Las Aventuras Del Barón De Münchhausen - Burger Gottfried August 2 стр.


Su amigo Boie consiguió entonces que se le encomendase la dirección del Göttinger Musenalmanach y, aunque el sueldo era parco, sirvió por lo menos para que Bürger pudiera ordenar un tanto su vida y para que comenzase de nuevo a escribir. Fue en aquellos años cuando comenzó a traducir El barón de Münchhausen de Raspe, Macbeth y la Ilíada en yambos, y también cuando, decidido a sentar cabeza, no se le ocurrió mejor idea que casarse de nuevo, esta vez con una suerte de pendón con ínfulas literarias que se llamaba Elisa Hahn (1769-1833). La relación entre ambos había comenzado cuando la citada individua le ofreció a Bürger su mano por correspondencia y en verso. Éste se tomó inicialmente el asunto a chufla y respondió a la carta también en verso (1789), lo que dio lugar a una larga correspondencia que le decidiría un año más tarde a ir a Stuttgart a conocer a Elisa Hahn y, por último, a casarse con ella en 1790.

La nueva señora Bürger resultó ser un mal bicho lleno de vanidad, de moral más que dudosa y de una infidelidad probada que la llevaría a fugarse cuando apenas hacía dos años de su boda.

El desdichado asunto de Elisa Hahn acabaría en divorcio y dejaría a Bürger arruinado, moralmente hundido y enfermo de tuberculosis.

A sus infortunios domésticos se añadiría una despiadada recensión de sus poemas, escrita por Schiller de forma cobardemente anónima. Schiller criticaba, en la obra poética de Bürger, «la falta del concepto ideal del amor y de la belleza». Era, sin duda, una crítica injusta y oportunista, que aprovechó la figura y la obra de Bürger para lavarse de lo que el entonces idealista Schiller consideraba sus errores de juventud. Esta recensión privaría a Bürger de buena parte del prestigio que había merecido a sus contemporáneos.

Sin embargo, ese sentimiento individual de una naturaleza atormentada que recorre todos sus poemas, la decidida incorporación de elementos populares, la creación de ambientes casi siniestros e inquietantes y su repulsa ante el racionalismo de la Ilustración, hicieron de su obra uno de los antecedentes esenciales del Romanticismo alemán. Sus baladas, entre las que cabría destacar «Lenore», «Der Wilde Jäger» o «Das Lied von braven Mann», habrían de darle un evidente lugar de honor dentro de la historia de las letras alemanas. Pero la historia, ya se sabe, suele escribirse en pretérito imperfecto.

En 1797, la universidad de Gotinga otorgó a Bürger el título de doctor en filosofía y, en pago de su extraordinaria aportación a la cultura alemana, se le nombró nada menos que profesor extraordinario, esto es, sin sueldo.

Ese mismo año moriría en Gotinga, agobiado por la miseria y consumido por la tuberculosis; allí se le erigiría en 1885 un solemne monumento. Las palabras que Herder dejara dichas debieron de caer en el olvido, ya que, como ellas nos lo recuerdan, «la vida de Bürger está en sus poesías; éstas nacen como flores sobre su tumba; él, a quien mientras vivió le negaron el pan, no necesita de un monumento de piedra». Y menos de este prólogo. Aquí será suficiente con que el haber enumerado algunas cuentas de ese rosario de desventuras que fue la vida de Bürger ayude a comprender que, si toda rebeldía tiene su antecedente en una humillación, la alegre rebeldía del barón de Münchhausen surge, precisamente, de la humillada vida de Bürger y que sólo él, con su carácter atormentado y triste, podía dar al barón su «personalidad» desenfadada y serena aun ante los peligros y en medio de las borracheras.

Posibles fuentes, influencias y ediciones

Andar a la busca de las posibles fuentes de LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN es bastante más complicado que buscar las fuentes del Nilo. Quizás algunas de las fuentes que más caudal aportan a estas aventuras sean, entre otras muchas, La historia verdadera, de Luciano de Samosata; la ya antes mencionada del Schelmuffsky, de Ch. Reuter; Los viajes de Gulliver, de Swift; Las mil y una noches y hasta la mismísima Biblia.

