– ¿Entonces?
Ana se arrodilló frente a la cama.
– Que además de ladrón eres embustero -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque me dijiste que no había nada en la gaveta.
Dámaso frunció las cejas.
– No había nada.
– Había doscientos pesos -dijo Ana.
– Es mentira -replicó él, levantando la voz. Sentado en la cama recobró el tono confidencial-. Sólo había veinticinco centavos.
La convenció.
– Es un viejo bandido -dijo Dámaso, apretando los puños-. Se está buscando que le desbarate la cara.
Ana rió con franqueza.
– No seas bruto.
También él acabó por reír. Mientras se afeitaba, su mujer lo informó de lo que había logrado averiguar. La policía buscaba a un forastero.
– Dicen que llegó el jueves y que anoche lo vieron dando vueltas por el puerto -dijo-. Dicen que no han podido encontrarlo por ninguna parte. -Dámaso pensó en el forastero que no había visto nunca y por un instante sospechó de él con una convicción sincera.
– Puede ser que se haya ido -dijo Ana.
Como siempre, Dámaso necesitó tres horas para arreglarse. Primero fue la talla milimétrica del bigote. Después el baño en el chorro del patio. Ana siguió paso a paso, con un fervor que nada había quebrantado desde la noche en que lo vio por primera vez, el laborioso proceso de su peinado. Cuando lo vio mirándose al espejo para salir, con la camisa de cuadros rojos, Ana se encontró madura y desarreglada. Dámaso ejecutó frente a ella un paso de boxeo con la elasticidad de un profesional. Ella lo agarró por las muñecas.
– ¿Tienes moneda?
– Soy rico -contestó Dámaso de buen humor-. Tengo los doscientos pesos.
Ana se volteó hacia la pared, sacó del seno un rollo de billetes, y le dio un peso a su marido, diciendo:
– Toma, Jorge Negrete.
Aquella noche, Dámaso estuvo en la plaza con el grupo de sus amigos. La gente que llegaba del campo con productos para vender en el mercado del domingo, colgaba toldos en medio de los puestos de frituras y las mesas de lotería, y desde la prima noche se les oía roncar. Los amigos de Dámaso no parecían más interesados por el robo del salón de billar que por la transmisión radial del campeonato de béisbol, que no podrían escuchar esa noche por estar cerrado el establecimiento. Hablando de béisbol, sin ponerse de acuerdo ni enterarse previamente del programa, entraron al cine.
Daban una película de Cantinflas. En la primera fila de la galería, Dámaso rió sin remordimientos. Se sentía convaleciente de sus emociones. Era una buena noche de junio, y en los instantes vacíos en que sólo se percibía la llovizna del proyector, pesaba sobre el cine sin techo el silencio de las estrellas.
De pronto, las imágenes de la pantalla palidecieron y hubo un estrépito en el fondo de la platea. En la claridad repentina, Dámaso se sintió descubierto y señalado, y trató de correr. Pero en seguida vio al público de la platea, paralizado, y a un agente de la policía, el cinturón enrollado en la mano, que golpeaba rabiosamente a un hombre con la pesada hebilla de cobre. Era un negro monumental. Las mujeres empezaron a gritar, y el agente que golpeaba al negro empezó a gritar por encima de los gritos de las mujeres: “¡Ratero! ¡Ratero!” El negro se rodó por entre el reguero de sillas, perseguido por dos agentes que lo golpearon en los riñones hasta que pudieron trabarlo por la espalda. Luego el que lo había azotado le amarró los codos por detrás con la correa y los tres lo empujaron hacia la puerta. Las cosas sucedieron con tanta rapidez, que Dámaso sólo comprendió lo ocurrido cuando el negro pasó junto a él, con la camisa rota y la cara embadurnada de un amasijo de polvo, sudor y sangre, sollozando: “Asesinos, asesinos.” Después encendieron las luces y se reanudó la película.
Dámaso no volvió a reír. Vio retazos de una historia descosida, fumando sin pausas hasta que se encendió la luz y los espectadores se miraron entre sí, como asustados de la realidad. “Qué buena”, exclamó alguien a su lado. Dámaso no lo miró.
– Cantinflas es muy bueno -dijo.
La corriente lo llevó hasta la puerta. Las vendedoras de comida, cargadas de trastos, regresaban a casa. Eran más de las once, pero había mucha gente en la calle esperando a que salieran del cine para informarse de la captura del negro.
