Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacéis de ello para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rama hermosura a pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos e inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertad a Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos.
Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es fuerza ponerse en lugar del vulgo gentilicio, que en un tiempo dado (todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades. Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano.
Dafnis y Cloe, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado e idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos e ignorantes, contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida selvática: él, sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es shocking, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto, hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil, etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto e insufrible.
La novela de Dafnis y Cloe es, pues, lo que debe y puede ser, y, tal como es, es muy linda.
Su autor imita, sin duda, a los antiguos poetas bucólicos, a Teócrito sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente, y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia.
Dafnis y Cloe, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, de novela idílica o de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún, mutatis mutandi, no sólo a Pablo y Virginia, sino a muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta a una que compuso en español, pocos años ha, cierto amigo mío, con el título de Pepita Jiménez.
De estas novelas en prosa se ha pasado también al componerlas en verso, tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas o burguesas que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande, cuando se aciertan a pintar con la debida sencillez homérica. En vez de cantar a los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos idilios modernos a sujetos de condición humilde. Los dos más bellos modelos de tal género de composición, en nuestros días son Hermann y Dorotea, de Goethe, y Evangelina, de Longfellow. Algunos de nuestros mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco o seis años. Así Campoamor, en los que llama Pequeños poemas, y Núñez de Arce, en otro que titula Idilio.
Grecia también nos dio el ejemplo de esto, al ir a expirar su gran literatura. En el siglo V, o después (porque así como nada se sabe de quién fue Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo en que vivió), hubo un cierto Museo, a quien llaman el gramático o el escolástico, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la novela en verso de Hero y Leandro, que es un idilio por el estilo de los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un pequeño poema precioso. Ganas se lo han pasado al productor de Dafnis y Cloe de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo segundo. Entretanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de sus muchas faltas.
Proemio
Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado a las Ninfas, vi lo más lindo que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola fuente alimentaba árboles y llores; pero la pintura era más deleitable que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos forasteros acudían allí, atraídos por la fama, a dar culto a las Ninfas y a ver la pintura.
Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales a los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar, pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró deseo de ponerlas por escrito; y habiendo buscado a alguien que me explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros, que consagro al Amor, a las Ninfas y a Pan, esperando que mi trabajo ha de ser grato a todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del triste, recordará de amor al que ya amó y enseñará el amor al que no ha amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren. Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos otros.
Libro primero
Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca piedra. No semeja, a la vista, ciudad, sino grupo de islas.
A unos doscientos estadios de Mitilene, cierto rico hombre poseía magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados, dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto a la mar, cuyas ondas besaban la arena menuda de la playa.
En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado, halló a un niño, a quien criaba una cabra. En el centro de un matorral, entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blanco césped, reposaba el infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía a menudo, y abandonando su cabritillo, asistía a la criatura. Lamón notó estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vio deslizarse con cautela entre las matas, a fin de no lastimar con las pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó más, y vio que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado habla un puñalito, cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fue cargar con aquellas alhajas y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo llevó todo, niño, cabra y alhajas, a su mujer, Mirtale, a la cual, para que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le contó lo ocurrido; cómo halló a la criatura, cómo la cabra la amamantaba y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron a la cabra su crianza. A fin de que el nombre del niño pareciese pastoral, decidieron llamarle Dafnis.
Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vio algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada a las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior, redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido a la cintura y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. A este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba a veces que se le había Perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo a su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno a modo de lazo, y entró en la gruta a fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vio lo que no esperaba: vio a la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, a una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya a una teta, ya a otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.
Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vio algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada a las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior, redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido a la cintura y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. A este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba a veces que se le había Perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo a su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno a modo de lazo, y entró en la gruta a fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vio lo que no esperaba: vio a la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, a una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya a una teta, ya a otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.
Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja a compadecer y amar a la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en el zurrón y rogó a las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte a la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la manada al aprisco, volvió a su cabaña, contó a su mujer lo ocurrido, le mostró a la niña, y la exhortó a tomarla por hija, ocultando cómo había sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego a la niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura y en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de Cloe.
Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas, las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado a la niña, ponían a Dafnis y a Cloe en poder de un mozuelo gentil a par que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas pequeñitas, el cual, hiriendo a ambos con la misma flecha, les mandó que fuesen pastores: a ella, de ovejas; a él, de cabras. No poco afligió a los viejos este sueño, que destinaba a sus hijos al oficio de guardar ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos, fiándose en las prendas halladas, por lo cual los hablan criado con el mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer a los dioses, cuya providencia había salvado a los niños. Y después de comunicarse mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban a adivinar), enviaron a los mozos a cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril: de qué modo ha de apacentarse antes del mediodía, de qué modo después de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran hecho príncipes, y amaron a sus cabras y corderos más que suele el vulgo de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida a una oveja, y él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono.
Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba, Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron a remedar lo que veían y oían. Oían cantar a los pájaros, y cantaban; veían brincar a los corderos, y brincaban gallardamente, y remedando a las abejas, cogían flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las ofrecían a las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno del otro. A menudo Dafnis hacía volver a la oveja que se extraviaba, y a menudo Cloe espantaba a las cabras más atrevidas para que no trepasen a los riscos. A veces uno solo cuidaba de ambos hatos, mientras que el otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras, y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. A menudo compartían ambos la leche y el vino, y se comían juntos la merienda que traían de casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas dispersas que a Dafnis y Cloe separados.