– No quiero encontraros jugando cuando creáis que no os estoy mirando. No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor. Es un refrán original mío.
Miré a Lee Ann. Era una chica tremendamente atractiva, una criatura color de miel, pero sus ojos reflejaban odio hacia nosotros. Ambicionaba casarse con un hombre rico. Procedía de un pueblecito de Oregón. Maldecía el día en que había conocido a Remi. En uno de sus espectaculares fines de semana, él había gastado cien dólares con ella, y pensó que había dado con un rico heredero. En vez de eso, estaba colgada en esta casa, y a falta de otra cosa seguía allí. Tenía un empleo en Frisco; tenía que coger diariamente el autobús Greyhound en el cruce. Nunca se lo perdonaría a Remi.
Yo me quedaría en casa y escribiría un brillante relato original para un estudio de Hollywood. Remi volaría en un avión estratosférico con el guión bajo el brazo y nos haríamos ricos; Lee Ann iría con él; se la presentaría al padre de un amigo suyo, que era un director famoso íntimo de W. C. Fields. Así que la primera semana permanecí en la casa de Mili City escribiendo furiosamente un siniestro relato sobre Nueva York que creía podría gustarle a un director de Hollywood, pero el problema era que resultó demasiado triste. Remi casi ni pudo leerlo y se limitó a llevarlo a Hollywood unas cuantas semanas después. Lee Ann estaba harta de nosotros y nos odiaba demasiado como para molestarse en leerlo. Pasé muchísimas horas lluviosas bebiendo café y haciendo garabatos. Por fin, le dije a Remi que no podía seguir así; quería un trabajo; dependía de ellos hasta para el tabaco. Una sombra cruzó el rostro de Remi: siempre le entristecían las cosas más divertidas. Tenía un corazón de oro.
Se las arregló para conseguirme el mismo trabajo que él: vigilante de los barracones. Pasé por los trámites necesarios, y ante mi sorpresa los hijoputas me contrataron. El jefe de la policía local me tomó juramento, y me dieron una insignia, una porra, y ya era una especie de guarda jurado. Me pregunté lo que dirían Dean y Carlo y el viejo Bull Lee si me vieran así. Tenía que llevar unos pantalones azul marino a juego con mi chaqueta negra y un gorro de policía; durante las dos primeras semanas tuve que ponerme unos pantalones de Remi. Como Remi era tan alto, y tenía tripa debido a las voraces comidas que se atizaba para matar el aburrimiento, mi primera noche de trabajo parecía Charlie Chaplin. Remi me dio su linterna y su 32 automática.
– ¿Dónde conseguiste esta pistola? -le pregunté.
– Cuando venía hacia la costa el verano pasado bajé del tren en North Platte, Nebraska, para estirar las piernas, y la vi en un escaparate, y como es un modelo raro la compré en seguida y volví al tren con el tiempo justo.
Y yo traté de contarle lo que significaba para mí North Platte, y cómo compré whisky con mis compañeros, pero él me dio unas palmadas en la espalda y dijo que era el hombre más divertido del mundo.
Con la linterna para iluminarme el camino, trepé la escarpada ladera sur del desfiladero, llegué a la autopista llena de coches en dirección a Frisco, bajé por el otro lado, casi cayéndome, y llegué al fondo de otra hondonada donde había una pequeña granja junto a un arroyo y donde todas las benditas noches me ladraría el mismo perro. Después había un largo paseo por una carretera plateada y polvorienta entre árboles de California negros como la tinta (una carretera como en La marca del Zorro, una carretera como todas las carreteras que se ven en las películas del Oeste de serie B). Solía sacar mi arma y jugar a indios y vaqueros en la oscuridad. Después subía otra colina y allí estaban los barracones. Estos barracones eran el alojamiento temporal de los obreros de la construcción que iban a ultramar. Los hombres que estaban allí esperaban un barco. El destino de la mayoría era Okinawa. Muchos huían de algo, por lo general de la ley. Había rudos hombres de Alabama, tipos escurridizos de Nueva York, toda clase de hombres de todas partes. Y, como sabían muy bien lo horrible que sería trabajar un año entero en Okinawa, bebían. La tarea del vigilante era procurar que no destrozaran los barracones. Nuestro puesto de mando estaba en el edificio principal. Allí nos sentábamos alrededor de un escritorio, sacando nuestras pistolas de sus fundas y bostezando, y los policías veteranos contaban cosas.
