CAPÍTULO VII
El año de 1776 me embarqué en Portsmouth para América del Norte, a bordo de un buque de guerra inglés de primer orden, que llevaba nada menos que cien cañones y mil cuatrocientos hombres de tripulación.
Podría referiros aquí diferentes aventuras que hube de correr en Inglaterra; pero las reservo para mejor ocasión. Hay una, sin embargo, que merece este honor, y voy, con vuestro permiso, a referirla.
Tuve una vez el gusto de ver pasar al rey, que iba con gran pompa al parlamento en su coche de gala. El pescante iba ocupado por un monstruoso cochero, en cuya barba se hallaban muy artísticamente recortadas las armas de Inglaterra, y con su fusta describía en el aire del modo más inteligible el signo que se ve en la lámina.
En nuestra travesía no nos sucedió nada extraordinario. El primer incidente ocurrió a unas trescientas millas del río San Lorenzo, donde nuestro buque chocó violentamente con algo que nos pareció una roca.
Sin embargo, cuando echamos la sonda no hallamos fondo a quinientas brazas. Lo que hacía más extraordinario e incomprensible este accidente, fue haber perdido el timón con la violencia del choque; el bauprés se había partido en dos, los palos se habían hendido en toda su longitud y dos de ellos habían caído sobre cubierta. Un pobre marinero que estaba ocupado en los aparejos tomando rizos a la vela mayor fue impelido a más de tres leguas del buque antes de caer al agua. Afortunadamente, durante este trayecto tuvo la serenidad de coger al vuelo la cola de una grulla, lo que no sólo disminuyó la rapidez de su caída, sino que también le permitió nadar hasta el barco agarrándose al cuello de la grulla.
El choque había sido tan violento, que toda la tripulación, que se hallaba sobre cubierta, fue lanzada contra el castillo de proa. Yo salí con la cabeza hundida entre los hombros, y hubieron de pasar muchos meses antes de que volviera a su posición natural.
Todos nos hallábamos en un estado de estupor y espanto difícil de describir, cuando la aparición de una enorme ballena que dormitaba sobre la superficie del océano vino a darnos la explicación de este acontecimiento. El monstruo había llevado a mal sin duda que nuestro buque chocara con él, y se puso a dar tremendos coletazos sobre nuestras costillas, o sean las del barco; en su cólera, tomó en la boca el ancla mayor, que estaba, según costumbre, suspendida en la popa, y se la llevó, remolcando nuestro barco a distancia de sesenta millas, a razón de seis por hora.
Y dios sabe adonde diablos hubiéramos ido a parar, si por ventura no se hubiera roto el cale de nuestra ancla, perdiendo así la ballena nuestro buque, y nuestro buque su ancla.
Cuando muchos meses después volvimos a Europa, encontramos casi a la misma altura a la misma ballena, que flotaba, ya muerta, y medía cerca de media milla de longitud.
No podíamos tomar a bordo sino una pequeña parte de aquel formidable cetáceo; y al efecto echamos al agua nuestros botes y a duras penas conseguimos cortarle la cabeza. Entonces tuvimos la satisfacción de encontrar en ella, no ya sólo nuestra ancla, sino también cuatro toesas de cable, que se habían alojado en el hueco de un diente de su mandíbula izquierda inferior.
Éste fue el único suceso interesante que ocurrió a nuestro regreso…
Pero no; se me olvidaba uno que por poco nos es fatal a todos.
Cuando en nuestro primer viaje fuimos arrastrados por la dichosa ballena, comenzó nuestro buque a hacer agua en tanta abundancia, que todas nuestras bombas no hubieran impedido que se fuera a pique en media hora.
Por fortuna fui yo el primero que se apercibió de la avería, cuyo agujero no tenía menos de un pie de diámetro. Sin perder tiempo, procuré taparlo por todos los medios conocidos; pero en vano. Por fin, logré salvar el buque, y con él a su numerosa tripulación, apelando a un recurso por demás ingenioso. Sin perder tiempo en quitarme los calzones, me senté intrépidamente en el agujero. Si la abertura hubiera sido más amplia, habría logrado también cegarla; no lo extrañaréis cuando os diga que, por línea paterna y materna, desciendo de familias holandesas, o al menos westfalianas. Verdaderamente, mi posición en aquel asiento era bastante húmeda, mas pronto me sacó de ella la solicitud del carpintero.
CAPITULO VIII
Un día estuve en gran peligro de perecer en el Mediterráneo. Bañábame una hermosa tarde de verano no lejos de Marsella, cuando vi un gran pez que flotaba rápidamente hacia mí con tamaña boca abierta. Imposible era salvarme, pues no tenía medios, ni siquiera tiempo. Sin vacilar, me reduje a mi menor expresión, esto es, me hice un ovillo, doblando todos mis miembros contra mi cuerpo, doblado también; y en aquella forma me deslicé entre las mandíbulas del monstruo hasta su mismo tragadero.
