El boxeador y un ángel
De El boxeador y un ángel (1929)
I
Las muchachas, cogidas del brazo, lanzaban discos de risa: arandelas eléctricas, giratorias, a lo largo de los alambres del telégrafo.
Los trenes -despeinados, heridos- se doblaban sobre un costado. Abrían gritos de espanto. Desgarraban el paisaje.
Los camiones pasaban revista a cristaleras sobrecogidas.
Y campos rectangulares -con jersey a rayas blancas y azules- cazaban en red frutos deportivos…
En cambio su sonrisa (la misma de todos los días) era quieta, al dictado del ángel. Quieta y densa, como el humo de la fábrica que la chimenea inyectaba tan penosamente. (La fábrica aplastada bajo el cielo, le clavaba su puñal. El cielo: cómo se desangraba por dentro. Cómo se iba quedando anémico.)
Sin sentir, entre vías, caminaba el púgil. Se le escapaba el alma, como un niño, por los senderos ferroviarios, para regresar a cada momento. Mientras su gesto se aclaraba de intimidad sobre líneas escuetas del traje azul mecánico.
A su lado -la cérea cabeza sobre su propio hombro, con suavidad de serpiente- captaba sueños el ángel compañero.
La sirena de la fábrica se retorció con angustia, esquivadora. Latigazo reprimido sobre su espalda.
La tarde, exangüe, se cogía a las paredes. No podría levantarse ya, víctima del contrincante negro.
Había caído, naufragio de la esponja, en un cubo de agua la luna, despedazada. (El crimen de anoche.)
Un estremecimiento.
– ¡Ay, ángel! Vamos a investigar la suerte. Mi suerte en el combate, ángel compañero.
Se acercó al hombre del oráculo: pájaros sabios, y el destino enjaulado. (El mercader de presagios era judío.)
Le rodeaban soldados, marineros y niñas ya curiosas del porvenir.
Sitio. Sitio.
El héroe -conquistador de planos- les marginalizó. Tantas miradas, empujaron su imagen a un primer término. Entre sus dedos giró una moneda: el estipendio.
– A ver. Mi suerte.
Dobladas, ordenadas -verdes, rojas, amarillas- todas las suertes, en dosis farmacéuticas. Un gran stock.
– ¿Qué pájaro prefiere?
– Aquél. (Aquél, que había desplegado un conato de vuelo metálico.)
El corazón -puño de Dios- le golpeaba dura y eficazmente, con terrible persistencia.
Mientras que el pájaro, sobre la caja polícroma, clavaba el pico en el Destino, y extraía, pinzado como una frutilla, un papelito rojo.
Soldados, marineros y niñas: -¡Ya. Del color que siempre!- exclamaron. Y el judío lo entregó. Con más: una sonrisa de doble fondo, multirrefleja.
Se desperezó con delicia el papelito rojo. Tembloroso, entre dedos tamborileantes…
Y: buena, buena suerte: vencerás. Así -…vencerás… - había saltado del texto. La palabra, desprendida, le había saltado a los ojos.
– Vencerás -dijo el ángel, palmoteando-. Bien claro lo pone.
Y lo repitió cerrándole el paso una y otra vez -perrillo alegre- con figuras de baile.
– Ya me lo figuraba yo, que habías de vencer. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí.
Iba llenando el aire de afirmaciones, que estallaban en lluvia verde.
Todavía, una palmada en el hombro.
– Vencerás, maestro. Al fin y al cabo, no se trata sino de un negro. De un miserable negro.
…El púgil, complacido. El ángel, borracho de optimismo.
Ya la estación -erizada de transparentes escalenos- había quedado atrás.
La ciudad se agolpaba en superficies inasibles, desnudas, cristalizadas. De glacial blindaje.
Un aire trepidante sacudió la melena, que pinchaba como mil alfileres.
II
Bata azul: calma, inocencia.
