La Prueba Del Laberinto, Conversaciones con Claude-Henri Rocquet - Eliade Mircea 5 стр.


– Ciertamente, pero se trataba de sentar ante todo y para empezar unas bases sólidas, de adquirir las estructuras, la concepción gramatical, el vocabulario básico… Más tarde, por supuesto, dediqué mi atención a la historia y a la estética indias, a la poesía, a las artes. Al principio, sin embargo, hay que atender a la adquisición metódica y exclusiva de los rudimentos.

– Creo recordar que Daumal veía en el sánscrito la o casión para un trabajo filosófico, como si la gramática del sánscrito predispusiera a una cierta metafísica, como si llevara al conocimiento de mismo y del ser . ¿Lo cree así? ¿ Qué b eneficios le reportó el conocimiento del sánscrito?

– Tenía razón Daumal, pero en mi caso no era tanto el valor o la virtualidad filosófica de la lengua en sí misma lo que más me interesaba en principio… Lo que pretendía ante todo era dominar este instrumento de trabajo para leer unos textos que no destacaban precisamente por su valor filosófico. No eran el Vedanta o las Upanishads lo que por entonces me interesaba, sino ante todo los comentarios de los Yoga-Sutras, los textos tántricos, es decir las expresiones de la cultura india menos conocidas en Occidente, justamente porque su filosofía no está a la altura de las Upanishads o el Vedanta. Esto era lo que me interesaba más que nada, pues aspiraba a conocer las técnicas de la meditación y de la fisiología mística, es decir el Yoga y el Tantra.

– Aprendió el italiano para leer a Papini, el inglés para leer a Frazer, el sánscrito para leer los textos tántricos. Se trata siempre, al parecer, de abrir una puerta a algo que le interesa. La lengua es el camino, jamás el f in. ¿No le plantea todo esto una cuestión? Hubiera podido convertirse no en un historiador de las religiones, de los mitos, del mundo de la imaginación, sino en un sanscritista, en un lingüista. Cabía dentro de lo posible una obra totalmente distinta, un Eliade diferente. Hubiera ingresado en el gremio de los Jacobson, de los Benveniste, aportando su estilo peculiar a este campo. Se podría soñar en esa obra imaginaría… ¿No le ha tentado nunca ese camino?

– Siempre que he tratado de aprender una nueva lengua ha sido para poseer un nuevo instrumento de trabajo. Una lengua ha sido siempre para mí una posibilidad de comunicación: leer, hablar si fuera posible, pero sobre todo leer. Pero hubo un momento mientras permanecí en la India, en Calcuta, cuando contemplaba los esfuerzos de un comparativismo más amplio -por ejemplo, las culturas indoeuropeas con las culturas preindias, las culturas oceánicas, las culturas del Asia central-, cuando contemplaba aquellos sabios extraordinarios como Paul Pelliot, Przylusky, Sylvain Lévy, conocedores no sólo del sánscrito y el pali, sino también del chino, el tibetano, el japonés y, además, de las lenguas llamadas austroasiáticas, me sentía fascinado por aquel universo enorme que se habría a la investigación. Ya no se trataba únicamente de la India aria, sino además de la India aborigen, de la apertura hacia el Sudeste asiático y Oceanía. Yo mismo intenté iniciar ese camino. Dasgupta me disuadió. Y tenía razón. Había sabido adivinar. Pero emprendí el estudio del tibetano con una gramática elemental. Pude observar que, al tratarse de algo que no había deseado verdaderamente, del mismo modo que había deseado el sánscrito o el inglés o más tarde el ruso o el portugués, la cosa no marchaba muy bien. Entonces me puse furioso y abandoné. Me dije que jamás alcanzaría la competencia de un Pelliot, de un Sylvain Lévy, que jamás sería un lingüista, ni siquiera un sanscritista. La lengua en sí misma, sus estructuras, su evolución, su historia, sus misterios no me atraían como…

– ¿Como la imagen, como los símbolos?

