Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 17 стр.


CAPÍTULO TERCERO

Aún no habíamos llegado y el anticuario ya estaba ansioso por abandonar Hankow. Decía que allí no íbamos a estar seguros, que era una ciudad violenta y peligrosa y, de hecho, en el puerto, además de los sampanes, los juncos, los remolcadores y los vapores mercantes que atestaban el río, había una cantidad respetable de grandes buques de guerra de todas las nacionalidades. Esta visión, además de sobrecogerme, me persuadió de la necesidad de marcharnos cuanto antes pero, al parecer, no podíamos hacerlo hasta que el Kuomintang nos proporcionara un destacamento de soldados para nuestra protección. El patrón del sampán no ocultaba su nerviosismo mientras, con las manos clavadas en el timón, maniobraba esforzadamente entre la niebla para franquear los inmensos armazones metálicos.

Hankow [26] , situada en la confluencia del Yangtsé con uno de sus grandes afluentes, el Han-Shui, era el último puerto al que las embarcaciones podían llegar desde Shanghai, a más de mil quinientos kilómetros aguas abajo. Después, el gran río Azul se volvía impracticable, de manera que las potencias occidentales, por motivos comerciales, habían convertido la ciudad en un gran puerto franco y habían levantado en ella unas espléndidas Concesiones que, para su desgracia, sólo habían atraído desde el principio la mala suerte: durante la revolución de 1911 contra el emperador Puyi, la urbe fue prácticamente arrasada y sólo siete meses antes de nuestra llegada habían tenido lugar en ella duros enfrentamientos y matanzas entre miembros del Kuomintang, del Kungchantang -el joven Partido Comunista, fundado apenas dos años atrás en Shanghai- y de las tropas de los caudillos militares que dominaban la zona.

Mientras los rickshaws nos llevaban hacia el cuartel del Kuomintang, los dos soldados disfrazados de marineros que nos habían acompañado desde Nanking corrían a nuestro lado con los pies descalzos y las manos en los revólveres que ocultaban bajo la ropa. Hubiera preferido, con diferencia, buscar alojamiento en algún lü kuan anodino; estar en manos de un partido militarizado empezaba a gustarme menos que los ataques de la Banda Verde, aunque no por ello dejaba de reconocer que nos hacía falta su amparo. Ahora, en Hankow, de nuevo en tierra firme, ¿cuánto tiempo transcurriría antes de que los esbirros que nos hostigaban desde Shanghai nos atacaran de nuevo?

Pasamos junto a unas viejas murallas destrozadas, dejamos atrás la -en otro tiempo- elegante Concesión Británica y llamó mi atención un soberbio edificio victoriano cuyas columnas corintias parecían haber sido abatidas a tiros. El hermoso estilo arquitectónico colonial estaba por todas partes pero también por todas partes había caído sobre él un odio destructor difícil de comprender. Al igual que había ocurrido poco antes en Europa, en China la guerra también estaba haciendo retroceder a la gente hacia el vandalismo, la necedad y la barbarie. Hankow debía de ser un polvorín y, en opinión de Lao Jiang y mía, no era una buena idea permanecer allí mucho tiempo.

Por suerte para nosotros, en el cuartel lo tenían todo preparado. Alguien había avisado por telegrafía al comandante del puesto y, desde días atrás, los transportes, avíos y escoltas aguardaban nuestra llegada listos para partir. Fue entonces cuando nos enteramos del golpe militar ocurrido en España y, mientras yo me lamentaba e intentaba explicarle a mi ignorante sobrina el alcance de la desgracia, el señor Jiang, viendo que había un teléfono, pidió permiso para ponerse en comunicación con el cuartel general de Nanking y preguntar por el estado de salud de Paddy Tichborne. Las noticias, por desgracia, no fueron buenas:

– La pierna se le ha gangrenado y van a tener que amputársela -me contó cuando se reunió con nosotros en el patio trasero del recinto, donde aguardaban los caballos-. Le trasladaron ayer mismo a un hospital de Shanghai porque se negaba a ser intervenido en Nanking. Por lo visto, armó un escándalo terrible cuando le dieron la noticia.

– ¡Es espantoso! -murmuré, apesadumbrada.

– Le voy a dar su primera lección de taoísmo, madame: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang. No se preocupe por Paddy -me recomendó con una sonrisa-. Tendrá que dejar la bebida durante algún tiempo y, luego, cuando se encuentre mejor, escribirá uno de esos libros insufribles de los suyos sobre esta experiencia y conseguirá un gran éxito. En Europa gustan mucho las historias sobre el peligroso Oriente.

Tenía razón. A mí también me encantaban, sobre todo las de Emilio Salgari.

– Pero ¿y si en ese libro cuenta algo que no debe sobre la tumba del Primer Emperador?

Lao Jiang entornó los ojos y sonrió misteriosamente.

– Aún no tenemos la tercera parte del jiance. Nadie sabe en realidad dónde está el mausoleo y a nuestro amigo Paddy le quedan por delante muchos meses de dolorosa convalecencia antes de que pueda siquiera empezar a pensar en escribir -sonrió-. ¿Está lista, madame ? Nos espera un largo viaje por tierra hasta las montañas Qin Ling. Debemos llegar al antiguo monasterio taoísta de Wudang. Calculo que tardaremos un mes y medio en recorrer los ochocientos li que tenemos por delante.

¿Un mes y medio? Pero ¿cuánto era un li ?, me pregunté rápidamente. ¿Un kilómetro…, quinientos metros?

– Desde Hankow hasta Wudang hay unos cuatrocientos kilómetros en dirección oeste-norte [27] , madame -me aclaró el anticuario, leyéndome el pensamiento-. Pero no es un camino fácil. Cruzaremos un valle durante muchos días y, luego, habrá que ascender hasta la cumbre de Wudang Shan [28] . Allí fue donde el Príncipe de Gui envió a su tercer amigo, el maestro geomántico Yue Ling, con el último fragmento del jiance, ¿lo recuerda?

Inesperadamente, el anticuario cerró el puño de una mano dentro de la otra a la altura de los labios y se inclinó respetuosamente ante mí.

– Sin embargo, antes de partir, madame, debo disculparme -dijo manteniéndose en esa humilde postura-. Tenía usted razón en Nanking cuando afirmó que les estaba utilizando para conseguir mis objetivos. Debe perdonarme. No obstante, aprovecho la ocasión para pedirle disculpas también por el futuro, puesto que voy a seguir haciéndolo. Le agradezco su compañía y le agradezco, sin duda, sus puntos de vista occidentales y las cosas que intenta enseñarme.

¡Vaya, aquello era casi una declaración de paz en su sentido más amplio! Siempre me quedaría la incertidumbre, dado lo retorcido del carácter y el lenguaje de los celestes, de si esa mención a las enseñanzas que él decía recibir de mí no sería un educado recordatorio de las que yo estaba recibiendo de él y que bien podían ser el pago por la utilización de nuestras personas. En aquel mismo momento decidí que sí, que lo eran, así que tanta disculpa y tanta inclinación no significaban otra cosa que la firma de un tratado, no de paz, como yo había pensado, sino comercial. Bueno, así funcionaba el mundo.

– Admito sus disculpas -dije imitando el gesto de las manos y la reverencia-, y le doy las gracias por su sinceridad y por todo lo que me está enseñando. Pero, aprovechando el momento, me gustaría pedirle que supere su desprecio hacia las mujeres y que trate a mi sobrina con la misma consideración con que trata al joven criado. Este detalle sería muy importante para nosotras y le colocaría a usted en una posición más propia del mundo de hoy.

Lao Jiang no hizo el menor gesto que indicara que aquello le había molestado o, quizá, todo lo contrario, así que partimos de Hankow con una buena actitud y una nueva relación de confianza que, a la postre, hizo un poco menos desagradable el largo y penoso viaje.

Nuestro convoy estaba formado por una recua de diez caballos y mulas cargados con cajas y sacos, cinco soldados disfrazados de campesinos y nosotros cuatro, que marchábamos a pie junto a los animales entre otras cosas porque ni Fernanda, ni Biao, ni yo sabíamos montar y Lao Jiang, que sí sabía, prefería caminar ya que, decía, aumentaba el vigor, la circulación sanguínea y la resistencia a las enfermedades, además de permitirle estudiar de cerca las elegantes arquitecturas internas de la naturaleza y, por lo tanto, del Tao ya que, sin ser lo mismo, una era la imagen del otro. Apenas dejamos Hankow, saliendo por la puerta Ta-tche Men, descubrí que mi sobrina ya no era la sobrina gorda y fea que apareció cierto día en mi casa de París con una cursi capotita negra en la cabeza. Ahora se cubría con un sombrero chino y las ropas azules de criada empezaban a bailarle alrededor del cuerpo. Había perdido muchos kilos y su figura, aunque invisible bajo el lienzo de algodón, se adivinaba más armoniosa. Al igual que su abuela y su madre, la gordura de Fernanda venía del pecado de la gula, pecado del que, en aquel viaje, estaba completamente a salvo ya que las comidas chinas eran de lo más frugales. Además, el sol que recibía en la cara ponía en su piel un brillo trigueño que, aunque resultaba muy poco elegante, le daba un aspecto saludable y confería mucha más credibilidad a su disfraz.

