– ¡Puyi debió de llevarse un gran susto cuando descubrió que, por culpa del inventario de tesoros que había ordenado, el cofre que le iba a dar el trono se le había escapado de las manos!
– Ahora estoy más seguro que nunca -terció el señor Jiang- de que los Viejos Gallos que vinieron a mi tienda contrataron a la Banda Verde y buscaron el amistoso apoyo del consulado japonés cuando descubrieron que no era tan fácil recuperar el documento con la verdadera historia del Príncipe de Gui.
– ¿Y qué vamos a hacer? -inquirí, angustiada.
El irlandés se separó de la pared sin dejar de sonreír mientras el anticuario entrecerraba los ojos para examinarme con atención mientras me preguntaba:
– ¿Qué haría usted, madame, si, en sus actuales circunstancias financieras, pudiera conseguir unos cuantos millones de francos…? Y fíjese que digo millones y no miles.
– Y yo, además de hacerme inmensamente rico -farfulló Paddy, tomando asiento de nuevo en su butaca-, conseguiré el reportaje de mi vida. ¡Qué digo! ¡El libro de mi vida! Y nuestro amigo Lao Jiang se convertirá en el anticuario más reputado del mundo. ¿Qué le parece, Mme. De Poulain?
– Sin embargo, lo más importante de todo, madame, es que impediríamos el regreso al poder de la dinastía manchú, evitando una catástrofe histórica y política a mi país.
Millones de francos, repetía mi mente, cansada ya a esas horas de la noche. Millones de francos. Podría liquidar las deudas de Rémy, conservar mi casa de París y mantener a mi sobrina, dedicándome sólo a pintar durante el resto de mi vida sin verme obligada a dar clases por ochenta miserables francos al mes. ¿Qué debía de sentirse al ser rico? Hacía tanto tiempo que contaba desesperadamente las monedas para hacer milagros con la comida, los lienzos, las pinturas y el queroseno que no podía ni imaginar lo que significaría tener millones de francos en el bolsillo. Era una locura. Pero tampoco había que olvidar la parte arriesgada de la empresa:
– ¿Y cómo esquivaremos a los eunucos de la Ciudad Prohibida? No…, en realidad, ¿cómo esquivaremos a los sicarios de la Banda Verde, que son los peligrosos?
– Bueno, hasta ahora lo hemos hecho bastante bien, ¿no es cierto, madame ? -sonrió el señor Jiang-. Váyase a casa y espere mis instrucciones. Esté preparada para salir en cualquier momento a partir de esta noche.
– ¿Salir…? ¿Salir hacia dónde? -me alarmé de repente.
El anticuario y el periodista intercambiaron una mirada de complicidad, pero fue Paddy quien, con lengua de trapo, expresó la idea que les había pasado a ambos por la cabeza:
– Los tres pedazos del jiance se encuentran escondidos en tres lugares que fueron muy importantes durante la dinastía Ming, dos de los cuales están a muchos cientos de kilómetros Yangtsé arriba. Tendremos que viajar hacia el interior de China para llegar hasta allí.
¿En barco…? ¿Otra vez metida en un barco durante días y días remontando un río chino de miles de kilómetros perseguida, en esta ocasión, por eunucos, japoneses y mafiosos? ¿Acaso me estaba volviendo loca?
– ¿Y tengo que ir yo? -me preocupé, a lo mejor no era necesario-. Recuerde que soy responsable de mi sobrina y que no puedo abandonarla. Además, ¿de qué les iba a servir mi compañía?
Tichborne volvió a soltar una desagradable carcajada.
– ¡Bueno, si se fía de nosotros, pues quédese! Pero, en lo que a mí respecta, no le garantizo que esté dispuesto a compartir mi parte cuando volvamos. ¡Es más, ni siquiera estoy de acuerdo en que usted participe en esta expedición! Ya le dije a Lao Jiang que usted no tenía por qué enterarse de nada de esto, pero él se empeñó.
