– ¿Al infierno? Yo creo que cuando mucho el Licenciado va a irse al Purgatorio. Ya ve usted las exequias que le hicieron, y dicen que le van a decir las misas gregorianas…
– Pues que se quede un rato esperándolas, porque cuestan caras y a su hermano se le va a hacer tarde en mandárselas decir.
– Pero si él no tiene la culpa de haberse muerto, ya ve usted quería hacer la Función de Señor San José, y prometió dorar el altar de San Vicente, que era el santo de su devoción.
– No, si yo no le reprocho que se haya muerto, cada quien puede morirse a la hora que le dé la gana. Lo que no le perdono es que nos ha dejado a todos en manos del hermano…
– Paz a los muertos…
– …sí, yo te voy a dar tu paz, viejo méndigo. Ya veremos si descansas en paz con todas las mentadas de madre que te vamos a echar por tus cochinas letras de cambio… ¿Usted cree que alguien va a estar a gusto en el otro patio mientras aquí en este mundo siguen jodiendo a la gente por su cuenta? "Por esta única letra de cambio se lo va a llevar a usted el carajo, si no paga en el plazo fijado…" Y si no, que me lo pregunten a mí.
– Gracias a Dios que yo no le quedé debiendo al Licenciado ni los buenos días… Espéreme, déjeme ver, ahora que me acuerdo, creo que la última vez que vino no le pude dar completo su cambio, déjeme ver, creo que fueron treinta centavos… ora verá, treinta o cuarenta…
– Pues cuídese de que un día de éstos no se le vaya a aparecer para cobrárselos.
– Cállese la boca. Ya mero que el Licenciado iba a venir a asustarme por treinta centavos… De todos modos, yo no me quedo con ellos…
– Pues mándeselos a don Abigail, que es el heredero universal…
– No. Ahora a la noche que vaya al Rosario, voy a echárselos de limosna a las Animas del Purgatorio, no sea el diablo y venga a gatas…
El cortejo acababa de pasar por el Santuario y el Padre Zavala le echó al Licenciado desde lejos la bendición.
– Don Abigail, ¿no le parece bien que entremos un ratito al Santuario?
El cortejo dio media vuelta y don Abigail buscó a uno de los mozos que iban allí:
– Anda a la casa y dile a la señora que me mande un paraguas. Que mande todos los que haya. Mira, dile que pida por allí unos prestados y te vienes corriendo al Santuario.
– Si usted me permite, don Abigail, mi casa queda cerca de la suya. Que vaya también allí su mozo. Les dices que me manden paraguas.
– Mira muchacho, toma un cinco. Vete corriendo a mi casa, ya sabes, al otro lado de la escuela oficial, y les dices que por señas de que hoy caparon a los puercos, que me manden un paraguas.
– A mí se me hizo que iba a llover y traje mi paraguas, pero me da vergüenza abrirlo y que los demás se mojen…
En la nave del Santuario, casi al pie del altar, en un dos por tres quedó listo un catafalco, con sus cuatro cirios encendidos.
– Suerte que tienen los ricos. A éste ya le habíamos cantado hasta la despedida en la Parroquia, con su De profundis y todo, y ahora le dan su metidita en el Santuario para que no se moje. A lo mejor el agua le caía bien, si ya le estaban llegando las llamas del Purgatorio.
– O del Cazo Mocho, vaya usted a saber…
El órgano empezó a sonar otra vez. Pancho el cantor, que iba en el cortejo, se subió al coro con Rodolfo. Y otra vez volvieron los cantos y el agua bendita.
– Oiga don Manuel ¿usted cree en el agua bendita?
