– Repito que no es asunto vuestro.
– Tenéis que saber, abad, que nos vienen persiguiendo desde Shanghai, donde miembros de la Banda Verde, la mafia más poderosa del delta del Yangtsé…
– La conozco -murmuró Xu Benshan.
– … a instancias de los eunucos y de los imperialistas japoneses, nos atacaron en los Jardines Yuyuan, lugar en el que recogimos el primer fragmento del viejo libro. También nos atacaron en Nanking, nada más recuperar el segundo fragmento, y hemos hecho el camino hasta aquí ocultándonos durante ochocientos li para pediros el último pedazo que nos falta y así poder completar nuestro viaje.
El abad permaneció silencioso. Algo de lo que había dicho Lao Jiang le estaba haciendo cavilar.
– ¿Tenéis aquí los dos fragmentos del jiance de los que habéis hablado?
Los ojos de águila de Lao Jiang brillaron. Estaban entrando en su terreno; era la hora de negociar.
– ¿Tenéis en Wudang el tercer fragmento?
Xu Benshan sonrió.
– Dadme vuestra mitad del hufu, de la insignia.
Lao Jiang se sorprendió.
– ¿De qué insignia habláis?
– Sí no podéis darme la mitad del hufu, no puedo entregaros el tercer y último fragmento del jiance.
– Pero, abad, no sé a qué os estáis refiriendo -protestó el señor Jiang-. ¿Cómo os lo podría dar?
– Escuchad, anticuario -suspiró Xu Benshan-. Por mucho que estéis en posesión de los dos primeros fragmentos del jiance de nada os servirá conseguir el tercero si no tenéis, o tenéis sin saberlo, los objetos imprescindibles para alcanzar vuestra meta. Observad que no os he preguntado en ningún momento por el propósito final de vuestro viaje y que pongo todo mi interés en ayudaros porque he visto sinceridad en vuestras palabras y creo que en verdad tenéis los dos primeros pedazos de la antigua carta del maestro de obras. Pero lo que no debo hacer en ningún caso es quebrantar las instrucciones del Príncipe de Gui que nos fueron transmitidas por el maestro Yue Ling. El tercer fragmento es el más importante y recaen sobre él protecciones especiales.
La cara de Lao Jiang era una máscara de estupor. Casi podía escuchar el ruido de su cerebro intentando recuperar algún recuerdo sobre una insignia del Príncipe de Gui relacionada con el jiance. También yo cavilaba desesperadamente, evocando palabra por palabra la escena en la que el Príncipe hablaba con sus tres amigos en el texto original que encontramos en el libro miniaturizado. Pero, si la memoria no me fallaba, allí nadie mencionaba insignia alguna. Ni insignia, ni emblema, ni divisa de ningún tipo. Quizá estaba en el propio jiance, en la propia carta de Sai Wu a su hijo Sai Shi Gu'er, en las tablillas. Pero no porque, según yo recordaba de lo que leyó Lao Jiang en la barcaza del Gran Canal, tampoco allí se hacía referencia a un objeto semejante. En realidad, todo aquello era completamente absurdo porque la única insignia que habíamos visto y tenido en nuestras manos desde que empezó aquella loca historia de tesoros reales y tumbas imperiales se encontraba en el «cofre de las cien joyas» y, desde luego, no tenía nada que ver con el Príncipe de Gui ni con el jiance. Se trataba de aquella cosa…, aquel medio tigre de oro. Mi pensamiento se detuvo en seco. El medio tigre. De repente, comprendí: ¡El tigre de oro y el Tigre de Qin!
– Lao Jiang -le llamé con voz queda y con el corazón latiéndome a toda prisa-. Lao Jiang.
– ¿Sí? -respondió sin volverse.
– Lao Jiang, ¿recuerda aquella figurilla de oro que vimos en el «cofre de las cien joyas» y que representaba medio tigre con el lomo lleno de ideogramas? Creo que el abad se refiere a ella.
– ¿Qué dice? -masculló, enfadado.
– «El Tigre de Qin», Lao Jiang. ¿No lo recuerda? La insignia militar de Shi Huang Ti.
El anticuario abrió los ojos desmesuradamente, comprendiendo.
– ¡Biao! -tronó.
– Sí, Lao Jiang -repuso el niño con voz asustada.
– Tráeme mi bolsa. Inmediatamente.
Habíamos dejado los fardos con nuestras cosas en la entrada del templo, así que Biao se lanzó a una loca carrera que el abad aprovechó para entablar conversación conmigo.