– Exactamente. La lengua no era para mí sino un instrumento de comunicación, de expresión. Más tarde me sentí contento de haberme detenido en este punto. Porque, en definitiva, se trata de un océano. Nunca se acaba la tarea: hay que aprender el árabe, y después del árabe el siamés, y después del siamés el indonesio, y después del indonesio el polinesio, y así por el orden. He preferido leer los mitos, los ritos pertenecientes a esas culturas intentar comprenderlos.

YOGUI EN EL HIMALAYA

– En septiembre de 1930 sale de Calcuta en dirección al Himalaya. Se separa de Dasgupta…

– Sí, a causa de una desavenencia, que lamento mucho. También él la lamentó. Lo cierto es que ya no me interesaba permanecer en aquella ciudad en que, sin Dasgupta, nada tenía que hacer. Marché hacia el Himalaya. Me fui deteniendo en numerosas ciudades, pero al final decidí quedarme algún tiempo en Hardwar y Rishikesh, pues allí es donde empiezan los verdaderos eremitorios. Tuve la suerte de conocer a Swami Shivanananda, que habló al mohant, el superior, y me consiguió una pequeña choza en el bosque… Las condiciones eran muy sencillas: llevar un régimen vegetariano y prescindir de la indumentaria europea; se entregaba al aspirante una túnica blanca. Cada mañana había que «mendigar» leche, miel y queso. Me quedé allí, en Rishikesh, seis o siete meses, quizá hasta abril.

– Rishikesh está ya en el Himalaya, pero aún no es el Tíbet.

– Para ir al Tíbet hacía falta pasaporte… Sin embargo, en 1929, pasé tres o cuatro semanas en Darjeeling, en el Sikkim, que limita con el Tíbet y donde ya se nota una atmósfera tibetana. Se ven muy bien las montañas del Tíbet.

– ¿Cómo era el paisaje en torno a su choza?

– Mientras que Darjeeling está a no sé cuántos metros de altura, en un paisaje alpino, Rishikesh se halla a orillas del Ganges, pero el Ganges es allí un pequeño río: cincuenta metros en algunos sitios y luego, de golpe, doscientos metros; a veces se estrecha mucho: veinte metros, diez metros. Allí hay selva, la jungla. En mis tiempos no se veía por allí otra cosa que unas cuantas chozas y un pequeño templo hindú. No había gente. En el bosque, las chozas estaban escalonadas a lo largo de dos o tres kilómetros, a doscientos metros unas de otras, a veces sólo a ciento cincuenta o cincuenta. Desde allí se subía a Lakshmanjula, primera etapa de mi peregrinación, por así decirlo. Allí resulta muy elevada la montaña. Había una serie de grutas en las que vivían los religiosos, contemplativos, ascetas, yoguis. Conocí a muchos de ellos.

– ¿Cómo eligió a su gurú?

– Era Swami Shivanananda, pero por entonces nadie le conocía, no había publicado nada (luego publicaría unos trescientos volúmenes…). Antes de convertirse en Swami Shivanananda había sido médico, tenía una familia y conocía muy bien la medicina europea, que había practicado, según creo, en Rangún. Después lo abandonó todo un buen día. Se despojó de su traje europeo y vino a pie desde Madras a Rishikesh. Tardó casi un año en recorrer el camino. Es un hombre que me interesó por el hecho de que poseía una formación occidental. Igual que Dasgupta. Era un buen conocedor de la cultura india y estaba en condiciones de comunicarla a un occidental. No se trataba de un erudito, pero tenía una larga experiencia del Himalaya; conocía los ejercicios del yoga, las técnicas de la meditación. Era médico y, en consecuencia, entendía perfectamente nuestros problemas. Fue él quien me orientó un poco en las prácticas de la respiración, de la meditación, de la contemplación. Cosas que yo conocía de memoria, pues no sólo las había estudiado en los textos y los comentarios, sino que además había oído hablar de ellas a otros saddhu y contemplativos en Calcuta, en casa de Dasgupta, y en Santiniketan, donde conocida Tagore. Siempre había ocasión de conocer a alguien que ya había practicado algún método de meditación. Sabía de todo esto, por consiguiente, algo más de lo que hay en los libros, pero nunca había intentado ponerlo en práctica.

