CAPITULO V
A pesar de todo mi valor, a pesar de la rapidez y destreza de mi caballo, no siempre me llevé la victoria en la guerra contra los turcos; hasta tuve la desgracia de caer prisionero de ellos, y lo que es más triste aún, aunque sea una costumbre entre aquellas gentes non sancta , de ser vendido como esclavo.
Reducido a este estado de humillación, hacía un trabajo menos duro que singular, menos denigrante que insoportable. Estaba encargado de llevar todas las mañanas al campo las abejas del sultán, guardarlas todo el día y traerlas a su colmena al anochecer.
Una tarde me faltó una abeja; pero noté al punto que había sido atacada por dos osos que pretendían despanzurrarla para sacarle la miel. No teniendo a mano otra arma que el hacha de plata, que es el signo distintivo de los jardineros y labradores del sultán, se la arrojé a los rapaces osos con el fin de espantarlos.
Conseguí efectivamente libertar a la pobre abeja; pero el impulso dado al hacha por mi brazo fue tan violento, por mal de mis pecados, que el signo de plata de mi dichosa jurisdicción se elevó tan alto en los aires, que fue a caer nada menos que en la Luna. ¿Cómo recobrar el hacha? ¿Dónde hallar una escala para subir por ella?
Recordé entonces que el guisante de Turquía crece rápidamente a una altura extraordinaria, y planté inmediatamente uno que comenzó a crecer desde luego y fue a enroscar el extremo de su tallo a uno de los mismos cuernos de la Luna.
Trepé ligeramente hacia el astro, al cual llegué sin tropiezo ni estorbo. Pero no fue pequeño el trabajo de buscar mi hacha de plata allí donde todos los objetos son igualmente de plata.
Por fin la encontré sobre un haz de paja. Entonces pensé en la vuelta. Pero ¡oh desesperación! El calor del sol había marchitado el tallo de mi guisante, de tal manera, que no podía intentar descender por la misma vía sin arriesgarme a romperme la crisma.
¿Qué hacer en semejante apuro?
Trencé con la paja una cuerda de toda la extensión que pude darle; la até por un extremo a un cuerno de la Luna y me deslicé cuerda abajo. Me sostenía con la mano derecha y tenía el hacha con la izquierda. Llegado que hube en mi descenso al extremo de la cuerda, corté la porción superior y la anudé al extremo inferior, y repitiendo muchas veces la misma operación, acabé, después de algún tiempo, por distinguir, por debajo de mí, el campo del sultán.
Podía estar entonces a una distancia de dos leguas de la Tierra, allá en las nubes, cuando la cuerda se rompió y caí tan rudamente al suelo que me quedé casi aturdido. Mi cuerpo, cuyo peso había aumentado en razón de la distancia y celeridad, hizo en tierra un hoyo de diez pies de profundidad,, lo menos. Pero la necesidad es buena consejera; y con mis uñas de cuarenta años me labré unas escaleras, pudiendo de esta manera volver a la luz del día.
Aleccionado por esta experiencia, hallé mejor medio de desembarazarme de los osos, enemigos de mis abejas y colmenas. Untaba de miel la lanza de una carreta, y me ponía en acecho, no lejos de allí, durante la noche.
Un oso enorme, atraído por el olor de la miel, llegó y se puso a lamer tan ávidamente el extremo de la lanza, que acabó por introducírsela toda en las fauces, en el estómago y en las entrañas.
Cuando estuvo bien pasada, acudí rápidamente, metí una gran clavija en el agujero que horadaba la punta de la lanza, y cortando así la retirada al goloso, lo dejé en esta posición hasta el día siguiente por la mañana. El sultán, que fue a pasearse por las cercanías, se desternillaba de risa viendo la mala partida que le había jugado al oso.
Poco tiempo después, ajustaron los rusos la paz con los turcos, y fui enviado a San Petersburgo con buen número de prisioneros de guerra.
Tomé allí mi licencia y salí de Rusia en el momento de aquella gran revolución que estalló hace unos cuarenta años, y de cuyas resultas el emperador, niño de pecho todavía, con su madre y su padre, el duque de Brunswick, el general Munich y tantos otros fueron desterrados a Siberia.
Hizo aquel año tal frío en toda Europa, que hasta al mismo Sol le salieron sabañones, cuyas señales se ven aún en su cara. Con esto, hube de sufrir yo mucho más a mi vuelta de Rusia que a mi ida al imperio moscovita.