Por lo que a las versiones e influencias se refiere, éstas son aún más numerosas; entre las primeras cabría destacar las versiones de Ludwig von Alvensleven (seudónimo de Gustav Sellen), ambientadas en el pueblo natal del barón y llenas de crítica social, y la de Karl Leberecht Immermann (cuatro volúmenes bajo el título genérico de Münchhausen y que incluye una conocida narración campesina titulada Der Oberhof, Dusseldorf, 1838-39); entre las influencias se podrían mencionar, sólo por citar un par de ellas, las que ejerció sobre el Cyrano de Bergerac, de Rostand, o sobre El Supermacho, de Alfred Jarry.

Las numerosísimas ediciones del Münchhausen han conocido, a lo largo de su dilatada historia, una fortuna irregular cuando no escasa, ya que, a menudo, la obra original fue sometida a ciertos criterios editoriales y literarios tan curiosos como absurdos y lamentables por sus consecuencias.

En general, el hecho de que LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN fuesen habitualmente consideradas como una obra para niños permitió que se cometiesen todo tipo de tropelías y desmanes con la obra original, como si tan impropia clasificación otorgase patente de corso.

En las ediciones castellanas, esto ha sido, por desgracia, lo más frecuente y la mayoría de ellas no merecen sino el silencio más absoluto. Hay, sin embargo, dos excepciones. La primera de ellas la excelente traducción de Miguel Sáenz para Alianza Editorial (Madrid, 1982), que está acompañada por los grabados de Gustave Doré para la edición francesa de Théophile Gautier de 1853. La segunda es la traducción (que aquí se presenta, adaptada a las normas actuales de ortografía, hecha por Cecilio Navarro y publicada por la Imprenta de Luis Tasso y Serra, Barcelona 1883), acompañada por el prólogo de Téophile Gautier a su traducción francesa de 1853. Se trata de una traducción que, a nuestro juicio, conjuga una absoluta fidelidad al texto y espíritu del original con un castellano levemente anacrónico que aporta al lector actual una voz similar a la que pudo ser la propia del barón. Una voz llena de vida y naturalidad que hace del texto que aquí presentamos un libro amable para aquellos que amen los libros que hablan como hombres y odien a los hombres que hablan como libros.

PROLOGO

DE THÉOPHILE GAUTIER
A LA EDICIÓN FRANCESA DE 1853

Las AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN alcanzan en Alemania una celebridad popular, que, según creemos, no dejará de adquirir en otros países, a pesar de su fuerte sabor germánico, y acaso por esta misma causa: el genio de los pueblos se revela por el chiste. Como las obras serias tienen por fin, en todas las naciones, el bello ideal, la belleza misma, que es de suyo una, se parecen necesariamente más y llevan menos impreso el sello de la individualidad etnográfica. Lo cómico, al contrario, ofrece una multiplicidad singular de recursos, consistiendo en una desviación más o menos marcada del modelo ideal; porque hay mil maneras de no conformarse con el arquetipo. La jovialidad francesa no tiene ninguna relación con el humor británico; el witz alemán difiere mucho de la bufonería italiana y del donaire español, y el carácter de cada nacionalidad se muestra en su libre expansión.

El barón de Münchhausen, a pesar de su increíble locuacidad, no tiene ningún vínculo de parentesco con el barón de Crac, otro ilustre embustero. La blague francesa, permítasenos la palabra, chisporrotea, espuma como el champaña; pero muy luego se extingue, dejando apenas en el fondo de la copa dos o tres perlas de licor.

Esto sería demasiado ligero para tragaderos alemanes, acostumbrados a las cervezas fuertes y a los vinos ásperos del Rin: quieren ellos otra cosa, más espesa, más pesada, más sustancial. Para que el chiste haga impresión en aquellos cerebros llenos de abstracciones, de idealidades, de humo, necesita ser algo pesado; en efecto, es menester que insista, que vuelva a la carga y no se insinúe con medias palabras que no serían comprendidas.

El punto de partida del chiste alemán es rebuscado, poco natural, de extravagancia complicada, y pide muchas explicaciones previas, harto laboriosas. Pero ya abierto el camino, entramos en un mundo extraño, burlesco, fantástico, quiméricamente original, de que no teníamos ninguna idea. Es la lógica del absurdo llevada al extremo y sin temor a nada. Detalles de sorprendente verdad, razones de sutil ingenio, afirmaciones científicas expuestas con la mayor seriedad, sirven para hacer probable lo imposible.