– Acaba de hablar de la jungla. ¿Habremos de pensar en tigres, en serpientes?

– No recuerdo haber oído hablar nunca de tigres, pero había muchas serpientes, y también monos, unos monos extraordinarios. Creo que fue al tercer día de mi instalación en la choza cuando vi una serpiente. Tuve un poco de miedo, tenía la impresión de que era una cobra; le lancé una piedra para espantarla. Un monje me vio y me dijo (hablaba muy bien el inglés; era un antiguo magistrado): «¿Por qué? Aunque sea una cobra, nada hay que temer. En este eremitorio no se recuerda que se haya producido ni una sola mordedura de serpiente». Me quedé perplejo, pero le pregunté: «¿Y más abajo, en la llanura?» Respondió él: «Sí, allí es verdad, pero no aquí». Coincidencia o no… En cualquier caso, a partir de entonces, cuando veía una serpiente, la dejaba pasar tranquilamente. Y esto era todo. Nunca volví a espantar a una serpiente lanzándole un guijarro.

– Han pasado casi cincuenta años entre aquellos tiempos del yogui novicio y el día de hoy en que ya se ha convertido en autor célebre de tres obras sobre el yoga. Uno de ellos lleva como subtítulo Inmortalidad y libertad. Otro se titula Técnicas del yoga… ¿Qué es el yoga? ¿Un sendero místico, una doctrina filosófica, un arte de vivir? ¿Cuál es su objetivo, dar la salvación o dar la salud?

– A decir verdad, desde hace algún tiempo ya no me interesa tanto hablar del yoga. Empecé mi tesis en 1936; llevaba por título Yoga, ensayo sobre los orígenes de la mística india. Se me reprochó, y con razón, el término «mística».

– Había trabajado bajo la dirección de Dasgupta, e incluso, según creo, le dictó su comentario de Patañjali…

– Sí, pero antes ya me sentí interesado por el aspecto técnico

de la pedagogía espiritual india. Conocía, evidentemente, la Tradición especulativa, desde las Upanishads hasta Shankara, es decir la filosofía, la gnosis, que había apasionado a los primeros indianistas occidentales. Por otra parte, había leído los libros sobre los rituales… Pero sabía además que existía una técnica espiritual, una técnica psicofisiológica, que no era pura filosofía o sistema ritual. En efecto, había leído algunas obras sobre Patañjali y los libros de John Woodroff (bajo el nombre de Arthur Avallon) sobre el tantrismo. Pensaba que con este método tántrico, es decir con esta serie de ejercicios psicofisiológicos (a los que he llamado «fisiología mística», pues se trata de una fisiología más bien imaginaria), teníamos una oportunidad de descubrir ciertas dimensiones poco atendidas de la espiritualidad india. Dasgupta ya había presentado el aspecto filosófico de este método. Por mi parte, juzgaba importante la descripción de las técnicas en sí mismas y la presentación del yoga en un horizonte comparativo: junto al yoga clásico, descrito por Patañjali en los Yoga-Sutras, los diversos yogas «barrocos», marginales, y también el yoga practicado por Buda y el budismo en la India y luego en el Tíbet, el Japón y China. De ahí mi interés por adquirir una experiencia personal de esas prácticas, de esas técnicas.

– ¿No habrá alguna relación entre ese deseo y la «lucha contra el sueño» de su adolescencia?