Y enfrente -en su esquina, apoyado en los cables del ring - el negro -fuego y jazmines- con todo su cuerpo envuelto en amarillo.
Sonrisa de jazmines. Sonrisa de… Pero ¡ya verás, negro! (Sin embargo, un hombre blanco parece como que pelea más al descubierto.)
– Vencerás, no te apures. Tienes la profecía.
Ya. El martillo dilató ondas sonoras en el acuario espectador.
Avance diagonal. Cruzaron los guantes en saludo gatuno, y comenzó el combate.
¡Ah! ¡Hop!… ¡Ah! ¡Hop!… ¡Ah! ¡Hop!… No había manera de enrojecer los jazmines. No podía borrarle al negro su gesto afrentoso; quebrar la línea irónica de su esquivada.
Allí. Allí. Ahora. Contra las cuerdas. ¡Hip!…
¿No?…No. ¡De goma! Un negro de goma.
El ángel, cruzado de brazos, perseguía los movimientos con su anhelo, de un ángulo a otro.
Pálido, pálido, y casi llorando… Extendió las manos con una imploración de maniquí. (Temblaba la seda tierna de su pecho.)
– Ahora, ahora, imbécil. Dale ahora -le gritó al púgil.
Pero ya el martillo había arrancado haz de flechas -mitad cortas y mitad largas-.
Los boxeadores volvían -diagonal- a sus esquinas. A las esquinas transformadas.
La esponja, ante su rostro, le electrizó de agua fría. (Alto voltaje.)
El aire abanderaba la proa del navío anclado. (Tempestad de aplausos.) Bajo el pabellón violento se prolongaban los brazos en cuerdas trémulas. Bajaba y subía, neumático, el pecho reluciente.
Y el ángel aconsejaba con misterio en la oreja. (Al otro lado, el manager.)
El contrincante, crecido como una hoguera -fuego y jazmines- atacaba. ¡Plac! ¡Plac!
Le sintió sobre sí, huracán desértico henchido -ahora, él- del aire que guardaba la sábana en sus pliegues… Sobre sí… Implacable… Y había que ir cediendo, esquivando… Un momento; eso era todo lo que deseaba; un momento para reponerse.
Las cuerdas del ring marcaron regiones paralelas en su espalda. Y el atroz mazazo le llegó antes -casi- en la exclamación del público que en el puño del contrario. (Sensación líquida, confusa. El cerebro, ceñido como por una anilla. Nada: discos rojos, naranja. Las luces, estrellas fugaces: de verbena.)
Cayó con una rodilla en tierra. La cabeza inclinada… A su lado bajaba segundos el árbitro con mano de verdugo: 1, 2, 3.
Pero el ángel -crispación terrible- se precipitó en ayuda del caído. (Sudaba el boxeador gotas de sangre.) En amparo de su agonía. (El cuello, tronchado, flojo.)
Sujetó por las axilas el cuerpo desmoronado -4, 5, 6…-. Y dijo, con voz oscilatoria de fleje:
– Anda. Un esfuerzo. Puedes. Puedes levantarte. Anda: ¿Aup!…-7, 8.
Se organizó la figura en guardia cerrada, perfecta.
El alífero, persuasivo, animaba al boxeador. Hubo casi iniciativa de ataque…
Aire. Agua de limón. Talco en el suelo. En la cara, un barniz.
… Ultimo round. Obstinado el negro en su risa sinvergüenza, de biseles blancos; en su juego de puñales.
El otro le opuso una risa nueva, de aurora boreal. Se fue el adversario. Tres pasos seguros y un golpe en la mandíbula.
Se le suicidó la sonrisa al negro, cortada -rabo de flor- entre los dientes. Se le voló al cielo. ¡Por fin!
Y el cuerpo, descentrado, cayó como un globo sin gas, bajo los aplausos del ángel. Dos vueltas -color café- en el cuadrado. (El dedo conminatorio del arbitro descendía respiraciones expectantes.)
Trataba de incorporarse, pálido como el acero. Pero la mirada voluntariosa del pugilista blanco le apretaba -pértiga eficaz- contra el tablado. Un soplo de energía -globo anémico- le alzó, vacilante.
Nuevo golpe. ¡Al suelo!
Corrían los segundos. Y un hilo de sangre por su cara. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7…
El ángel puso su pie rosado sobre el pecho del negro boxeador. (Alborozo de alas y palmadas.) Mientras levantaba el árbitro -indicador lineal del cielo victorioso y centro de aclamaciones- el puño vencedor del púgil.
Vencedor por k. o.
(1928)
Hora muerta
De El boxeador y un ángel (1929)
A Melchor, fraternalmente
I
La ciudad, plataforma giratoria. Un poco chirriante.
La aurora de la ciudad es una aurora de carteles nuevos. Frescos. Húmedos -ropa limpia- de rocío.
Carteles: sábanas desplegadas -tiernas, refrigerantes-. Toallas para enjugar las últimas miradas turbias de los chicos que van en grupos a la escuela.
Es una aurora entonada con el canto de gallo -ufanía- de las llamadas murales. Canto de color sostenido -orden de plaza- como toques de corneta. (Vibran en la retina los carteles con una gran limpidez.)
(Yo he buscado hoy tinta roja. Y tinta verde. Y tinta azul. He llenado un papel repitiendo esta palabra: cartel, en rojo. En verde. En azul. Para ver si conseguía la sensación auroral de la ciudad.)
La ciudad -aurora débil (de anemia) que se apoya en las paredes-, destacada, violenta, geométrica. Edificios altos, disparados al cielo en línea recta. Puentes de hierro, tiritando. Cables musicales.
Las fábricas respiran con dificultad -pobremente-. Y hasta se producen escenas de sugestión rural: ese mecánico -tendido en el suelo- que agota la ubre de su automóvil…
Luego; exhalaciones. Vertiginosidad. Nubes de humo. Ruidos.
Las chimeneas de fábrica hacen viajar el horizonte. Hinchan el vientre del cielo. Le dan un tinte gris, pesado.
Noche. La luna, quieta, es -también- anuncio luminoso. El bastón colgado de mi brazo me sugiere mansamente un brazo de mujer. Dócil. Sumisa. Y leve.
Pero que me retiene -con eficacia- frente al imperativo de indicaciones gráficas y guiones urbanos.
Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Cine.
La ciudad, gran plataforma giratoria.
Capitán de la Marina. Siempre cantando. O silbando. O recitando… Lejanamente.
Con los ojos más azules de su colección. Con la frente alta -una faceta a cada viento-. Con saludos y banderas internacionales.
Ha perdido -definitivamente- el barco o la aeronave, y se ha refugiado en la ciudad. Renunciando a los horizontes geográficos.
Sin embargo, en los oídos -caracolas de la playa- le queda un viento fuerte.
(El bar, mientras llueve. Silbidos de vapor. Entre dientes, canciones marineras.)
Acaricia a los niños. Para robarles -tan sólo- ese aire de primera comunión que van consiguiendo.
Equilibrista, anda por el borde de las aceras. Sin perder pie. Sin perder la pipa de a bordo.
Boxeador. Dientes blancos. Frente angosta.
Un ring en cada meridiano. Sonrisas inexpresivas. Apretones de manos también inexpresivos…
No recuerda. No recuerda. Pero… ¡a su lado va el manager !
Negro. Sonrisas grandotas. Plebeyez -democracia multitudinaria- de sombrero hongo, muy metido, y cartera en la mano. (En la otra mano, un junco. Y en las dos, guantes amarillos.)
Gran bailarín. Sólo él recoge y sintetiza la formidable ópera de la calle: gritos, claxons, timbrazos de tranvía y parpadeo de los escaparates.
Se va parando ante todos los escaparates, y ante el cartel del circo.
Sonrisas grandotas.
Campesino. Oscuro, grave, despacioso. De mirar bajo, de mirar agudo.
(Hace diez años que acaba de llegar.)
Motorista. Fino. Eléctrico. Hecho al contrapelo de las carreteras. Con ironía de ruidos fugaces y esguinces violentos.
Ojos dilatados en gafas de velocidad. Acostumbrados a recoger los perfiles desprendidos de las cosas.
Ceñido a las curvas duras -virginales- de las pistas más jóvenes.
Sonrisa donjuanesca de campeón ante la máquina fotográfica.
Chino. Sinuosidad. Tormenta-verbena. Relámpagos, ocultos bajo su facha de pobre hombre.
¿Biombos, farolillos y literatura…? ¡Ah, sí! ¡También! En el aleteo de pájaro azul que tiene -cuando lo saca del bolsillo- su pañuelo.
Soldados. Todos iguales. Al mismo paso. Con la misma seriedad. Fusil al hombro.
Una esquina los suelta. Otra se los traga. Rasándolos. Afilándolos.
Les duele el pájaro que volaba sobre ellos y que -de pronto: radicalmente- se les ha vuelto. Sin aquella hélice ideal, es más duro el paso -contra aquella pequeña hélice.
Soldados. Soldados. Soldados…
Niña. Anita -de blanco- saltando a la comba. Calcetines a rayas: ondas eléctricas… «¡Tas, tas…! ¡Tas, tas…!» En el patio del colegio. Nimbada, orlada de comba, como la Virgen de los Gitanos, en la provincia de los gitanos, con farolillos, sobre una columna alta… -de comba eléctrica.
Los ojos -grandes- bajo el agua.
(¿Qué agua? -¡Ay! Bajo el agua de un estanque inocente, parado.)
Debajo del agua -de tanta claridad como tenían.
Le dije: «¿Qué carta quieres?».
La pequeña Anita cogió el rey de espadas. Se lo guardó en el bolsillo.
En el bolsillo -blanco- tenía bordado -en rojo, rojo- un corazón.
La ciudad, gran plataforma giratoria. Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Y cine.
II
Todos los relojes marcaban la hora retrasada. Sus campanadas -campanadas del revés- eran de regreso. Picoteadas -ya- por los gallos de las veletas.
Eran campanadas muertas, exangües. Caían verticalmente, con las alas cerradas. Como frutos.
Pero el cine -al fin y al cabo- es una concavidad. Bien podía permitirse la broma de dar equivocada la marcha del tiempo. Como un espejo -¿No vemos en los espejos de las tiendas cuándo vamos a cruzarnos por la calle con nosotros mismos?
¡Ah, señor! Se encontraban los que iban con los que volvían… ¡Terrible tropezón!
Carlomagno -barba florida- había olvidado su espada en la bastonera, junto al bastoncillo de Chaplin.
Y Chaplin -Hamlet- atravesaba la cortina con la espada del Emperador. Sin encontrar -por supuesto- el cuerpo de Polonio.
La confusión era espantosa. El reloj hacía horas extraordinarias. (Reclamaba el Sindicato…)
«¡Tac…! ¡Tac…! ¡Tac…!»
Sonó -por fin- hora tardía, la recién muerta. (Todos teníamos su eco en el corazón.) La de los ojos claros y rostro de maniquí.
Asomó entre puertas. Sonrisa triste, estereotipada. Palidez y abanico. Y una mano -guante blanco, paloma al viento-. «¡Ven!, ven a buscarme, ¡oh, tú…!, etcétera…» A mí. Se dirigía a mi horizonte -saludo al viento de ropa puesta a secar-. ¡A mí! ¿Por qué a mí? Es increíble. Y sin embargo…
Me volví al que estaba a mi derecha:
– ¿Es a mí, caballero?
Tres cabezadas. Y una sonrisa.
Pensé:
«¡Pues me ha llamado! Y es una dama. De las que yo admiraba tanto en mis carnavales infantiles… Una dama: será preciso complacerla.»
Mi cabeza se había inclinado como si hubieran aflojado la cuerda. Oscilaba tristemente, arrastrando por el suelo miradas turbias.
De pronto, un tirón violentísimo. La cabeza, erguida. Las miradas de repercusión -fusil de repercusión- a la pantalla.
…Y la dama de aquella hora perdida había desaparecido. Totalmente. Sin dejar ni el sitio.
La pantalla estaba ocupada -ahora- por un puente de hierro. Muy estremecido. Muy transitado.
La sugestión del tránsito me empujó a la calle. En busca de la calle. No.hubiera podido permanecer más. Y salí del cine con fiebre. Con violencia interior.
Codazos. Empujones. Brechas. Huecos de perplejidad. Momentos atónitos, imaginativos.
(Jonás persiguiendo al tranvía, que se niega a tragarle.
Un timbrazo aplastado que cae en un charco y se sumerge rápidamente.
Nada.)
La puerta de mi casa me salió al encuentro. A sorprenderme. A darme una palmada en el hombro.
Una ansiedad inexplicable me llevó a la alcoba. Como si me urgiera alguna comprobación. Como si quisiera cerciorarme de que, en realidad, había dejado olvidada la cartera, y no la había perdido en la calle.
…Pero me quedé -allí, en medio de la habitación- parado. Reflexionando. No sabía. No sabía… ¿Para qué tanta prisa?
(Nada. Un absurdo. Una depravación estúpida: sofaldar la cama. Levantarle el vuelo de la ropa. Mi cama era gorda y opulenta. Blanca. Indolente. ¡Ay, señor…! ¡Qué absurdidad! Irremediable.)
Me pasé la mano por la frente. No sabía…
Otra cosa: probar el interruptor de la luz. Fíat lux! Pero…
No me encontraba. Había perdido -era evidente- la dirección…
Ya había intentado coger el pez -eremita- de la pecera, y siempre se me escapaba entre los dedos. ¿Poner a hervir la pecera? ¡Saltaría en el agua como un caballito del circo! Desistí.
Al fin -recuerdo- me tomé el pulso, con algo de alarma. Con aprensión.
Pero fue como si la mano se me electrificase. Encendida. Varillas metálicas.
Descargué sobre el piano mi botella de Leyden y saltaron chispas musicales.
Notas adultas, con su contrapartida adolescente. (Casi niñas, para la Sixtina.)
¡Ah! ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh!
…Toda la noche la pasé soñando jugadas de ajedrez.
III
Al día siguiente, por la tarde -asociación súbita-, comprendí de pronto el motivo de aquel quebranto.
(Mis lágrimas -florecidas- saltaron de alegría sobre un plato. Seis rosetas.)
Fue recuerdo súbito de la hora fenecida que me había ordenado buscar la palidez, el abanico y la mano-gaviota del horizonte cinematográfico. Buscarlos -¡claro está!- en el seno del XIX.
¿El seno del XIX? Abierto como una granada… Se me representó la casa que era, con toda su imponencia de casa ignorada. Pasada y repasada de siempre. Sin curiosidad por ella.
Ahora -ahora- me explicaba su entraña maravillosa, para encantamiento. Su algo de cueva de Montesinos.
Y salí a la calle. Decidido. Precipitado. Lleno de aire. Viaducto. Lanzaderas. Gente. Más gente. Más gente.
En medio, mi apresuramiento.
Oí chistar a mi espalda. Pero la llamada me había pasado por encima del hombro, y no quise volverme.
Otra vez, chistar. Y ahora me había picado en la oreja. No hubo remedio.
– Y ¡qué! ¿Dónde vas?
– Voy en busca de Mercedes… Sí. Ya sabes: su carita era de cera… Pero todo esto no importa.
La respuesta me había cantado en el corazón. Era respuesta forzada. Seguramente no había otra.