Le Bris movió tristemente la cabeza.
Todo lo más que yo puedo hacer respondió , es evitarle sufrimientos en sus últimos días.
¡Pobre pequeña! Figúrese usted, querido doctor, que tose todas las noches hasta despertarme. Debe sufrir horriblemente, aunque trate de ocultarlo. Si no hay ninguna esperanza, su última hora será la del descanso.
No es eso todo lo que tengo que decirle, y perdóneme usted si empiezo el año con tristes noticias.
El duque se incorporó de un salto.
¿Qué pasa, pues? ¡Me da usted miedo!
La señora duquesa me inquieta desde hace algunos meses.
¡Ah!.. Efectivamente, doctor, usted abusa de los malos augurios. La duquesa, gracias a Dios, está perfectamente. ¡Ya quisiera estar yo como ella!..
El doctor entró en detalles que abatieron la indiferencia y la ligereza del viejo. Se vio solo en el mundo y se estremeció de terror. Su voz bajó de tono y se cogió a la mano del doctor como un náufrago al último trozo de madera.
Amigo mío le dijo , ¡sálveme! ¡Salve a la duquesa, quería decir! No tengo más que a ella en el mundo. ¿Qué sería de mí? Es un ángel, mi ángel guardián. ¿Qué es necesario hacer para curarla? Dígamelo y obedeceré como un esclavo.
Señor duque, lo que necesita la señora duquesa es una vida tranquila y fácil, sin emociones, y, sobre todo, sin privaciones; un régimen suave, alimentos escogidos y variados, una casa cómoda, un buen coche
Y la luna, ¿no es verdad? exclamó el duque con impaciencia . Le creía a usted, doctor, hombre de más talento y de más vista. ¡Coche! ¡casa! ¡buena alimentación! ¡Vaya usted a buscarme todo eso y se lo daré!
El doctor respondió sin inmutarse:
Ya se lo traigo a usted, señor duque, y no tiene usted más que tomarlo.
Los ojos del duque brillaron como los de un gato en la obscuridad.
¡Hable usted, pues! exclamó . ¡Me tiene usted en ascuas!
Antes de pasar adelante, señor duque, debo recordarle que desde hace tres años soy el mejor amigo de la casa.
Puede usted decir el único sin temor a ser desmentido.
El honor de su nombre me es tan caro como a usted mismo, y si
¡Va bien! ¡va bien!
No olvide usted que la vida de la señora duquesa está en peligro y que yo respondo de salvarla, puesto que usted me proporciona los medios.
¡Qué diablo! Es usted el que me los proporciona a mí. Hace una hora que me está usted hablando como el peripatético del Matrimonio forzado. ¡Al grano, doctor, al grano!
A eso voy. ¿Ha visto usted nunca en París al conde de Villanera?
¿Al de los caballos negros?
Precisamente.
¡El más hermoso tronco de París!
Don Diego Gómez de Villanera es el último vástago de una ilustre familia napolitana transplantada a España durante el reinado de Carlos V. Su fortuna es la más grande de toda la península; si cultivase sus tierras y explotase sus minas, sus rentas no bajarían de dos o tres millones. Así y todo, tiene millón y medio de renta, un poco menos que el príncipe de Isupoff, treinta y dos años, una figura agradable, una educación exquisita, un carácter caballeroso
Y a la señora de Chermidy, puede usted añadir.
Puesto que usted sabe eso, me abrevia el camino. El conde, por razones que ahora sería muy largo exponer, desea abandonar a la señora de Chermidy y unirse, con arreglo a su jerarquía, con una de las más ilustres familias. Se preocupa tan poco de los bienes de su futura, que asegurará a su suegro una renta de cincuenta mil francos. El suegro que él desea es usted, y me ha encargado que explore sus disposiciones. Si usted accede, él vendrá hoy mismo a pedirle la mano de la señorita Germana y dentro de quince días se habrá celebrado la boda.
Por de pronto, el duque saltó al suelo y miró fijamente al doctor.
¿No está usted loco? dijo , ¿no se está burlando de mí? Supongo que no olvidará usted que soy el duque de La Tour de Embleuse y que puedo doblarle en edad ¿Es verdad todo eso que me ha dicho?