Aquella noche Dámaso entró al cuarto con tanta cautela que cuando Ana lo advirtió entre sueños fumaba el segundo cigarrillo, estirado en la cama.
– La comida está en el rescoldo -dijo ella.
– No tengo hambre -dijo Dámaso.
Ana suspiró.
– Soñé que Nora estaba haciendo muñecos de mantequilla -dijo, todavía sin despertar. De pronto cayó en la cuenta de que había dormido sin quererlo y se volvió hacia Dámaso, ofuscada, frotándose los ojos.
– Cogieron al forastero -dijo.
Dámaso se demoró para hablar.
– ¿Quién dijo?
– Lo cogieron en el cine -dijo Ana-. Todo el mundo está por aquellos lados.
Contó una versión desfigurada de la captura. Dámaso no la rectificó.
– Pobre hombre -suspiró Ana.
– Pobre por qué -protestó Dámaso, excitado-. ¿Quisieras entonces que fuera yo el que estuviera en el cepo?
Ella lo conocía demasiado para replicar. Lo sintió fumar, respirando como un asmático, hasta que cantaron los primeros gallos. Después lo sintió levantado, trasegando por el cuarto en un trabajo oscuro que parecía más del tacto que de la vista. Después lo sintió raspar el suelo debajo de la cama por más de un cuarto de hora, y después lo sintió desvestirse en la oscuridad, tratando de no hacer ruido, sin saber que ella no había dejado de ayudarlo un instante al hacerle creer que estaba dormida. Algo se movió en lo más primitivo de sus instintos. Ana supo entonces que Dámaso había estado en el cine, y comprendió por qué acababa de enterrar las bolas de billar debajo de la cama.
El salón se abrió el lunes y fue invadido por una clientela exaltada. La mesa de billar había sido cubierta con un paño morado que le imprimió al establecimiento un carácter funerario. Pusieron un letrero en la pared: “No hay servicio por falta de bolas.” La gente entraba a leer el letrero como si fuera una novedad. Algunos permanecían frente a él, releyéndolo con una devoción indescifrable.
Dámaso estuvo entre los primeros clientes. Había pasado una parte de su vida en los escaños destinados a los espectadores del billar y allí estuvo desde que volvieron a abrirse las puertas. Fue algo tan difícil pero tan momentáneo como un pésame. Le dio una palmadita en el hombro al propietario por encima del mostrador, y le dijo:
– Qué vaina, don Roque.
El propietario sacudió la cabeza con una sonrisita de aflicción, suspirando: “Ya ves.” Y siguió atendiendo a la clientela, mientras Dámaso, instalado en uno de los taburetes del mostrador, contemplaba la mesa espectral bajo el sudario morado.
– Qué raro -dijo.
– Es verdad -confirmó un hombre en el taburete vecino-. Parece que estuviéramos en semana santa.
Cuando la mayoría de los clientes se fue a almorzar, Dámaso metió una moneda en el tocadiscos automático y seleccionó un corrido mexicano cuya colocación en el tablero conocía de memoria. Don Roque trasladaba mesitas y silletas al fondo del salón.
– ¿Qué hace? -le preguntó Dámaso.
– Voy a poner barajas -contestó don Roque-. Hay que hacer algo mientras llegan las bolas.
Moviéndose casi a tientas, con una silla en cada brazo, parecía un viudo reciente.
– ¿Cuándo llegan? -preguntó Dámaso.
– Antes de un mes, espero.
– Para entonces habrán aparecido las otras -dijo Dámaso.
Don Roque observó satisfecho la hilera de mesitas.
– No aparecerán -dijo, secándose la frente con la manga-. Tienen al negro sin comer desde el sábado y no ha querido decir dónde están. -Midió a Dámaso a través de los cristales empañados por el sudor.- Estoy seguro de que las echó al río.
Dámaso se mordisqueó los labios.
– ¿Y los doscientos pesos?
– Tampoco -dijo don Roque-. Sólo le encontraron treinta.
Se miraron a los ojos. Dámaso no habría podido explicar su impresión de que aquella mirada establecía entre él y don Roque una relación de complicidad. Esa tarde, desde el lavadero, Ana lo vio llegar dando saltitos de boxeador. Lo siguió hasta el cuarto.
– Listo -dijo Dámaso-. El viejo está tan resignado que encargó bolas nuevas. Ahora es cuestión de esperar que nadie se acuerde.
– ¿Y el negro?