– Mme. De Poulain, ¿qué motiva a una extranjera como usted a realizar un viaje tan peligroso como éste por un país desconocido?
La pregunta me la tradujo Lao Jiang, que me hizo un gesto para indicarme que hablara con confianza. En cualquier caso, pensé, dijera lo que dijera no podía meter la pata porque el anticuario lo arreglaría al pasar mis palabras al chino.
– Problemas económicos, monsieur l’abbé. Soy viuda y mi marido me dejó muchas deudas que no puedo pagar.
– ¿Quiere decir que está obligada por la necesidad?
– Exactement.
El abad permaneció silencioso unos segundos durante los cuales Biao regresó junto a Lao Jiang y le entregó su bolsa de viaje. El anticuario empezó a buscar en el interior y, mascullando entre dientes, completamente abstraído, dijo:
– El abad me pide que le traduzca estas frases del Tao te king [34] de Lao Tsé: «Sólo con la moderación se puede estar preparado para afrontar los acontecimientos. Estar preparado para afrontar los acontecimientos es poseer una acrecentada reserva de virtud. Con una acrecentada reserva de virtud, nada hay que no se pueda superar, cuando todo se puede superar, nadie hay que conozca los límites de su fuerza.»
– Dígale al abad que se lo agradezco -repuse, intentando memorizar el largo pensamiento taoísta que Xu Benshan acababa de regalarme. Era realmente hermoso.
Lao Jiang extrajo de su bolsa el precioso «cofre de las cien joyas» envuelto en seda. Lo había llevado consigo durante todo nuestro viaje y yo ni siquiera me había preocupado por saber qué había sido de él, si el anticuario lo había ocultado adecuadamente antes de salir de Shanghai o si, como era el caso, lo llevaba encima. Me sentí una irresponsable, una insensata… Así me iba en la vida. Ya me lo decía mi madre: «Hija mía, estás en el mundo para que haya de todo.»
En la palma de la mano del anticuario brillaba la mitad longitudinal del pequeño tigre de oro mientras se acercaba al abad con un rostro inescrutable. Podíamos estar equivocándonos, naturalmente, así que no era el momento de echar las campanas al vuelo.
Pero Xu Benshan, abad del monasterio de Wudang, en la Montaña Misteriosa, esbozó una alegre sonrisa cuando vio lo que le llevaba el señor Jiang e, introduciendo la mano derecha en su gran manga izquierda, sacó de ella algo que ocultó en el puño cerrado hasta que el anticuario le entregó el medio tigre del «cofre de las cien joyas». Entonces, con una gran satisfacción, unió los dos pedazos de la figurilla y nos la mostró.
– Este hufu perteneció al Primer Emperador, Shi Huang Ti -nos explicó-. Servía para garantizar la transmisión de las órdenes a sus generales ya que ambas partes tenían que encajar a la perfección. La caligrafía del lomo pertenece a la antigua escritura zhuan, de modo que este tigre es anterior al decreto de unificación de los ideogramas y tiene, por tanto, más de dos mil años de antigüedad. En él pone: «Insignia en dos partes para los ejércitos. La parte de la derecha la tiene Meng Tian. La de la izquierda procede del Palacio Imperial.»
¿Dónde había oído yo el nombre de Meng Tian? ¿Era aquel general a quien Shi Huang Ti había encargado la construcción de la Gran Muralla?
– ¿Vais a darnos ahora el tercer fragmento del jiance? -preguntó el anticuario con un tono duro en la voz que no me pareció muy oportuno. El buen abad sólo estaba cumpliendo las instrucciones del Príncipe de Gui y, además, parecía muy dispuesto a ayudarnos en todo cuanto pudiera. ¿A qué venía, pues, aquella actitud? Lao Jiang estaba impaciente; extraña incorrección para un comerciante.
– Aún no, anticuario. Os dije que sobre el tercer pedazo del jiance recaían protecciones especiales. Todavía falta una.
Hizo un gesto con la mano a los dos monjes que permanecían firmes en la puerta del Pabellón, al fondo de la sala, y ambos salieron a toda velocidad para regresar, instantes después, con paso vacilante, cargados con una gruesa percha de bambú sobre los hombros de la que colgaban, atadas con cuerdas, cuatro grandes losas cuadradas que oscilaban en el aire. Dejaron las piedras con cuidado en el suelo y las liberaron de sus amarres y, luego, las colocaron erguidas una al lado de la otra, mirando hacia nosotros. Cada una de ellas mostraba, bellamente tallado, un único ideograma chino. El abad empezó a hablar pero nuestro traductor, el joven Biao, estaba tan embobado contemplando las losas -y, sin duda, tan cansado del esfuerzo que suponía su trabajo de voluntarioso truchimán-, que se olvidó de cumplir con su papel, así que mi dulce sobrina, toda ella ternura y comprensión, le ladró algunas palabras poco amables y el pobre Biao tuvo que regresar de golpe a la dura realidad de su vida.
– El emperador Yongle ordenó tallar en nuestro hermoso Palacio Nanyan -estaba diciendo el abad-, estos cuatro caracteres fundamentales del taoísmo de Wudang. ¿Sabrían ustedes ponerlos en orden?
– Como no sepa Lao Jiang… -musité para mí, contrariada. ¿Creía el abad que los cuatro leíamos chino? ¿Acaso no se había enterado de que Fernanda y yo éramos extranjeras y de que era tinta china lo que sesgaba nuestros ojos?
– El primero de la izquierda es el ideograma shou, que significa «Longevidad» -empezó a explicarnos el anticuario. Era un ideograma muy complicado, con siete líneas horizontales de distinta longitud-. El siguiente es el carácter an, cuyo principal sentido es «Paz». -Por suerte, an era bastante más sencillo y parecía un joven bailando el foxtrot, con las rodillas dobladas y cruzadas y los brazos extendidos-. Después está fu, el carácter que representa «Felicidad». -Pues la felicidad tenía un ideograma de lo más peculiar: dos flechas en fila apuntando hacia la derecha en la parte superior y, debajo de ellas, dos cuadrados y una suerte de martillo con brazos colgantes-. Y, por último, el ideograma k’ang que, aunque les suene parecido, no significa «Cama» sino «Salud». -Rápidamente memoricé la figura de un hombre atravesado por un tridente, con un látigo extendido en la mano izquierda y cinco piernas retorcidas.
– ¿Y qué se supone que tenemos que ordenar? -pregunté, desconcertada.
– Ya hablaremos de eso luego -masculló Lao Jiang con tono de rabia contenida.
– Piénsenlo -concluyó el abad poniéndose en pie-. No tengan prisa. Hay veinticuatro posibilidades pero sólo admitiré una en una única ocasión. Pueden quedarse en Wudang todo el tiempo que quieran. Aquí estarán a salvo. Además, ha comenzado la época de lluvias y, en estas condiciones, resulta peligroso abandonar el monasterio.
Fuimos amablemente alojados en una vivienda con un pequeño patio interior lleno de flores alrededor del cual se distribuían las habitaciones. Lao Jiang ocupó la principal, Fernanda y yo la mediana y Biao la más pequeña, que también servía para recibir a las visitas. El comedor y el cuarto de estudio estaban en la planta superior y daban a una estrecha galería de madera y con celosías que discurría alrededor del patio, siempre lleno de los charcos causados por el interminable aguacero. Las paredes estaban decoradas con hermosos frescos de inmortales taoístas y había por todas partes un penetrante olor al aceite perfumado que se quemaba en las lámparas, al incienso de los altarcillos y al que desprendían los antiguos y pesados cortinajes que cubrían las entradas. Pero se trataba del mejor alojamiento que habíamos tenido en cerca de dos meses y no era cuestión de ponerle pegas porque, en verdad, no las tenía. Durante los días siguientes, dos o tres niños de poca edad aparecieron en distintos momentos para traernos comida y hacer la limpieza, a pesar de la cual la casa producía la impresión de ser un lugar particularmente sucio por culpa del barro y la lluvia.
Aquella noche, después de hablar con el abad y mientras cenábamos una magnífica sopa con sabor a minestrone, Lao Jiang nos planteó de una forma más comprensible el asunto de los cuatro caracteres de piedra:
– ¿Qué es lo más importante para un taoísta de Wudang? -preguntó, mirándonos de hito en hito-. ¿La longevidad o, quizá, conseguir la paz, la paz interior?
– La paz interior -se apresuró a responder Fernanda.
– ¿Estás segura? -inquirió el anticuario-. ¿Cómo podrías tener paz interior si sufres una dolorosa enfermedad?
– ¿La salud, entonces? -insinué yo-. En España decimos que las tres cosas más deseables son la salud, el dinero y el amor.
