Aquella obra maestra del pintor ambulante fué acogida con grandes risas, y el mismo Roger no pudo menos de convenir con la ventera en que aquel papagayo bizco y aquella ortografía fantástica perjudicarían á la buena fama del mesón y moverían á risa á los señores que allí se detuviesen á descansar y refrescar durante sus frecuentes cacerías.
Sería la ruina de mi casa, exclamó la tía Rojana.
No os apuréis, buena mujer, que yo espero mejorar algo el cuadro, dijo Roger, si vos me dáis los colores y pinceles del artista Ferrus.
El cielo os prospere si así lo hacéis, lindo señor, dijo ella sorprendida y encantada con aquella oferta; y en un santiamén le llevó y abrió el zurrón de Ferrus, admirando la prontitud y habilidad con que Roger manejó colores, paleta y pinceles y borrando el espantajo verde comenzó á pintar el fondo de la nueva muestra.
El barón de Ansur tendrá que arar él mismo sus campos, si quiere grano, voceaba en tanto uno de los bebedores, con zamarra y gruesas botas de cuero. Lo que es yo no vuelvo á poner el pie en sus tierras. Doscientos años hace que toda mi parentela suda la gota gorda para que los señores de Ansur tengan buen vino en sus mesas y copas de oro en que beberlo y brocados y sedas con que vestirse. ¡Voto á tal que desde hoy me quito la librea y no vuelvo á trabajar para esos señorones holgazanes!
Tened la lengua, Rodín, advirtió la ventera.
No, no, dejadle, dijo uno de los leñadores. Lo que necesitamos es que muchos villanos piensen como Rodín y sacudan el yugo. Medrados estamos si hasta el hablar se nos niega. Por mi parte, aunque me corten las orejas
Ved que eso de cortar orejas, tan bonitamente pueden hacerlo los verdugos de los barones como los cuchillos de los leñadores, añadió otro de éstos. ¡Por San Jorge! De mí sé decir que prefiero vivir en el monte á servir á un criado del rey.
Yo no tengo más amo que el rey, declaró otro de los presentes, después de empinar un jarro lleno de cerveza.
¿Y quién es el rey? aventuró Rodín, que estaba ya entre dos luces. ¿Es por ventura un rey inglés cuando su lengua se niega á decir dos palabras en nuestro idioma? Acordaos de su visita del año pasado al castillo de Malvar, donde se presentó con gran golpe de senescales, justicias, condestables, monteros y guardas. En una de las cacerías vigilaba yo la verja de Glendale cuando héte al rey que me echa encima su caballo, diciendo "¡Ouvrez, ouvrez!" ó cosa parecida. ¿Es ese el rey que ahora tenemos los ingleses?
¡Á callar se ha dicho! gritó de repente Tristán de Horla, dando un tremendo puntapié al escabel que tenía delante y lanzándolo contra los troncos del hogar, que despidieron millares de chispas. Nadie insulte en mi presencia al buen rey Eduardo, ni le nombre siquiera si no ha de ser con el respeto debido. De lo contrario, ¡por la cruz de Gestas!.. Si no sabe hablar inglés sabe combatir mejor que muchos ingleses, que pasaban la vida atiborrándose de jugosa carne y buena cerveza mientras él daba y recibía mandobles bajo los muros de París!
Tan enérgicas palabras, dichas por aquel nervudo mocetón, desalentaron á los gruñones, que desde aquel punto y hora hablaron menos y bebieron más. Así pudo Roger oir lo que se decía en otro grupo compuesto, según le había dicho al oído la agradecida ventera, de un sangrador, un dentista ambulante y el músico de la encendida nariz.
Una rata cruda es mi receta invariable contra la peste, decía gravemente el medicastro; una rata cruda abierta en canal.
¿No sería mejor asarla un poco, señor físico? preguntó el sacamuelas. Porque eso de comer ratas crudas
¿Quién habla de comerlas, maese Verdín? exclamó con desdén el discípulo de Esculapio. El animalito abierto en canal se aplica sobre la llaga ó sobre la inflamación que precede á ésta. Y siendo la rata animal inmundo, atrae y absorbe por su propia naturaleza los malos humores, libertando de ellos el cuerpo del paciente.