Como no debíamos llamar la atención, todo cuanto necesitábamos estaba dentro de las cajas que acarreaban los animales: alimentos secos, pastillas de té prensado, cebada para los caballos, gorros de piel, gruesos abrigos para la montaña, esteras trenzadas de bambú blando para dormir, mantas, vino de arroz, algo llamado licor de tigre para el frío, sandalias de cáñamo de repuesto y un botiquín (¡chino, un botiquín chino!, que, por supuesto, no tenía ninguno de los medicamentos conocidos en Occidente y sí cosas como ginseng, tisanas de junco, raíces, hojas, begonias secas para los pulmones y la respiración, píldoras de las Seis Armonías para fortalecer los órganos y algo llamado Elixir de los Tres Genios Inmortales para tratar el estómago y las indigestiones). Con todo ello esperábamos no tener que abastecernos en los mercados de las poblaciones que aparecerían en nuestra ruta y que trataríamos de esquivar dando fastidiosos rodeos. Tras la derrota sufrida en Nanking por la Banda Verde, y como no había quedado ni un solo esbirro vivo, era probable que hubieran perdido nuestra pista y que no los volviésemos a ver pero, por si acaso, convendría pasar lo más desapercibidas posible. También era verdad que quizá conocían nuestro siguiente destino y que podían encontrarse allí, listos para embestirnos en cuanto asomáramos la nariz por el monasterio. El señor Jiang estaba convencido de que, una vez dentro de Wudang, ya no correríamos ningún peligro porque no había ejército en China que se atreviese a atacar a un grupo de monjes taoístas maestros en lucha.

– ¿Lucha Shaolin? -pregunté al anticuario mientras caminábamos cierta tarde sobre un ancho terraplén levantado entre bancales, en dirección a la puesta de sol. Nos acercábamos a un pueblecito llamado Mao-ch'en-tu, situado en el centro de un pequeño valle.

– No, madame, la lucha Shaolin es un estilo externo de artes marciales budistas muy agresivo. Los monjes de Wudang practican estilos internos taoístas, pensados para la defensa, mucho más poderosos y secretos, basados en la fuerza y la flexibilidad del torso y de las piernas. Son dos técnicas marciales completamente diferentes. Según la tradición, los ejercicios taichi del monasterio de Wudang…

– ¿También practican taichi en Wudang? -pregunté, ilusionada. Durante las últimas semanas, mientras mi sobrina jugaba al Wei-ch'i con Biao, yo aprendía taichi con Lao Jiang y, no sólo había descubierto que me encantaba, sino que, además, la concentración que requería calmaba mis nervios y el esfuerzo físico ponía en condiciones los descuidados músculos de mi cuerpo, acostumbrados a la inactividad. La lentitud, suavidad y fluidez de los movimientos (que tenían nombres tan curiosos como «Coger la cola del pájaro», «Tocar el laúd» o «La grulla blanca despliega las alas») los volvía mucho más agotadores que los de cualquier gimnasia normal. Sin embargo, lo más complicado para mí era la extraña filosofía que envolvía cada uno de esos movimientos y las técnicas de respiración que los acompañaban.

– De hecho -me explicó Lao Jiang-, los ejercicios taichi, tal y como los practicamos hoy día, nacieron en Wudang de la mano de uno de sus monjes más famosos, Zhang Sanfeng.

– Entonces ¿no proceden del Emperador Amarillo?

Lao Jiang, sujetando con firmeza las riendas de su caballo, sonrió.

– Sí, madame. Todo el taichi procede del Emperador Amarillo. Él nos legó las Trece Posturas Esenciales sobre las que Zhang Sanfeng trabajó en el monasterio de Wudang en el siglo xiii. Cuenta la leyenda que, cierto día, Zhang estaba meditando en el campo cuando, de pronto, observó que una garza y una serpiente habían iniciado una pelea. La garza intentaba inútilmente clavar su pico en la serpiente y ésta, a su vez, intentaba sin éxito golpear a la garza con su cola. Pasó el tiempo y ninguno de los dos cansados animales lograba vencer al otro de modo que terminaron separándose y marchándose cada uno por su lado. Zhang se dio cuenta de que la flexibilidad era la mayor fuerza, que se podía vencer con la suavidad. El viento no puede romper la hierba, como usted ya sabe, así que Zhang Sanfeng se consagró a partir de entonces a aplicar este descubrimiento a las artes marciales y dedicó toda su vida como monje a cultivar el Tao, llegando a poseer unas asombrosas capacidades marciales y de sanación. Estudió en profundidad los Cinco Elementos, los Ocho Trigramas, las Nueve Estrellas y el I Ching y ello le permitió comprender cómo funcionan las energías humanas y cómo conseguir la salud, la longevidad y la inmortalidad.

Me quedé muda de asombro. ¿Había oído bien o es que el murmullo del riachuelo que discurría junto a nosotros me había confundido? ¿Lao Jiang había dicho «inmortalidad»?

– Supongo que no me dirá que Zhang Sanfeng sigue vivo, ¿verdad?

– Bueno… El empezó a estudiar en Wudang a los setenta años y dicen las crónicas que murió con ciento treinta. Eso es lo que nosotros, los chinos, llamamos inmortalidad: conseguir una larga vida para poder perfeccionarnos y alcanzar el Tao, que es la auténtica inmortalidad. Claro que ésta es la versión de los últimos mil o mil quinientos años. Antes, muchos emperadores murieron envenenados por las píldoras de la inmortalidad que les preparaban sus alquimistas. De hecho, Shi Huang Ti, el Primer Emperador, vivió obsesionado por encontrar la fórmula de la vida eterna y llegó a hacer verdaderas locuras para conseguirla.

– ¡Vaya! Yo creía que las supuestas píldoras de la inmortalidad, el elixir de la eterna juventud y la transmutación del mercurio en oro se habían cocinado en los hornos europeos medievales.

– No, madame. Como muchas otras cosas, la alquimia nació en China y tiene miles de años de antigüedad respecto a la de su Europa medieval, que no era más que una burda imitación de la nuestra, si se me permite decirlo.

¡Mira por dónde ya teníamos ahí el sentimiento de superioridad de los chinos respecto a los Diablos Extranjeros!

Aquella noche acampamos en las afueras de Mao-ch'en-tu. Llevábamos tres días de viaje y los niños -y quienes ya no éramos tan niños- empezaban a estar cansados. Sin embargo, según Lao Jiang, avanzábamos con mucha lentitud y debíamos apurar la marcha. Repitió unas cuantas veces aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» pero Fernanda, Biao y yo estábamos cada día más magullados por culpa de dormir sobre el suelo y con los pies más lastimados y las piernas más doloridas por las larguísimas caminatas. Era una marcha demasiado extenuante para unos andariegos de nuevo cuño como nosotros. Algunas noches nos alojábamos en hogares campesinos que aparecían solitarios en mitad de la nada, pero mi sobrina y yo preferíamos mil veces pernoctar a cielo abierto con serpientes y lagartos antes que someternos a la tortura de las pulgas, las ratas, las cucarachas y los insoportables olores de esas casas donde personas y animales compartían una misma habitación llena de salivazos del dueño y excrementos de cerdos y gallinas. China es el país de los olores y es necesario crecer allí para no sufrir por ello como sufríamos nosotras. Por fortuna, el agua abundaba en aquella extensa región de la provincia de Hubei, por lo que podíamos asearnos y lavar la ropa con cierta regularidad.