Cierto que no se llega a creer una palabra de las narraciones del barón de Münchhausen; pero apenas se han leído dos o tres de sus aventuras, se deja uno llevar del candor o naturalidad de su estilo, que no sería diferente si tuviera que referir el autor una historia verdadera. Las invenciones más extravagantes y monstruosas toman cierto aire de verosimilitud, expuestas con esa tranquilidad ingenua y esa perfecta calma. La íntima conexión de esas mentiras, que se encadenan tan naturalmente unas con otras, acaba por destruir en el lector el sentimiento de la realidad, y la armonía de lo falso se lleva tan adelante, que produce una ilusión relativa, semejante a la que hacen sentir los viajes de Gulliver a Lilliput y a Brobdingnag, o bien la Historia verdadera de Luciano, tipo antiguo de estas fabulosas narraciones, tantas veces imitadas después.

Aquí el lápiz de Gustave Doré aumenta también el prestigio: nadie mejor que este artista, que tiene al parecer ese ojo visionario de que habla Víctor Hugo aludiendo a Alberto Durero, sabe hacer vivir, con vida misteriosa y profunda, las quimeras, los sueños, las pesadillas, las formas impalpables, inundadas de luz y de sombra, las siluetas chuscamente caricaturescas y todos los monstruos fantásticos.

Gustave Doré ha comentado, por decirlo así, LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN con dibujos que parecen las láminas de un viaje de circunnavegación por la fidelidad característica de su exótica extravagancia. Creeríase que el pintor de la expedición ha tomado del natural todo lo que describe el facecioso barón alemán, con lo que el texto adquiere un valor de burla fría que lo hace más germánico aún.

THÉOPHILE GAUTIER

CAPÍTULO PRIMERO

VIAJE A RUSIA Y A SAN PETERSBURGO

Emprendí mi viaje a Rusia en medio del invierno, habiendo hecho el juicioso raciocinio de que los caminos del norte de Alemania, de Polonia, de Curlandia y de Livonia, que, según las descripciones de los viajeros, son más impracticables aún que el camino del templo de la virtud, se mejoran con el frío y la nieve, sin costar nada a la solicitud de los gobiernos. Viajaba a caballo, lo que seguramente es el mejor modo de transporte, siempre que el caballo y el caballero sean buenos: de este modo no se expone uno a tener cuestiones de honor con algún digno maestro de postas alemán, ni está obligado a detenerse en cada venta a voluntad de un postillón sediento. Iba ligeramente vestido, lo que sentía más y más a medida que adelantaba hacia el nordeste.

Figuraos ahora en medio de un tiempo crudo y bajo un duro clima, a un pobre anciano que yacía en la desolada orilla de un camino de Polonia, expuesto a un viento glacial y teniendo apenas con qué cubrir su desnudez.

El aspecto de aquel pobre hombre me afligió profundamente, y aunque hacía un frío para helarme el corazón en el pecho, le arrojé mi capa. Al mismo instante resonó en el cielo una voz, y alabando mi misericordia, me gritó: «Lléveme el diablo, hijo mío, si esta buena acción queda sin recompensa.»

Continué mi viaje hasta que la noche y las tinieblas me sorprendieron. Ninguna señal ni ruido me indicaban la presencia de un pueblo: todo el país estaba sepultado bajo la nieve, y yo no sabía el camino.

Fatigado y sin poder ya más, me decidí a echar pie a tierra, y até mi caballo a una especie de tocón de árbol que sobresalía por encima de la nieve. Me puse por precaución una de mis pistolas bajo el brazo y me acosté sobre la misma nieve. Sin embargo, dormí tan bien, que cuando abrí los ojos era ya de día claro. Pero ¡cuál no fue mi asombro cuando me encontré en medio de un pueblo, en el cementerio! En el primer momento no vi mi caballo, pero al cabo de algunos instantes oí relinchar por encima de mí. Levanté la cabeza y pude convencerme de que el animal estaba suspendido de la veleta del campanario.

Muy pronto me di cuenta del singular acontecimiento: había encontrado el pueblo enteramente cubierto de nieve; durante la noche se había templado súbitamente el tiempo, y mientras yo estaba durmiendo, la nieve se había derretido bajándome lenta y suavemente hasta el suelo: lo que en la oscuridad de la noche había tomado por un tocón de árbol, no era sino la veleta o remate del campanario. Sin embarazarme más, tomé una pistola, apunté a las bridas y volví dichosamente por este medio a tomar posesión de mi caballo, continuando mi camino.