– No es nada -dijo Dámaso, alzándose de hombros-. Si no le encuentran las bolas tienen que soltarlo.
Después de la comida, se sentaron a la puerta de la calle y estuvieron conversando con los vecinos hasta que se apagó el parlante del cine. A la hora de acostarse Dámaso estaba excitado.
– Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo -dijo.
Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el atardecer.
– Me voy de pueblo en pueblo -continuó Dámaso-. Me robo las bolas de billar en uno y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar.
– Hasta que te peguen un tiro.
– Qué tiro ni qué tiro -dijo él-. Eso no se ve sino en las películas. -Plantado en la mitad del cuarto se ahogaba en su propio entusiasmo. Ana empezó a desvestirse, en apariencia indiferente, pero en realidad oyéndolo con una atención compasiva.
– Me voy a comprar una hilera de vestidos -dijo Dámaso, y señaló con el índice un ropero imaginario del tamaño de la pared-. Desde aquí hasta allí. Y además cincuenta pares de zapatos.
– Dios te oiga -dijo Ana.
Dámaso fijó en ella una mirada seria.
– No te interesan mis cosas -dijo.
– Están muy lejos para mí -dijo Ana. Apagó la lámpara, se acostó contra la pared, y agregó con una amargura cierta-: Cuando tú tengas treinta años yo tendré cuarenta y siete.
– No seas boba -dijo Dámaso.
Se palpó los bolsillos en busca de los fósforos.
– Tú tampoco tendrás que aporrear más ropa -dijo, un poco desconcertado. Ana le dio fuego. Miró la llama hasta que el fósforo se extinguió, y tiró la ceniza. Estirado en la cama, Dámaso siguió hablando.
– ¿Sabes de qué hacen las bolas de billar?
Ana no respondió.
– De colmillos de elefantes -prosiguió él-. Son tan difíciles de encontrar que se necesita un mes para que vengan. ¿Te das cuenta?
– Duérmete -lo interrumpió Ana-. Tengo que levantarme a las cinco.
Dámaso había vuelto a su estado natural. Pasaba la mañana en la cama, fumando, y después de la siesta empezaba a arreglarse para salir. Por la noche escuchaba en el salón de billar la transmisión radial del campeonato de béisbol. Tenía la virtud de olvidar sus proyectos con tanto entusiasmo como necesitaba para concebirlos.
– ¿Tienes plata? -preguntó el sábado a su mujer.
– Once pesos -respondió ella. Y agregó suavemente-: Es la plata del cuarto.
– Te propongo un negocio.
– ¿Qué?
– Préstamelos.
– Hay que pagar el cuarto.
– Se paga después.
Ana sacudió la cabeza. Dámaso la agarró por la muñeca y le impidió que se levantara de la mesa, donde acababan de desayunar.
– Es por pocos días -dijo acariciándole el brazo con una ternura distraída-. Cuando venda las bolas tendremos plata para todo.
Ana no cedió. Esa noche, en el cine, Dámaso no le quitó la mano del hombro ni siquiera cuando conversó con sus amigos en el intermedio. Vieron la película a retazos. Al final, Dámaso estaba impaciente.
– Entonces tendré que robarme la plata -dijo.
Ana se encogió de hombros.
– Le daré un garrotazo al primero que encuentre -dijo Dámaso empujándola por entre la multitud que abandonaba el cine-. Así me llevarán a la cárcel por asesino.
Ana sonrió en su interior. Pero continuó inflexible. A la mañana siguiente, después de una noche tormentosa, Dámaso se vistió con una urgencia ostensible y amenazante. Pasó junto a su mujer, gruñendo:
– No vuelvo más nunca.
Ana no pudo reprimir un ligero temblor.
– Feliz viaje -gritó.
Después del portazo empezó para Dámaso un domingo vacío e interminable. La vistosa cacharrería del mercado público y las mujeres vestidas de colores brillantes que salían con sus niños de la misa de ocho, ponían toques alegres en la plaza, pero el aire empezaba a endurecerse de calor.
Pasó el día en el salón de billar. Un grupo de hombres jugó a las cartas en la mañana y antes del almuerzo hubo una afluencia momentánea. Pero era evidente que el establecimiento había perdido su atractivo. Sólo al anochecer, cuando empezaba la transmisión del béisbol, recobraba un poco de su antigua animación.
