa palabra, pero de todos modos caminaba toda tiesa, con los brazos rígidos y colgantes, y te juro que ni un alma se atrevía a hablarme y algunos hasta tenían miedo de mirarme; pasaba por las calles como una aparición, y apenas tenía trece años»). (¡Oh, alegre resoplido de sus dientecitos! Veo sus dientes salientes, le digo con voz seria: «Mardou, tienes que hacerte una limpieza en seguida de esos dientes, en el mismo hospital adonde vas por el psicoanalista, haz que te revise un dentista, no cuesta nada de modo que puedes hacerlo…», porque advierto principios de congestión en la base de sus dientecitos, lo que siempre termina en caries.) Y ella me pone cara de loca, con las facciones rígidas, los ojos que brillan, brillan, brillan como las estrellas del cielo, y en vez de asustarme me quedo como deslumhrado por su belleza y digo: «Y también veo la tierra en tus ojos, eso es lo que pienso de ti, posees una especie de belleza muy especial, no es que yo tenga la manía de la tierra y de los indios y de todo eso, ni que quiera pasarme la vida hablando de ti y de mí pero veo tanto calor en tus ojos, la verdad es que cuando te haces la loca no advierto ninguna locura en ti sino alegría, alegría, y una especie de picardía infantil, y te amo, la lluvia repicará sobre nuestros aleros algún día, amor mío», y apagamos la luz para encender una vela, así nuestras locuras resultan más cómicas y los cuentos de fantasmas dan más miedo. Pero ¡ay!, todo eso ya ha pasado, no hago más que recordar los buenos momentos para olvidar mi dolor…

Hablando de ojos, la vez que cerramos los ojos (tampoco esa vez habíamos bebido nada porque no teníamos dinero, la pobreza hubiera podido tal vez salvar este romance) y yo empecé a mandarle mensajes, «¿Estás preparada?» y, cuando veo la primera cosa en mi mundo de ojos cerrados, le digo que me la describa, es asombroso cómo coincidimos, alguna relación existía, yo veía arañas de cristal y ella veía pétalos blancos sobre un pantano negro, inmediatamente después de habernos mutuamente declarado las imágenes, lo que era tan asombroso como las imágenes exactas que nos transmitíamos con Carmody en México; Mardou y yo veíamos la misma cosa, alguna forma loca, alguna fuente, cosas que por mi parte he olvidado, y en realidad poco importantes; nos reuníamos en mutuas descripciones de la visión, en la alegría y la dicha de este triunfo telepático nuestro, terminando donde se encuentran nuestros pensamientos en el blanco del cristal y los pétalos, el misterio; todavía veo el hambre feliz de su cara que devoraba la visión de la mía, me siento morir, ¡no me rompas el corazón, radio, con hermosas músicas, oh mundo! Y otra vez, a la luz de las velas temblorosas, yo había comprado un montón de ellas en el almacén, los rincones de nuestra habitación estaban en la sombra; su sombra desnuda y morena que se precipita hacia el lavabo después del amor -para eso usábamos el lavabo-, mi temor de comunicarle imágenes demasiado blancas en estas sesiones de telepatía, porque esto (en plena diversión) habría podido recordarle nuestra diferencia de raza, lo que en esa época me hacía sentir bastante culpable, aunque ahora comprendo que sólo era una gentileza amorosa más de mi parte. ¡Dios!

Los buenos momentos: cuando subimos a la parte más alta de Nob Hill, una noche, con el resto de una botella de Royal Chalice Tokay, dulce, sabroso, poderoso; las luces de la ciudad y de la bahía debajo nuestro, el triste misterio; allí sentados en un banco, amantes, detrás pasan personas solitarias; nos pasamos la botella, charlamos, ella me cuenta toda su pequeña adolescencia en Oakland. Es como París, es suave, sopla una brisa, la ciudad se muere de calor pero en las colinas siempre sopla el viento, y del olio lado de la bahía de Oakland (ay de mí, Hart Crane, Melville y todos vosotros poetas fraternos de la noche americana que alguna vez creí que sería mi altar de sacrificios y que ahora lo es pero a nadie le importa, ni nadie lo sabe, y por eso perdí mi amor, borracho, fastidioso, poeta); regresando por Van Ness hasta la playa del Parque Acuático, para sentarnos en la arena; al pasar junto a los mexicanos siento esa gran vivencia que he sentido todo el verano en las calles con Mardou, mi viejo sueño de querer ser vital, de vivir como un negro o un indio o un japonés de Denver o un portorriqueño de Nueva York se ha realizado, con ella a mi lado, tan joven, tan sensual, frágil, extraña, tan hipster, y yo con los blue jeans y un aire natural y los dos como si fuéramos tan jóvenes, digo «como si» por mis treinta y uno); la policía que nos dice que debemos retirarnos de la playa, un negro solitario que pasa dos veces a nuestro lado y nos mira; paseamos a lo largo del malecón, ella ríe al ver las locas figuras de la luz reflejada de la luna, que bailan como cucarachas sobre las aguas frescas, tersas y ululantes de la noche; olemos puertos, bailamos…

La vez que la acompañé, una mañana, amplia, suave y seca como la meseta mexicana o Arizona, a su cita con el psicoanalista en el hospital, por el Embarcadero, negándonos a tomar el autobús, tomados de la mano; yo iba orgulloso, pensando «En México la verán así, exactamente, y no habrá un alma que sepa que no soy un indio, santo Dios, y así será por mucho tiempo», y señalándole la pureza y la claridad de las nubes le digo: «Igual que en México, querida, ¡oh, verás cómo te gustará!», y subimos por la avenida llena de gente hasta el enorme hospital melancólico de ladrillos; hemos convenido que de allí me voy a casa, pero ella no se decide a dejarme, con una sonrisa triste, una sonrisa de amor, hasta que por fin cedo y acepto esperarla hasta que salga, porque su entrevista con el médico dura unos veinte minutos; la veo alegre y feliz precipitarse hacia la entrada que ya habíamos dejado atrás en nuestro vagabundeo indeciso, porque ya estaba a punto de renunciar a la visita al analista; hombres, amor, no se vende, mi premio, posesión, que nadie se entrometa, si no recibirá un golpe en el estómago, una bota alemana en la trompa, soy un canadiense con un hacha, clavaré a todos estos poetas insectos sobre alguna muralla de Londres, aquí mismo donde estoy, explicados. Y mientras espero que salga, me siento al lado del agua, sobre la grava casi mexicana, la hierba y las casas de apartamentos de hormigón armado; saco mi cuaderno de apuntes y describo con palabras difíciles la silueta del horizonte y la bahía, incluyendo una breve mención del hecho grandioso del inmenso universo total con sus infinitos planos, desde la Standard Oil arriba hasta el muelle abajo con las chabolas donde los viejos marineros sueñan la diferencia que hay entre hombre y hombre, la diferencia tan enorme entre las preocupaciones de los presidentes de compañía en sus rascacielos y los lobos de mar en el puerto y los psicoanalistas en sus salitas sofocantes dentro de inmensos edificios hoscos, llenos de cadáveres en la morgue del sótano y de locas en las ventanas; con la esperanza de inducir de este modo a Mardou a reconocer el hecho de que el mundo es inmenso y que el psicoanálisis no es más que un medio muy limitado de explicarlo, ya que solamente rasca la superficie, o sea análisis, causa y efecto, por qué en vez de qué; y cuando sale se lo leo, no le causa mucha impresión pero me ama, me da la mano mientras volvemos por el Embarcadero a casa, y cuando la dejo en la esquina de la Tercera y Townsend en medio de la tarde clara y cálida me dice: «¡Oh, qué rabia me da separarme de ti, realmente te extraño, ahora, cuando no estoy contigo!» «Pero tengo que volver a casa, para preparar la cena antes de que llegue mi madre, y escribir, pero querida vuelvo mañana, recuérdalo, a las diez en punto.» Y al día siguiente, en cambio, llego a medianoche.