– Escuche, madame -se apresuró a decir el anticuario, inclinándose ligeramente hacia mí-. No haga caso a Paddy. Ha bebido demasiado. Sin las consecuencias del alcohol, este hombre es un prodigio de saber al que yo mismo consulto en muchas ocasiones. Lo malo es que sus resacas suelen durar varios días. -Tichborne volvió a reír y el señor Jiang apretó con fuerza la empuñadura del bastón como si quisiera retenerlo para que no golpeara por su cuenta al irlandés-. Son sus vidas, madame, la suya y la de su sobrina, las que están en peligro y no las de Paddy o la mía y, además, el cofre era de Rémy, no debemos olvidarlo. Usted tiene, por tanto, el mismo derecho que nosotros a una parte de lo que encontremos en el mausoleo, pero eso significa que debe acompañarnos forzosamente. Si se queda en Shanghai nadie podrá garantizar su seguridad. En cuanto la Banda Verde descubra que Paddy y yo hemos desaparecido, vendrán en nuestra busca porque no son tontos. Usted y su sobrina serán entonces sus víctimas. Y ya sabe cómo actúan. Ese cofre es muy valioso. ¿Cree que correrán tras nosotros y que a usted la dejarán en paz? No lo espere, madame. Lo más sensato es que vayamos los tres, que los tres escapemos de Shanghai juntos y que intentemos no ser atrapados hasta que consigamos llegar al mausoleo. Una vez que el descubrimiento se haga público con nuestros nombres, Puyi y los Enanos Pardos no podrán hacer nada y tendrán que buscar la restauración por otros cauces. Hágame caso, madame, por favor. Paddy y yo ultimaremos los detalles. Prepare también a la joven hija de su hermana. No puede dejarla en Shanghai, así que tendremos que llevárnosla.
– Va a ser muy peligroso -murmuré. Menos mal que estaba sentada porque no sé si hubiera podido mantenerme en pie.
– Sí, madame, lo será, pero, con un poco de suerte e inteligencia, lo conseguiremos. Sus problemas económicos se habrán terminado para siempre. De hecho, creo que, de los tres, usted es la que tiene más motivos para emprender esta aventura y, así, poder regresar a París sana y salva. La Banda Verde está relacionada con otras sociedades secretas chinas como el Loto Blanco, Razón Celeste, Pequeño Cuchillo, la Tríada… que se han extendido fuera de este país, especialmente en Meiguo [11] y en Faguo [12] .
– En Estados Unidos y en Francia -me aclaró Tichborne.
– Lo que intento decirle es que ni siquiera podría escapar tranquila a Faguo porque también allí conseguirían matarla si no deja este asunto resuelto en China. Usted no conoce el poder de las sociedades secretas.
– ¡Está bien, está bien! Iremos -exclamé.
El temor me oprimía la garganta. ¿Cómo se me ocurría involucrar a la niña en una situación tan peligrosa? Si le pasara algo nunca me lo perdonaría. Aunque el señor Jiang tenía razón: también podía ocurrirle en Shanghai o en Faguo. En realidad, Fernanda había caído en una trampa mortal por mi culpa y yo me sentía terriblemente mal al pensarlo.
– Y, ahora, para que se anime un poco, escuche esto, madame -propuso alegremente el anticuario, cogiendo el minúsculo libro de encima de la mesa y usando como lupa un segundo par de gafas, que sacó de un bolsillo de su chaleco, para ver los pequeñísimos caracteres del diminuto acordeón de papel que sostenía en una mano-. ¿Dónde estaba…? ¡Ah, sí! Aquí, eso es… Preste atención. Nos encontramos en Birmania, en la cena que el Príncipe de Gui celebra con sus amigos la noche antes de ser entregado al general de los Qing, ¿de acuerdo? Bien, veamos… Dice el príncipe a sus amigos: «Poneos disfraces y haceos pasar por otras personas para que, así, podáis atravesar las líneas del ejército de Wu Sangui sin peligro para vuestras vidas. Subid hacia el norte, hacia las tierras centrales de China, hasta que lleguéis a las riberas del Yangtsé. Una vez allí, tú, licenciado Wan, dirígete hacia el Este hasta llegar a los bancos del delta del río. Busca acomodo en Tung-ka-tow, en el condado de Songjiang, encuentra los hermosos jardines Ming que imitan en todo a los jardines imperiales de Pekín, y esconde en ellos el pedazo que te ha correspondido del jiance. El mejor lugar sería, sin duda, bajo el famoso puente que zigzaguea. Tú, médico Yao, dirígete a Nanking [13] , la Capital del Sur, donde están las tumbas de aquellos primeros antepasados míos que gobernaron China desde allí, y busca en la Puerta Jubao la marca del artesano Wei de la región de Xin'an, provincia de Chekiang [14] , para depositar allí tu fragmento. Y tú, maestro geomántico Yue Ling, no permitas que te descubran hasta llegar al pequeño puerto pesquero de Hankow, donde emprenderás el largo y difícil camino hacia el Oeste que te llevará hasta las montañas Qin Ling y, una vez allí, al honorable monasterio de Wudang y pedirás al abad que guarde tu pedazo del libro. Después de poner a buen recaudo el jiance, huid para salvar vuestras vidas, pues los Qing no se van a conformar con matar a nueve generaciones de mi familia sino que asesinarán también a todos nuestros amigos.»
El mensaje del Príncipe de Gui debía de estar muy claro para el señor Jiang y para Tichborne porque, cuando el anticuario terminó de leer, ambos sonreían con tanta alegría y de una manera tan exuberante que parecían niños pequeños frente a un juguete nuevo.
– ¿Lo entiende, madame ? -farfulló el irlandés-. Conocemos los lugares exactos en los que están escondidos los fragmentos del jiance y podemos ir a por ellos cuando queramos.
– Bueno, lo cierto es que yo no he entendido mucho del mensaje pero supongo que ustedes dos sí.
– Efectivamente, Mme. De Poulain -concluyó el anticuario-. Y, el primer fragmento, el que escondió el licenciado Wan, está aquí, en Shanghai.
– ¡Vaya!
– El fragmento de Wan, según el mensaje del libro, se encuentra bajo un puente que zigzaguea en unos jardines estilo Ming situados en un lugar llamado Tung-ka-tow, en el delta del Yangtsé. Estamos en el delta; Tung-ka-tow era el nombre de la antigua ciudadela china que dio origen a lo que hoy es Shanghai y que aún persiste dentro de lo que se conoce como Nantao, la vieja ciudad china; y en el corazón de Nantao, en lo que fue Tung-ka-tow, existen, efectivamente, unos viejos jardines abandonados y llenos de inmundicia, los jardines Yuyuan, que se dice fueron construidos por un oficial Ming a imitación de los jardines imperiales de Pekín. Apenas queda nada de ellos. Están en una zona muy pobre y peligrosa y sólo los visitan algunos Yang-kwei curiosos debido a que, en el centro de lo que debió de ser un hermoso lago, hay una isla con un establecimiento donde se puede tomar el té.
– ¿Y a que no se imagina, madame, cómo es el puente que lleva al pabellón de la isla? -preguntó Paddy.
No tuve que pensar mucho.
– ¿Zigzagueante?
– ¡Premio!
– Es una suerte magnífica que el primer pedazo se encuentre aquí, en Shanghai -señalé-, ya que, si no está, significará que el texto es falso y no habrá que hacer ningún viaje, ¿verdad?
Ambos volvieron a cruzar una mirada de complicidad. Se veía en sus caras que no estaban dispuestos a dar cuartelillo a mi idea. Pero otro pensamiento, más preocupante, ocupaba ya mi cabeza cuando dejaron de mirarse y se volvieron hacia mí.
– ¿Cómo voy a escabullirme de los vigilantes de la Banda Verde? Si me están siguiendo a todas partes, va a resultar imposible esquivarlos para escapar sin que se den cuenta. Una cosa es dejarlos en la puerta, esperando como ahora, y, otra, abandonar Shanghai delante de sus narices.
– En eso tiene usted razón, madame -aceptó el señor Jiang, quien, por unos momentos quedó sumido en una profunda reflexión, al cabo de la cual, me miró con ojos brillantes-. Ya sé lo que vamos a hacer. Hable con la señora Zhong y pídale que, discretamente, consiga ropa china para su sobrina y para usted. No creo que le resulte difícil hacerse con algunas prendas de las criadas. Además, sus pies grandes las ayudarán mucho a dar la imagen de sirvientas. Intenten también arreglarse el pelo como lo haría una mujer china, aunque va a ser difícil teniendo usted el pelo corto y ondulado, y, por supuesto, maquíllense de manera que sus ojos occidentales no resulten tan evidentes. Por último, salgan de la casa en compañía de varios criados, de manera que pasen ustedes desapercibidas dentro del grupo y, con todo esto, confío en que no las descubran.
Estaba horrorizada. ¿Cuándo se había visto que una mujer de buena familia se disfrazase de sirvienta doméstica y, además, de otra raza distinta a la suya? Ni siquiera durante el Carnaval, en Europa, se daban situaciones así. Hubiera resultado zafio.
– ¿Qué les parece si terminamos la reunión? -bramó el gordo irlandés desde el fondo de su asiento-. Resulta que son las nueve de la noche y estamos sin cenar.
En eso tenía razón. Si yo sentía ya un poco de hambre y seguía guiándome, más o menos, por el tardío horario español de comidas (no había conseguido acostumbrarme al europeo), ellos debían de estar famélicos.
– Espere noticias mías, madame -terminó el señor Jiang, incorporándose lleno de entusiasmo-. Tenemos un gran viaje por delante.
Un viaje de miles de kilómetros por un país desconocido, pensé. Una amarga sonrisa se me dibujó en los labios sin querer al recordar que había planeado comprar los billetes para el primer paquebote que saliera de Shanghai en los días siguientes. Seguía sin ver la hora de marcharme de China, pero, si todo salía bien, podría deshacerme de las deudas de Rémy y recuperar para siempre mi vida tranquila en París, paseando por la rive gauche los domingos por la mañana. La seguridad de Fernanda era lo que más me preocupaba de todo aquel asunto. La niña, por poco que la apreciara, no dejaba de ser una pieza inocente de mi ruina económica y, cuando se enterase de que debía disfrazarse de china y viajar en barco por el Yangtsé para recuperar los pedazos de un viejo libro, escapando de los mismos asesinos que habían terminado con la vida de Rémy, iba a protestar enérgicamente y con toda la razón. ¿Qué podría decirle para que entendiera que, si se quedaba en Shanghai, corría mucho más peligro? De repente, se me ocurrió la solución: ¿por qué no se quedaba con el padre Castrillo, en la misión de los agustinos, mientras yo estaba fuera? Sería perfecto.
– ¡Ah, no, de eso nada! -exclamó, ofendida, cuando se lo propuse. Estábamos en el pequeño gabinete contiguo al despacho de Rémy (también allí, como en el resto de la casa, todo era simétrico y equilibrado), sentadas en un par de sillas de altos respaldos suavemente curvados, junto a un biombo plegadizo que ocultaba un ma-t'ung. La había hecho levantar de la cama cuando regresé y la pobre llevaba puesto un camisón horrible bajo una bata más fea aún y el pelo extrañamente suelto. A la luz de las velas parecía un espectro salido de los infiernos. Mientras cenaba rápidamente una torta rellena de pato con guarnición de setas y unos huevos de milano, le había contado, a grandes trazos y sin conseguir recordar esos complicados nombres chinos, la leyenda del Príncipe de Gui y el secreto de la tumba del Primer Emperador.
– No hay nada más que hablar -repuse, decidida-. Te quedas en la misión bajo la protección del padre Castrillo. Hablaré con él mañana por la mañana. Te acompañaré a misa y le pediré el favor.
– Yo voy con usted.
– Te estoy diciendo que no, Fernanda. No se hable más.
– Y yo le digo que sí, que voy con usted.
– Muy bien, insiste si quieres, pero mi decisión está tomada y no vamos a perder toda la noche discutiendo. Estoy realmente cansada. El único rato de paz que he tenido desde que desembarcamos ha sido el de esta tarde en el jardín. No puedo con mi alma, Fernanda, así que no me hagas pelear.
Los ojos se le llenaron de rabia y de resentimiento y, de un salto, se puso en pie y salió del pabellón pisando fuerte, con un orgullo tan grande como el de don Rodrigo en la horca. Pero mi decisión estaba tomada. No quería llevar ese cargo en la conciencia. La niña se quedaba en Shanghai, con el padre Castrillo. Aunque, naturalmente, cuando se atraviesa una racha de mala suerte como la mía, siempre hay que contar con que todo se tuerce para que no tengamos ni un pequeño respiro, de manera que, a las cinco de la madrugada, cuando me despertó la luz de una vela que brillaba en las manos de la señora Zhong, supe que mi plan se había desbaratado; acababa de llegar el vendedor de pescado con los primeros ejemplares capturados en Shanghai aquella noche y traía un mensaje urgente del señor Jiang:
– «A la hora del dragón en la Puerta Norte de Nantao».
Suspiré, sacando los pies de la cama.
– ¿Sería tan amable de traducirlo a un lenguaje comprensible, señora Zhong?
– A las siete de la mañana -susurró, haciendo pantalla con la mano sobre la llama y dejándome en la más siniestra oscuridad-, en la antigua puerta del norte de la ciudad china.
– ¿Y dónde está eso?
– Muy cerca de aquí, ya le explicaré cómo llegar mientras se viste. Aquí tiene la ropa que me pidió anoche. Voy a despertar a mademoiselle Fernanda mientras usted se lava.
Media hora después, al mirarme en el espejo, apenas podía creer lo que veía: enfundada en unos gastados pantalones y una blusa de descolorido algodón azul, y calzada con unos ligeros zapatos de fieltro negro, mi aspecto era el de una extraña que, gracias a un flamante flequillo de pelo lacio, a unos pómulos resaltados por el maquillaje y a unos ojos orientales delineados por unos finos bastoncillos impregnados en tinta, bien podía ser una sirvienta o una campesina natural del país. La señora Zhong añadió algunos coloridos collares que resultaron ser amuletos y que dieron un poco de vida a mi pálida cara. No daba crédito a la imagen del espejo y aún menos al aspecto de la robusta joven china que se coló en mi habitación ataviada y maquillada de igual modo aunque con una larga coleta a la espalda y, en los pies, unas viejas sandalias de cáñamo. La cara de Fernanda relucía de satisfacción igual que cuando descendimos del André Lebon. Estaba claro que lo que aquella niña necesitaba de verdad era libertad y acción. Quizá mi hermana Carmen y yo éramos, por temperamento, las caras opuestas de una misma moneda familiar pero, desde luego, su hija había nacido con las dos facetas.
A las seis y media de la mañana, en el centro de un grupo de criados a los que la señora Zhong había ordenado dirigirse a la ciudad china para comprar diversos productos que sólo allí se podían adquirir, salimos de la casa cargando al hombro unos grandes cestos vacíos que nos servirían para ocultarnos aún más a los ojos de cualquier vigilante. La calle parecía desierta, aunque del cercano Boulevard de Montigny llegaban los ruidos de la vida matinal que comenzaba. Extrañamente, me pareció distinguir al mismo par de menudas viejecitas sucias y harapientas que circulaban por delante del consulado español la noche de la recepción. Me llevé un susto de muerte: ¿eran ellas las espías de la Banda Verde? Desde luego, si eran las mismas -y lo parecían-, la cosa no ofrecía dudas. Noté que me ponía mucho más nerviosa de lo que ya estaba antes de salir de la casa y no le dije nada a Fernanda, que caminaba junto a su espigado criado Biao, el muchacho que hablaba castellano, para que no hiciera ningún gesto que pudiera despertar la atención de las ancianas. Hasta llegar a L'École Franco-Chinoise, en la esquina de Montigny con Ningpo, estuve girando la cabeza con disimulo para comprobar si nos seguían, pero no volví a verlas. Lo habíamos conseguido.
Pronto nos encontramos frente a lo que, tiempo atrás, fue la llamada Puerta Norte, es decir, la entrada posterior de la vieja ciudad china amurallada, ya que los amarillos consideran que el punto cardinal principal es el Sur (hacia donde señalan sus brújulas, al contrario que las nuestras) y, por este motivo, orientan en esa dirección las puertas delanteras de sus casas y de sus ciudades. El norte, por lo tanto, es la parte de atrás en la concepción china del espacio. Pero allí ya no había ninguna puerta, como tampoco había murallas; se trataba simplemente de una calle un poco más ancha de lo normal que se adentraba en Nantao pero que conservaba el viejo nombre y, en uno de sus lados, disfrazados como nosotras de humildes siervos celestes, esperaban unos desconocidos Lao Jiang y Paddy Tichborne -este último, con un amplio sombrero de cono en la cabeza-, a los que identifiqué porque se nos quedaron mirando con más atención de la normal. Luego supe que también a ellos les había costado reconocernos. Y no era de extrañar.
Los criados de la casa se separaron de nosotras sin alharacas ni despedidas, quitándonos de las manos los canastos y entregándonos los hatos con nuestras pertenencias para, luego, continuar tranquilamente su camino por las callejuelas estrechas, sinuosas y húmedas de la ciudad china. Entonces fue cuando me di cuenta de que Biao se había quedado junto a Fernanda.
– ¿Qué hace él aquí? -le pregunté con acritud a mi sobrina.
– Se viene con nosotras, tía -me explicó tranquilamente.
– Ya le estás mandando de vuelta a casa ahora mismo.
– Biao es mi criado e irá donde yo vaya.