Después de que cerraron el salón, Dámaso se encontró sin rumbo en una plaza que parecía desangrarse. Descendió por la calle paralela al puerto, siguiendo el rastro de una música alegre y remota. Al final de la calle había una sala de baile enorme y escueta, adornada con guirnaldas de papel descolorido y al fondo de la sala una banda de músicos sobre una tarima de madera. Adentro flotaba un sofocante olor a carmín de labios.
Dámaso se instaló en el mostrador. Cuando terminó la pieza, el muchacho que tocaba los platillos en la banda recogió monedas entre los hombres que habían bailado. Una muchacha abandonó su pareja en el centro del salón y se acercó a Dámaso.
– Qué hubo, Jorge Negrete.
Dámaso la sentó a su lado. El cantinero, empolvado y con un clavel en la oreja, preguntó en falsete:
– ¿Qué toman?
La muchacha se dirigió a Dámaso.
– ¿Qué tomamos?
– Nada.
– Es por cuenta mía.
– No es eso -dijo Dámaso-. Tengo hambre.
– Lástima -suspiró el cantinero-. Con esos ojos.
Pasaron al comedor en el fondo de la sala. Por la forma del cuerpo la muchacha parecía excesivamente joven, pero la costra de polvo y colorete y el barniz de los labios impedían conocer su verdadera edad. Después de comer, Dámaso la siguió al cuarto, al fondo de un patio oscuro donde se sentía la respiración de los animales dormidos. La cama estaba ocupada por un niño de pocos meses envuelto en trapos de colores. La muchacha puso los trapos en una caja de madera, acostó al niño dentro, y luego puso la caja en el suelo.
– Se lo van a comer los ratones -dijo Dámaso.
– No se lo comen -dijo ella.
Se cambió el traje rojo por otro más descotado con grandes flores amarillas.
– ¿Quién es el papá? -preguntó Dámaso.
– No tengo la menor idea -dijo ella. Y después, desde la puerta-: Vuelvo en seguida.
La oyó cerrar el candado. Fumó varios cigarrillos, tendido boca arriba y con la ropa puesta. El lienzo de la cama vibraba al compás del bambo. No supo en qué momento se durmió. Al despertar, el cuarto parecía más grande en el vacío de la música.
La muchacha se estaba desvistiendo frente a la cama.
– ¿Qué hora es?
– Como las cuatro -dijo ella-. ¿No ha llorado el niño?
– Creo que no -dijo Dámaso.
La muchacha se acostó muy cerca de él, escrutándolo con los ojos ligeramente desviados mientras le desabotonaba la camisa. Dámaso comprendió que ella había estado bebiendo en serio. Trató de apagar la lámpara.
– Déjala así -dijo ella-. Me encanta mirarte los ojos.
El cuarto se llenó de ruidos rurales desde el amanecer. El niño lloró. La muchacha lo llevó a la cama y le dio de mamar, cantando entre dientes una canción de tres notas, hasta que todos se durmieron. Dámaso no se dio cuenta de que la muchacha despertó hacia las siete, salió del cuarto y regresó sin el niño.
– Todo el mundo se va para el puerto -dijo.
Dámaso tuvo la sensación de no haber dormido más de una hora en toda la noche.
– ¿A qué?
– A ver al negro que se robó las bolas -dijo ella-. Hoy se lo llevan.
Dámaso encendió un cigarrillo.
– Pobre hombre -suspiró la muchacha.
– Pobre por qué -dijo Dámaso-. Nadie lo obligó a ser ratero.
La muchacha pensó un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en voz muy baja:
– No fue él.
– Quién dijo.
– Yo lo sé -dijo ella-. La noche que se metieron en el salón de billar el negro estaba con Gloria, y pasó todo el día siguiente en su cuarto hasta por la noche. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.
– Gloria se lo puede decir a la policía.
– El negro se lo dijo -dijo ella-. El alcalde vino donde Gloria, volteó el cuarto al derecho y al revés, y dijo que la iba a llevar a la cárcel por cómplice. Al fin se arregló por veinte pesos.
Dámaso se levantó antes de las ocho.
– Quédate -le dijo la muchacha-. Voy a matar una gallina para el almuerzo.
Dámaso sacudió la peinilla en la palma de la mano antes de guardársela en el bolsillo posterior del pantalón.
– No puedo -dijo, atrayendo a la muchacha por las muñecas. Ella se había lavado la cara, y era en verdad muy joven, con unos ojos grandes y negros que le daban un aire desamparado. Lo abrazó por la cintura.
– Quédate -insistió.
– ¿Para siempre?