¿Y con tal remedio se cura también la viruela? preguntó el músico, después de convencerse de que su jarro no contenía gota de cerveza.
Con tanta seguridad como la peste, afirmó el físico, limpiando su plato con un mendrugo de pan.
Pues entonces, continuó el músico, me alegro de que vuestro tratamiento no sea muy conocido, porque para mi santiguada que la viruela y la peste son las mejores amigas del pobre en Inglaterra.
¿Cómo es eso, amigo? preguntó Tristán.
Escanciad un poco de cerveza de vuestro jarro en este cubilete y os lo diré. Pues bien, muchas veces se me ha ocurrido que si la peste y otras plagas se llevasen la mitad de la gente que hoy vive en los dominios del señor rey Eduardo, los que quedasen podrían habitar buenas casas, trabajar poco ó nada y vivir en la abundancia.
¡Miren por dónde asoma el arpista! exclamó maese Verdín. Pues ya que tan duras entrañas tenéis, os deseo que cuando la plaga empiece á matar ingleses se os lleve á vos el primero
¡Pesia mí! Lo que á vos os duele, seor dentista, es que muriéndose medio mundo os quedaríais poco menos que sin trabajo, vos que sólo entendéis de despoblar quijadas y apenas ganáis hoy para pan y queso.
Renovóse la risa á costa del buen Verdín y el músico se levantó para tomar de un rincón su arpa vetusta, que empezó á tañer con vigor.
¡Paso al coplero! exclamaron los leñadores; sentaos aquí junto al fuego, y venga una tonada alegre, como las que tocasteis en la romería de Malvar.
¡Que toque "La Rosa de Lancaster"!
¡No, no, "Las Niñas de Dunán"!
"¡El Arquero y la Villana!"
Sin hacer el menor caso de aquellas voces, el músico seguía pulsando las cuerdas, fija la mirada en el ahumado techo, como tratando de recordar la letra de su canto. Luégo entonó con ronca voz una de las canciones más obscenas de la época, con visible aprobación de la mayoría de sus oyentes. La sangre se agolpó al rostro de Roger, que abandonando su asiento, exclamó imperiosamente:
¡Callad! ¡Qué vergüenza! ¡Vos, vos, un anciano que debería dar buen ejemplo á los otros!
La sorpresa de todas aquellas gentes fué profunda.
¡Por las barbas del rey de Francia! exclamó uno de los monteros. El estudiantino ha recobrado el uso de la palabra y va á echarnos un sermón.
Se ha ofendido la damisela, dijo un campesino. Venid acá, señor físico, y sangrad á este querubín antes que se nos desmaye.
¡Seguid vuestra canción, maese Lucas, que no hay tilde que ponerle! ¿Estamos en una venta ó en el salón de mi señora la baronesa?
¡Que me aspen si toco ni canto más! decía malhumorado el músico, enfundando su arpa. ¿Pues qué esperaba vuesa merced, un himno sacro ó la letanía? ¿Desde cuándo asustan á los pajecillos las trovas que entonan todos los juglares del reino? Lo dicho, no canto más.
Sí haréis, repuso uno de sus oyentes. Á ver, tía Rojana, un jarro de lo bueno para maese Lucas. Yo convido. Vengan trovas, y si al doncel no le gustan, que se largue, ó si no
Poco á poco, don valiente, interrumpió Tristán, poniéndose delante de Roger, como para protegerlo. Mi compañero ha reprendido al viejo coplista porque ni ha oído jamás las desvergüenzas que os parecen gracias, ni está en él creer que pueda decirlas sin protesta un hombre de cabeza cana como la del maese, por más que su nariz lo proclame borrachín de oficio. Pero ya que este frailecico rubio no quiere oir vuestras trovas, ni vos las cantaréis hoy, ni vos, seor bravucón, lo echaréis á él de esta venta.
¡Rayos de Dios, y qué justicia mayor nos ha caído hoy encima! exclamó poniéndose en pie un ceñudo campesino.