Ya allí, me encontré en la mayor oscuridad y en un calor que no me era desagradable. Mi presencia en su gaznate lo molestaba singularmente, y estoy por decir que de muy buena voluntad se hubiera desembarazado de tan indigesta merienda; para serle aún más incómodo, me puse a andar, a brincar, a bailar, a hacer, en fin, mil locuras en mi prisión. La giga escocesa, entre otras danzas, le era, al parecer, muy desagradable. Daba gritos lastimeros y se ponía a veces derecho, echando medio cuerpo fuera del agua.
En este ejercicio fue sorprendido por un barco italiano que le arrojó el arpón y dio cuenta de él en muy pocos minutos.
Luego que lo subieron a bordo oí a la tripulación que se concertaba sobre la manera de despedazarlo para sacar de él la mayor cantidad posible de aceite; y como entendía yo el italiano, entré naturalmente en cuidado, temiendo ser despedazado con el cetáceo.
Para ponerme a salvo, huyendo del corte de sus cuchillos, fui a situarme en el centro del estómago, donde podían estar desahogadamente hasta una docena de hombres; suponía que los marineros comenzarían su obra por los extremos; pero me equivoqué, aunque no en mi daño, porque comenzaron por el vientre.
Cuando vi una vislumbre, me puse a gritar a voz en cuello diciendo cuan grato me era ver a aquellos bravos marineros y por ellos ser liberado de un cautiverio donde ni podía ya respirar.
No acertaría a describir el asombro de que se sintieron poseídos, cuando oyeron salir de las entrañas del monstruo una voz humana; y todavía subió de punto el asombro cuando vieron aparecer en el abierto vientre del pez a un hombre completamente desnudo.
En resumen, contéles la aventura, tal como os la he contado a vosotros, mis queridos lectores, y aunque compadeciéndose de mí, se desternillaron de risa.
Después de tomar un refrigerio, me eché al agua para lavarme, que bien lo necesitaba, y nadé hacia la playa, donde encontré mi ropa como la había dejado.
Si no me engaño en mi cálculo, estuve encerrado en el cuerpo del cetáceo unos tres cuartos de hora.
CAPÍTULO IX
Cuando estaba aún al servicio de Turquía, me solazaba a menudo paseándome en mi yate de recreo por el mar de Mármara, donde se goza de una admirable vista de Constantinopla y del serallo del Gran Señor.
Una mañana que contemplaba extasiado la belleza y serenidad de aquel cielo, vi flotar en el aire un objeto redondo del tamaño, poco más o menos, de una bola de billar, de que al parecer pendía alguna cosa.
Tomé al punto la mejor y más larga de mis carabinas, sin las cuales no salgo ni viajo nunca: la cargué con bala y tiré sobre el objeto redondo, pero no le di. Eché entonces doble carga, y no estuve más acertado. Finalmente, al tercer tiro, le envié cuatro o cinco balas que le hicieron un agujero en el costado y comenzó a bajar.
Figuraos mi asombro cuando vi caer a unas dos toesas de mi yate una especie de carrete dorado, suspendido de un enorme globo más voluminoso que una cúpula de catedral. En el carrete había un hombre con medio carnero asado.
Vuelto de mi primera sorpresa formo con mis marineros un círculo alrededor de grupo tan singular.
El hombre, que me pareció francés, y lo era efectivamente, llevaba en el bolsillo de su jubón un par de hermosos relojes con dijes y zarandajas. De cada uno de sus ojales pendía una medalla de oro de cien ducados lo menos, en todos sus dedos brillaban preciosas sortijas guarnecidas de diamantes, y el oro que rebosaba en sus bolsillos hacía casi arrastrar los faldones de su casaca.
– ¡Pardiez! -exclamé en mis adentros-. Este hombre ha de haber prestado extraordinarios servicios a la humanidad para que, en medio de la codicia que reina, le hayan hecho regalos tan preciosos los grandes personajes.
La rapidez de la caída lo había aturdido de tal manera, que hubo de pasar algún tiempo antes de que pudiera hablar.
Repúsose al fin y refirió lo siguiente:
«Yo no he tenido, es verdad, bastante ingenio ni ciencia para inventar esta manera de viajar; pero he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea de servirse de tan prodigioso invento para humillar a los titiriteros y bailarines ordinarios subiendo más alto que todos ellos.
»Hace siete u ocho días (no lo sé exactamente, porque he perdido la noción del tiempo), hice una ascensión a la punta de Cornualles, en Inglaterra, llevando un carnero, a fin de lanzarlo desde arriba para divertir a los espectadores. Por desgracia, varió el viento diez minutos después de mi partida, y en vez de llevarme hacia la parte de Exeter, donde proyectaba descender, me impelió hacia el mar, por encima del que he flotado mucho tiempo a una altura inconmensurable.
«Entonces me alegré de no haber precipitado el carnero, porque al tercer día me vi obligado por el hambre a matar al pobre animal.
