Muertes de perro - Ayala Francisco


Introducción

I. «Muertes de perro»: selva de enigmas

De cuantas obras de ficción ha escrito Francisco Ayala (Granada, 1906), ésta es la que ha suscitado el mayor número de comentarios. Podría atribuirse tal curiosidad por la novela a la universalidad de los problemas histórico-sociales ahí ficcionalizados y a la veracidad de la narración. Pues si en cada línea surge la tentación de identificar a sus personajes con individuos reales que han hecho la historia de nuestro tiempo, tales correspondencias apuntan, a la vez, a verdades permanentes de la condición humana. Por eso abundan interpretaciones de la novela que acentúan la impresión de inmediatez como si se tratara de un reportaje periodístico, a la vez que tampoco escasean lecturas dedicadas a ofrecer una comprensión del valor universal del libro. Reconozcamos Muertes de perro, por lo pronto, como una selva de enigmas, ambientada en el trópico caribeño y perteneciente a la especie de bosque en el sentido orteguiano de una estructura profunda, que exige la interpretación conceptual sin eludir la impresión inmediata, concreta (Ortega I, 337). El enfoque «impresionista» no deja ver el bosque por causa de los árboles, mientras que la aproximación «universalista», al revés, hace borrosos los árboles para iluminar el bosque en su conjunto. Examinemos ejemplos notables de las dos propensiones extremas, antes de intentar la síntesis para una hermenéutica más amplia y honda de la novela. Al integrar lo universal con lo concreto en la obra, honraremos la memoria de la llorada ayalista Monique Joly, que acertó a ver aquí un aparente «caos» de sensaciones que, no obstante, posee en su dimensión de profundidad una estructura muy elaborada (415).

a) Lecturas en que las palmeras no dejan ver la selva

De todas las impresiones, vale decir, las sensaciones concretas, que comunica la obra, ningunas más palmarias que las políticas. Por eso, cuando apareció Muertes de perro por primera vez (Sudamericana, 1958), la crítica lo aclamó como una gran sátira novelística de la dictadura hispanoamericana en la línea del Tirano Banderas de Valle-Inclán y El se ñor Presidente de Miguel Ángel Asturias (Ayala, Ensayos, 580-581). En su secuela El fondo del vaso (1962), el novelista, como nota R. Hiriart, ha incorporado al texto «citas de críticos que ocupándose de la obra insistieron sobre su carácter político». Hiriart (Recursos, 62-63) ha identificado a las articulistas americanas Rosa Arciniega y Nilita Vientos Gastón como las autoras de las recensiones en cuestión, salidas respectivamente en Prensa Libre (1958) y en El Mundo de Puerto Rico (1959), y que subrayaban el ambiente de agresiones en que se despliega la novela, con su «bárbaro clima de asonada revolucionaria, con su secuela de crímenes, de violencias, de sobresaltos, de terrores», o bien con una «sociedad sumergida en una lucha denigrante entre amos y seres dominados por el terror y la crueldad». Al citar de estas recensiones, Ayala ejerció una obra de selección, pues bien habría podido incorporar a su ficción de 1962 títulos o contenidos de reseñas con el mismo efecto, como la de Conrado Nalé Roxlo, «La novela de una tiranía: Muertes de perro » (1959), recensión publicada en Buenos Aires, o la de Arturo Torres Rioseco, «La dictadura, tema novelesco», nota de 1959. Y podríamos prolongar la lista.

Continúa hasta hoy la inclinación crítica a leer la novela desde la óptica concreta, que en el caso extremo puntualiza nombres y fechas de personas y eventos a que supuestamente alude la acción de Muertes de perro (cfr. Mainer, xxvii). En sus memorias tituladas Recuerdos y olvidos (II, 179), cuenta Ayala que redactó la novela mientras vivía en los Estados Unidos, ocupando cátedras de Literatura Española (Ellis, 20). Por tanto, no presenciaba la realidad histórica que iba pasando a su ficción. Su obra presenta «una dictadura en una imaginaria república centroamericana», compuesta de elementos procedentes de «diferentes sitios y circunstancias», sin referirse a «realidad ninguna en particular». Pero a menudo sus lectores han pedido al novelista la confirmación de identificaciones de supuestos modelos hechas por ellos. Un periodista nicaragüense, cuenta Ayala, le dijo alguna vez: «Pero ¡qué bien que conoce usted mi país! Yo puedo ponerle su nombre real, sin equivocación, a cada uno de los personajes de su novela», quedando defraudado al saber por labios de Ayala que él nunca había visitado Nicaragua. Mas las circunstancias han variado desde entonces, dando paso a la visión de la novela como un ejercicio de polisemia, que exige la colaboración creativa del lector. ¿Cómo, pues, negarle el derecho a hacer identificaciones parciales de episodios ficticios con incidentes efectivos? No sólo deparan esas analogías un goce estético legítimo desde Aristóteles, que aplaudía la verdad histórica, sino que también corroboran el origen inductivo de la novela, fruto de hechos históricamente ciertos, estilizados después e integrados entre sí. Ayala, políticamente liberal desde siempre, ha observado de primera mano no pocas dictaduras: de 1923 a 1929, vivió bajo la de Miguel Primo de Rivera; de 1929 a 1930, vio surgir el nazismo mientras hacía estudios en Alemania; en 1939 se exilió de España con la llegada del franquismo; se instaló entonces en la Argentina, donde se produjo el ascenso de Perón al poder en 1946 (Mainer, xv); hastiado del peronismo pasó a Puerto Rico en 1950; tenía cerca al dictador Rafael Trujillo en la República Dominicana, y al golpista militar Fulgencio Batista en Cuba (Mainer, xxvii); y regresó en visitas frecuentes a la España de Franco a partir de 1960 (cfr. Richmond, Usurpadores, 16-18). Disponiendo, en fin, de una rica gama de experiencias directas, Ayala narra el asesinato de un ficticio dictador americano por su secretario particular, y plantea la problemática de los motivos en juego. Gocemos, pues, como lectores, del deporte de identificar ficciones con hechos, pero sepamos saltar al mismo tiempo desde esas identificaciones, sin perderlas de vista, a interpretaciones más generales de Muertes de perro.

b) Lecturas en que la selva no deja ver las palmeras

Ayala mismo, en opiniones publicadas sobre su obra, anima a hacer de ella, a la vez, una lectura universal. En el ensayo «El fondo sociológico en mis novelas», considera obviedad atribuir su tema a la dictadura hispanoamericana. Ayala presta su ayuda de sociólogo profesional a los críticos literarios. Propone la interpretación de la obra como una exposición de cómo decae y se desmorona «un orden social de tipo patriarcalista agrario (o "feudal", si así se prefiere)», mediante una «crisis» que se manifiesta «desde el triunfo de la revolución que entronizó al presidente Bocanegra hasta la anarquía subsiguiente a su asesinato» (Ensayos, 575). Estas indicaciones permitirían ver a cada personaje como un representante de su respectiva clase social actuando según patrones de comportamiento peculiares a su grupo. Desde la perspectiva sociológica, Ayala nos ofrece un microcosmos donde interaccionan aristocracia terrateniente, clase media incipiente, élites intelectuales y las multitudes del pueblo. «Las tensiones de clase entre los distintos grupos», comenta Ayala, «se encuentran interiorizadas en los individuos, y se revelan, inconscientemente muchas veces, en su conducta y en sus palabras» (577).

Orientados por el sociólogo Ayala, pues, no pocos críticos han optado por ver Muertes de perro como una alegoría de determinadas condiciones descritas en sus ensayos sobre temas sociales. Así, pues, Th. Mermall (81-82), ha preferido examinar la novela como una representación icónica, simbólica, de las configuraciones del poder bajo las condiciones de la crisis histórica contemporánea. En tal situación, según la sociología de Ayala, las mutaciones históricas deshumanizan, animalizan, al ser humano. Esta interpretación de la novela nos parece indisputable, y puede servir de punto de partida para toda futura exégesis de la novela. Si los personajes principales -el dictador Antón Bocanegra, su esposa Doña Concha, su secretario Tadeo Requena, los terratenientes Rosales- mueren como perros, es porque, con anterioridad a sus muertes, la historia patria, presa del paso vertiginoso impuesto por la crisis mundial, ha privado a los asesinos y a los asesinados de un proyecto vital necesario para humanizarlos. Es más: Bocanegra, según Elisabeth Kollatz, parece encarnar una pauta histórica, en cuanto tipifica a los dictadores quienes, como Hitler, Franco y Perón, por los años 30, 40 y 50, concentraron todo el poder nacional en sus propias manos sirviéndose de la táctica de elevar a su servicio a los individuos más oscuros (110-111). Con todo, tales sistemas totalitarios parecen condenados al fracaso por contar para su subsistencia con un sistema político anticuado, el Estado nacional, rémora pasajera, a juicio del sociólogo Ayala, que retrasa la fundación de las estructuras supranacionales. Por ello, cabe leer la novela como sátira del Estado nacional contemporáneo -personificado por Bocanegra- quien encumbra con excesiva prisa a su hijo ilegítimo, el hombre-masa -simbolizado por Tadeo Requena- a un nivel social inadecuado a sus capacidades. Con la consecuencia de que este hombre multitudinario sucumbe a las pasiones irracionales -encarnadas por Doña Concha- que rigen en la cumbre y que contribuyen a la caída de todos. Así la interpretación alegórica que de la novela hemos hecho nosotros en 1977. Pero quien ha superado a todos los críticos en universalidad exegética ha sido Rosario Hiriart, que al rechazar la etiqueta de Muertes de perro como una «novela americana», se ha basado en algunas declaraciones de Ayala para escribir: «El tema de la novelística de nuestro autor es el hombre, el hombre inmerso en el mundo, en los problemas de nuestro tiempo, el hombre captado "en la operación misma de la vida"» (Recursos, 67).

c) Intento de integración: «Muertes de perro» como búsqueda de un sentido vital en la crisis

Pese a la verdad de este aserto, no nos define la novela que analizamos. Precisemos lo que entiende Ayala por el ser humano en el mundo como tema novelístico en general y como tema de Muertes de perro en particular. Bien nos advierte Hiriart (Recursos, 71) que el humano novelado en el proceso de vivir sitúa a Ayala, por propia confesión, en una «actitud cervantina ante el mundo» (P áginas mejores, 10). De Cervantes ha escrito Ayala (13) que «se propone salvar al hombre en su actualidad y en su integridad, al hombre en el mundo». De donde se desprende, y así ha deducido Ricardo Senabre Sempere (392), que el cervantinismo reviste en Ayala una dimensión metafísica-existencial aprendida en su maestro Ortega y Gasset. Éste, en sus Meditaciones del Quijote (I, 351), ha definido el «sentido» de una cosa como «la forma suprema de su coexistencia con las demás, en su dimensión de profundidad» (I, 351), y no conoce libro más profundo que el Quijote en narrar la vida de su protagonista (359), con lo cual «toda novela lleva, dentro, como una íntima filigrana, el Quijote » (I, 398). Para el Cervantes de Ortega y para Ayala, novelar consiste en narrar la búsqueda por los personajes del sentido de la vida. Parten uno y otro novelista del sentimiento de desorientación, de verse perdido en una selva enmarañada. La sensación de perdimiento se comunica mediante una radical polisemia, una plurivalencia de posibles sentidos atribuidos a cada giro de la novela. Leer deviene el proceso de buscar la significación de lo narrado, y este proceso corre paralelo con el del protagonista en su búsqueda del sentido de lo vivido.

Una y otra búsqueda transcurren en el tiempo. Apenas puede concebir Ayala otro método para representar la transcurrencia que como una «sucesión temporal de episodios», es decir, en forma lineal. Así, pues, «Don Quijote, la archinovela, no consiste en otra cosa sino en la serie de sus aventuras, a través de las cuales […] se nos revela el héroe». Sin embargo, Ayala deja abierto un margen de otras posibilidades narrativas para representar el tiempo. Dice, a continuación, que «la vida humana, al desplegarse, asume con espontaneidad y casi con forzosidad esa obvia estructura [sucesiva], induciendo hacia la línea del relato» (Ensayos, 831, con énfasis nuestro). Luego fuera de la «forzosidad» existe la capacidad del novelista para reordenar a su modo la secuencia cronológica. El personaje vive su tiempo vital en una línea recta, en una sucesión de vivencias, pero sin imponer ese orden a la narración. Si, pues, para Ayala el tratamiento del tiempo en la novela permite una definición de la obra, podemos definir toda novela como el modo, empleado por su autor, de presentar el tiempo vivido en l ínea recta por el protagonista. Por ello, Muertes de perro equivaldría a la estructura de episodios que, tomados en conjunto, constituyen el decurso vital de su figura principal, Tadeo Requena. Si pudiéramos captar una fórmula que expresase el tiempo vivido de Tadeo, poseeríamos la esencia de la obra. Tadeo cobra plena conciencia de su sucesión vital en un pasaje de sus memorias citado por extenso en el capítulo X. Aquí no parece suceder nada, pero este momento aparentemente trivial va descrito en un párrafo que, a juicio del narrador Pinedo, «hará meditar a quienes conozcan la terminación de esta historia» -es decir, el desenlace del tiranicidio perpetrado por Tadeo y por doña Concha. Describe Tadeo una velada solitaria con la pareja soberana frente a frente, estando el testigo joven en el fondo. Mientras Bocanegra descansa, «adormilado y embrutecido» con su aguardiente a mano, su mujer «hila, urde y maquina sin cansancio», viva imagen de la Parca y parodia inversa de la fiel Penélope, que trama con su amante Tadeo la muerte del marido. Se le ocurre al secretario esta pregunta irónica: «¿Quién sostiene ahora el edificio del orden público, quién defiende el santuario del poder?» Entonces entra en la prosa de Tadeo una reminiscencia lejana y secular de Noche serena, de Fray Luis de León: «El hombre está entregado / al sueño, de su suerte no cuidando; / y con paso callado / el cielo, vueltas dando, / las horas de vivir le va hurtando» (99-100). Así el texto de Tadeo: «Afuera, la ciudad, el país, yace sumido en el sueño. Todo está a oscuras alrededor, todo en silencio, y apenas se oye en la antesala algún crujido, la marcha del reloj royendo el tiempo». El paso del tiempo cósmico, medido por el reloj, merma el tiempo humano, cuya medida es la capacidad concreta del individuo para nuevos proyectos. El ser humano va deshumanizándose. Su existencia consiste en ir a contrapelo de esta paulatina incapacitación, buscándole sentido. Muertes de perro puede definirse tal vez como la novelación de la progresiva despotenciación de la vida humana en general, y de un mundo en crisis en particular. El objeto de la introducción presente consiste en demostrarlo.

Tras un breve examen de la vida y obra de Francisco Ayala como buscador de sentido en la existencia, vamos a notar el intento de detener e invertir la erosión de ese sentido en seis elementos principales de Muertes de perro, empezando por el más universal y pasando a los más particulares en una progresión deductiva: [a] el título de a novela, [b] su perspectivismo, [g] su estructura, [d] su carácter «híbrido», [e] la visión de la historia que la obra supone, y [z] la reaparición en El fondo del vaso de todas las posiciones aquí esbozadas. Hemos de apuntar que las «muertes de perro» narradas aquí implican, en cierto sentido, unas «resurrecciones» ajenas; que la pluralidad de puntos de vista tantas veces advertida por la crítica, simultanea triunfos y derrotas; que la historia, o el intento de dar razón de los eventos, sucumbe ante la vivencia de su azarosidad; que en esta novela lo mismo que en la picaresca, los valores sociales elogiados por sagrados llevan consigo en la práctica una carga de vileza; y que el fin de la obra queda abierto para que sus componentes recurran en su secuela. Con todo, por paradójico que nos parezca, nuestra lectura de este envilecimiento general resulta catártica y hasta edificante. ¿Cómo es posible entrar en una selva donde ladran tantos perros y salir de ella mejor orientados? Veámoslo.

II. Francisco Ayala: un sediento de sentido en la vida

Desde su adolescencia, Francisco Ayala ha mostrado un afán de buscar un sentido en la vida, un principio que imparta su verdad a la misma y la organice. Lector insaciable, pudo haber aprendido esa preocupación en autores que habían de afectar a su producción literaria -por ejemplo, Leopoldo Alas Clar ín, con sus protagonistas Ana Ozores y Bonifacio Reyes, quienes, sintiéndose huérfanos en su familia o exiliados en su patria (150), anhelan algo que les llene la vida (559); Miguel de Unamuno, admirador de Clar ín, y cuyo Augusto Pérez se ve a sí mismo como «expósito» (II, 573) que vaga por la existencia como en una «selva enmarañada» (577) en busca de «finalidad» (562)-; o Pío Baroja, cuyo Andrés Hurtado quiere encontrar «una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo» (65). Pero la perentoriedad de esa preocupación por el sentido vital puede haberle llegado a través de Ortega y Gasset, en cuya Revista de Occidente colaboraba a menudo a sus veinte años mientras estudiaba Filosofía y Letras y cursaba Derecho en la Universidad Central de Madrid (Pulado Tirado, 215). Así, pues, en 1924, frente al agnosticismo positivista y decimonónico, preguntaba Ortega: «¿Cómo se puede vivir sordo a las postreras, dramáticas preguntas? ¿De dónde viene el mundo, a dónde va? ¿Cuál es la potencia definitiva del cosmos? ¿Cu ál el sentido esencial de la vida? No podemos alentar confinados en una zona de temas intermedios, secundarios. Necesitamos una perspectiva íntegra, con primero y último plano, no un paisaje mutilado […]. Sin puntos cardinales, nuestros pasos carecerían de orientación» (II, 608, la cursiva es nuestra).

La exploración de la pregunta por el sentido de la vida se refleja en las dos grandes vertientes que presentan los escritos de Ayala, su interpretación de la historia inmediata que ha ido viviendo, por un lado, y su obra estrictamente artística, por otro («Autorreflexiones», 61). La constancia de esta preocupación se deja ver en las tres épocas en que cabe dividir su creación literaria: la neorrealista, la vanguardista, la rehumanizada. La novela inicial, Tragicomedia de un hombre sin esp íritu (1925), enfoca las memorias de un misántropo, el jorobado Miguel Castillejo, resentido como lo será el paralítico narrador Pinedo de Muertes de perro al abrir las memorias de Tadeo Requena. A punto de cometer el homicidio para vengarse de una burla, Miguel recuerda de repente toda su vida anterior a partir de la infancia. Luego se interroga por el sentido de su vida: «Fue como si despertara de un prolongado sueño. Se preguntó: "¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué he venido?" "¿Yo he venido a matar, a asesinar a una mujer? ¿Yo?"» (142). Al final de la novela, un fraile determinado a colgar los hábitos invita a Miguel a acompañarle al exilio del mundo para que ambos puedan odiar al prójimo desde lejos (161). Tal, en resumen, es la inspirada solución al problema vital de la misantropía, pues inventa una fraternidad del odio.

Cuando el principio de la existencia, el sentido de la vida, consiste en permanecer siempre joven, puede resultar un relato como «Erika ante el invierno» (Revista de Occidente, 1930), última obra del Ayala vanguardista. El autor «deshumaniza» en el sentido orteguiano el antiguo tópico del carpe diem, del imperativo de aprovechar la juventud antes de que llegue el invierno, o la pérdida de la misma. Bien conoce Ayala las variaciones que el tema ha generado en España. Por ejemplo, como advierte el soneto XXIII de Garcilaso («En tanto que de rosa y azucena»), «Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. / Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre» (Rivers, 37-8). Además, el soneto CLXVI de Góngora («Mientras por competir con tu cabello») termina así: «Goza cuello, cabello, labio y frente, / antes que lo que fue en tu edad dorada / oro, lilio, clavel, cristal luciente, / no sólo en plata o viola troncada / se vuelve, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» (163). Erika lleva consigo la marca de su destino: tiene el «pelo casi albino» (441), blanco de antemano como «invernal centeno» (446). Pero a Ayala, a la sazón estudiante en Alemania (Ellis, 15), le interesaba la distancia estética, la evitación de lo patético aún al tratar temas «profundos» como la maduración y la muerte. Se limitaba a novelar sentimientos estéticos, sirviéndose de metáforas atrevidas. Omitió el patético paso de su protagonista alemana Erika de la flor de su vida a la vejez. Sólo pasa de la niñez a la adolescencia. «Porque», según el narrador, «si la vida es pesada, no es, sin embargo, demasiado pesada» (329). Erika, leve criatura, sólo tiene el anhelo de «una imprecisa, primitiva dicha, perdida, cuyo recuerdo era preciso transformar en esperanza de mejor futuro, como el del Paraíso, en la Biblia» (330).

La búsqueda del Paraíso perdido se despliega en cinco breves capitulillos. En el primero, el narrador refiere la pérdida de entusiasmo de la protagonista por su bicicleta, hecha ya una posesión de «otros tiempos». Aún su compañero de juegos Hermann se había hecho otro, comprando sombrero hongo y motocicleta. En el segundo capitulillo, Erika intenta resucitar la dicha pasada, citándose en un autobús con un joven que le recuerda a Hermann; pero el intento fracasa cuando, en el lugar convenido, Erika se deja distraer por la música y por otro joven. Las partes tercera y cuarta presentan la figura del niño Friaul, hijo del carnicero, y cuyo sino quizá trágico -un trozo del periódico sólo se lo revela a medias a Erika- infunde a ésta dudas sobre la intervención de Dios en el mundo, esto es, acerca del sentido de la existencia. Aquí se ve por primera vez en la ficción de Ayala, aunque sólo a modo de rasgo enigmático, cual los trozos de periódico de los collages cubistas, el recurso estético del documento misterioso, cuya interpretación influirá en la futura captación por su protagonista de la significación del vivir. En la quinta y última división de la obra, Dios sigue manteniéndose «taciturno como nunca»; esconde su «secreto angustioso», tal vez del sinsentido de la vida. Erika, si interpretamos bien las metáforas con que se narra el desenlace, perece víctima de un accidente de esquí. Insinúase un eco del soneto de Góngora, ya citado: sus compañeros le desabrochan a Erika el traje para «frotarle la carne de violetas magulladas», a todas luces procedentes del jardín de la «viola troncada» gongorina. Y sólo ven «jazmines rotos», o la conversión de la flor en polvo. Erika los mira con ojos vacíos, «fríos soles sin sol». Dios quiera no tomar nota del mundo (338).

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