¡Rayos de Dios, y qué justicia mayor nos ha caído hoy encima! exclamó poniéndose en pie un ceñudo campesino.
¿Habéis acaso comprado El Pájaro Verde? preguntó otro. Ved que no sólo el paje llorón sino vos también váis á dar de bruces en el camino.
¡Tregua, Tristán! exclamó Roger apresuradamente. Me voy, antes que ser ocasión de una lucha.
Cállate, muchacho, le contestó su amigo, arremangándose y mostrando los hercúleos brazos. Mal año para mí si esta gentuza no ha dado con la horma de su zapato. Hazte á un lado y verás cómo les arde el pelo ¡Acercaos, mandrias! ¡Venid á trabar conocimiento con los puños de Tristán de Horla, bellacos!
Viendo que la cosa iba de veras, levantáronse precipitadamente los guardabosques y monteros para poner paz, mientras la ventera y el físico se dirigían ya á los campesinos y leñadores, ya al brioso Tristán, procurando aplacarlos con buenas palabras. En aquel momento se abrió violentamente la puerta del mesón, y la atención de todos se fijó en el recienllegado que con tan poca ceremonia se presentaba.
CAPÍTULO VI
DE CÓMO EL ARQUERO SIMÓN APOSTÓ SU COBERTOR DE PLUMA
ERA el desconocido hombre de mediana estatura, vigoroso y bien plantado; moreno el rostro, afeitado cuidadosamente, y acentuadas y un tanto rudas las facciones, desfiguradas en parte por tremenda cicatriz que cruzaba la mejilla izquierda, desde la nariz hasta el cuello. Vivos los ojos, con expresión de amenaza en su brillo y en la contracción habitual de las cejas. Su boca de duras líneas y apretados labios no suavizaba por cierto la severidad del semblante, que revelaba al hombre familiarizado con el peligro y dispuesto siempre á combatirlo. Su larga tizona y el fuerte arco que llevaba á la espalda revelaban su profesión, así como las averías de su cota de malla y las abolladuras del casco decían á las claras que llegaba de los campos de batalla, á la sazón teñidos en sangre inglesa y francesa en la guerra que proseguían Eduardo III y su hijo el Príncipe Negro contra el Rey Carlos V de Francia. Del hombro izquierdo del arquero pendía un ferreruelo blanco, con la roja cruz de San Jorge en su centro.
¡Hola! exclamó guiñando rápidamente los ojos, deslumbrados por la brillante luz del hogar y de las antorchas. ¡Buena lumbre, buena compañía y buena cerveza! Dios os guarde, camaradas. ¡Una mujer, por vida mía! dijo al ver á la tía Rojana, que en aquel momento pasaba junto á él con un par de jarros rebosantes de cerveza. ¡Salud, prenda! y rodeando con su brazo el talle de la ventera, estampó dos sonoros besos en sus mejillas.
¡Ah, c'est l'amour, madame, c'est l'amour! tarareó. Mal haya el pícaro francés, que se me ha pegado á la lengua y voy á tener que ahogarlo en buena cerveza inglesa. Porque habéis de saber que no tengo una gota de sangre francesa en las venas y que soy el arquero Simón Aluardo, inglés de buena cepa y contentísimo de volver á poner los pies en su tierra. Así fué que al desembarcar de la galera en la playa de Boyne besé la tierra, porque hacía ya ocho años que no la veía, como os he besado á vos, bella ventera, porque de Boyne aquí apenas si he visto media docena de buenas mozas, y ninguna tan apetitosa como vos Pero ¡por mi espada! que esos bribones se han largado con la carga, exclamó lanzándose hacia la puerta. ¡Hola! ¿estáis ahí? ¡Entrad luego, truhanes!
Á su voz entraron en la estancia tres cargadores con sendos fardos y permanecieron alineados cerca de la pared.
Veamos si me devolvéis intacta mi hacienda, buscones. Número uno: un cobertor francés de pluma finísima, dos sobrecamas de seda labrada de damasco y veinte varas de terciopelo genovés.
Aquí está todo, señor capitán.
