90 millas hasta el paraíso - Eranosián Vladímir 10 стр.


– Mickey Mouse no será lo único que podrás ver allí.

– ¿Y una nueva patineta?

– En ella irás a ver a Mickey Mouse – lo expresó con mordacidad este, cansado del interrogatorio estúpido del niño.

– ¿Habrá un machete de juguete en un estuche de cuero con motivos indios y con el perfil de Hatuey9? – siguió preguntando el chico melindroso.

– ¿Para qué necesitas un machete de ese tipo? Fíjate, tengo uno verdadero. Con él se puede cortar tu lengüita desobediente, si no cesa de desembanastar… – La amenaza no parecía ser tan inofensiva, en especial para Eliancito, que se asustó no tanto del irritado tono del conocido de mamá, sino del aspecto amenazador de su machete con un mango macizo hecho de madera rosa.

– ¿Es obligatorio que te la pases asustando al niño? – intervino la madre.

– No te enojes con él, niña mía – como siempre surgió a tiempo doña María Elena, fumando un cigarro – Todo eso tiene lugar por las divisas malditas. Le hicieron perder la cabeza al pobre chico. Ahora lo está pagando con el propio trabajo. Está tan atareado que no le queda tiempo para elegir las adecuadas expresiones. Querida, deberás comprenderlo. Es que él también está esforzándose por ti. En primer término, es por ti, nena.

– Quiero ver a papá… – mirando con esperanza a su mamá, pidió Eliancito.

– Ahora él es tu papá, – la vieja anciana con el cigarro en la boca, parecía ser un babalao10, indicó al conocido de mamá.

– No hay dos papás. ¡Papá ha de ser solo uno! – rechazó esas palabras el niño, apretando los labios y buscando con los ojitos la afirmación de su conclusión, aunque fuera con una gesticulación mímica aprobatoria de su mamá. Pero esta no reaccionó siquiera a su réplica. Permanecía callada.

– ¿Es verdad, mamá? – lanzó un grito Elián, tirándola de la manga.

La mujer no contestaba al hijo, observando ensimismada al último viajero que subió a bordo, en cuya mirada pudo leer sus propios pensamientos.

A Don Ramón Rafael, se le podía oír gimiendo, era el padre de Lázaro. El hijo y la mujercita de él pudieron convencerle de trasladarse solamente mediante un ultimato directo, afirmando que si él continúa obstinándose – desamarrarán solos.

¿Cómo él, una persona solitaria y de edad avanzada, podrá vivir luego sin sus familiares? Sean como sean, pero son los más allegados. Si parara a estos “viajeros”, lo martirizarían luego con reproches, chantajes y cavilaciones. Le pondrían el gorro a él, acusándole de que por culpa suya no materializaron en la práctica su sueño y no llegaron hasta el paraíso en la Tierra.

¿Quién sabe dónde está ese paraíso? Puede ser que esté aquí, en Cuba… Si una persona habla constantemente, que está viviendo mal, el Señor puede mostrarle como es “realmente mala la vida”. Cuando un hombre ve lo bueno hasta en condiciones donde la

vida no es muy fácil, Dios mostrará lo que es “verdaderamente bueno”.

Puede ser que Fidel de verdad sea profeta, semejante a Moisés. Cuarenta años a partir de 1959 estuvo él indicando el camino limitándose a una isla, explicando que no hay nada que buscar, que en realidad se hallan en el paraíso. En su isla poblada por miles de animales excepcionales y no hay ninguno que sea venenoso. Donde los árboles sagrados e imponentes, la ceiba, que crece junto a Caesalpinias fogosas. Donde se abre la mariposa nívea, y gorjea la diminuta ave tocororo, cuyo plumaje azul-rojo-blanco se asemeja a la bandera cubana. Quizás transcurridos cuarenta años de andanza por la isla su tierra se haya convertido en un paraíso, además, llegó a ser el Edén con ayuda de sus manos cansadas, que con la misma obstinación saben manejar el arado y el fusil…

– Debes ir por tu hijo – así se expresaba María Elena, instruyendo a don Ramón para el lejano camino – aquí estará perdido, se pudrirá en las mazmorras de Raúl. Allí se abren inimaginables perspectivas… Tu hijo te necesita. No lo traiciones.