Como había superado hacía mucho tiempo la Luna, y al cabo de setenta horas había llegado tan cerca del Sol que se me quemaron las pestañas, puse el carnero, previamente desollado, donde el sol daba con más fuerza, y en unos tres cuartos de hora quedó completamente asado: de él he vivido durante mi viaje aéreo.
»La causa de mi larga expedición debe atribuirse a la rotura de una cuerda que se comunicaba con una válvula situada en la parte inferior del globo y estaba destinada a desahogar el aparato, cuando fuera necesario, dejando escapar el aire inflamable.
»Si no hubierais disparado contra el globo, o no lo hubierais agujereado, habría podido permanecer, como Mahoma, suspendido entre cielo y tierra hasta el día del juicio final.»
El buen hombre regaló generosamente su barquilla a mi piloto, que no había abandonado el timón, y tiró a la mar los restos del carnero.
En cuanto al globo, ya estropeado por mis balas, se había acabado de romper a la caída.
CAPITULO X
Puesto que tenemos tiempo, señores, de vaciar todavía una botella de vino fresco, voy a referiros una historia singular que me sucedió pocos meses antes de mi regreso a Europa.
El Gran Señor, a quien había sido presentado por los embajadores de sus majestades los emperadores de Rusia y de Austria, como también por el del rey de Francia, me envió a El Cairo a una misión de la más alta importancia, que debía cumplir con el mayor sigilo.
En el camino tuve ocasión de aumentar el número de mis criados con algunos individuos muy interesantes. Hallándome a algunas millas apenas de Constantinopla, vi a un hombre alto y delgado que corría en línea recta por en medio de los campos con extremada rapidez, aunque llevaba atada a cada pie una masa de plomo que pesaba lo menos cincuenta libras.
Lleno de sorpresa, lo llamé y le dije:
– ¿Adonde vas tan de prisa, amigo, y por qué te embarazas los pies con ese peso?
– He salido, hace media hora, de Viena, donde era criado de un gran personaje que me ha despedido -me contestó-. No teniendo ya necesidad de mi rapidez, la modero por medio de este peso, porque la moderación favorece la duración, como solía decir mi preceptor.
Este mozo me agradaba mucho, y le pregunté si quería entrar a mi servicio.
Sin vacilación alguna aceptó mi propuesta, y con esto nos pusimos en camino, y pasando por muchas ciudades, recorrimos no pocos países.
Andando andando, vi luego, no muy desviado, un hombre tendido e inmóvil sobre la yerba. Hubiérase dicho que estaba durmiendo; pero no era así, ciertamente, pues tenía aplicado el oído al suelo, como si hubiera querido oír hablar a los habitantes del mundo subterráneo.
– ¿Qué escuchas ahí, amigo mío? -le grité-.
– Estoy oyendo crecer la yerba, por matar el tiempo -me contestó-.
– ¿Y la oyes, en efecto, crecer?
– ¡Oh! Sin duda.
– Entra, pues, a mi servicio, amigo ¿quién sabe lo que te puede valer un oído tan fino?
El hombre se levantó y me siguió.
No lejos de allí, vi en lo alto de un otero a un cazador que se echó su escopeta a la cara y disparó al cielo.
– ¡Buena suerte! ¡Buena suerte, cazador! -le grité-. Pero ¿a qué diablos tiras? Yo no veo más que el cielo.
– ¡Oh! -contestó-, pruebo esta carabina, que procede de Huchenreicher, de Ratisbona. Había allá en la veleta de la catedral de Estrasburgo un gorrión, que acabo de derribar.
Los que conozcan mi pasión por los nobles placeres de la caza, no extrañarán que les diga que le di un abrazo muy estrecho al tirador.
Después no omití medio para atraerlo a mi servicio; no hay para qué decirlo.
Continuamos nuestro camino, y llegamos por fin al monte Líbano, donde encontramos, junto a un gran bosque de cedros, un hombre bajo y rechoncho, tirando de una cuerda que daba vuelta a todo el bosque.
– ¿De qué estás ahí tirando, amigo mío? -pregunté al zafio-.
– Había venido a cortar madera de construcción -me contestó sencillamente-, y habiéndome dejado en casa el hacha, procuro suplir la falta lo mejor que puedo.
Y diciendo esto, dio un solo tirón y echó abajo todo el bosque, cuya extensión era de una milla cuadrada, como si los cedros hubieran sido rosales.
Fácilmente adivinaréis lo que hice; y más bien hubiera sacrificado mi sueldo de embajador, que dejar que se me escapara aquel mozo.
Al poner los pies en territorio egipcio, se desencadenó un huracán tan formidable que temí un momento ser barrido con mis caballos, criados y equipaje. A la izquierda del camino había una hilera de siete molinos cuyas aspas giraban tan velozmente como el torno de la más activa hilandera. No lejos de allí había un personaje de una corpulencia digna de John Falstaff [7], y el cual tenía apoyado el índice en la ventana derecha de su nariz. Cuando vio nuestro apuro en la lucha que sosteníamos con el huracán, se volvió hacia nosotros y se quitó respetuosamente el sombrero a la manera de un mosquetero ante su coronel.