Habiéndose quedado en Turquía mi lituano, tuve necesidad de viajar en posta. Y sucedió que habiéndonos metido en un camino hondo y limitado por altos setos, previne al postillón que hiciera una señal con su cuerno a fin de evitar que otro carruaje se metiera también en el callejón del camino por el lado opuesto.
El postillón obedeció, o mejor dicho, quiso obedecer, soplando con todas sus fuerzas el cuerno; pero todos sus esfuerzos fueron inútiles: no pudo sacar una nota; lo que, en primer lugar, era incomprensible, y luego muy embarazoso, como quiera que no tardamos en ver venir hacia nosotros un carruaje que ocupaba toda la anchura del camino.
Al momento salté a tierra y comencé por desenganchar los caballos; después tomé a cuestas el carruaje con sus cuatro ruedas y todo el equipaje y salté con esta carga al campo por encima de la rampa y del seto de la orilla, que no tenía menos de nueve pies, lo que no era una bagatela; y de un segundo salto, volví a poner la silla de postas en el camino más allá del otro coche.
Hecho esto volví hacia los caballos, tomé uno bajo cada brazo y los transporté por el mismo procedimiento adonde estaba la silla; después de lo cual enganchamos otra vez y continuamos sin contratiempo nuestro viaje hasta el parador inmediato.
Se me olvidaba deciros que uno de mis caballos, muy joven y fogoso, por poco no me causa mucho daño, pues en el momento en que salvaba yo por la segunda vez el seto se puso a forcejear con las patas de tal modo, que me hallé un momento muy embarazado; pero enseguida le impedí que continuara en semejante ejercicio metiéndole las patas traseras en los bolsillos de mi casaca.
Llegado que hubimos al parador, colgó el postillón su cuerno en un clavo de la chimenea y nosotros nos sentamos a la mesa.
Ahora bien, escuchad lo que sucedió:
¡Taratá! ¡Taratá! ¡Tata! ¡Tata!
Era el cuerno que se puso a tocar solo.
Nosotros nos quedamos con la boca abierta, preguntándonos qué diablos significaba aquello.
He aquí la explicación:
Imaginaos que las notas se habían helado en el cuerno, y que deshelándose poco a poco por el calor, iban saliendo claras y sonoras en honor del postillón, porque el interesante instrumento nos dio música por espacio de media hora sin necesidad de que nadie le soplara.
Primero nos tocó la Marcha prusiana ; después, Sin amor y sin vino ; luego, Cuando estoy triste , y Anoche Miguel , y otras muchas tonadas populares, entre ellas la balada Todo reposa en los bosques .
Esta aventura fue la última de mi viaje a Rusia.
Tienen muchos viajeros la costumbre, al narrar sus aventuras, de tirar de largo contando más de lo que han visto. No es, pues, extraño que los lectores sean desconfiados y propensos a la incredulidad.
Sin embargo, si hubiera en la honorable reunión alguien que dudara de la veracidad de lo que afirmo, sintiendo por mi parte esa falta de confianza, le aconsejo que lo mejor que puede hacer es retirarse antes de que comience la narración de mis aventuras por mar, que son más extraordinarias todavía, bien que no menos auténticas.
CAPITULO VI
El primer viaje que hice en mi vida poco tiempo antes del de Rusia, cuyos episodios principales os acabo de contar, fue un viaje por mar.
Estaba aún en pleito con los gansos, como solía repetirme mi tío, el mayor, y no se sabía aún exactamente si el vello blanco rubio que cubría mi barbilla sería grama o barba, cuando ya eran los viajes mi única poesía y mi aspiración única.
Mi padre había pasado la mayor parte de su juventud viajando, y amenizaba las largas veladas de invierno con la verídica narración de sus numerosas aventuras.
Así pues, puede atribuirse mi afición tanto a propensión natural, como a la influencia del ejemplo paterno.
En resumen, aprovechaba todas las ocasiones que a mi parecer podían suministrarme los medios de satisfacer mi insaciable deseo de correr mundo; pero todos mis esfuerzos eran vanos.
Si por casualidad lograba inclinar un tanto la voluntad de mi padre, mi madre y mi tía forzaban entonces la resistencia con más obcecación, y enseguida perdía las ventajas que con tanto trabajo había adquirido.
En fin, quiso la casualidad que uno de mis parientes maternos fuera a hacernos una visita. Muy en breve fui yo su favorito: decíame con frecuencia que era yo un alegre y gallardo mozo, y que estaba en ánimo de hacer todo lo posible para ayudarme a realizar mis anhelos.
En efecto, su elocuencia fue más persuasiva que la mía, y después de un cambio de exposiciones, réplicas y objeciones, hubo de decidirse, a satisfacción mía, que lo acompañara a Ceilán, donde su tío había sido gobernador por espacio de muchos años.
Partimos de Amsterdam encargados de una importante misión de los Altos Poderes de los Estados de Holanda, y nuestro viaje no ofreció nada de particular, a excepción de una tremenda tempestad a la que debo consagrar algunas palabras en razón de las singulares consecuencias que trajo.
Vino a estallar precisamente en el momento en que estábamos anclados delante de una isla para hacer aguada y leña, y se desencadenó con tal y tanta fuerza, que arrancó y levantó por los aires gran número de árboles; y aunque algunos de ellos pesaran centenares de quintales, la prodigiosa altura a que habían sido elevados los hacía parecer tan pequeños como las aristas que flotan en el aire.
Sin embargo, cuando la tempestad cedió, todos los árboles cayeron en su respectivo y propio sitio y echaron al punto nuevas raíces; de manera que no quedó la menor huella de los estragos causados por los elementos. Sólo el mayor de estos árboles fue una excepción; porque en el momento de ser desarraigado por la violencia de la tempestad, estaban ocupados un hombre y su mujer en coger pepinos, pues en aquella parte del mundo echan los árboles este excelente fruto. El matrimonio hizo su viaje aéreo tan pacientemente como el carnero de Blanchard [6] ; pero con su peso modificó la dirección del árbol, que cayó horizontalmente en el suelo.
Ahora bien, el cacique de la isla había abandonado su vivienda, como la mayor parte de sus súbditos, temiendo ser sepultado bajo las ruinas de su palacio. Luego que pasó el huracán volvía a su casa, pasando por su jardín, cuando cayó el árbol precisamente en aquel momento y por fortuna lo aplastó.
– ¿Por fortuna decís?
– Sí, por fortuna, digo; porque el cacique aquel, salvo vuestro respeto, era un abominable tirano, y los habitantes de la isla, sin exceptuar sus validos y mancebas, eran por su causa las criaturas más infelices que pudiera haber bajo la capa del cielo. Grandes cantidades de provisiones se pudrían en sus almacenes y graneros, y entretanto el pueblo, de quien las había sacado con mil extorsiones y atropellos, se moría literalmente de hambre.
Su isla no tenía nada que temer del extranjero; a pesar de ello, echaba mano de todos los jóvenes para hacerlos héroes según la ordenanza, y de vez en cuando vendía su colección al vecino que más le ofrecía, para añadir nuevos millones de conchas a los que había heredado de su padre. Se nos dijo que había traído aquel procedimiento inaudito de un viaje que había hecho al norte; aserción que, a pesar de todo nuestro patriotismo, no quisimos refutar, aunque entre aquellos insulares, un viaje al norte pudiera significar así un viaje a las Canarias, como una excursión a Groenlandia; pero teníamos muchas razones para no insistir sobre este punto.
En reconocimiento del gran servicio que aquellos recolectores de pepinos habían prestado a sus compatriotas, se les ensalzó al trono vacante por muerte del cacique. En su viaje por los aires, aquellas pobres gentes debieron llegar tan cerca de la luz del mundo que habían perdido la luz de sus ojos y una porción no pequeña de su luz interior; a pesar de ello, reinaron tan laudablemente que, como supimos más tarde, nadie comía pepinos sin antes exclamar: «Dios salve a nuestros caciques.»
Después de haber reparado nuestro buque, que no sufrió pocas averías en la pasada tempestad, nos despedimos de los nuevos soberanos y nos hicimos a la vela con viento fresco, arribando a Ceilán al cabo de unas seis semanas.
Quince días, poco más o menos, después de nuestro arribo, el hijo mayor del gobernador me propuso ir de caza con él, propuesta que yo acepté de muy buena voluntad. Mi amigo era alto y recio en proporción, y con esto fuerte y avezado al calor del clima; pero yo no tardé mucho en sentirme fatigado, aunque no hubiera hecho gran ejercicio, y me encontré a su espalda rezagado, cuando llegamos al bosque.
