La voluntad tarada
De allí que Balder oscilara entre los excesos más opuestos con brevísimos intervalos de tiempo.
Una ansiedad permanente solicitaba en él compañía femenina, que rechazaba casi inmeditamente de obtenerla. Las mujeres le desilusionaban por la esterilidad mental de su existencia. Donde se imaginaba un palacio descubría una choza.
De cada una que se acercaba, pensaba impaciente:
– Es ésta. -Luego reconocía que se había equivocado. La presentida era como las otras, y se apartaba de ellas con agrios modales de defraudado.
Lo acosaba una incomodidad permanente, cierto furor lento que inopinadamente estallaba en una avalancha de groserías inconcebibles.
MERGEFIELD Día tras día, esperaba algo nuevo. Traté con toda clase de mujeres, incluso fui transitorio amante de prostitutas, pero después de la explosión de su hastío, repleto de malevolencia, se apartaba de esas desdichadas, lívido de rencor, como si ellas fueran responsables de la existencia de ese infierno en el que se consumía sin posibilidad de salvarse.
Al aparecer Irene, su corazón dio un salto tremendo. Creyó identificarla. Era MERGEFIELD ella, más cuando la jovencita escapó a su voluntad, él se sumergió casi con naturalidad en la monotonía de su vida gris.
Pasaban meses sin que la imagen de la colegiada tocara la sensibilidad de Balder, luego un incidente la despertaba flamante, tal cual la conociera en el primer minuto que ella lo contempló absorta.
Reconstruía con alegría el espectáculo de un encuentro inesperado. Conversarían interminablemente, le narraría la odisea de su inercia. Irene le perdonaría sus ficciones, admitiría realmente que él era un hombre que no mentía nunca. Estanislao, a su vez, le confiaría que no se reprochaba las falsedades injertadas en su primera y segunda carta, ya que eran para mayor gloria de ese amor que envasaba.
Cierto es que nadie miente sin un objeto, mas es auténtico que Balder jamás mentía, ni para defender intereses estimables.
La única mujer engañada de continuo, respecto a su situación, fue Irene. Más que engaño, ello constituyó una pérdida de memoria en cierto modo, tan densa y circunstancial, como en otra dirección había sido permanente el olvido de la causa que aquella tarde lo arrastrara preocupadísimo hasta el andén número uno de la estación Retiro.
Aunque Balder tenía por hábito analizar cuanto suceso se ponía al alcance de su inteligencia, en el caso de Irene una pasividad tortuosa, escondida, lo apartaba de inquirir qué causas lo inhibían para acercarse a ella. Procedía como si le MERGEFIELD conviniera no investigar nada.
Estas inhibiciones de voluntad no le pasaban desapercibidas. Comprendía que su actitud, dado el interés que le inspiraba la jovencita, no era normal. Como si su mente careciera de fortaleza para fijarse y ahondar los motivos de tales anomalías, asumía procederes de criatura caprichosa. Se negaba a darse explicaciones a sí mismo, de un hecho que habría de asombrar a los demás, de conocerlo.
Si insistimos en la pereza de Balder es porque el cronista admira el oscuro mecanismo de lo que cree se puede designar MERGEFIELD presentimiento. Pero no nos anticipemos.
Objetivamente, la conducta de Estanislao era más absurda que la de cualquiera que necesitando imperiosamente una riqueza se niega a obtenerla en el momento que está al alcance de sus manos.
Semejantes algunas de voluntad y de lógica, revelan a veces el funcionamiento preventivo de lo subconsciente, cuyos ojos invisibles han discernido la Verdad. Y sin embargo, de primera impresión, nos sentimos inclinados a clasificar al individuo como un demente y si extremamos indulgencia, como un desequilibrado.
No es posible catalogarlo de otra manera, de acuerdo a los cánones de psicología experimental.
Lo que trato de demostrar, es que la psicología experimental se equivoca.
Existen en el hombre o en su alma, quizás en el fondo de sus ojos, sentidos con un tal poder de discernimiento, que frente a ellos, la lógica corriente, la psicología de laboratorio, es más primitiva y grosera que el juego de un principiante de quinta categoría de ajedrez comparado con el efectuado en el tablero por un Alekine o un Tartakower.
Balder vivía sin estímulos y rechazando obstinadamente aquel que podría nacerle de acercarse a la joven distantísima. No sabía por qué, se le ocurría que Irene se entregaría hasta convulsionarle la vida, si se atrevía a acercarse.
Parejo con tamaña inercia repleta de expectativa, se desarrolló en él una idea fija:
– Algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como si temiera los efectos de lo deseado extraordinario, no sólo que no daba un paso para obtenerlo, sino que hasta lo esquivaba.
Hubo semanas en que se repitió todos los días:
– Sí, algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Por su parte, Balder no trataba de acelerar el advenimiento del suceso extraordinario. Al salir de la oficina se enquistaba en un café pensando que algún día…
Mueve a risa un perezoso divagando de esa manera. Como todos los ineptos, era extraordinariamente pagado de sí mismo. A los que tenían la curiosidad de escucharlo los amenazaba con realizar planes estupendos:
En este país no existían arquitectos. ¡Oh!, ya lo verían, cuando entrara en acción. Su proyecto consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo. Los ingenieros de Buenos Aires eran unos bestias. Él estaba de acuerdo con Wright.
Había que substituir las murallas de los altos edificios por finos muros de cobre, aluminio o cristal. Y entonces, en vez de calcular estructuras de acero para cargas de cinco mil toneladas, pesadas, babilónicas, perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino, espiritual, no cartaginés, como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin personalidad.
Sus compañeros se reían. ¿Cómo resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo a los estudios de la óptica moderna, colorarían los cristales, de manera que los edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática del arco iris, las carcajadas menudeaban de tal manera, que indignado se apartaba de ellos. Serían siempre los mismos rutinarios, útiles para cargar con un teodolito y mensurar campos donde habrían de pastorear con el resto de ganado. Carecían de imaginación, esterilizados por las matemáticas, únicamente aspiraban a ganar dinero, u ocupar un cargo donde las actividades burocráticas substituyeran la iniciativa técnica.
Se refugiaba en su idea fija:
– Algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como este pensamiento lo repetía varias veces al día, se convirtió en una idea fija que indirectamente excusaba su no acción.
¿En qué consistía lo extraordinario para Balder? Dejar de ser lo que era. Para un vendedor de periódicos, extraordinario sería arrojar los diarios en la acera, entrar al Luna Park, subir al ring frente a una multitud de treinta mil personas y ponerlo MERGEFIELD knock out de un MERGEFIELD uppercut a Víctor Peralta en el primer round. Lo extraordinario para Balder era despertar un día por efectos de un choque externo, y encontrarse dueño de una voluntad que le permitiera realizar sueños de vida heroica, sin vacilaciones. Deslumbrar a sus semejantes. Ser dueño de una voluntad de acero.
No es menos ilógico este deseo de un perezoso que la quimera del vendedor de diarios en derrotarlo a Víctor Peralta por MERGEFIELD knock out en el primer round.
Afirmo que para satisfacer sus deseos, le hubiera vendido su alma al diablo.
Contrariamente a lo que se puede suponer no era ni el primero ni el único hombre de esta generación de escépticos deseoso de sellar un pacto con el demonio.
Posiblemente no exista hombre inteligente que en cierta etapa de su vida, no haya deseado que el diablo existiera, para estipular un contrato con él.
Pensamientos semejantes, son sumamente familiares a individuos que, como Estanislao Balder, se repiten dos mil veces al año, que MERGEFIELD algo extraordinario tiene que acontecer en sus vidas.
Claro está, que todos, llegado el fatal momento, si el diablo se presentara, retrocederían espantados. Otros quizá, los más audaces, le propusieran un equívoco trato MERGEFIELD ad referendum, con el innegable propósito de hacerle trampa en el momento de pagar. A este último grupo de jugadores tramposos pertenecía Balder.
Seamos sensatos: Balder no se representaba al demonio de acuerdo a la grotesca escatología católica. No. El demonio constituía para él, la suma de una serie de fuerzas oscuras, indefinibles, que de personalizarse revestirían la figura de un financiero, cierto desalmado de rostro pálido y líneas largas, cuyo busto de atleta, enfundado en un jacket con solapas de raso, aparece recuadrado por una ventana metálica sobre un fondo enyesado de rascacielos superpuestos.
Estas potencias, inteligencia, voluntad, se transmitían al contratante, y Balder no dudaba por un instante de la existencia de dicha fuerza. La dificultad residía en encontrar un secreto (que indudablemente existía) para ponerse en contacto con ella. El hombre es capaz de inventar al diablo, si el diablo no existe.
Otras veces se decía que lo más probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el interior del hombre que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.
Si así acontecía, ¿mediante qué procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno, ponerla en marcha, y recoger los prodigios que debía suscitar?
Estanislao cavilaba trabajosamente sus hipótesis disparatadas. Existía un MERGEFIELD secreto. Los que lo poseían, sonriendo con suficiencia irónica negaban el más allá; otros movían la cabeza como indicando que la moneda con que debía pagarse tal MERGEFIELD secreto era sumamente ardua, y Balder, después de acumular series de conjeturas, se abandonaba a la indolencia, diciéndose confiado:
– De cualquier manera algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Pasaba el tiempo. Apartándolo de sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la inactividad que le imponían sus sentidos incapaces.
Se decía que MERGEFIELD tenía condiciones; lo reveló ante ciertos problemas, pero su apatía era mucho más fuerte que su voluntad de acción.
Los días se deslizaban monótonos y grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa observaba de lejos el camino de otros más fuertes.
Bien hubiera querido realizarse, deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se obtienen con un simple deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el impulso primero que lo había levantado hasta la cresta de las nubes, se acurrucaba en el fondo de esa neblina que velaba sus gestos con una incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo motriz se encuentra lesionado.
Se acostumbró a vivir en las profundidades de la cavilación. Su obra de ayudante en oficinas técnicas no le satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes menesteres. Su destino era realizar creaciones magníficas, edificios monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente de trenes eléctricos. Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de metales duros y cristales policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus delirios eran tanto más magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para realizarlos.