La vez que nos pusimos a temblar mientras hacíamos el amor y ella me dijo «De repente me sentí perdida», y se perdió en efecto conmigo, aunque sin terminar, ella, pero frenética en mi frenesí (la obnubilación de los sentidos de Reich); y cómo le gustó; todas nuestras lecciones en la cama, le explico cómo soy, me explica cómo es ella, trabajamos, gemimos, cantamos bop; nos quitamos toda la ropa y nos arrojamos uno sobre el otro (y siempre su paseíto al lavabo, para colocarse el diafragma, mientras la espero conteniéndome y diciendo estupideces y ella se ríe y hace correr el agua) luego se me acerca atravesando el Jardín del Edén y yo extiendo los brazos y la hago acostar a mi lado en la cama blanda, atraigo hacia mí su cuerpecito y lo siento caliente, y más caliente todavía su parte caliente, beso sus pechos marrones, los dos, beso sus hombros amorosos; y mientras ella hace «ps ps ps» constantemente con los labios, ruiditos de besos aunque en realidad no existe ningún contacto entre sus labios y mi cara salvo cuando, por casualidad, mientras estoy haciendo alguna otra cosa, mi cara pasa junto a la suya y sus besitos «ps ps» hacen por fin contacto y son tan tristes y tan suaves como cuando no lo hacen; es su pequeña letanía de la noche; y cuando se siente mal y estamos preocupados, entonces me atrae hacia sí, sobre su brazo, sobre el mío; se pone al servicio de la loca bestia irreflexiva; me paso largas noches, muchas horas haciendo de todo, finalmente la poseo, rezo para que le venga, la oigo respirar cada vez más ansiosamente, espero sin esperanza, ya va a ocurrir, de pronto un ruido en el vestíbulo (o el ruido de los borrachos en el apartamento de al lado) la distrae y no consigue terminar y se ríe; pero cuando le viene entonces la oigo llorar, gemir, el tembloroso orgasmo eléctrico femenino la convierte en una niñita que llora, que gime en la noche, dura por lo menos veinte segundos, y cuando ya ha terminado se queja, «¡Oh, por qué no podrá durar un poco más!», y «¡Oh, cuándo te vendrá a ti al mismo tiempo que a mí!» «Pronto, me parece», le digo, «te estás acercando cada vez más», sudando contra ella en la triste cálida San Francisco con sus malditas viejas chabolas que mugen frente al puerto cuando llega la marea, vum, vuum, y las estrellas que titilan sobre el agua frente a la punta de la escollera donde uno se imagina que los pistoleros arrojan sus cadáveres dentro de bloques de cemento, o ratas, o La Sombra; mi pequeña Mardóu que yo amo, que no ha leído nunca mis obras inéditas, solamente la primera novela, que tiene bastante coraje pero escrita en una prosa bastante mediocre para decir la verdad, y ahora que la poseo, extenuado por el sexo, sueño con el día en que leerá las grandes obras que yo habré escrito y me admirará, recordando la vez que Adam dijo tan inesperadamente en la cocina de su casa: «Mardou, ¿qué piensas realmente de Leo y de mí como escritores, nuestra posición en el mundo, en el tiempo?», y se lo preguntaba sabiendo que sus ideas están en muchos sentidos más o menos de acuerdo con las de los subterráneos, que le inspiran admiración y temor, y cuya opinión aprecia con asombro; pero Mardou en realidad no contestó sino que eludió la pregunta, pero este viejo que vive en mí proyecta grandes libros famosos para dejarla atónita; tantos buenos momentos, tantas cosas maravillosas que vivimos juntos, y otras también que ahora en el calor de mi frenesí olvido, pero decirlas todas, todas, los ángeles las conocen todas y las registran en sus libros…

Aunque si pienso en los malos momentos… tengo una lista de malos momentos que compensa la de los buenos (las pocas veces que fui bueno con ella y como debía ser), lo bastante como para arruinarlo todo; cuando apenas iniciado nuestro amor llegué tres horas tarde, que son muchas horas de retraso para dos amantes recientes, y por lo tanto protestó, se asustó, se puso a dar vueltas alrededor de la iglesia con las manos en los bolsillos, haciéndose mala sangre, buscándome en la niebla del amanecer, y yo bajé corriendo (al ver su notita que decía «Bajé para ver si te encuentro»), (en la inmensa San Francisco, ese norte y sur, este y oeste de desolación sin alma y sin amor que ella había divisado desde lo alto de la cerca, todos esos hombres incontables con sombreros, que suben a los autobuses y no les importa nada la muchacha desnuda sobre la cerca, ¿por qué?), y cuando la vi, yo también corriendo, ansioso por encontrarla, le abrí los brazos a cinco manzanas de distancia…