Eran unos hombres horribles, hombres con espíritu de policía, exceptuados Remi y yo. Remi sólo trataba de ganarse la vida, y yo igual, pero ellos querían detener a gente y ser felicitados por el jefe de policía local. Incluso decían que si no se detenía por lo menos una persona al mes, nos despedírían. Me atraganté ante la perspectiva de hacer un arresto. Lo que en realidad sucedió fue que yo estaba tan borracho como todos los demás la noche que se armó el follón aquel.
Era una noche en la que el servicio estaba tan bien organizado que sólo tenía que estar allí seis horas (era el único vigilante del lugar); y aquella noche en los barracones parecía que todos se habían emborrachado. Esto se debía a que el barco zarparía por la mañana. Habían bebido como marineros la noche anterior a levar anclas. Estaba sentado en la oficina con los pies encima de la mesa leyendo un libro de aventuras sobre Oregón y el norte del país, cuando de repente me di cuenta que había un gran rumor de febril actividad en la noche normalmente tranquila. Salí. Las luces estaban encendidas en prácticamente todos los malditos barracones del recinto. Los hombres gritaban, se rompían botellas. Tenía que hacer algo o morir. Cogí mi linterna y me dirigí a la puerta más ruidosa y llamé. Alguien abrió unos cuantos centímetros.
– ¿Qué coño quieres?
– Soy el vigilante de los barracones -dije- y mi obligación es hacer que os mantengáis lo más tranquilos posible.
Me dieron con la puerta en las narices. Era como una película del Oeste; había llegado el momento de demostrar quien era yo. Llamé de nuevo. Abrieron del todo esta vez.
– Escúchame -dije-. No quiero molestaros pero me quedaré sin trabajo si hacéis tanto ruido.
– ¿Y quién eres tú?
– Soy el vigilante de todo esto.
– Nunca te había visto antes.
– Bueno, pero aquí está mi insignia.
– ¿Que estás haciendo con esa pistola de juguete?
– No es mía -me disculpé-. Me la prestaron.
– Toma un trago, y discúlpanos -no me preocupó hacerlo. Tomé dos.
– ¿De acuerdo, muchachos? -dije-. ¿Os quedaréis tranquilos? Me meteréis en un lío, ya sabéis.
– No te preocupes, chico -dijeron-. Sigue haciendo la ronda. Y vuelve a por otro trago cuando quieras.
Y fui así de puerta en puerta y en seguida estaba tan borracho como todos los demás. Llegó el amanecer; tenía la obligación de izar una bandera en un mástil de veinte metros, y esa mañana la puse cabeza abajo y me fui a casa a dormir. Cuando volví por la noche los policías profesionales estaban sentados en la oficina con expresiones terribles.
– Oye, chico, ¿qué fue el alboroto de la noche anterior? Hemos recibido quejas de la gente que vive en las casas del otro lado del desfiladero.
– No lo sé -dije-. Ahora todo parece muy tranquilo.
– Es que todos los obreros se han largado. Se suponía que ayer por la noche debías mantener el orden. El jefe está furioso contigo. Y otra cosa, ¿sabes que puedes ir a la cárcel por izar la bandera americana al revés en un mástil del Gobierno?
– ¿Al revés? -estaba horrorizado; naturalmente, no me había dado cuenta. Lo hacía mecánicamente cada mañana.
– Así es -dijo un policía gordo que había sido vigilante en Alcatraz durante veintidós años-. Puedes ir a la cárcel por hacer una cosa así. -Los demás asintieron sombríamente. Siempre tenían el culo bien asegurado; estaban orgullosos de su trabajo. Jugueteaban con sus pistolas y hablaban entre ellos. Estaban inquietos por disparar contra alguien. Contra Remi o contra mí.
El policía que había sido vigilante en Alcatraz era un tipo barrigudo de unos sesenta años, jubilado pero incapaz de apartarse del ambiente en el que había pasado toda la vida. Todas las noches venía a trabajar en un Ford del año 35, fichaba puntualmente, y se sentaba en el escritorio. Llenaba trabajosamente el sencillo formulario que todos teníamos que rellenar cada noche; rondas, horas, y cosas así. Después se echaba hacia atrás y contaba cosas:
– Teníais que haber estado aquí hace un par de meses cuando yo y Sledge -que era otro policía, un joven que quiso ser Ránger de Texas y tuvo que contentarse con su empleo actual- detuvimos a un borracho en el barracón G. Chicos, deberíais haber visto cómo corría la sangre. Os llevaré esta noche por allí para que veáis las manchas en la pared. Lo tirábamos de una pared a otra. Primero Sledge le daba un puñetazo, y después yo, y después se fue calmando hasta quedarse muy quieto. Juró matarnos en cuanto saliera de la cárcel; le cayeron encima treinta días. Bueno, ya han pasado sesenta y no ha hecho acto de presencia -y esto era lo más importante del relato. Le habían metido tal miedo en el cuerpo que era demasiado cobarde para volver e intentar cargárselos.
El viejo policía seguía recordando con delectación los horrores de Alcatraz:
– Solíamos hacerlos marchar como en el ejército para llevarlos a desayunar. Ni uno perdía el paso. Todo iba como un reloj. Tendríais que haberlo visto. Fui guardián allí durante veintidós años. Nunca tuve ningún problema. Aquellos tipos sabían cómo nos las gastábamos. Muchos son poco duros con los prisioneros, y por lo general son los que se meten en líos. Ahora escúchame, te he estado observando y me pareces un poco indolente -(seguramente, quería decir indulgente)- con los hombres -levantó su pipa y me miró con dureza-. Se aprovechan de eso, ya sabes.
Lo sabía. Le dije que no tenía madera de policía.
– Sí, pero éste es el trabajo que has solicitado. Tienes que elegir uno u otro camino si quieres llegar a alguna parte. Es tu obligación. Lo has jurado. No se puede jugar con cosas así. Hay que mantener la ley y el orden.
No sabía qué decir; tenía razón, pero yo lo único que quería era escurrirme y desaparecer en la noche y ver lo que andaba haciendo la gente por todo el país.
El otro policía, Sledge, era alto, musculoso, con el pelo negro cortado al cepillo y un tic nervioso en el cuello; como un boxeador que siempre anda golpeándose la palma de la mano con el puño. Iba disfrazado como un antiguo Ránger de Texas. Llevaba el revólver muy bajo con una canana llena de municiones, y también llevaba una pequeña fusta, y tiras de cuero colgando por todas partes, como si fuera una cámara de tortura ambulante: zapatos relucientes, chaqueta muy grande, sombrero llamativo, en fin, todo menos las botas. Siempre me estaba enseñando llaves: me cogía por la entrepierna y me levantaba con toda facilidad. En lo que se refiere a fuerza yo también hubiera podido lanzarle contra el techo con idéntica facilidad, y lo sabía perfectamente; pero nunca quise que lo supiera por temor a que me desafiara a una pelea. Estoy seguro de que era mejor tirador; yo nunca he tenido pistola. Me asustaba hasta cargarla. Él tenía unos deseos desesperados de detener a alguien. Una noche en que estábamos los dos de servicio apareció con la cara congestionada y enloquecida.
– Les he dicho a unos cuantos que se estuvieran tranquilos y siguen haciendo ruido. Se lo he dicho dos veces. Siempre les doy un par de oportunidades. Pero nunca tres. Ven conmigo y los arrestaremos.
– Bueno, déjame que les dé una tercera oportunidad -le dije-. Hablaré con ellos.
– Nada de eso, jamás doy a un hombre más de dos oportunidades.
Suspiré. Allí fuimos los dos. Llegamos al barracón del lío. Sledge abrió la puerta y ordenó que salieran todos en fila. Yo estaba confuso. Todos nos pusimos colorados. Así son las cosas en América. Todo el mundo hace lo que se supone que debe de hacer. ¿Qué importaba que unos cuantos hombres hablaran en voz alta y bebieran de noche? Pero Sledge quería demostrar algo. Se aseguró de mi presencia por si acaso los otros se le echaban encima. Podrían haberlo hecho. Eran todos hermanos, todos de Alabama. Regresamos con ellos al puesto de mando. Sledge iba delante y yo detrás.
– Dígale a ese animal que no lleve las cosas tan lejos. Podrían echarnos y nunca llegaríamos a Okinawa -me dijo uno de los chicos.
– Hablaré con él.
En el puesto de mando le dije a Sledge que lo olvidara. Él me respondió en voz alta para que todos pudieran oírlo:
– Nunca doy a nadie más de dos oportunidades.
– ¿Y qué importa? -dijo el de Alabama-. ¿Qué más da dos que tres o las que sean? Perderemos nuestro empleo.
Sledge no respondió nada y llenó los formularios de denuncia. Sólo detuvo a uno; llamó al coche patrulla. Este llegó y se llevaron al chico. Los demás hermanos se retiraron con expresiones hoscas.
– ¿Qué dirá nuestra madre? -dijeron.
Uno de ellos se me acercó.
– Dígale a ese hijoputa texano que si mi hermano no ha salido de la cárcel mañana por la noche, se las tendrá que ver conmigo.
Se lo dije a Sledge en términos más suaves, y éste no respondió nada. El hermano fue puesto en libertad inmediatamente y no pasó nada. El grupo embarcó; llegó otro grupo. Si no hubiera sido por Remi Boncoeur no hubiera permanecido en el puesto ni un par de horas.
Pero muchas noches Remi y yo estábamos de servicio solos, y era entonces cuando todo andaba liado. Hacíamos nuestra primera ronda a primera hora de un modo despreocupado. Remi tocaba todas las puertas para ver si estaban cerradas y con la esperanza de que alguna no lo estuviera. Me decía:
– Hace años que tengo la idea de educar a un perro para que sea un superladrón que entre en las casas de la gente y les saque los dólares de los bolsillos. Le enseñaría que sólo debía coger los billetes verdes; haría que los estuviera oliendo el día entero. Si fuera humanamente posible, le enseñaría a coger únicamente los de veinte dólares.
Remi estaba lleno de este tipo de proyectos; habló del perro durante semanas. Sólo encontró una puerta sin cerrar en una sola ocasión. No me gustaba la idea, así que me alejé por el vestíbulo. Remi abrió la puerta con cuidado. Se dio de bruces con el jefe de los barracones. Remi odiaba la cara de aquel hombre. Me había preguntado:
– ¿Cómo se llamaba aquel escritor ruso del que siempre estás hablando; aquel que se metía periódicos en los zapatos y andaba por ahí con un sombrero hecho con un tubo de chimenea que había encontrado en un cubo de basura?
Era una exageración que yo le había contado de Dostoiewski.
– Si, eso es -seguía Remi-, eso es, Dostioffski. Un hombre con una cara como la de ese supervisor sólo puede tener un nombre: Dostioffski.
Bien, pues la única puerta que no estaba cerrada era la de Dostioffski. Estaba dormido cuando oyó que alguien trataba de abrir su puerta. Se levantó en pijama. Se acercó a la puerta con una cara dos veces más fea de lo habitual.
Cuando Remi abrió, se encontró con una cara de fiera que supuraba odio y reconcentrada furia.
– ¿Qué significa esto?
– Estaba intentando abrir esta puerta. Creía que era el… hmm… cuarto de limpieza. Buscaba una balleta.
– ¿Qué quiere decir con que buscaba una balleta?
– Bueno… verá…
Yo me acerqué y dije:
– Uno de los hombres ha vomitado en el vestíbulo de arriba. Tenemos que limpiarlo.
– Este no es el cuarto de la limpieza. Este es mi cuarto. Otro incidente como éste y haré que abran una investigación y los despidan. ¿Me han entendido bien?
– Un tipo vomitó arriba -repetí.
– El cuarto de la limpieza está ahí al fondo -y lo señaló, y esperó que fuéramos, cogiéramos una balleta, cosa que hicimos, y estúpidamente nos fuimos para arriba.
– Cagoendiós, Remi, siempre nos estás metiendo en líos. ¿Por qué no te quedas tranquilo? ¿Por qué quieres estar robando todo el tiempo?
– El mundo me debe unas cuantas cosas, eso es todo. No puedes enseñar al viejo profesor una nueva canción. Tú sigue hablándome así y empezaré a llamarte Dostioffski.
Remi era igual que un niño. En algún momento de su pasado, durante sus solitarios días en algún colegio de Francia, se lo habían quitado todo; sus padrastros se limitaban a meterlo interno en un colegio y lo dejaban allí; fue expulsado de un colegio tras otro; anduvo de noche por las carreteras de Francia inventando palabrotas a partir de su inocente repertorio de palabras. Estaba decidido a recuperar todo lo que había perdido; era una pérdida sin límites; algo que arrastraría para siempre.
La cantina de los barracones era nuestro principal campo de acción. Mirábamos alrededor para cercionarnos de que nadie nos vigilaba, y de modo especial para comprobar si alguno de nuestros compañeros nos estaba acechando; entonces yo me agachaba y Remi se me ponía de pie encima de los hombros y subía. Abría la ventana, que por la noche nunca tenía el pestillo echado, según habíamos comprobado, pasaba a través de ella, y descendía encima de una mesa. Yo, que era un poco más ágil, daba un salto y me colaba dentro a continuación. Entonces íbamos a la heladería. Allí, haciendo realidad un sueño de la infancia, cogía el helado de chocolate y hundía la mano en él y cogía un montón y lo saboreaba. Después cogíamos cajas de helado y nos las zampábamos añadiendo jarabe de chocolate por encima, y a veces también de fresa. Después nos dirigíamos a la cocina, abríamos los frigoríficos para ver lo que podíamos llevarnos a casa en el bolsillo. A veces, yo cortaba un trozo de carne y lo envolvía en una servilleta.