– En mi adolescencia tenía mucho que leer y me daba cuenta de que no se logra gran cosa si se duerme durante siete horas, siete horas y media. Empecé entonces un ejercicio que creo haber inventado. Cada mañana hacía sonar el despertador dos minutos antes que la anterior. En una semana gané, por tanto, un cuarto de hora. A seis horas y media de sueño por noche, dejé de adelantar el despertador durante tres meses, a fin de habituarme perfectamente a esta duración. Luego empecé de nuevo, siempre al ritmo de dos minutos. De este modo llegué a las cuatro horas y media de sueño. Luego, un día tuve vértigos y paré. Yo llamaba a aquello, con la grandilocuencia de los adolescentes, «la lucha contra el sueño». Después leí L'Education de la volonté, del doctor Payot. Recuerdo una página en que decía: «¿Por qué, mediante la simple intervención de la voluntad, no habría de sernos posible comer cosas que únicamente nuestros hábitos culturales nos hacen tener por no comestibles? Mariposas, por ejemplo, o abejas, gusanos, abejorros. O también un bocado de jabón». Yo me preguntaba: «¿por qué no?». Y empecé a «educar mi voluntad», pero creo que entendí mal el libro. En cualquier caso, deseaba dominar ciertas aversiones y ciertas tendencias naturales en un europeo.

El yoga, efectivamente, está emparentado con ese esfuerzo. El cuerpo pide movimiento, entonces se le inmoviliza en una sola posición, un asana; ya no se comporta uno como un cuerpo humano, sino como una piedra o una planta. La respiración es naturalmente arrítmica; el pranayama le impone un ritmo. Nuestra vida psicomental está siempre agitada -Patañjali la define como chittavritti, «torbellinos de conciencia-, pero la concentración permite dominar ese torrente… El yoga significa en cierto modo una oposición al instinto, a la vida.

Pero no me atrajo el yoga únicamente por estas razones. La verdad es que si me sentí interesado por estas técnicas del yoga fue ante todo porque me resultaba imposible entender a la India únicamente a través de la lectura de los grandes indianistas y de sus libros sobre la filosofía vedanta, para la que el mundo es pura ilusión -maya - o a través del sistema monumental de los ritos. No podía entender que la India hubiera tenido grandes poetas y un arte admirable. Me daba cuenta de que en algún lugar existía una tercera vía, no menos importante, y que esta vía implicaba la práctica del yoga. Más tarde en Calcuta, oí decir que, en efecto, un profesor de matemáticas trabajaba en posición asana imponiendo un ritmo a su respiración, y con ventaja. Por otra parte, ya sabe que cuando Nehru se sentía fatigado, adoptaba durante algunos minutos la «posición del árbol». Son ejemplos aparentemente anecdóticos, pero lo cierto es que esa ciencia y ese arte del dominio del cuerpo y los pensamientos son importantísimos para la historia de la cultura y de la filosofía indias, de la creatividad india en una palabra.

– No le voy a hacer nuevas preguntas sobre los aspectos teóricos del yoga; unas pocas palabras no servirían para reemplazar los libros que ya ha escrito. Prefiero preguntarle por su experiencia personal y por lo que ésta le aportó para el resto de su vida.

– Si he sido tan discreto acerca de mi aprendizaje en Rishikesh, es por razones que le será fácil adivinar. Es posible, sin embargo, hablar de ciertas cosas. Por ejemplo, de los primeros ejercicios del pranayama que hice, bajo la vigilancia de mi gurú. A veces, cuando lograba someter a un ritmo mi respiración, él me interrumpía. No entendía por qué, pues me sentía muy bien y no estaba en absoluto fatigado… El me decía: «Está fatigado». Ya ve, era importante contar con la guía de alguien que era médico y conocía por propia experiencia el yoga. Quedé convencido de la eficacia de esas técnicas. Creo incluso que llegué a entender mejor ciertos problemas… Pero, como le decía, no quiero insistir. En efecto, si se aborda esta cuestión, hay que decirlo todo, y ello exigiría entrar en detalles que implican extensos análisis.