Todo fue bien hasta mi llegada a Rusia, donde no hay la costumbre de ir a caballo en invierno. Como mi principio es conformarme siempre con los usos de los países en que me hallo, tomé un trineo de un solo caballo y me dirigí alegremente a San Petersburgo.

No sé exactamente si fue en Estonia o en Ingria, pero recuerdo aún perfectamente que fue en medio de un espantable bosque donde me vi perseguido por un enorme lobo, a quien hacía más ágil aún el aguijón del hambre. No era posible escaparse de sus garras y muy pronto me alcanzó: déjeme caer maquinalmente al fondo del trineo y dejé a mi caballo que saliera del paso y cuidara de mis intereses como Dios le diera a entender. Sucedió lo que yo me presumía y no me atrevía a esperar. Sin cuidarse de mi débil individuo, saltó el lobo por encima de mí, cayó furioso sobre el caballo, desgarró y devoró en un instante todo el cuarto trasero del pobre animal, que, aguijado por el dolor y el espanto, aún corría más veloz. ¡Me había salvado! Levanté furtivamente la cabeza y vi que el lobo iba ocupando el lugar del caballo a medida que se lo comía: la ocasión era demasiado favorable para malograrla, y no vacilé; tomé el látigo y me puse a zurrar al lobo con todas mis fuerzas. Estos inesperados postres no le causaron poco terror: lanzóse hacia adelante con toda su ligereza y, ved lo más extraño, cayendo al suelo el esqueleto de mi caballo, quedó el lobo uncido a mi trineo.

Por mi parte, yo no daba a la mano punto de reposo, de modo que corriendo con tal y tanto garbo no tardamos mucho en llegar sanos y salvos a San Petersburgo, contra nuestra esperanza respectiva y con gran asombro de los transeúntes.

No quiero, señores, fatigaros con charlatanerías sobre los usos, artes, ciencias y otras particularidades de la brillante capital de Rusia: menos aún os hablaré de las intrigas y alegres aventuras de la sociedad elegante, donde las damas ofrecen a los extranjeros tan generosa hospitalidad; prefiero llamar vuestra atención sobre objetos más grandes y nobles, sobre los caballos y los perros, por ejemplo, que he tenido yo siempre en gran estima; después sobre los zorros, los lobos y los osos, de que Rusia, tan rica ya en toda especie de caza, abunda más que ningún otro país de la tierra; hablaros, en fin, de esas partidas de recreo, de esos ejercicios caballerescos, de esos actos de lucimiento que sientan mejor a un caballero que un mal trozo de latín o de griego, o que esas bolsitas de olor, esos visajes y cabriolas de los bellos ingenios franceses.

Como pasara algún tiempo antes de que pudiera yo entrar en el servicio, tuve, por espacio de dos meses, lugar y libertad completa para gastar tiempo y dinero de la manera más noble. Pasaba muchas noches entretenido en verlas venir, y no pocas en chocar los vasos. El rigor del clima y las costumbres de la nación han dado a la botella una importancia social que no tiene en nuestra sobria Alemania; así es que he encontrado en Rusia personas que pueden pasar por virtuosas consumadas en este género de ejercicio. Pero no eran sino pobres petates [1] al lado de un antiguo general, de grandes mostachos canosos y tez cobriza, que comía con nosotros a mesa redonda. El bueno del hombre había perdido en un combate contra los turcos la tapa de los sesos; de modo que siempre que se presentaba un extraño, tenía que pedir dispensa de su necesidad de conservar el sombrero puesto. Era su costumbre beberse en la comida algunas botellas de aguardiente, y para terminar, aún despachaba un frasco de arak [2] doblando a veces la dosis, según las circunstancias. Con todo eso, era imposible descubrir en él la más ligera señal de embriaguez. Acaso os parezca inverosímil: a mí también me lo pareció por mucho tiempo, hasta que al fin pude dar con la clave del enigma. El general tenía la costumbre de levantarse de vez en cuando el sombrero, y yo había observado muchas veces el movimiento, aunque sin comprender su táctica. ¿Qué extraño podía ser que tuviera caliente la cabeza y necesitara renovar el aire? Pero acabé por ver que, al mismo tiempo que el sombrero, levantaba también una lámina de plata que se adhería a su cráneo, sirviéndole de tapa de los sesos, y que entonces los humos de las bebidas espirituosas que había trasvasado, se escapaban en ligeras nubes.

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