– Ya sabes lo que dijo el presidente Truman -solía comentar Remi-. Hay que reducir el coste de vida.
Una noche tuve que esperar mucho tiempo a que Remi llenara de comida una caja enorme. Luego, no podíamos sacarla por la ventana. Remi tuvo que desempaquetarlo todo y devolverlo a su sitio. Aquella misma noche, más tarde, cuando él había terminado su servicio y yo estaba solo, sucedió algo raro. Estaba dando una vuelta por el camino del viejo barranco, con la esperanza de encontrar un venado (Remi había visto venados por allí, pues aquella zona seguía siendo salvaje incluso en 1947), cuando oí un ruido aterrador en la oscuridad. Eran rugidos y jadeos. Creí que se trataba de un rinoceronte que se me echaba encima. Cogí la pistola. En las tinieblas del desfiladero apareció una figura alta con una cabeza enorme. De pronto, me di cuenta que era Remi con la enorme caja de víveres a la espalda. Jadeaba y gemía debido a su enorme peso. Había encontrado la llave de la cantina en algún sitio y sacó los víveres por la puerta principal. Le dije:
– Remi, creí que ya estabas en casa; ¿qué coño estás haciendo?
– Paradise -me respondió jadeando-, ya te he dicho muchas veces que el presidente Truman ha dicho que debemos reducir el coste de vida -y le oí alejarse gruñendo y resoplando en la oscuridad. Ya he descrito lo malo que era el sendero que llevaba a nuestra casa, cuesta arriba y cuesta abajo. Remi escondió los alimentos entre la alta yerba y regresó-. Sal, no puedo llevarlo todo yo solo. Voy a dividir la comida en dos cajas y me ayudarás.
– ¡Pero estoy de servicio!
– Yo vigilaré mientras no estás. Las cosas se están poniendo feas. Tenemos con acabar con esto del mejor modo posible, y no hay vuelta de hoja. -Se secó la cara-. ¡Puf! Te lo he repetido muchas veces, Sal, somos amigos y estamos metidos juntos en esto. No hay otro modo de hacerlo. Los Dostioffkis, la bofia, las Lee Anns, todos los canallas del mundo andan detrás de nosotros. Tenemos la obligación de evitar que nos impongan su modo de vida. Tienen un montón de modos para cazarnos aparte de sus asquerosas manos. Recuérdalo. No se puede enseñar al viejo profesor una nueva canción. Gingiol
– ¿Qué vamos a hacer con el asunto de nuestro embarque? -le pregunté finalmente. Llevábamos dos meses y medio haciendo estas cosas. Yo ganaba cincuenta y cinco dólares a la semana y le mandaba a mi tía una media de cuarenta. Sólo había pasado una noche en San Francisco durante todo este tiempo. Mi vida se limitaba a la casa, a las peleas de Remi y Lee Ann, y a las noches en los barracones.
Remi había desaparecido en la oscuridad en busca de la otra caja. Hice esfuerzos con él por aquella vieja carretera del Zorro. Apilamos los víveres, que llegaban hasta el techo, en la mesa de la cocina de Lee Ann. Ella se despertó y se frotó los ojos.
– ¿Sabes lo que el presidente Truman ha dicho?
Lee Ann estaba encantada. De repente empecé a darme cuenta de que en América todos somos unos ladrones natos. Yo mismo me estaba contagiando. Hasta empecé a inspeccionar las puertas para ver si estaban cerradas. Los otros policías empezaban a sospechar de nosotros; veían que no podían fiarse; su instinto infalible les decía lo que pasaba por nuestras mentes. Años de experiencia les habían enseñado a conocer a tipos como Remi y yo.
Durante el día, Remi y yo cogíamos la pistola e intentábamos cazar codornices en las colinas. Una vez Remi se arrastró hasta un metro de las cloqueantes aves y disparó su 32. Falló. Su potente risa resonó por los bosques de California y por América entera.
– Ha llegado el momento de que tú y yo vayamos a ver al Rey de las Bananas.
Era sábado; nos arreglamos y bajamos hasta la estación de autobuses del cruce. Llegamos a Frisco y callejeamos. Las risotadas de Remi resonaban en todos los sitios a los que íbamos.
– Tienes que escribir un relato sobre el Rey de las Bananas -me advirtió-. No engañes al viejo profesor poniéndote a escribir sobre otra cosa. El Rey de las Bananas es el tema obligatorio. Ahí tenemos al Rey de las Bananas.
El Rey de las Bananas era un viejo que vendía plátanos en la esquina. Yo me aburría, pero Remi me dio un codazo en las costillas y hasta me agarró por el cuello de la camisa.