– Pero es que, entre los cuatro ideogramas que nos han enseñado, no estaban los del «Dinero» ni el «Amor» -objetó mi sobrina.
– Esos no son conceptos importantes para los taoístas -farfulló el anticuario.
– ¿Y cuáles son? -preguntó Biao engullendo un gran pedazo de pan mojado en la sopa.
– Precisamente eso es lo que nos ha preguntado el abad -repuso Lao Jiang, imitándole.
– Es decir, que tenemos que combinar por orden de importancia los objetivos taoístas de longevidad, paz, felicidad y salud -concluí.
– Exactamente.
– Pues sólo hay veinticuatro posibilidades -recordó Fernanda, de no muy buen humor-. Será fácil, desde luego.
– Creo que deberíamos aprovechar el tiempo que las lluvias nos van a obligar a pasar en este monasterio para preguntar a los monjes y conseguir la información -comenté-. No puede ser tan complicado. Sólo debemos encontrar a uno que nos lo quiera decir.
– ¡Es cierto! -sonrió Biao-. ¡Mañana mismo podemos saber la respuesta!
– Ojalá sea cierto -deseó Lao Jiang, llevándose a los labios el cuenco con los restos de la sopa-, pero mucho me temo que no va a ser tan sencillo. Hay que conocer y comprender la sutileza y profundidad del pensamiento chino para ser capaz de resolver un problema tan aparentemente sencillo. Opino que los libros entre los que nos ha recibido Xu Benshan, esos jiances que llenaban la sala, pueden ser también una buena fuente de información.
– Pero sólo usted sabe leer chino -observé.
– Cierto. Y de ustedes tres sólo Biao sabe hablar la lengua. Así que les propongo lo siguiente: yo buscaré la información en las bibliotecas del monasterio y usted, Elvira, con la ayuda de Biao, hablará con los monjes.
– ¿Y yo qué? -preguntó Fernanda con un dejo ofendido en la voz.
– Tú te unirás a las prácticas taoístas de los novicios del monasterio. Lo que aprendas de las artes marciales de Wudang quizá nos ayude también con el problema.
Por raro que parezca, la niña no protestó ni montó en cólera pero sus labios se quedaron blancos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo último que ella hubiera deseado en este mundo era una inmersión semejante en una cultura y unas prácticas que rechazaba de plano. De todas formas, no le iba a venir nada mal. Ahora que tenía una figura tan bonita y que su cara redonda había dado paso a un rostro fino y agraciado, un poco de ejercicio físico tendría sobre ella un efecto higiénico muy beneficioso.
Así que, a la mañana siguiente, después de los ejercicios taichi, de lavarnos y de desayunar un cuenco de harina de arroz con vegetales en vinagre y té, cada uno empezó con sus tareas. Lao Jiang pidió a los sirvientes un buen montón de libros que le fueron traídos en cajas cerradas y se recluyó con ellos en la habitación de estudio de la planta superior. Fernanda recibió un atavío completo de novicia y desapareció con cara abatida en pos de dos monjas jóvenes que a duras penas podían sostener, al mismo tiempo, los paraguas y la risa. Y el niño y yo, muy animados, nos lanzamos a la caza y captura de algún monje parlanchín saludando con simpatía a todos con cuantos nos cruzábamos por aquellos señoriales caminos empedrados. Sin embargo, y para nuestra desgracia, nadie parecía dispuesto a entablar una agradable conversación bajo el aguacero, envueltos por una luz oscura más propia del anochecer que de primera hora de la mañana. Por fin, cansados y mojados, nos recluimos en uno de los templos donde un viejo maestro estaba impartiendo una clase a un grupo de monjes y monjas que, sentados en el suelo sobre almohadillas de colores, parecían estatuas.
– ¿Qué dice?
Biao frunció el ceño e hizo un gesto de aburrimiento.
– Habla de la naturaleza del universo.
– Bueno, pero ¿qué dice?
– ¡Pero si no se entiende nada! -protestó.
Una mirada gélida bastó para que empezara a traducir precipitadamente. El Tao, explicaba aquel anciano maestro de blanca barbita, es la energía que anima todas las cosas. En el universo hay un orden que podemos observar, un orden que se manifiesta en los ciclos regulares de las estrellas, los planetas y las estaciones. En ese orden podemos descubrir la fuerza original del universo y esa fuerza es el Tao.