¡Qué capitán ni qué niño muerto! Á ver, el segundo: un rollo de tela de púrpura, que no se ha visto matiz más hermoso en Inglaterra y otro de paño de oro; ponlo ahí en el suelo junto al fardo del otro, y si algo resulta manchado ó averiado te corto las orejas. Número tres: una caja cerrada que contiene broches de oro y plata, dos dagas de gran valor, un relicario guarnecido de perlas y otros despojos, ganados por mí con la punta de mi fiel espada. Item más, un paquete con un cáliz y dos crucifijos, todo ello de plata de ley y hallado por mí en la iglesia de San Dionisio de Narbona, durante el saqueo de aquella ciudad; objetos que me apropié para evitar que cayeran en manos peores que las muy limpias de un arquero del rey Eduardo. ¡Corriente, monigotes! La cuenta está completa. Aquí tenéis dos sueldos por barba, que no debiera dároslos, sino dos puntapiés á cada uno; y decid á la patrona que os eche un trago, que yo pago.
Todos contemplaban y oían con interés al veterano, quien apenas aplacó la sed apurando un enorme cubilete de estaño lleno de cerveza, volvió á tomar la palabra:
Y ahora, á cenar, ma belle. Un capón asado, un trozo de carne digno de mi apetito y dos ó tres frascos de buen vino gascón. Tengo doblas de oro y cornados de plata en el bolsillo, y sé gastarlos, como buen soldado. Por lo pronto, cuantos me oyen van á tomar un trago de lo que gusten conmigo.
La invitación no era para rehusada; volvieron á llenarse los jarros y bebieron á la salud del alegre arquero, á quien rodearon todos, á excepción de algunos leñadores y pecheros que vivían lejos y muy á su pesar tuvieron que abandonar la venta. El recienllegado se había quitado cota, casco y manto y puéstolos sobre sus fardos, junto con la espada, arco y flechas. Sentado frente al hogar, desabrochada la almilla y asiendo con la fuerte y atezada diestra el asa de un jarro de buen tamaño lleno hasta los bordes, sonreía con expresión de profundo contento. Los encrespados cabellos de castaño color le cubrían el cuello y no parecía tener más de cuarenta años, á pesar de las profundas huellas impresas en su rostro por las penalidades de sus largas campañas y por los excesos del placer y la bebida. Roger había suspendido la pintura de la famosa muestra y contemplaba admirado aquel tipo del guerrero de la época tan nuevo para él, y que en corto espacio habíase mostrado duro y violento, galante, generoso, sonriente y apacible por fin, seguro de su fuerza y satisfecho de sí mismo. En aquel momento acertó á mirarle el arquero y vió la sorpresa y la curiosidad retratadas en el rostro del joven.
¡Á tu salud, mon garçon! exclamó levantando su jarro y con sonrisa que descubrió dos hileras de firmes y blancos dientes ¡Por mi espada, que no has visto tú muchos hombres de armas, ó no me mirarías como si fuese yo un moro recienllegado de España!
Jamás había visto un soldado de nuestras guerras, confesó Roger francamente, aunque sí oído y leído mucho sobre sus proezas.
Pues á fe que si cruzas el mar los verás más numerosos que abejas en la colmena. Hoy no podrías disparar una flecha en las calles de Burdeos sin ensartar arquero, paje, caballero ó escudero de uno ú otro bando. Y no de los que estilamos por aquí, con justillo y manto, sino con cota de malla ó coraza.
¿Y dónde habéis hallado todas esas lindas cosas que ahí tenéis? preguntó Tristán, señalando las riquezas amontonadas del arquero.
Donde hay otras muchas y mejores esperando que vayan á recogerlas los mozos bien plantados como tú, que no deberían de seguir enmoheciéndose aquí, esperando que el amo les pague el salario, sino ir á ganarlo y cobrarlo por sí mismos, allá en tierra de Francia. ¡Voto á tal, que es aquella vida digna de hombres, noble y honrada cual ninguna! ¡Ea, bebed conmigo á la salud de mis camaradas, á la gloria del Príncipe Negro, hijo del buen rey Eduardo y sobre todo á la del noble señor Claudio Latour, jefe de la invicta Guardia Blanca!