– Sin embargo, ¿puedo preguntarle si le fue posible verificar

las maravillas o los prodigios que, según se dice, acompañan al yoga? En uno de sus libros habla de la juventud que el yogui conserva mucho tiempo: la meditación de un tiempo diferente, ampliado, que llega a producir en el cuerpo una longevidad extraordinaria…

– Uno de mis vecinos, un monje que iba absolutamente desnudo, un naga, había pasado de los cincuenta años y tenía un cuerpo de treinta. No hacía otra cosa que meditar durante todo el día y tomaba muy poco alimento. Yo no llegué a esa etapa en que son posibles tales cosas. Pero cualquier médico puede decirle que el régimen y la vida sana que se llevan en un eremitorio prolongan la juventud.

– ¿Qué hay de esas historias que se cuentan de paños mojados y helados que se colocan sobre la persona entregada a la meditación y que se secan varias veces a lo largo de la noche?

– Muchos testigos occidentales lo han visto. Alexandra David-Neel, por ejemplo. Es lo que se llama en tibetano gtumo. Se trata de un calor extraordinario que produce el cuerpo y que es capaz de secar una tela. A propósito de este «calor místico» o, más exactamente, generado por lo que se llama la «físiología sutil», hay documentos muy serios. La experiencia de los paños helados que se secan rápidamente al ser colocados sobre el cuerpo de un yogui es una cosa ciertamente real.

UNA VERDAD POÉTICA DE LA INDIA

– Su experiencia de la India no aparece únicamente en sus estudios, sino también en sus novelas: Medianoche en Serampore, La noche bengalí… y en Isabel y las aguas del diablo, inédita en francés, que escribió, según me dijo, como un desahogo durante su intensa dedicación al aprendizaje del sánscrito.

– Efectivamente, después de seis o siete meses de gramática sánscrita y de filosofía india, me detuve, ansioso de soñar un poco. Me encontraba en Darjeeling y allí dí comienzo a esa novela, un poco autobiográfica, un poco fantástica. Quería penetrar y conocer aquel mundo imaginario que me obsesionaba. Escribí la novela en unas cuantas semanas. De este modo recuperé la salud y el equilibrio.

– En ese relato aparece un joven rumano que atraviesa Ceylán, Madrás y se detiene en Calcuta, donde se encuentra con el diablo.

– Llega a Calcuta, se instala en una pensión anglo-india, como aquélla en que yo vivía. Hay allí muchachas, jóvenes fascinados por toda clase de problemas. Viene luego la presencia del «diablo» y toda una serie de cosas que suceden porque el personaje principal está obsesionado por el «diablo»…

– En Medianoche en Serampore, lo mismo que en El secreto del doctor Honigberger, aparece también la fantasía.

– Son dos novelas escritas diez años más tarde. Entre Isabel y estas dos novelas hay otra más o menos autobiográfica, La noche

– Me gustaría que nos detuviéramos algo más en Medianoche en Serampore… ¿Hasta qué punto pueden creerse los hechos que en ella se narran? ¿Son puramente fantásticos esos personajes que reviven un pasado? ¿O es que cree un poco en tal posibilidad? Porque, en efecto, a veces se escuchan historias extrañas contadas por personas dignas de crédito…

– Yo creo en la realidad de las experiencias que nos hacen «salir del tiempo» y «evadirnos del espacio». Durante estos últimos años he escrito varias novelas en que se plantea esta posibilidad de salirse de un determinado momento histórico… de situarse en un espacio distinto, como ocurre a Zerlendi. Al describir los ejercicios yóguicos de Zerlendi en El secreto del doctor Honigberger, he aportado ciertos indicios basados en mis propias experiencias, que he silenciado en mis libros sobre el yoga. Pero al mismo tiempo he añadido algunas inexactitudes, justamente para enmascarar los datos reales. Por ejemplo, se habla de un bosque de Serampore, pero en Serampore no hay ningún bosque. Por tanto, si alguien pretendiera verificar en concreto la trama de la novela, se daría cuenta de que el autor no se limita a hacer un reportaje, puesto que ha inventado el paisaje. Esto llevaría a la conclusión de que también el resto ha sido inventado, cosa que no es verdad.

– ¿Cree que pueden ocurrir efectivamente las cosas que les suceden a los personajes de Medianoche en Serampore?

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