Como el Evangelio.
¿Pero él no sabe que Germana está enferma?
Lo sabe.
¿Que está moribunda?
Lo sabe.
¿Desahuciada?
Lo sabe.
Una nube pasó por el rostro del viejo duque. Se sentó en un rincón de la fría chimenea sin darse cuenta de que estaba casi desnudo y, apoyando los codos sobre las rodillas, se apretó la cabeza con las manos.
Eso no es natural añadió ; usted no me lo ha dicho todo y el señor de Villanera debe tener algún motivo secreto para querer casarse con una muerta.
En efecto respondió el doctor . Pero haga usted el favor de volverse a la cama. Es una historia muy larga.
El duque volvió a arrebujarse debajo del cobertor. Sus dientes castañeteaban a causa del frío y de la impaciencia y tenía sus ojillos fijos en el doctor con la curiosidad inquieta de un niño ante el que se abre una caja de bombones. El señor Le Bris no le hizo esperar.
¿Usted sabe dijo cuál es la situación de la señora de Chermidy?
Viuda consolable de un marido al que no ha visto nunca.
Yo he visto al señor Chermidy hace tres años y le aseguro por lo tanto que su esposa no es viuda.
¡Tanto mejor para él! ¡Diablo! ¡Marido de la señora Chermidy! Es una sinecura que le debe proporcionar muy bonitas rentas.
¡Así es como se hacen juicios temerarios! El señor Chermidy es un hombre honrado y hasta un oficial de algún mérito. No creo que pertenezca a una familia aristocrática; a los treinta y cinco años era capitán de la marina mercante y obtuvo embarque en un navío del Estado como oficial auxiliar hasta que, al cabo de dos años de navegación, el ministro le firmó su nombramiento de oficial. Fue en 1838 cuando puso su corazón y sus charreteras a los pies de Honorina Lavenaze. Esta tenía por toda fortuna sus diez y ocho años, unos grandes ojos que usted ya conoce, un gorro de arlesiana y una ambición sin límites. No era, ni con mucho, tan hermosa como hoy. Ella misma me ha dicho que era seca como un palo y negra como un cuervo, pero tenía ciertos atractivos que la hacían desear. Reinaba en el mostrador de un despacho de tabacos y, desde el prefecto marítimo hasta los alumnos de segundo año, toda la aristocracia náutica de Tolón iba a fumar y a suspirar a su alrededor. Pero nada podía trastornar aquella firme cabeza, ni los vapores del incienso ni el humo de los cigarros. Se había jurado ser juiciosa hasta que encontrase un marido, y ninguna seducción fue bastante para desviar su decisión. Los oficiales la llamaban Croquet (rosquilla de almendra) a causa de su dureza; los burgueses Ulloa, porque había sido sitiada por la marina francesa.
»No faltaban hombres serios que quisieran casarse con ella; en los puertos de mar se les encuentra en abundancia. Cuando regresa de largas travesías, el oficial de marina tiene más ilusiones, más ingenuidad, más juventud que el día de la partida; la primera mujer que aparece a sus ojos se le presenta tan hermosa, tan santa, como la patria que se vuelve a ver; ¡es la patria vestida de seda! La apetitosa Honorina, vista por Chermidy, rudo lobo de mar, fue la preferida por su candor, y aquella oveja recalcitrante pasó a su poder bajo las barbas de sus rivales.
»Su buena suerte, que hubiese podido darle muchos enemigos, no perjudicó en lo más mínimo su porvenir. Aunque vivía apartado, solo con su mujer, en una quinta aislada, obtuvo un bonito embarque, que no había pedido. Desde entonces, no ha estado en Francia más que raras veces; siempre en el mar, ha podido hacer economías para su esposa que, por su parte, las ha hecho para él. Honorina, embellecida por el tocador, por el bienestar y por el aumento de carnes, ha reinado diez años en el departamento del Var. Los únicos acontecimientos que hayan señalado su reinado son la quiebra de un almacenista de carbones y la destitución de dos oficiales pagadores. Después de un proceso escandaloso, en el cual su nombre no sonó para nada, creyó prudente exhibirse en un escenario más amplio y tomó el piso que aun ocupa en la calle del Circo. Su marido navegaba sobre los bancos de Terranova, mientras que ella rodaba por París. ¿Asistió usted a su presentación en esta ciudad, señor duque?
¡Sí, pardiez! y me atrevo a decir que hay pocas mujeres que hayan hecho mejor su camino. Ser bonita y tener talento, no es nada; lo difícil es aparentar ser millonaria, la única manera de que se le ofrezcan millones.
Llegó aquí con doscientos o trescientos mil francos, rebañados discretamente aquí y acullá. Así y todo, levantó en el Bosque tal polvareda que se habría dicho que la reina de Saba acababa de llegar a París. En menos de un año consiguió hacer hablar de sus caballos, de sus vestidos, de su mobiliario, sin que nadie pudiese decir nada positivo sobre su conducta. Yo mismo la he estado visitando año y medio sin sospechar quién era. Y la hubiese creído otra cosa durante largo tiempo, si la casualidad no me hubiera puesto en presencia de su marido. Era en los primeros días de 1850, ahora hace tres años, poco más o menos. El pobre diablo acababa de llegar de Terranova y a fin de mes partía para los mares de la China, donde había de permanecer cinco años, y encontraba muy natural abrazar a su mujer, entre dos viajes. La librea de sus criados le hizo guiñar los ojos, y los esplendores de su mobiliario le acabaron de deslumbrar. Pero cuando vio a su querida Honorina aparecer en un traje de mañana que representaba dos o tres años de su sueldo, se olvidó de caer en sus brazos, viró en redondo sin decir una palabra y se hizo llevar el equipaje a la estación de Lyón. Así es cómo el señor Chermidy me hizo entrar en la intimidad de su mujer. Otros pormenores los conozco por el conde de Villanera.
¿Llegamos ya? preguntó el duque.
Un poco de paciencia. La señora Chermidy había distinguido a don Diego algún tiempo antes de la llegada de su marido. Era su vecina en el teatro de los Italianos y había sabido mirarle con tales ojos que se hizo presentar a ella. Todos los hombres le dirán que sus salones son los más agradables de París, aun cuando no se encuentre a otra mujer que a la dueña de la casa. Pero Honorina se multiplica. El conde se apasionó por ella, llevado del mismo espíritu de emulación que perdió al pobre Chermidy. Y la amó tanto más ciegamente, por cuanto ella le otorgó todos los honores de la guerra y pareció ceder a una inclinación irresistible que la arrojaba en sus brazos. El hombre más inteligente se deja prender en este lazo y todo el escepticismo se estrella contra la comedia del amor verdadero. Don Diego no es un atolondrado sin experiencia. Si hubiera adivinado el menor interés, sorprendido un movimiento calculado, se habría puesto en guardia y todo estaba perdido, pero la ladina llevó su habilidad hasta el heroísmo. Agotó todos los recursos de su presupuesto, gastó hasta su último sueldo e hizo creer al conde que le amaba por él. Llegó hasta exponer su reputación, que tanto había cuidado hasta entonces, y se hubiera comprometido locamente a no impedírselo él. La condesa viuda de Villanera, una santa mujer, un prodigio de vejez y de rigidez, parecida a un retrato de Velázquez, escapado del lienzo, tuvo conocimiento de los amores de su hijo y no encontró nada que decir. Prefería verlo en relaciones con una mujer de mundo, que perdido entre los placeres fáciles en los cuales se arruina el cuerpo y se envilece el alma.
»La delicadeza de la señora Chermidy era de carácter tan quisquilloso, que don Diego no pudo ofrecerle ni la menor bagatela. Lo primero que aceptó de él, después de un año de intimidad, fue una inscripción de cuarenta mil francos de renta. Estaba encinta de un hijo que nació en noviembre de 1850. Ahora, señor duque, llegamos al fondo de la cuestión.
»La señora Chermidy dio a luz en Bretéche-Saint-Nom, detrás de San Germán. Yo estaba allí. Don Diego, ignorando nuestras leyes y creyendo que todo era permitido a las personas de su condición, quería reconocer al niño. Los primogénitos de la familia Villanera son marqueses de los Montes de Hierro. Yo le expliqué el axioma de derecho: Is pater est, y le demostré que su hijo debía llamarse Chermidy o no llamarse de ningún modo. Precisamente el marino había estado en París en enero último y esto bastaba para salvar las apariencias. Después de deliberar un buen rato cerca de la cama de la parturienta, ésta nos dijo que su marido la mataría infaliblemente si ella intentaba imponerle esta paternidad legal. El conde añadió que el marqués de los Montes de Hierro no consentiría jamás en firmarse Chermidy. Resumiendo, inscribí al niño en la alcaldía con el nombre de Gómez, hijo de padres desconocidos.
»El noble padre, dichoso y desgraciado a la vez, comunicó tan importante acontecimiento a la venerable condesa. Esta ha querido ver al niño, y ha hecho llevarlo a su lado, en su hotel del faubourg Saint-Honoré, donde aun está. Tiene dos años, goza de buena salud y se parece ya a las veinticuatro generaciones de los Villanera. Don Diego adora a su hijo, y no se consuela de ver en él a un niño sin nombre y, lo que es peor, adulterino. La señora de Chermidy es una mujer capaz de remover las montañas para asegurar a su heredero el nombre y la fortuna de los Villanera. Pero la más digna de compasión es la pobre viuda. Ella prevé que don Diego no se casará nunca ante el temor de desheredar a su hijo amado; que desarraigará su fortuna para podérsela entregar, que venderá las tierras de la familia y que de su ilustre nombre y grandes dominios no quedará nada dentro de medio siglo.
»Ante este conflicto, la señora Chermidy ha tenido un rasgo de genio y ha dicho a don Diego: «Cásese usted. Busque una esposa de la primera nobleza de Francia y obtenga, por medio del acta de matrimonio, que ella reconozca a nuestro hijo como suyo. Siendo así, el pequeño Gómez será su hijo legítimo, noble por padre y madre, heredero de todos los bienes de la familia. En cuanto a mí, no se preocupe usted, me sacrifico por los dos.»
»El conde ha sometido el proyecto a su madre, que está dispuesta a firmar a dos manos. La noble dama ha perdido ya sus ilusiones sobre la señora Chermidy que cuesta más de cuatro millones a don Diego y que habla de retirarse a una choza para llorar la dicha perdida pensando en su hijo. El señor de Villanera cree cándidamente en su falsa resignación y creería cometer un crimen abandonando a esta heroína del amor maternal. Para terminar, y con objeto de acallar sus nobles escrúpulos, la señora Chermidy ha susurrado al oído del conde: «Cásese usted por poco tiempo. El doctor le buscará una esposa entre sus enfermas.» Yo he pensado en la señorita de La Tour de Embleuse y he venido a confiarme absolutamente en usted, señor duque. Este matrimonio, por extravagante que parezca a primera vista, y aunque dé a usted un nieto que no es de su sangre, asegura a la señorita Germana un fin dulce y tranquilo y una prolongación de la existencia; salva la vida a la señora duquesa, y, en fin
Me da a mí cincuenta mil libras de renta, ¿no es eso? Pues bien, querido doctor, le doy a usted las gracias. Dígale al señor de Villanera que soy su servidor. A mi hija podré enterrarla tal vez, pero no venderla.
Señor duque, realmente lo que propongo a usted es un negocio, pero si yo lo creyese indigno de un caballero, no hubiera intervenido en él, puede creerme.
¡Pardiez! doctor, cada uno entiende el honor a su manera. Hay el honor del soldado, el honor del tendero y el honor del noble que no me permite ser el abuelo del pequeño Gómez. ¡Ah! ¡el señor de Villanera pretende legitimar a sus bastardos! Eso es Luis XIV puro, pero nosotros no estamos aliados a la familia Saint-Simon. ¡Cincuenta mil francos de renta! Yo he tenido ciento veinte mil, señor, sin haber hecho nunca nada, ni bueno ni malo. ¡Y no me apartaré de las tradiciones de mis antepasados para obtener menos de la mitad!