… Cuando el caudillo de la primera guerra por la independencia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes, fue puesto por los españoles ante la opción de salvar a su hijo natal o traicionar a la patria, el héroe prefirió sacrificar la vida del hijo a rescatarla mediante el precio de la traición.

Don Ramón Rafael se orientaba bien en la historia, pero no creía poder ser capaz de un acto de heroísmo. Por dentro se arrepentía por la bajeza de espíritu y con todo corazón sentía que estaba cometiendo un error, pero, acostumbrado a seguir la corriente, como si fuera un zombi, entraba en un río turbio lleno de ilusiones ajenas, sin saber a dónde lo llevaría la corriente tempestuosa.

– ¡Dame el extremo! ¡Tíramelo! – Vociferaba Lázaro a un torpe jovencito, el cual intentaba sacar la soga del bolardo – ¿Por qué eres tan lento?… ¡Apaga el motor, la soga se puso tensa! No lo podrá hacer este debilucho…

– ¿Puede ser que demos marcha atrás? – preguntó de manera insegura el duro de oído Bernardo, que se asumió voluntariamente el modesto papel de contramaestre, pero, poniéndose al timón, inmediatamente creyó ser Magallanes.

– ¡Apaga el motor y apártate del timón, idiota! – ordenó Lázaro, mientras acompañaba sus exigencias con gestos expresivos…

– ¿Estás seguro de que luego lo pondremos en marcha? – Lo dudó el contramaestre rechazado, aunque se sometió al cacique, paró el motor con pocas ganas, bajó del puente de mando y con aire sombrío se dirigió al escotillón que llevaba a la bodega. Mejor sería ir a comprobar el remiendo hecho con soldadura en caliente, ejecutado de prisa en la sala de máquinas, que oír todo tipo ofensas. Realmente, en esta embarcación oxidada de los días de Batista, que era tan caduca, como el submarino alemán, hundido en estas aguas a mediados de la Segunda Guerra Mundial, había más de un remiendo bajo la línea de flotación. Pero Lázaro y su “contramaestre” solamente sabían la existencia de un agujero remendado.

– ¡Tira la soga para sí, pachucho! – Vociferaba a todo grito Lázaro, – Ahí está, holgazán. ¡Tírala a bordo! Por fin. ¡Desamarramos! – Hacía todo lo posible para que lo vieran en acción – decía palabrotas, se agitaba, se acaloraba…

A duras penas al motor se le aclaró la voz a fondo. Este comenzó a traquetear con aire enfermizo y apenas podía arrastrar a los fugitivos hacia el horizonte tras el cual se extendía la deseada Florida – puesto avanzado del sueño americano.

– ¡Yo quiero ver a papá! – mirando el agua tempestuosa tras la popa, Eliancito les hizo recordar que estaba a bordo.

– ¡Cálmalo, o si no yo lo tranquilizo! – Enseñó los dientes como un lobo a Elizabeth, le advirtió groseramente Lázaro – llévalo al camarote.

– Ahí tampoco hay sitio – le contestó Eliz mostrando la cara de pocos amigos y apretó al niño contra el pecho.

“Este Lázaro tiene un machete afilado, como una cuchilla. De estar mi papá aquí, sabría cómo arreglárselas…” – pensó Elián, y este pensamiento grato, junto con la manta de lana, con la cual mamá tapó al niño, empezó poco a poco a adormecer al joven pasajero del yate maldito. El aspecto poco atrayente de esta barcaza del sueño de manera adecuada correspondía a lo que le estaba predestinado por la suerte, ser el último refugio para los doce ciudadanos de Cuba, que se iban en búsquedas de una vida mejor.

La mayoría de ellos, a semejanza de Lázaro, no apreciaba su ciudadanía. Algunos, como don Ramón, quedaron sometidos a la voluntad ajena y seguían yendo por el trayecto trazado. Otros, como Elizabeth, actuaban instintiva y espontáneamente, obedeciendo a la primera emoción y prestando oído solo a una amargura fugaz y una ofensa insoportable a primera vista. Esto es una bien marcada característica de las mujeres latinoamericanas. Pero había entre esos desdichados, afectados por el virus de la desesperación y otros que intentaban hallar el suero de la salvación, no en el lugar donde lo producían, un hombrecillo que vagamente se imaginaba a donde lo llevaba una fea y destartalada embarcación del miedo, a la cual no se sabe por qué la tomaron por un deslumbrante buque níveo de la Esperanza…

* * *

Las incansables olas se batían contra los bordes, haciendo aflojar el yate, como un río feroz lanza de un lado al otro la canoa de los descuidados “extrémales” – fanes del balsismo. El mareo, novia eterna de la tormenta, cubrió a todos con un velo inmovilizador.

La gente, no acostumbrada al balanceo, vomitaba ahí mismo, en el camarote, sin atenerse a las reglas de urbanidad, y, ahora ya en voz alta, maldecía a Lázaro. En efecto, él convenció a todos que, habiendo calma en el mar y siendo el tiempo despejado, las lanchas fronterizas estarían yendo y viniendo por todos lados, lo que significaba que no se podía evitar la desgracia. Mientras que, en un día nublado, acompañado de una tormenta leve, no podrían ser abordados. En condiciones de mala visibilidad podrían pasar inadvertidos… Sería mejor que los advirtieran.

Uno de los remiendos en el fondo, junto a la quilla, estaba despegándose, y por ahí dejaba pasar el agua…

El ingenioso plan del intrigante se volvió contra él mismo. Transcurridas seis horas, después de iniciarse la travesía a ciegas, el motor exprimió de sí todos los jugos y se puso a escupir con gasóleo de mala calidad. En definitiva, bramando dentro de sus límites de potencia, empezó a rugir como una fiera herida de muerte, y en un instante se paró, o se deterioró o simplemente murió, y al final despidió hollín.

Lázaro no habría podido comprender la causa de la rotura, y no lo intentaba siquiera. La barcaza venía inclinándose estrepitosamente al borde izquierdo, y al mismo tiempo se hundía en el mar por el lado de la toldilla. Parecía ser, que el agujero se formó atrás en el lugar de aquel remiendo de acero. La presión del agua lo hizo saltar, como si fuera un corcho de champaña.

Ahora nadie pensaba acerca de los hábitos náuticos del piloto-impostor. El pánico no deja lugar a las reflexiones cuando todos concibieron que el buque estuviera hundiéndose, el miedo ya había expulsado los últimos focos del raciocinio. Los ancianos fueron las primeras víctimas. No pudieron salir siquiera a la cubierta superior. El camarote quedó inundado en unos segundos. Entre ellos quedaron sepultados los padres de Lázaro, doña María Elena y don Ramón, y cinco desgraciados más.

Una enorme ola cubrió la cubierta sin que dejara la mínima posibilidad de encontrar allí un refugio. Ahora la gente estaba cara a cara contra el mar. La barcaza, mejor dicho, los restos que quedaron de esta, se despedía expidiendo los últimos gorgoteos y pompas efervescentes…

Hallándose fuera del yate, Elizabeth vio a unos pobretes que se ahogaban, los cuales uno tras otro iban hundiéndose. No gritaba como los mayores, no pedía ayuda. Allí, a unas veinte yardas de ella, estaba el pequeño Eliancito. Él combatía contra las olas, sintiendo que ya se le agotaban las últimas fuerzas, y bataneaba con sus pequeñas palmas el océano cruel. Tenía miedo. No podía ver sus salpicaduras, se lo impedían hacer las olas pesadas, de las cuales se hacía más y más difícil escurrirse.

Su padre todavía no aparecía… ¿Dónde está? Ahora aparecerá el salvavidas, y luego llegará a nado su taita. Obligatoriamente llegará hasta aquí, habrá que resistir un poquito. Es que su papá le enseño a nadar…

Juan Miguel en este momento realmente venía corriendo para socorrerle. Se aproximaba a la orilla inconsciente, la arena porosa le obligaba a desacelerar la velocidad, pero ya el agua le llegaba a la rodilla. Apartando con las manos las olas endiabladas, iba avanzando más y más. Estas le pegaban bofetadas, haciéndole borrar al mismo tiempo las lágrimas de su desesperación. Él gritó por su incapacidad y presintiendo algo muy horrible…

La nota, esa extraña nota de Elizabeth con una palabra alarmante “Perdóname”. Una súplica humana, expresada mediante un verbo en forma imperativa. “Perdóname” siempre lleva prácticamente un significado global, y casi nunca se refiere un deseo de ser indulgente por alguna culpa concreta. Por eso, probablemente, es más fácil implorar perdón por todo lo hecho. “¿Por qué perdonarle?… – Juan Miguel estaba atormentado por las dudas, – ¿Dónde está Eliancito? ¿Para qué Eliz se llevó todo el dinero? ¿Qué ocurrió?

Algo desconocido lo empujó afuera, a la calle, a la avenida, al océano… Iba guiado al encuentro por la inminencia.

Las olas le pegaban en el pecho, mientras que él solamente intentaba resistir y no cometer una locura. Quería moverse a nado y no pudo explicarse a sí mismo hacia adónde y para qué… Se sentía como una partícula de arena, impotente e inútil. Pero en este mundo había una persona, un hombrecito mucho más vulnerable, este era su Eliancito. Ya por eso no debía ser debilucho. Es que él es el padre…

– ¡Elián!… – gritaba Juan Miguel a la lejanía infinita, pero su voz iba perdiéndose en un ruido roncador de las hileras amenazadoras. Las falanges alineadas de las olas venían avanzando, y la presión iba creciendo. Ellas lo hacían revolotear con escarnio, intentando tragarlo con los molederos remolinos de espuma, pero el hombre permanecía parado, seguía llamando a su hijo:

– ¡Elián!…

Su niño permanecía callado. Sabía que su papá lo estaba mirando, que él de un instante a otro le tendería la mano y lo salvaría. Como en aquella ocasión… Su papá no dejará que él se ahogue…

Ya no había ninguna barcaza. Elizabeth pudo visualizar una figura más, estaba al lado, a unas diez yardas, agarrada a un neumático inflado. Lázaro se valía de él para desplazarse por el agua y era el único accesorio de salvamento que había en la embarcación ya hundida. Con la mano libre remaba en dirección opuesta al lugar donde Eliancito, con sus últimas fuerzas, pretendía mantenerse a flote.

– ¡Vuelve! ¡Atrás! – rogó Eliz, Lázaro se encontraba más cerca a su hijo. Pero su llamamiento condenado quedó sin respuesta. Él continuaba alejándose, sin poder imaginar que la desolación dio a Eliz un increíble coágulo de energía, la obligó a tomar una decisión drástica.

Ya no nadaba, sino que se empujaba del agua con las manos y los pies, avanzando precipitadamente. Parecía que las olas la estaban apretando. La distancia hasta su ex amante iba disminuyendo. En total eran cinco yardas, tres, dos, una y he ahí su pie… Ella ya lo agarró del tobillo y con fuerza dio un tirón hacia sí. Ella misma, habiendo alcanzado el neumático, como si fuera una martillista, lo hizo girar hacia el lugar donde supuestamente se encontraba Eliancito. Aplicando todas las fuerzas disponibles, hizo sacar del pecho la última posibilidad de salvar al más querido, que tenía ella, a su primogénito, al hijito suyo.

¿Dónde está? ¿Acaso es tarde? ¿Puede ser que todo ha acabado? La vida de ella no vale nada, solamente hacerlo a tiempo, solamente llegar al lugar donde está el pequeñuelo…

Algo la tiraba hacia atrás. Era la mano musculosa de Lázaro. Emergió del torbellino oceánico que le estuvo dando vueltas. Eliz se dio vuelta a él… y sintió un fuerte golpe. Un potente puñetazo en el entrecejo. No sentía dolor. La sangre brotó como un chorro y la ola se la lavó con un manotazo salado.

Por primera vez le pegó. Era más fuerte. Pero ella era más audaz. Este intentaba salvar su vida, y ella la de su niño. Esta era su principal superioridad. Perdió el sentido por un instante y al volver en sí reanudó la persecución.

Las olas parecían burlarse de Lázaro, organizando danzas delante de su nariz, e impidiéndole determinar el lugar donde se hallaba el neumático. ¿Y qué misterio es esto? ¡Otra vez la bruja! Había que asestarle un golpazo en la frente y así acabar para siempre con ella. La mujer lo agarró con las dos manos, ¿y qué está haciendo? ¿En qué está pensando? La pegaba en la cabeza, le pinchaba los ojos con los dedos, le arrancaba el pelo… Todo era inútil.

– ¡Suéltame! – vociferaba frenéticamente en un estado de pánico el desgraciado piloto anheloso. Ya tenía presa de muerte la nuez de la garganta y lo arrastraba al fondo, tras sí, ya que había decidido firmemente alcanzar las profundidades del océano en compañía de un varón. ¿Habría que enterarse si estaba allí el niño y si logró alcanzar el neumático?… Ella moría, liquidando la amenaza a Elián.

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