Sí que era complicado el asunto, pensé, aunque adjudiqué buena parte de tal complejidad a la desganada traducción de Pequeño Tigre.
Del Tao nació el qi, el aliento vital, y ese aliento vital se condensó en los Cinco Elementos de la materia: el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego, que representan transformaciones distintas de la energía y que se organizan bajo un orden dual conocido como yin y yang, los opuestos complementarios, que, al apoyarse y oponerse recíprocamente, generan el movimiento, la evolución y, por lo tanto, el cambio, que es lo único constante del universo. El yin se asocia a conceptos como quietud, tranquilidad, línea partida, Tierra, femenino, flexibilidad… El yang a dureza, potencia, línea continua, Cielo, masculino, actividad… Estudiando el Tao podremos unirnos a la fuerza original del universo pero, como no todas las personas son iguales, decía el maestro, ni tienen las mismas necesidades y destinos, existen cientos de maneras de realizar tal propósito.
A pesar de mi interés, aquellas ideas me parecían muy complicadas y, además, no terminaba de ver qué relación tenían el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego con el yin y el yang. Sin duda, me dije, en esta vida todo tiene su yin y su yang, es decir, su cara y su cruz, aunque el maestro no parecía estar haciendo una valoración simplista en el sentido de bueno o malo sino que aseguraba, sencillamente, que ambos opuestos, al relacionarse, generaban el movimiento y el cambio de las cosas.
– Es muy importante que aprendáis las relaciones de los Cinco Elementos -decía- porque la armonía del universo se basa en ellas y es la armonía lo que permite la vida. De este modo, recordad que el elemento fuego se asocia también con la luz, el calor, el verano, el movimiento ascendente y las formas triangulares; el agua, con lo oscuro, el frío, el invierno, la forma ondulante y el movimiento descendente, el metal, con el otoño, la forma circular y el movimiento hacia el interior; la madera, con la primavera, la forma alargada y el movimiento hacia el exterior; y la tierra, por último, con las formas cuadradas y el movimiento giratorio. El yang nace como madera, en primavera, y alcanza su culminación con el fuego, en verano. Entonces se detiene y, al ir deteniéndose, se convierte en Yin, que aparece como tal en otoño, con el metal, y que, a su vez, alcanza su cénit en invierno, con el agua, poniéndose de nuevo en movimiento y pasando a ser yang. El elemento tierra es el que equilibra el yin y el yang. Los Cinco Elementos están asociados también a las cinco direcciones. Como la energía benéfica viene del sur su elemento es el fuego y está representado por un Cuervo Rojo; por su parte, el norte pertenece al elemento agua y su figura es la Tortuga Negra; al oeste corresponde el metal y está simbolizado por un Tigre Blanco; el este se asocia con la madera y su imagen es la de un Dragón Verde; y, por último, el centro corresponde al elemento tierra y su forma es la de una Serpiente Amarilla.
Aquello era demasiado. En menos que canta un gallo, saqué de uno de mis bolsillos mi libreta Moleskine y anoté aquel galimatías con dibujos y símbolos utilizando mis lápices de colores. Biao, sin dejar de repetir la lección en castellano y francés, según le resultase mas cómodo, me miraba como si tuviera delante al Dragón Verde o al Tigre Blanco.
Aunque el maestro hablaba con parsimonia y Biao se pensaba mucho algunas palabras, creo que nunca he dibujado, garabateado y ensuciado una hoja con tanta rapidez como lo hice aquel día durante aquella clase en Wudang. En realidad, todo me parecía muy interesante, una teoría que me abría un mundo de posibilidades para pintar, para crear, para trabajar las composiciones de mis futuros cuadros y no podía permitir que se me escapara ni un solo detalle. Sin embargo, por increíble que parezca, el discurso sobre los Cinco Elementos aún no había terminado ya que éstos no sólo tenían una intensa y complicada vida propia sino que, además, se relacionaban entre sí de maneras muy originales:
– Los Cinco Elementos están sujetos a los ciclos creativo y destructivo del yin y el yang -explicaba calmosamente el maestro-. Cada uno de ellos puede ser nutrido por su aliado y aniquilado por su contrario. En el ciclo creativo, el metal genera el agua, el agua genera madera, la madera genera fuego, el fuego genera tierra y la tierra genera metal. En el destructivo, el metal destruye la madera, la madera destruye la tierra, la tierra destruye el agua, el agua destruye el fuego y el fuego destruye el metal.