Ella se ruborizó ligeramente, y lo separó.
– Embustero -dijo.
Ana se sentía agotada aquella mañana. Pero se contagió de la excitación del pueblo. Recogió más a prisa que de costumbre la ropa para lavar esa semana, y se fue al puerto a presenciar el embarque del negro. Una multitud impaciente esperaba frente a las lanchas listas para zarpar. Allí estaba Dámaso.
Ana lo hurgó con los índices por los riñones.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Dámaso dando un salto.
– Vine a despedirte -dijo Ana.
Dámaso golpeó con los nudillos un poste del alumbrado público.
– Maldita sea -dijo.
Después de encender el cigarrillo arrojó al río la cajetilla vacía. Ana sacó otra del corpiño y se la metió en el bolsillo de la camisa. Dámaso sonrió por primera vez.
– Eres burra -dijo.
– Ja, ja -hizo Ana.
Poco después embarcaron al negro. Lo llevaron por el medio de la plaza, las muñecas amarradas a la espalda con una soga tirada por un agente de la policía. Otros dos agentes armados de fusiles caminaban a su lado. Estaba sin camisa, el labio inferior partido y una ceja hinchada, como un boxeador. Esquivaba las miradas de la multitud con una dignidad pasiva. En la puerta del salón de billar, donde se había concentrado la mayor cantidad de público para participar de los dos extremos del espectáculo, el propietario lo vio pasar moviendo la cabeza. El resto de la gente lo observó con una especie de fervor.
La lancha zarpó en seguida. El negro iba en el techo, amarrado de pies y manos a un tambor de petróleo. Cuando la lancha dio la vuelta en la mitad del río y pitó por última vez, la espalda del negro lanzó un destello.
– Pobre hombre -murmuró Ana.
– Criminales -dijo alguien cerca de ella-. Un ser humano no puede aguantar tanto sol.
Dámaso localizó la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empezó a moverse hacia la plaza.
– Hablas mucho -susurró al oído de Ana-. Lo único que falta es que te pongas a gritar el cuento.
Ella lo acompañó hasta la puerta del billar.
– Por lo menos anda a cambiarte -le dijo al abandonarlo-. Pareces un pordiosero.
La novedad había llevado al salón una clientela alborotada. Tratando de atender a todos, don Roque servía a varias mesas al mismo tiempo. Dámaso esperó a que pasara junto a él.
– ¿Quiere que lo ayude?
Don Roque le puso enfrente media docena de botellas de cerveza con los vasos embocados en el cuello.
– Gracias, hijo.
Dámaso llevó las botellas a la mesa. Tomó varios pedidos, y siguió trayendo y llevando botellas, hasta que la clientela se fue a almorzar. Por la madrugada, cuando volvió al cuarto, Ana comprendió que había estado bebiendo. Le cogió la mano y se la puso en el vientre de ella.
– Tienta aquí -le dijo-. ¿No sientes?
Dámaso no dio ninguna muestra de entusiasmo.
– Ya está vivo -dijo Ana-. Se pasa la noche dándome pataditas por dentro.
Pero él no reaccionó. Concentrado en sí mismo, salió al día siguiente muy temprano y no volvió hasta la medianoche. Así transcurrió la semana. En los escasos momentos que pasaba en la casa, fumando acostado, esquivaba la conversación. Ana extremó su solicitud. En cierta ocasión, al principio de su vida en común, él se había comportado de igual modo, y entonces ella no lo conocía tanto como para no intervenir. Acaballado sobre ella en la cama, Dámaso la había golpeado hasta hacerla sangrar.
Esta vez esperó. Por la noche ponía junto a la lámpara una cajetilla de cigarrillos, sabiendo que él era capaz de soportar el hambre y la sed, pero no la necesidad de fumar. Por fin, a mediados de julio, Dámaso regresó al cuarto al atardecer. Ana se inquietó, pensando que él debía estar muy aturdido cuando venía a buscarla a esa hora. Comieron sin hablar. Pero antes de acostarse, Dámaso estaba ofuscado y blando, y dijo espontáneamente:
– Me quiero ir.
– ¿Para dónde?
– Para cualquier parte.
Ana examinó el cuarto. Las carátulas de revistas que ella misma había recortado y pegado en las paredes hasta empapelarlas por completo con litografías de actores de cine, estaban gastadas y sin color. Había perdido la cuenta de los hombres que paulatinamente, de tanto mirarlos desde la cama, se habían ido llevando esos colores.