En tanto, el fracaso de su existencia trascendía hasta a lo físico.
Su rostro brillaba de grasitud cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el trasero pesado, la caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos torpes.
A pesar de que no tenía veintisiete años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al caminar arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de frente dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se cantoneaba por inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las orejas, vestía mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas de tinta.
Además echaba vientre.
Tal era su estampa irrisoria de abúlico de café, que con expresión desganada de hombre acabado, deja circular los días entre sus dedos amarillos de nicotina:
– ¡Oh, si se pudiera firmar un contrato con el diablo!
Y lo notable es que hubiera suscripto el pacto con el demonio.
Es de creer por momentos que este hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la desesperación.
Lo salvaba el espíritu, perezoso frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna de carne, el alma de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a los peores infernales más piadosos que los divinos, y en consecuencia apelaba a ellos con devoción rayana en la locura.
Muchas veces, al ir a acostarse, quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba melancólicamente sus pies callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para que lo salvaran de la muerte.
– ¡Oh, tú, demonio, que fuiste fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no tengas piedad de mí? ¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte un contrato. Cierto es que muchos pretenderán hacer la misma operación contigo, ya lo sé, pero ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario que me salve, que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato nosotros las convendríamos después. Lo esencial es que vengas.
Ninguna voz extrahumana respondía a la súplica de Balder, pero él, contra la lógica materialista que nos dice y repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá puede interceder en favor de nuestra penuria, creía que se salvaría.
Alguien, MERGEFIELD un acontencimiento, lo salvaría. ¿De qué modo? No podía preverlo. Pero cualquier día, una mano misteriosa entre los dos horizontes crepusculares de la noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas. Braceando desesperadamente llegaría a la otra orilla del mar sucio donde flotaba en compañía de sus semejantes, encontraría un continente flamante; su envoltura física, torcida y fatigada, se desprendería como la piel de una serpiente, y él surgiría ante los seres humanos, ágil y espléndido, más fuerte que un dios creador.
Se adormecía con ligera sonrisa. A través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la figura de la jovencita. Luego, sobre telones de oscuridad, ángulos de rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo cables de trenes aéreos, un estrépito espantoso se amontonaba en sus oídos, y necesitaba hacer un esfuerzo para no saltar de la cama y gritar en la desolación del cuarto, frente a su esposa que estaba adormecida en otra cama:
– Soy un dios que cruza anónimo por la tierra.
Transcurrían los meses.
A intervalos tuvo relaciones con mujeres.
Se desengañaba en juegos fáciles e indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco demostraba aptitudes para resultarles agradable.
Se acostaba con ellas con la misma facilidad que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas indispensables por la fuerza de la costumbre.
Sobrellevaba la monotonía de su vida con resignación de cadáver.
En ciertas circunstancias, se esforzaba por descubrir los aspectos interesados de la personalidad de sus amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban, abandonada todo buen propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un desvergonzado, a quien se le importa un comino lo que la gente opine de él.
Incluso experimentaba determinada alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus compañeras de reservados. Ellas adolecían de la misma facilidad que él, para proporcionarse relaciones que con fantástica inconsciencia llamaban MERGEFIELD amorosas.
Junto a su esposa se aburría. Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra mujer, si por una serie de obligaciones contraídas se viera obligado a convivir.
Analizaba a su mujer y la encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas, vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad. A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con semejante actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían nacido para enfundarse en un camisón que les llegaba a lo talones y hacerse la señal de la cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada en todas las restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus desdichadas servidoras.
MERGEFIELD Estas mujeres tienen que ser hecha pedazos por la revolución, violadas por los ebrios en la calle, se decía a veces Balder.
Su esposa, como otros tantos de cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa, pero él no era hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado, o en la pantalla calcada en la matriz de una hoja arrancada de la revista Para Ti o El Hogar.
Su mujer bordaba excelentemente, cocinaba muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas virtudes domésticas no alteraban el punto de vista de Balder, irónico e indiferente.
¿Qué relaciones existían entre un piso encerado o una albóndiga a punto, y la felicidad?
Las mujeres de sus amigos eran más o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que tarde o temprano un colega de Balder, se le acercara diciéndole:
– ¿Sabés?, me estoy enamorando de mi querida.
Estanislao los examinaba con cierta envidia. Se acordaba del pelirrojo Günter. Iba un cuarto de hora antes a la alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y desparramaba entre las sábanas tallos de nardos. Y Balder sonriendo malévolamente le decía:
– ¿Y en la cama de tu esposa no desparramas nardos?
¿Y Gonzalo Sacerdote? Cuando hablaba de MERGEFIELD ella tartamudeaba de felicidad, se recogía en una especie de silencio interminable. No había uno de ellos que en ciertas circunstancias se recatara de confidenciar intimidades que un temperamento delicado hubiera mantenido en el más escrupuloso secreto.
Con cierto horror se preguntaba Balder:
– ¿Pero qué vida viven estos hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de que ellos alardean?
No eran ni lo uno ni lo otro. Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a la conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables: