Él terminó muy inspirado, y la multitud se puso a aplaudir. Todos menos una persona…
Mirta se equivocó cuando supuso que el padre de Fidel, don Ángel Castro Argiz, recibiría las invitaciones para la velada en el “Nacional”. En primer lugar, don Ángel vivía en la lejana provincia de Oriente, en segundo lugar, era un terrateniente de recursos medios, poco destacado para el público capitalino, además, poseía una mísera instrucción, aunque de manera muy activa abordaba la política. Tercero, siendo villano de origen, inmigrante de la paupérrima provincia española de Galicia, Ángel llegó a alcanzar todo en la vida valiéndose de su listeza humana y las cansadas manos callosas. El ex campesino gallego se sentía incómodo, hallándose entre los altaneros herederos de enormes latifundios, a pesar de tener sus abundantes cosechas de caña de azúcar, las que se hicieron leyendas en las inmediaciones de Santiago.
Los chismosos solían decir que don Ángel estaba ganando hasta trescientos pesos al día. Esta información originaba una insana obsecuencia con relación a su hijo Fidel en las almas de los condiscípulos del niño en el Colegio de la Orden de los Jesuitas.
Hubo un período que, a este emprendedor hombre de negocios, que poseía la más lujosa y magnífica vivienda, lo frecuentaban los politicones de Santiago. Estas conversaciones y promesas fácilmente convencían al confiado don Ángel que este ofrendara considerables sumas a las campañas electorales. Como resultado el dinero, que logró alcanzar con sudor y noches sin sueño, desaparecía en la nada.
No hay mal que por bien no venga. Tras estos contactos absurdos don Ángel se puso, por fin, a prestar oído al raciocinio y a la exhortación de su cónyuge semianalfabeta, oriunda de la provincia de Pinar del Río, Lina Ruz González. La querida esposa consiguió alcanzar el fin deseado, deshabituó a los huéspedes chinchorros y pedigüeños y le quitó las ganas a su esposo de meterse en proyectos dudosos.
El miedo ante los engreídos alfabetizados don Ángel lo llevaba por dentro. Por eso doña Lina no tenía que persuadirle para que asignara dinero a la educación de los chicos. La ambición por el saber se hizo culto en la familia de Castro. Los niños agradecidos pagaban a los padres cuidadosos con su aplicación en los estudios.
El graduado del colegio católico “Belén”, el hijo de don Ángel Castro y doña Lina Ruz, Fidel, junto con el diploma de graduación de la institución docente jesuita recibió del rector monseñor Savatini un diploma de despedida, en el cual se decía: “Fidel Castro Ruz pudo ganarse en el colegio una plena admiración y el amor. Quiere dedicarse a las ciencias jurídicas, y no dudamos que en el libro de su vida inscribirá numerosas páginas maravillosas…”13
En 1945 Fidel se hizo estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Teniendo en cuenta el único defecto de su padre, al cual podían embrollar los granujas de vasta cultura, y, habiendo heredado de su madre la insaciable pasión por los conocimientos, Fidel muy temprano se aficionó a la lectura. Hasta emprendiendo viajes lejanos, por ejemplo, hallándose en la tempestuosa Colombia, insubordinada al régimen pro americano, en la mochila de uno de los líderes estudiantiles de La Habana, cuyo apellido era Castro, apenas cabían cuidadosamente encordeladas pequeñas pilas de libros de literatura e historia. Los amigos se reían del ascetismo y los cachivaches del joven, ya que en realidad creía que podría sustentarse por veinte centavos al día, sin que nada le faltara…
Risa con risa, pero en una celda solitaria, en un calabozo de la isla de Pinos – réplica funesta de la prisión estadounidense de Sin-Sin – precisamente el amor abnegado a sus acompañantes-libros, que embellecían la reclusión forzada y ayudaban a olvidar el completo aislamiento, en cierta ocasión ese amor le salvó la vida. El celador, que había recibido la orden de envenenar al caudillo de los rebeldes, se compenetró de gran respeto al preso audaz después de un caso increíble…
Aquel día en la isla se desató un huracán terrible. El cielo expelía truenos y ráfagas, sollozando con una incesante lluvia tropical. Pues, en ese momento del cataclismo, cuando el agua brotó de todas las redendijas y fisuras en las cámaras, el recluso Castro lo primero que hizo fue lanzarse a salvar sus libros. Fidel, habiendo sido advertido por el fallido asesino, rechazó el bodrio de Batista, y declaró el inicio de una huelga de hambre contra las condiciones inhumanas del mantenimiento de los detenidos.
Luego le permitirán verse con Mirta, y ella, como siempre, se pondrá a convencerle de que reniegue de esa “lucha desprovista de sentido” y reconozca la legitimidad de la junta a cambio de la amnistía. Fidel hizo para sí una observación muy notable a partir del lejano momento del encuentro entre ellos en el hotel “Nacional”, la apoliticidad de la chica no sufrió ningunos cambios visibles. Aquella fue la primera cita de los dos. La que se había dividido en dos encuentros en un solo día. Era un día de agosto de 1947. Fue muy fogoso, hasta demasiado fogoso…
– Eres tú de nuevo, y vuelves a destacarte de la multitud, no solo por la estatura, sino por un muy marcado desprecio hacia el orador – Fidel se alegró al oír una vez más la vocecita de la rubia “caquéctica” huesuda.
– Orador – eso no se refiere a él. Es simplemente un can, que brinca en las patitas traseras esperando recibir un huesito grasoso – saludó fríamente a la nueva conocida.
– ¿Tú viniste a contemplar una función de circo? ¿Es que tú en realidad eres indiferente a tales juergas, qué estás haciendo entonces aquí?
– ¿Puede ser que vine esperanzada de verte? – hizo pasar la conversación a otro plano el “macho” – estudiante de derecho de segundo año, que llevaba bigotes ralos – lo que desconcertó a la estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras.
– ¡Para qué necesitas a una tonta de nacimiento, es que nací rubia! – con desafío lo dijo la chica.
– No sé por dónde empezar. Se acumularon dos causas enteras para que yo acuda aquí invitado no invitado.
– ¿En qué sentido no invitado – no comprendió Mirta – acaso tu familia no recibió la invitación?
– No.
– ¿Cómo entraste sin ella?
– La robé.
La respuesta hizo sonreír a la guapa. Él no tergiversaba la verdad. La invitación ingresó en la Universidad de La Habana en un solo ejemplar y llegó a nombre de un líder formal de una organización juvenil que no gozaba de autoridad. Los estudiantes radicales no reflexionaron mucho rato, quién debía ir a la velada. Se había decidido aprovechar la tribuna para hacer una declaración política. No encontraron tiempo para organizar una acción, pero el ardor revolucionario acaloraba la sangre joven.
Mientras tanto, Mirta ardía por enterarse de cuáles eran las dos causas que motivaron a este galán a visitar el hotel “Nacional”, donde se había reunido una tan desagradable compañía para él:
– Ahora relátame acerca de los dos motivos que te empujaron a venir a esta cloaca de aduladores y payasos. ¿Espero que la causa primordial sea yo? ¿Probablemente querías verme para disculparte por la grosería tuya?
No tuvo tiempo Mirta en recibir, aunque sea una mínima respuesta, y en ese instante entró con violencia en el hotel, aullando y ululando, una bandada de representantes de la vanguardia revolucionaria del estudiantado de La Habana. Unas cuarenta personas, principalmente jóvenes no mayores de veinte años, se precipitaron al vestíbulo, arrollando en su camino a los guardias, porteros y maestresalas, gritando consignas antigubernamentales, tirando contra los burgueses y plantadores tomates podridos.
– ¡Esta es… la causa principal! – gritó con furia Fidel, y, dispersando al público con los codos, se dirigió a la escena.
Le atajaron el camino mocetones robustos de la seguridad personal de Grau. Al lado de la tribuna se entabló una pelea. Los compañeros de Fidel llegaron a tiempo para prestarle ayuda.