– Bendita lluvia la que está cayendo… Bendito sea Dios que nos da a su tiempo las lluvias, las tempranas y las tardías, y con ellas fecunda los campos que nos dan la cosecha…
Y don Manuel alzó los brazos al cielo antes de entrar al Santuario, como si toda aquella agua le cayera en el corazón:
– Estas aguas son las que ablandan la tierra para las siembras, las que hinchan la caña de las milpas, para que después cuajen los granos del elote. Benditas sean una y mil veces. Que siga lloviendo, que siga lloviendo aunque nos pasemos aquí toda la tarde y la noche, velando otra vez al licenciado oyendo cantar responsos y rogativas al Padre Zavala, con esa voz de bajo tan bonita que tiene…
– En el Santuario, don Fidencio se sentía cada vez más deprimido, pensando en su letra de cambio. "Por lo menos, el Licenciado siempre me esperaba, con tal de que le pagara los intereses". Afuera seguía lloviendo; adentro, el Padre Zavala seguía con el clamor de su voz monótona y creciente… "Ni buenos negocios, ni dinero enterrado, ni lotería. Solamente los ricos tienen buena suerte, sólo de ellos se acuerda la Divina Providencia. Se me hace que toda la vida me la he pasado aquí, oyendo cantar y rezar…"
Ya eran como las seis de la tarde cuando la tormenta se deshizo en lluvia. Muchas gentes se salieron de la iglesia sin hacer ruido. Al salir de nuevo el cortejo iba reducido casi a la mitad, pero mucho más fúnebre bajo la llovizna y los paraguas negros.
La tierra del Panteón estaba hecha un lodazal. Alrededor de la fosa todos buscaban los sitios menos húmedos y se subían a las tumbas. Don Abigail se acercó reservadamente al profesor Morales, a propósito de la oración fúnebre:
– Mire, profesor, ya quedamos muy pocos y todos estamos cansados. ¿Por qué no la publica mejor en el periódico?
A la hora de bajar el cajón todos se acercaron para echarle al Licenciado su puñito de lodo. Para no mancharse los dedos, Celso le arrojó una florecita, de parte de clona María la Matraca. El señor Cura dijo las oraciones rituales y echó sobre la tumba unas gotas de agua bendita que se confundieron con la lluvia.
– Me acuso Padre de que tengo novia.
– Eso no es pecado, pero tú no tienes edad.
– Y el otro día le tenté…
– ¿Qué le tentaste?
– Cuando yo era chico, mi tía Jesusita con una mano me levantaba el brazo y con el filo de la otra iba haciendo como que me cortaba con un cuchillo: "Cuando vayas a comprar carne, no compres de aquí, ni de aquí, ni de aquí… ¡Sólo de aquí!" Y de repente me hacía cosquillas debajo del arca.
– ¿Y eso a qué sale?
– Es que yo también jugué a eso con Mela, pero se lo hice en la pierna, empezando por el tobillo… "Cuando vayas a comprar carne…"
Yo he visto llover muchas veces. Pero ahora, sin despedirme de nadie, al fin que había mucha gente, me salí del cortejo. Encomendé por última vez a Dios el alma del Licenciado y llegué casi corriendo a mi casa para ensillar el caballo. Con las primeras gotas, ya en la Puerta de Huescalapa, me eché al galope. Una fragancia nueva llenó mis pulmones, mientras la lluvia caía cerrada y oblicua sobre los surcos, oscureciendo la tierra. Me guarecí al pie del Tacamo, mientras los mozos llegaban corriendo a saludarme. Los animales se veían felices e inquietos bajo los truenos del temporal. Cada uno a su manera, pero todos hacíamos un rústico saludo a la nueva estación. Se acabaron, se acabaron las secas.
– Y pensar que todo el dinero lo gasté en la pólvora…
Don Atilano el cohetero se puso las manos en la cintura, al pie de la barriga que le brotaba del cinturón:
– Yo no sé en qué estaba pensando el Licenciado para hablarme de tantos miles y miles de cuetes… Yo creo que en el infierno… "Quiero quemar los castillos más grandes que se hayan visto en Zapotlán. El del Día de la Función será un castillo muy alto, con otros alrededor, para que parezca que toda la plaza se está quemando… Ven mañana para darte un buen anticipo…" Y el día del anticipo se murió… Y yo aquí con gente apalabrada y lleno de compromisos con ixtleros y carriceros… Y para acabarla de amolar, ahora se me mojó toda la pólvora que estaba secándose en el patio…
– Pobre Licenciado, al fin de cuentas era un hombre como todos nosotros. Pero les tuvo mucho amor a los centavos. Tanto, que ni siquiera se casó. Ésta era la primera vez que iba a gastar, Dios le tome en cuenta siquiera la intención. Se murió de golpe allí a media calle como quien dice, en brazos de Urbano el campanero. Un ataque al corazón, dijeron los doctores. A lo mejor se murió del puro miedo de dar porque él sólo estaba acostumbrado a prestar. Le prestaba a todo mundo, con y sin responsiva, según. Ganaba con los días del calendario, cada fecha tenía su vencimiento y los réditos se le venían encima aunque él no quisiera. No era muy usurero, pero dicen que a veces prestaba al por mayor, para que otros prestaran al menudeo. Y ésos sí que clavaban las uñas. ¿Tendrá también de eso la culpa el Licenciado?
– Yo venía para mi casa temprano porque me quedé a dormir otra vez en el campanario. Así nomás despierto y voy dando las horas y llamando las misas y me vuelvo a dormir. Y allí nomás al dar la vuelta por Zaragoza vi que el Licenciado iba delante de mí como media cuadra con su carne, medio agachado, como encogido…
– Y luego qué pasó.
– Lo vi como que se fue de boca, como que le dieron un empujón. Pero no había nadie en la calle más que yo que lo iba alcanzando porque él caminaba despacito. Me arrimé adonde cayó, y estaba boca abajo con pataleta.
– Y tú que hiciste.
– Me agaché y le di vuelta. Y al voltear la cabeza como que me vio a mí o como que veía al cielo pero con los ojos bien empañados. Me miró degollado, ya en las últimas.
– Y tú que le dijiste.
– Miren, como que iba a conocerme. Le dije, "soy Urbano".
– Y él qué te dijo.
– Nada. Nomás movió los labios como que iba a rezar. Yo entendí, espérense, déjenme acordarme, yo entendí que dijo "¡ay mamá los toros!" Y yo pensé "unos pintos y otros moros", palabra, no vengo borracho. Allí se quedó. Luego vinieron este Huerta y este Hilario el carnicero. Pero el Licenciado ya estaba bien muerto allí con su carne que no la soltó. Hilario me dijo que me la llevara y yo me la llevé para almorzar. Era un pedazo de cuadril. Luego me preguntaron que qué había pasado y yo les conté esto que les estoy contando…
– ¿Sabe, Vicentita? Yo creo que San Vicente no quiere que le doren el altar. Dicen que era un santo rete humilde…
– Pero si todos los altares de la Parroquia ya están dorados, sólo falta el suyo, y no hay que hacerlo menos… Déme un cuarto de pepena, pero de aquí… No, mejor de aquí, que está la tripa más gorda. A ver, déjeme ver… De aquí.
Antes de cortar el pedazo, el carnicero hizo la señal de la cruz en el aire, santiguándose con el cuchillo, para bendecir la primera venta de la noche.
– ¿Sabe usted que el Licenciado por poco y se me muere aquí adentro? Yo no le noté nada, pero traía mucha prisa y no quería platicar como otras veces. "Despáchame, despáchame porque ya me voy". Y se salió casi corriendo con su pedazo de cuadril… Él siempre compraba cuadril. Y nomás caminó media cuadra. Cuando llamamos al señor Cura y al doctor, ya estaba bien muerto…
He optado por olvidarme de Tiachepa, por lo menos en mis apuntes. Y para consolarme, todos los días voy al Tacamo. Las milpas han brotado, y el campo, al atardecer, está lleno de estrellitas verdes.
– Muerte muy triste la que tuvo el Licenciado ¿no es verdad, don Andrés?
– Pues a mí en realidad no me parece tan triste, vea usted lo que son las cosas. Tal vez sea mejor así, ir caminando por la calle y recibir la muerte de golpe.
– Usted y el Licenciado eran de la edad ¿verdad don Andrés?
– Bueno, él me llevaba como tres años, pero lo mismo da, la muerte no se fija en el calendario.
– ¿Y la Función, quién la va a hacer ahora?
– Pues eso va a estar difícil porque murió intestado, y su hermano, se lo digo aquí en confianza, no le da agua ni al gallo de la Pasión…
– Me acuso Padre de que leí dos libros.
– ¿Cuáles?
– Uno que se llama "Conocimientos útiles para la vida privada" y otro que se llama "Historia de la prostitución". Tienen dibujos.
– ¿Quién te los prestó?
– No. Me los hallé en el troje de mi casa. Están en un solo libro pero son dos, con pasta colorada.
– ¿Son de tu papá?
– No. Estaban en unas cosas de un tío que se murió.
– Ah… Tráemelos mañana mismo a la sacristía. Vas a rezar cinco rosarios de penitencia…
– Pues que hagan otra rifa, a ver quién se la saca.
– ¿Usted cree que vaya a haber otra rifa?
– Quién sabe. Tal vez no. El tiempo está ya muy adelantado, y para eso hay que prepararse con mucha anticipación. ¿No se ha fijado usted en que los mayordomos siempre le hacen la lucha para ganar más dinero el año de la Función? Acuérdese de don Bardomiano.
– ¿Cuando se sacó la lotería?
– "Si me saqué una, me tengo que sacar la otra". Y le estuvo entrando a la lotería con puros billetes enteros. Los mandaba pedir a México y se los ponía en los pies a Señor San José, de acuerdo con el sacristán. ¡Y que se le va haciendo el milagro! Por cierto que el sacristán todavía le anda reclamando el barato.
– ¡Qué barbaridad!
– Don Bardomiano gastó en la Función una partecita del premio. Con la otra ya sabe usted lo que hizo…
– Se quedó con las tierras de los Michel.
– ¿Y quién le iba a decir que no lo hiciera? Los Michel estaban en la chilla y se las aventaron por lo que quiso darles. Y allí tiene usted a don Bardo podrido en centavos…
– ¿Se acuerda usted de cuando le tocó hacer la Función a Don Salva? ¡Qué bárbaro! ¿Cómo se llamó aquello?
– Barata de Señor San José. No se puede negar que la ocurrencia fue buena, y sinceramente muy legal…
– Yo no diría lo mismo. ¿A qué sale que el nombre de Señor San José ande de aquí para allá como si no le tuviéramos ningún respeto?
– Siempre ha habido aquí cosas que lleven su nombre, como las veladoras y las tablillas de chocolate..
– Bueno, sí, eso puede pasar, hasta el jabón, pero lo de la barata se me hace muy irrespetuoso.
– Yo no creo que tenga nada que ver. Don Salva estuvo vendiendo todo el año a precios de realización y les daba a los clientes una estampita: "Éste es el mero interesado", les decía. Y la gente compre y compre, y los demás comerciantes de ropa, rabiando en sus tiendas vacías…
– ¿Y en fin de cuentas qué pasó? No voy a decir que la Función estuviera mala, fue de las mejores. Pero dos o tres meses después don Salva compró casi todo el portal donde está su tienda, lo fincó de nuevo y creció el negocio a más del doble…
– ¿Vender? ¿Vender, señor Cura? ¿Pero qué es lo que yo tengo aquí para vender? Ni modo que venda la casa en que nacimos ni la del Santuario que nos viene desde quién sabe cuántas generaciones. ¿Vender? Con todo respeto, sépalo usted, señor Cura, desde que yo tengo uso de razón nosotros no hemos vendido nada… Nada que no sean las cosechas, el queso y los puercos gordos. Y esas cosas se venden a su tiempo, como el ganado de desecho y el desahije, y todo eso apenas ajusta para el gasto de esta casa, que parece un cuartel. Y ahora los gastos del entierro… No sé cómo mi hermano se puso a echarse este compromiso encima, teniendo sus negocios tan enredados. Palabra, Dios le perdone, yo no sé qué es lo que dejó, ni el supo nunca lo que tenía, siempre desparramando su dinero por todo el pueblo, prestando casi siempre de palabra y sin llevar sus cuentas. Los deudores se robarán lo que quieran: "A ver, ¿dónde tiene usted su recibo?" "Pues cuál recibo. Si el Licenciado nunca nos daba…" Y no me va a ajustar la vida para pasarla en corajes. Lo que yo sí quiero hacer en memoria de mi hermano es entrarle a la rifa del niño que viene y hacer, si me la saco, la Función en su nombre, ya que se arregle lo del intestado. Así haremos las paces, porque ya sabe usted que él y yo no nos hablábamos… ¿Pero vender, señor Cura? Yo le prometí a mi padre en su lecho de muerte no vender nada de lo que él nos dejó. Ahora que me acuerdo… lo único que hemos vendido es el solar donde está ahora el Camposanto. Ese Camposanto era de nosotros y se llamaba El Aguacate, porque allí había un aguacate muy grande y muy bueno. Era de nosotros y nos lo quitaron. Los del Municipio le pusieron el precio y con lo que nos dieron no ajustaba siquiera para pagar la barda. Porque mi padre lo mandó bardear de puro ladrillo para que la gente no se robara los elotes… estaba tan en el pueblo… Allí se daban unos elotes así de grandes, señor Cura. En ninguna otra tierra se han dado así de grandes y de dulces. La pobrecita de mi madre ya no volvió a comer elotes de la pura mortificación y cada año se acordaba: "Esa tierra era de puro azúcar, daba unos elotes tan dulces…" Dios la tenga en su santa gloria. A propósito de elotes, mañana voy a mandarle al curato, si usted me lo permite, unas dos docenas de elotes de riego, de los mejorcitos, aunque no sean tan buenos como los del Camposanto…
– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ahora todos somos mayordomos… ¿Quién no ha querido alguna vez ser mayordomo? Como ninguno de nosotros tiene dinero para hacer la Función, vamos a hacerla entre todos. En cada casa de Zapotlán va a haber una alcancía, y la vamos a romper en octubre. Nos estábamos quejando porque no había 'mayordomo, y ya ven ustedes, ahora tenemos treinta mil. Así es nuestro Patrono…
Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna. Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancos a perderse donde empieza el apogeo de los pinos. Tierra donde hay una laguna soñada que se disipa en la aurora. Una laguna infantil como un recuerdo que aparece y se pierde, llevándose sus juncos y sus verdes riberas…
– ¿Sabe usted quiénes fueron los primeros en ir a dar su apoyo a la iniciativa del señor cura?
– Los tlayacanques. Si, pero espérese. Ahora viene lo bueno. Me lo contó el sacristán. Le ofrecieron al señor Cura los bueyes y la carreta. En una palabra, ellos querían encargarse de todo, en nombre de sus viejas cofradías, pero el párroco les dijo: "No se propasen ustedes, ni gasten más de lo que pueden. Acuérdense de su pleito que cuesta mucho dinero, y más ahora que se murió el Licenciado…" ¿Qué le parece?
– Vivir para ver…
– Bueno, en resumidas cuentas, esto no es ninguna novedad. La función siempre la ha hecho el pueblo, aunque haya Mayordomo. ¿De dónde han sacado los ricos su dinero? "…Habéis devorado la cosecha, y del despojo de los pobres están llenas vuestras casas". Y no soy yo quien lo dice…