Pronto se hizo evidente que no éramos el único grupo de personas que se desplazaba por los inmensos campos de China con un larguísimo viaje por delante. Familias enteras, aldeas en pleno avanzaban lentamente como caravanas de la muerte por los mismos caminos que nosotros huyendo del hambre y de la guerra. Era una experiencia espantosa y triste contemplar a madres y padres cargando en brazos con sus hijos enfermos y desnutridos, a viejos y viejas llevados en carretillas entre muebles, fardos y objetos que debían de ser las exiguas pertenencias familiares que no habían podido ser vendidas. Un día, un hombre quiso darnos a su hija pequeña a cambio de unas pocas monedas de cobre. Quedé horrorizada por la experiencia y aún más al saber que era una práctica habitual, ya que las hijas, al contrario que los hijos, no eran muy valoradas dentro del seno familiar. Quise, con el corazón roto, adquirir a la niña y darle de comer (estaba hambrienta), pero Lao Jiang, enfadado, me lo impidió. Me dijo que no debíamos participar en el comercio de personas porque era una manera de fomentarlo y porque, en cuanto la noticia se supiera, serían cientos los padres que nos hostigarían con las mismas pretensiones. El anticuario me explicó que la gente había empezado a emigrar hacia Manchuria huyendo del bandolerismo, de las hambrunas provocadas por las sequías y las inundaciones y de los impuestos abusivos y las matanzas de los caudillos militares, indiferentes a las amarguras del pueblo. Manchuria era una provincia independiente desde 1921, gobernada por el dictador Chang Tso-lin [29] , un antiguo señor de la guerra, y, como en ella reinaba una paz relativa que estaba permitiendo el desarrollo económico, los pobres intentaban llegar masivamente hasta allí.

Inmersos en aquellos ríos de gente seguíamos nuestro camino hacia Wudang, pasando junto a pueblos recientemente saqueados e incendiados cuyas ruinas aún humeaban entre campos sembrados de tumbas. Con frecuencia nos cruzábamos con regimientos de soldados malcarados que disparaban sobre cualquiera que se resistiera a sus hurtos y violencias. Por fortuna, nosotros no sufrimos ninguno de estos percances pero había días en que Fernanda y Biao no podían dormir o se despertaban sobresaltados después de haber visto morir a alguien o de contemplar los cuerpos despojados que quedaban a un lado del camino. Era muy significativo, decía Lao Jiang, que en un país donde los antepasados y la familia tenían tanta importancia, los vivos abandonaran a sus muertos en tierra extraña y sin darles sepultura.

A los quince días de haber salido de Hankow -y justo un mes después de que Fernanda y yo hubiéramos llegado a China-, cerca de una localidad llamada Yang-chia-fan, un grupo armado de jóvenes harapientos y sucios se plantó frente a nosotros impidiéndonos el paso. Nos llevamos un susto de muerte. Mientras los soldados les apuntaban rápidamente con sus fusiles, los niños y yo nos parapetamos detrás de los caballos. Uno de los mocetones avanzó hacia Lao Jiang y, sacudiéndose antes las manos en los deshilachados pantalones, le presentó una especie de carpeta de mediano tamaño que el anticuario abrió y examinó con atención. Empezaron entonces a parlamentar. Ambos parecían muy tranquilos y Lao Jiang no hizo ningún gesto que delatara peligro. Aunque me moría de curiosidad, no me atrevía a preguntarle a Biao de qué estaban hablando, ya que temía que el resto de la banda, que permanecía en pie detrás de su compañero, se alterara y empezara a disparar o a cortarnos los tendones de las rodillas. Al cabo de unos minutos, el anticuario regresó junto a nosotros. Le dijo algo al cabecilla de los soldados y éstos bajaron las armas, aunque no por ello cambiaron el gesto adusto de la cara y alguno, incluso, hizo una mueca de profundo desagrado que no me pasó desapercibida.

– No se alarmen -nos dijo Lao Jiang, apoyando una mano en la silla del caballo tras el que estábamos escondidos-. Son jóvenes campesinos miembros del ejército revolucionario del Kungchantang, el Partido Comunista.

– ¿Y qué quieren? -murmuré.

Lao Jiang frunció el ceño antes de contestar.

– Verá, madame, alguien del Kuomintang se ha ido de la lengua.

– ¡Qué me dice!

– No, no…, por favor, calma -pidió; se le veía preocupado-. No quiero pensar que haya sido el propio doctor Sun Yatsen, viejo amigo de Chicherin, el ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética -reflexionó en voz alta-. En cualquier caso, al día de hoy, los nacionalistas y los comunistas tenemos buenas relaciones, así que va a ser muy difícil averiguar cómo se han enterado.

– Entonces, ¿saben toda la historia de la tumba del Primer Emperador?

– No. Sólo saben que se trata de dinero, de riquezas. Nada más. El Kungchantang, por supuesto, también quiere su parte. Estos jóvenes van a unirse a nuestros soldados para protegernos de la Banda Verde y de los imperialistas. Ésa es su misión. Quien les dirige es ese muchacho con el que he estado hablando. Se llama Shao.

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