El momento peor, casi el peor de todos, cuando una llamarada roja me atravesó el cerebro: yo estaba sentado con ella y con Larry O'Hara en el cuarto de éste, habíamos estado bebiendo borgoña francés y haciendo un poco de música, se hablaba ya no sé de qué cosa, yo tenía una mano sobre la rodilla de Larry y gritaba: «Pero, ¡escuchadme, escuchadme un momento!» con tantas ganas de explicarles mi punto de vista que mi voz dejaba traslucir una inmensa y loca súplica, y Larry totalmente absorto en lo que Mardou está diciendo al mismo tiempo, y alimentando con palabras sueltas su diálogo, y en el vacío que sigue a la llamarada me levanto repentinamente de un salto y trato vanamente de abrir la puerta, uf, está cerrada con la cadena interior, hago correr la cadena, abro de un tirón la puerta y me zambullo en el pasillo, bajo las escaleras con toda la velocidad que me permiten mis zapatos con suela de goma, veloces suelas de ratero, pat patapat, piso tras piso van girando en torno de mí mientras yo giro en torno del hueco de la escalera, dejándolos a los dos con la boca abierta allí arriba; luego llamo por teléfono, media hora después me encuentro con Mardou en la calle, a tres manzanas de la casa; no hay esperanza.

Y también la vez que decidimos que yo debía darle algún dinero para comprar algo de comer, dije que iría a casa a buscarlo y se lo traería y me quedaría un rato; pero en esa época estaba tan lejos todavía del amor, y me fastidió, no solamente su conmovedora petición de dinero sino también la duda, la vieja duda de siempre, por lo tanto entro con violencia en su cuarto, está Alice su amiga, lo que me sirve de excusa (porque Alice es más silenciosa que una pared, desagradable y rara, y nadie le gusta) para dejar los dos billetes sobre los platos de Mardou en la fregadera de la cocina, le doy un beso rápido en el lóbulo de la oreja, le digo «Vuelvo mañana», y me voy, siempre corriendo, sin siquiera preguntarle si está de acuerdo, como una prostituta que me hubiera pedido los dos dólares después de haber hecho el amor, y yo me hubiera ofendido.

Qué claramente nos damos cuenta de cuándo nos estamos volviendo locos; la mente se sume en el silencio, físicamente no ocurre nada, la orina se acumula en la vejiga, las costillas se contraen.

Un mal momento, la vez que me preguntó: «¿Qué piensa realmente de mí Adam? No me lo has dicho nunca, sé que no está muy contento de vernos juntos pero…» y yo le dije más o menos lo que me había dicho Adam, cosas de las cuales no debería en absoluto haberle hablado para no turbar su tranquilidad de espíritu, «Dijo que era solamente una cuestión social suya personal, que no quería tener historias de amor contigo porque eres una negra», y otra vez sentí su pequeño choque telepático que me llegaba a través de la habitación; la hirió profundamente. Me pregunto qué motivo habré tenido para decírselo.

La vez que vino su vecino, tan cordial, el joven escritor John Golz (se pasa ocho horas al día, con toda aplicación, escribiendo cuentos para revistas, admira a Hemingway, a menudo da de comer a Mardou; es un simpático muchacho de Indiana y no tiene malas intenciones y por cierto no es un viperino, tortuoso, interesante subterráneo, sino un tipo jovial y de cara franca, juega con los chicos en el patio, imagínense) vino a visitar a Mardou, yo estaba solo (no sé ya por qué motivo, Mardou estaba en el bar como habíamos establecido de común acuerdo, la noche que salió con un muchacho negro que no le gustaba mucho, pero sólo por divertirse, y le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de hacer el amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos celos, pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una muchacha blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te aseguro que se sentiría halagada, Leo»); esa noche, yo estaba en su cuarto esperando, leyendo, cuando llegó el joven John Golz a pedir cigarrillos prestados y al ver que yo estaba solo quiso conversar un rato de literatura: «Bueno, yo diría que la cosa más importante es la capacidad de selección»; yo exploté y le dije: «Ah, no me vengas con todas esas frasecitas de escuela secundaria que ya he oído mil veces, mucho antes de que tú hubieras nacido, casi; por el amor de Dios, realmente, vamos, hazme el favor de decir algo interesante y nuevo sobre el tema», desconcertándolo, de mal humor, por motivos sobre todo de irritación, y porque parecía tan indefenso y por lo tanto uno sabía que podía gritarle sin peligro de que contestara, lo que por supuesto era cierto; le puse en ridículo, aunque era su amigo, y estuve bastante mal; no, el mundo no es un lugar adecuado para este tipo de actividades, ¿y qué haremos?, ¿y dónde?, ¿cuándo?, ua ua ua, el bebé llora en el estrépito de mi medianoche.

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