Para tomar algún reposo, me disponía a sentarme a orillas de un río, que hacía algún tiempo venía llamando mi atención, cuando se oyó un gran ruido detrás de mí. Volví me súbitamente y quedé como petrificado viendo un descomunal león que se dirigía hacia mí, dándome a entender que deseaba almorzárseme sin pedirme siquiera la venia.
Mi escopeta estaba cargada con perdigones, y yo no tenía ya ni tiempo ni presencia de ánimo para reflexionar largamente; resolví, pues, hacer fuego a la fiera, si no para herirla para espantarla al menos.
Pero en el momento de apuntarle, adivinó sin duda el animal mis malas intenciones, se puso furioso y se lanzó contra mí.
Por instinto, más que por reflexión, procuré entonces una cosa imposible, esto es, huir. Vuélvome con tal propósito, y… ¡todavía me estremezco sólo al recordarlo! Vuélvome y veo a algunos pasos delante de mí un monstruoso cocodrilo que abría ya sus formidables mandíbulas para devorarme.
Imaginaos, pues, el horror de mi situación: por detrás, el león; por delante, el cocodrilo; a la izquierda un río rápido; a la derecha un precipicio, frecuentado, como supe después, por serpientes venenosas.
Aturdido, estupefacto ante tan horroroso como inminente peligro, caí en tierra; y el mismo Hércules, con su maza y todo, hubiera hecho lo mismo.
El único pensamiento que ocupaba ya mi espíritu fue esperar el terrible momento en que sentiría la presión de los dientes del león furioso, o de las mandíbulas del cocodrilo. Pero al cabo de algunos segundos oí un violento y extraño ruido, aunque yo no sintiera ningún dolor.
Levanto furtivamente la cabeza y veo con grata sorpresa que, impelido el león por el mismo arranque con que se había lanzado hacia mí, había penetrado de suyo y sin poderse refrenar en las abiertas fauces del cocodrilo, y en vano se esforzaba por sacar la cabeza de aquella dentada sima.
Levánteme entonces sin perder tiempo, tiré de mi cimitarra y de un tajo le corté al león la cabeza, cuyo cuerpo vino rodando a mis pies. Luego, con la culata de mi escopeta hundí cuanto pude su cabeza en el tragadero del cocodrilo, el cual no tardó mucho en morir atragantado.
Algunos instantes después de esta famosa victoria sobre tan terribles enemigos, llegó mi compañero de caza, alarmado por mi ausencia. Al ver los humeantes despojos de mi combate, me felicitó calurosamente, envidiando mis laureles. Medimos después el cocodrilo y resultó que medía cuarenta pies de París… y siete pulgadas, para mayor exactitud.
Cuando contamos tan extraordinaria aventura al gobernador, envió un carro con suficiente número de hombres a buscar los monstruosos animales. Un peletero del lugar me hizo con la piel del león cierto número de bolsas de tabaco, de que distribuí parte a mis amigos de Ceilán, y de las que me quedaron, regalé después a los burgomaestres de Amsterdam, que quisieron que aceptara a cambio un obsequio de mil ducados.
La piel del cocodrilo fue empajada, según el método ordinario, y figura hoy día con honor en el Museo de Amsterdam, cuyo conserje cuenta mi vida y milagros a los visitantes. Debo advertir, sin embargo, que el buen hombre añade muchos pormenores de su propia invención, que ofenden gravemente la verdad y la verosimilitud.
Dice, por ejemplo, que el león se corrió a toda la longitud del cuerpo del cocodrilo, y que en el momento de salir por la parte opuesta a la de su entrada, el ilustrísimo barón, según tiene la costumbre de llamarme, le cortó la cabeza, cortando a la vez tres pies de cola del fiero cocodrilo.
El cocodrilo, añade el chusco del conserje, profundamente humillado por esta mutilación, se retorció, arrancó la cimitarra de manos del barón, y se la tragó con tal y tanto ahínco, que la hizo pasar por mitad del corazón y murió instantáneamente.
No hay para qué decir, señores, cuánto afecta mi modestia la impudente y gárrula elocuencia del dichoso conserje del Museo de Amsterdam.
En el siglo de escepticismo en que vivimos, las gentes que no me conocen podrían ser inducidas, en virtud de tan groseras mentiras, a poner en duda la verdad de mis aventuras reales y positivas, como hechos estrictamente históricos, cosa que ofende gravemente a un hombre de honor.