La mímica no adecuada de los músicos de la banda de jazz y la confusión del animador contrastaban con el empuje seguro de los golfos. Se ofreció a aplastar el ataque de los rufianes desaforados el edecán de Batista, enfurecido del impacto directo del tomate a su nuevo uniforme de gala. Disparó hacia arriba con una pistola tipo “Beretta”, pero acertó desafortunadamente en una enorme araña de cristal. Una lluvia de trocitos empezó a caer sobre el público, que hace poco tiempo se veía muy pausado, lo que conllevó a un desenfrenado atropello lleno de pánico entre ellos. Varias damas cayeron desmayadas y sus esposos intentaban torpemente portarlas lo más lejos posible de la bacanal. El poco exitoso tirador, habiendo advertido que, a su patrón, al presidente, y a la delegación de los huespedes los apartaron muy lejos del pecado, concibió que no había ante quien hacerse el héroe, y se dirigió a pedir refuerzos.
Habiendo alcanzado la tribuna con el escudo de Cuba, uno de los jóvenes patriotas arrancó del mástil decorativo la bandera estrellada a rayas, la arrugó y la tiró a la multitud. Luego vociferó algo al micrófono, que no tenía nada que ver con el momento de la acción, sería algo sobre la flora y fauna. Solo comprendido por él, su lenguaje de metáforas profundas resulto ser inaccesible al auditorio, por su contenido como tal, y tampoco porque alguien ya había desconectado los micrófonos. La decepción no doblegó al joven, aspiró un metro cúbico del aire y vociferó a grito pelado:
– ¡Gringo! ¡Go home!
Esta réplica la comprendieron todos, periódicamente, o, aunque sea una vez en la vida, la pronunció cada uno, pero en total el “speech” no fue exitoso. Al fallido Cicerón lo hicieron bajar de la tribuna tres pares de manos velludas. El vestíbulo lo inundaron los policías y los militares con fisonomías sombrías y gente vestida de paisano con jetas de shar-pei. Los civiles daban órdenes a los que llevaban uniformes. A los alborotadores pronto los hicieron retroceder hacia la salida. Ahí les dieron una buena paliza aplicando las porras. A alguno de ellos le ataron las manos y los cargaron en los coches de la policía y en un camión militar.
Fidel de nuevo evitó el arresto. Es que los que intentaban doblegarle se hallaban tendidos en el parqué lacado, contrayéndose del dolor, como si fueran Bandar-logs, enganchados con la pata del temible oso Baloo.
¿Y Mirta qué?… Ni un solo paso se separó del héroe alocado. Apenas se hubo aclarado que la acción espontánea de los estudiantes fracasó estruendosamente, y el orden en el hotel poco a poco iba restableciéndose, ella, sin incomodarse, lo tomó del brazo y lo condujo a la salida.
Una dama de ciertos kilos encima, en un vestido de gala, de repente, refunfuñó a espaldas y luego lanzó un chillido, mostrando con un abanico plegado en dirección del fortachón:
– ¡Este es su dirigente! ¡Este es su guía! ¡Ese joven robusto con bigotes asquerosos!
Es bueno que las exclamaciones de la señora desaparecieran en ese griterío. La misma Mirta, como un gato salvaje, refunfuñó de manera amenazante a la delatora. Aquella, sin encontrar respaldo, desplegó el abanico y se puso a agitarlo, siguiendo resoplando de calor o de rabia.
El edecán de Batista arribó con un refuerzo, finalizando ya el espectáculo. No pudo interceptar a su ofensor, al lanzador de tomates despeluzado. Tuvo suerte el hooligan. Si lo hubieran agarrado, lo primero que habrían hecho con él, lo obligarían a lavar a mano el uniforme estropeado.
– ¡A rodear el hotel! ¡Dispérsense por el perímetro! – iba dando sus órdenes tardías a los soldados, mirando de un lado a otro en busca de su patrón…
En lo que se refiere a Fulgencio, esa insolente acometida de los desbocados radicales favoreció a su política. Meyer Lansky y Sam Giancana una vez más pudieron convencerse de la incapacidad del presidente Grau de evitar tales intervenciones por parte de los extremistas. Es que justamente la travesura proveniente de la juventud desarmada y de cara amarilla diríamos que son unas “florecitas” en comparación con las “bayas”, que representan una amenaza real de la oposición de izquierda.
– Él nunca pudo vaticinar un fenómeno y adelantarse a él – el ex escribano-parvenú del estado mayor a sus dueños norteamericanos.
– ¿Podrás hacerlo? – Lansky le miró como fiera carnívora.
– He sido creado para esto – le aseguró Fulgencio – haré pudrirse a esos holgazanes en las prisiones y voy a castigar a los incitadores de los desórdenes. Los fusilaré sin juicio alguno. Crearé una estructura especial destinada a cazarlos. Abriré la temporada de caza de los rojos.
– En este caso no te diferenciarás en nada del dictador Machado y te derrocarán también – expresó su opinión Sam Giancana.
– No te olvides que Machado en el año 1933 huyó a las Bahamas justamente gracias a nuestro amigo Fulgencio – le hizo recordar Lansky, satisfaciendo así a Batista y añadió – Está bien, te haremos presidente y te regalaremos este lujoso hotel “Nacional”. Pero recuerda que hemos gastado y aún gastaremos aquí cantidad de dinero. Hay que decir que de manera argumentada exigiremos la protección de nuestras inversiones en tales proyectos.
– El ejército de Cuba está a vuestra disposición – como si hubiera dado parte Fulgencio conmovido.
– Y a tu disposición tienes a la “Cosa Nostra” – se sonrió Sam. Esa réplica venía oliendo a intimidación. Pero Batista no temía enfrentarse a la responsabilidad. Él sabrá cómo ganarse los favores y ante la mafia, y ante la CIA, cuando reciba el poder ilimitado sobre su propio pueblo. Estaba dispuesto a santificar su juramento de lealtad a los que donan el poder con sangre. No con la suya, sino del altar de sacrificios humanos. Sus antepasados, indios de la tribu siboney, hallándose en un estado de éxtasis religioso, no registraban cuántos serían los sacrificados que deberían satisfacer a sus ídolos.
– ¡Capo, aquí hay alguien! – uno de los guardaespaldas informó eso al jefe. Giancana se apartó bruscamente de los arbustos, donde vio en ese lugar una visible agitación. Otros dos guardias ya habían sacado sus revólveres para rechazar el ataque y proteger a Lansky y Giancana. Fulgencio también sacó de la cañonera su pistola, con una empuñadura incrustada y un grabado con la imagen de una, única en su especie, mariposa cubana en el cañón y tomó la pose de guardaespaldas.
– ¡Jefe, aquí en los arbustos hay una dulce pareja! – se sonrió un gánster desdentado. Mirta, en un abrir y cerrar de ojos se orientó debidamente en la situación y cubría de besos a Fidel. Sea como sea, no diríamos que él intentaba oponerse. Al contrario, a los oradores le gusta besarse con las chicas guapas.
– ¿Mirta Díaz? – Batista hizo grandes ojos de la sorpresa – La conozco. Es la sobrina de mi futuro Ministro del Interior. ¿Con quién estás?
– Es mi amigo, Fidel. Es el hijo de un latifundista de Birán – con un tono suplicante susurraba la chica – no se lo cuente, por favor, a mi tío y a mi padre.
"Por favor" en sus labios sonó con aire suplicante y servicial. A Fulgencio eso le pareció la única y verdadera entonación en este caso concreto. Naturalmente, no se pondrá a desenmascarar a la jovencita ante el severo padrazo, otra vez exhibirá la condescendencia, la cual no le costará nada.
Giancana perdió el interés por la pareja descubierta y habiéndose despedido de Lansky y Batista, se dirigió a sus apartamentos. Mientras Lansky mostró una mayor curiosidad.
– Parece que el joven “perdió la palabra” – picó este a Fidel – ¿Do you have an invitation?14
El joven permanecía callado. Esto podía ser solamente entendido porque él no dominaba el inglés. La chica suplicaba a Dios que el muchacho no se descubriera. Pero, parecía, que de ella ya nada dependía. Se acercó a Batista corriendo su edecán jadeante. Probablemente, para reportar algo. Pero al ver a la persona bigotuda, a este le indicó con el cañón de la “beretta”, expresándose así: