El Criterio - Jaime Balmes 3 стр.


No se nos hable pues de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no se oponga á tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?» Esta dificultad que seria razonable, si se tratara de un suceso aislado, envuelto en alguna oscuridad, sujeto á mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta contra el cristianismo es no solo infundada, sino hasta contraria al sentido comun.

§ IX

La imposibilidad moral ú ordinaria

La imposibilidad moral ú ordinaria, es la oposicion al curso regular ú ordinario de los sucesos. Esta palabra es susceptible de muchas significaciones, pues que la idea de curso ordinario es tan elástica, es aplicable á tan diferentes objetos, que poco puede decirse en general que sea provechoso en la práctica. Esta imposibilidad nada tiene que ver con la absoluta ni la natural; las cosas moralmente imposibles no dejan por eso de ser muy posibles absoluta y naturalmente.

Daremos una idea muy clara y sencilla de la imposibilidad ordinaria, si decimos que es imposible de esta manera todo aquello que, atendido el curso regular de las cosas, acontece ó muy rara vez ó nunca. Veo á un elevado personaje, cuyo nombre y títulos todos pronuncian, y á quien se tributan los respetos debidos á su clase. Es moralmente imposible que el nombre sea supuesto, y el personaje un impostor. Ordinariamente no sucede así: pero tambien se ha sufrido este chasco una que otra vez.

Vemos á cada paso que la imposibilidad moral desaparece con el auxilio de una causa extraordinaria ó imprevista, que tuerce el curso de los acontecimientos. Un capitan que acaudilla un puñado de soldados, viene de lejanas tierras, aborda á playas desconocidas, y se encuentra con un inmenso continente poblado de millones de habitantes. Pega fuego á sus naves, y dice marchemos. ¿Adónde va? A conquistar vastos reinos con algunos centenares de hombres. Esto es imposible; el aventurero ¿está demente? Dejadle, que su demencia es la demencia del heroismo y del genio; la imposibilidad se convertirá en suceso histórico. Apellidase Hernán Cortés; es español que acaudilla españoles.

§ X

Imposibilidad de sentido comun impropiamente contenida en la imposibilidad moral

La imposibilidad moral tiene á veces un sentido muy diferente del expuesto hasta aquí. Hay imposibles de los cuales no puede decirse que lo sean con imposibilidad absoluta ni natural; y no obstante vivimos con tal certeza de que lo imposible no se realizará, que no nos la infunde mayor la natural, y poco le falta para producirnos el mismo efecto que la absoluta. Un hombre tiene en la mano un cajon de caractéres de imprenta, que supondremos de forma cúbica, para que sea igual la probabilidad de caer y sostenerse por una cualquiera de sus caras; los revuelve repetidas veces sin órden ni concierto, sin mirar siquiera lo que hace, y al fin los deja caer al suelo; ¿será posible que resulten por casualidad ordenados de tal manera que formen el episodio de Dido? No, responde instantáneamente cualquiera que esté en su sano juicio; esperar este accidente seria un delirio; tan seguros estamos de que no se realizará, que si se pusiese nuestra vida pendiente de semejante casualidad, diciéndonos que si esto se verifica se nos matará, continuaríamos tan tranquilos como si no existiese la condicion.

Es de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica ó absoluta, porque no hay en la naturaleza de los caractéres una repugnancia esencial á colocarse de dicha manera; pues que un cajista en breve rato los dispondria así muy fácilmente; tampoco hay imposibilidad natural, porque ninguna ley de la naturaleza obsta á que caigan por esta ó aquella cara, ni el uno al lado del otro del modo conveniente al efecto; hay pues una imposibilidad de otro órden, que nada tiene de comun con las otras dos, y que tampoco se parece á la que se llama moral, por solo estar fuera del curso regular de los acontecimientos.

La teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones, pone de manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa distancia en que este fenómeno se halla con respecto á la existencia. El Autor de la naturaleza no ha querido que una conviccion que nos es muy importante, dependiese del raciocinio, y por consiguiente careciesen de ella muchos hombres; así es que nos la ha dado á todos á manera de instinto, como lo ha hecho con otras que nos son igualmente necesarias. En vano os empeñariais en combatirla ni aun en el hombre mas rudo; él no sabria tal vez qué responderos, pero menearia la cabeza, y diria para sí: «este filósofo que cree en la posibilidad de tales despropósitos, no debe de estar muy sano de juicio.»

Cuando la naturaleza habla en el fondo de nuestra alma con voz tan clara y tono tan decisivo, es necedad el no escucharla. Solo algunos hombres apellidados filósofos se obstinan á veces en este empeño; no recordando que no hay filosofía que excuse la falta de sentido comun, y que mal llegará á ser sabio quien comienza por ser insensato4.

CAPÍTULO V

CUESTIONES DE EXISTENCIA, CONOCIMIENTO ADQUIRIDO POR EL TESTIMONIO INMEDIATO DE LOS SENTIDOS

§ I

Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos proporcionan el conocimiento de las cosas

Asentados los principios y reglas que deben guiarnos en las cuestiones de posibilidad, pasemos ahora á las de existencia, que ofrecen un campo mas vasto, y mas útiles y frecuentes aplicaciones.

De la existencia ó no existencia de un ser, ó bien de que una cosa es ó no es, podemos cerciorarnos de dos maneras: por nosotros mismos, ó por medio de otros.

El conocimiento de la existencia de las cosas que es adquirido por nosotros mismos, sin intervencion ajena, proviene de los sentidos mediata ó inmediatamente: ó ellos nos presentan el objeto, ó de las impresiones que los mismos nos causan pasa el entendimiento á inferir la existencia de lo que no se hace sensible ó no lo es. La vista me informa inmediatamente de la existencia de un edificio que tengo presente; pero un trozo de coluna, algunos restos de un pavimento, una inscripcion ú otras señales, me hacen conocer que en tal ó cual lugar existió un templo romano. En ambos casos debo á los sentidos la noticia; pero en el primero inmediata, en el segundo mediatamente.

Quien careciese de los sentidos tampoco llegaria á conocer la existencia de los seres espirituales; pues adormecido el entendimiento no pudiera adquirir esta noticia, ni por la razon, ni por la fe, á no ser que Dios le favoreciera por medios extraordinarios, de que ahora no se trata.

A la distincion arriba explicada en nada obstan los sistemas que pueden adoptarse sobre el orígen de las ideas; ora se las suponga adquiridas, ora innatas, ora vengan de los sentidos, ora sean tan solo excitadas por ellos, lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos, si los sentidos no han estado en accion. Ademas, hasta les dejaremos á los ideólogos la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo podemos otorgarles tamaña latitud; supuesto que nadie aclarará jamas lo que en ello habria de verdad; ya que el paciente no seria capaz de comunicar lo que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente aquí se trata de hombres dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen, ó lo que sienten, ó por lo que sienten.

§ II

Errores en que incurrimos por ocasion de los sentidos. Su remedio. Ejemplos

El conocimiento inmediato que los sentidos nos dan de la existencia de una cosa, es á veces errado, porque no nos servimos como debemos de estos admirables instrumentos que nos ha concedido el Autor de la naturaleza. Los objetos corpóreos obrando sobre el órgano de los sentidos, causan una impresion á nuestra alma; asegurémonos bien de cuál es esta impresion, sepamos hasta qué punto le corresponde la existencia de un objeto; hé aquí las reglas para no errar en estas materias. Algunas explicaciones enseñarán mas que los preceptos y teorías.

Veo á larga distancia un objeto que se mueve, y digo: «allí hay un hombre;» acercándome mas, descubro que no es así; y que solo hay un arbusto mecido por el viento. ¿Me ha engañado el sentido de la vista? no: porque la impresion que ella me trasmitia era únicamente de un bulto movido; y si yo hubiese atendido bien á la sensacion recibida, habria notado que no me pintaba un hombre. Cuando pues yo he querido hacerle tal, no debo culpar al sentido, sino á mi poca atencion, ó bien, á que notando alguna semejanza entre el bulto y un hombre visto de léjos, he inferido que aquello debia de serlo en efecto, sin advertir que la semejanza y la realidad son cosas muy diversas.

Teniendo algunos antecedentes de que se dará una batalla, ó se hostilizará alguna plaza, paréceme que he oido cañonazos, y me quedo con la creencia de que ha comenzado el fuego. Noticias posteriores me hacen saber que no se ha disparado un tiro; ¿quién tiene la culpa de mi error? no mi oido, sino yo. El ruido se oia en efecto: pero era el de los golpes de un leñador que resonaban en el fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo estrépito retumbaba por el edificio y sus cercanias, era el de otra cosa cualquiera que producia un sonido semejante al del estampido de un cañon lejano. ¿Estaba yo bien seguro de que no se hallaba á mis inmediaciones la causa del ruido que me producia la ilusion? ¿Estaba bastante ejercitado para discernir la verdad, atendida la distancia en que debia hacerse el fuego, la direccion del lugar, y el viento que á la sazon reinaba? No es pues el sentido quien me ha engañado, sino mi lijereza y precipitacion. La sensacion era tal cual debia ser; pero yo le he hecho decir lo que ella no me decia. Si me hubiese contentado con afirmar que oia ruido parecido al de cañonazos distantes, no hubiera inducido al error á otros y á mí mismo.

A uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice: «es malo, intolerable, se conoce que hay tal ó cual mezcla,» porque en efecto su paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? no. Si le pareció amargo, no podia suceder de otra manera, atendida la indisposicion gástrica que le tenia cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale á este hombre un poco de reflexion para no condenar tan fácilmente ó al criado ó al revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos indican las calidades del alimento, en el caso contrario no.

§ III

Necesidad de emplear en algunos casos mas de un sentido, para la debida comparacion

Conviene notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia de un objeto, no basta á veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear otros al mismo tiempo; ó bien atender á las circunstancias que nos pueden prevenir contra la ilusion. Es cierto que el discernir hasta qué punto corresponde la existencia de un objeto á la sensacion que recibimos, es obra de la comparacion, la que es fruto de la experiencia. Un ciego á quien se quitan las cataratas, no juzga bien de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber adquirido la práctica de ver. Esta adquisicion la hacemos sin advertirla desde niños, y así creemos que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales como son en sí. Una experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de lo contrario. Un hombre adulto y un niño de tres años estan mirando por un vidrio que les ofrece á la vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la misma impresion; pero el adulto, que sabe bien que no ha salido al campo, y se halla en un aposento cerrado, no se altera ni por la cercanía de las fieras, ni por los desastres del campo de batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la ilusion; y mas de una vez habrá menester distraerse de la realidad, y suplir algunos defectos del cuadro ó instrumento para sentir placer con la presencia del espectáculo. Pero el niño, que no compara, que solo atiende á la sensacion en todo su aislamiento, se espanta y llora, temiendo que se le han de comer las fieras, ó viendo que tan cruelmente se matan los soldados.

Todavía mas: experimentamos á cada paso que una perspectiva excelente de la cual no teníamos noticia, vista á la correspondiente distancia nos causa ilusion, y nos hace tomar por objetos de relleve los que en realidad son planos. La sensacion no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella formamos. Si advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la misma impresion con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos complacido en la habilidad del artista sin caer en error. Este habria desaparecido mirando el objeto desde puntos diferentes, ó valiéndonos del tacto.

§ IV

Los sanos de cuerpo y enfermos de espíritu

Los que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso cuidar de que alguna indisposicion no afecte á los órganos, y así se nos comuniquen sensaciones capaces de engañarnos, esto es sin duda muy prudente, pero no tan útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican á estudios serios, y así sus equivocaciones son de poca trascendencia; ademas que ellos mismos, ó sus allegados, bien pronto notan la alteracion del órgano, con lo cual se previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son los que estando sanos de cuerpo no lo estan de espíritu, y que preocupados de un pensamiento ponen á su disposicion y servicio todos sus sentidos, haciéndoles percibir, quizas con la mayor buena fe, todo lo que conviene al apoyo del sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el astrónomo que maneja el telescopio, no con ánimo reposado y ajeno de parcialidad, sino con vivo deseo de probar una asercion aventurada con sobrada lijereza? ¿Qué no verá con el microscopio el naturalista que se halle en disposicion semejante?

A propósito he dicho que estos errores podian padecerse quizas con la mayor buena fe; porque sucede muy á menudo que el hombre se engaña primero á sí mismo, ántes de engañar á los otros. Dominado por su opinion favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los objetos no para saber sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo lo que quiere. Muchas veces los sentidos no le dicen nada de lo que él pretende; pero le ofrecen algo de semejante: «esto es, exclama alborozado, hélo aquí, es lo mismo que yo sospechaba;» y cuando se levanta en su espíritu alguna duda, procura sofocarla, achácala á poca fe en su incontrastable doctrina, se esfuerza en satisfacerse á sí mismo, cerrando los ojos á la luz para poder engañar á los otros sin verse precisado á mentir.

Basta haber estudiado el corazon del hombre para conocer que estas escenas no son raras; y que jugamos con nosotros mismos de una manera lastimosa. ¿Necesitamos una conviccion? pues de un modo ú otro trabajamos en formárnosla; al principio la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito á robustecer lo débil, se allega el orgullo para no permitir retroceso, y el que comenzó luchando contra sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del todo, acaba por ser realmente engañado, y se entrega á su parecer con obstinacion incorregible.

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