El viejo tenorio no se atrevió a replicar. Rió forzadamente, dirigiendo una mirada inquieta a Calderón. Si insistía, aquella pánfila era capaz de repetir en voz alta la atrevida frase que acababa de decirle.
Por supuestosiguió Pepaque yo me meto lo menos posible en sus reyertas. Ni voy apenas por su casa. ¡Uf! ¡Me crispa el hacer el papel de suegra!
Pues yo, Pepa, quisiera que fuese usted mi suegradijo Cobo, mirándola a los ojos codiciosamente.
Bueno, se lo diré a mi hija, para que se lo agradezca.
¡No, si no es por su hija! Es porque me gustaría que usted se metiese en mis cosas.
¡Bah, bah! déjese usted de músicasreplicó la de Frías medio enojada.
Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, que la frase la había lisonjeado.
Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre que sale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. La ópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución. No es el amor de la música, sin embargo, lo que engendra esta constante preocupación, sino el no tener otra cosa mejor en qué ocuparse. Para Ramoncito Maldonado, para la esposa de Calderón y para otros muchos, los seres humanos se dividen en dos grandes especies: los abonados al teatro Real y los no abonados. Los primeros son los únicos que expresan realmente de un modo perfecto la esencia de la humanidad. Gayarre y la Tosti fueron puestos otra vez a discusión. Los que habían llegado últimamente dieron su opinión, tanto sobre el mérito como sobre la disposición física de los dos cantantes.
Ramoncito se puso a contar en voz baja a Esperanza y a Paz que la noche anterior había sido presentado a la Tosti en su camerino. "Una mujer muy amable, muy fina. Le había recibido con una gracia y una amabilidad sorprendentes. Ya había oído hablar mucho de el, de Ramoncito, y tenía deseos vivos de conocerle personalmente. Cuando supo que era concejal, quedó asombrada por lo joven que había llegado a ese puesto. ¡Ya ven ustedes que tontería! Por lo visto, en otros países se acostumbra a elegir sólo a los viejos. De cerca era aún mejor que de lejos. Un cutis que parece raso; una dentadura preciosa; luego una arrogante figura; el pecho levantado y ¡unos brazos!"
La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabida que cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calor a otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se miraban sonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que el joven concejal no observaba.
Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella?le preguntó Pacita.
Todavía norespondió haciéndose cargo ya de la intención burlona de la pregunta.
Pero se declarará.
Tampoco. Estoy ya enamorado de otra mujer. Al mismo tiempo dirigió una miradita lánguida a Esperanza. Esta se puso repentinamente seria.
¿De veras? Cuente usted cuente usted.
Es un secreto.
Bien, pero nosotras lo guardaremos. ¿Verdad Esperanza que tú no dirás nada?
Y la escuálida chiquilla miraba maliciosamente a su amiga gozándose en su mal humor y en la inquietud de Ramoncito.
Yo no tengo gana de saber nada.
Ya lo oye usted, Ramón. Esperanza no tiene gana de oir hablar de sus novias. Yo bien sé por qué es, pero no lo digo.
¡Qué tonta eres, chica!exclamó aquélla con verdadero enojo.
El joven concejal quedó lisonjeado por tal advertencia que venía de una amiga íntima. Creyó, sin embargo, que debía cambiar la conversación a fin de no echar a perder su pretensión, pues veía a Esperanza seria y ceñuda.
Pues no crean ustedes que es tan difícil declararse a la Tosti y que ella responda que sí. Y si no ahí tienen ustedes a Pepe Castro, que puede dar fe de lo que digo.
Es que Pepe Castro no es ustedmanifestó la niña de Calderón con marcada displicencia.
Maldonado cayó de la región celeste donde se mecía. Aquella frase punzante dicha en tono despreciativo le llegó al alma. Porque cabalmente la superioridad de Pepe Castro era una de las pocas verdades que se imponían a su espíritu de modo incontrastable. Pudiera ofrecer reparos a la de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegar jamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia, despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, que caracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado. Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosa existencia. No pudo contestar; tal fué su emoción.
Clementina estaba triste, inquieta. Desde que había entrado en casa de su cuñada, buscaba pretexto para irse. Pero no lo hallaba. Era forzoso resignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos. Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta la había dejado en cuanto entró el padre Ortega. Su cuñada estaba secuestrada por el general Patiño, que le explicaba minuciosamente el modo de criar a los ruiseñores en jaula. Las dos chicas de Alcudia que tenía al lado parecían de cera, rígidas, tiesas, contestando por monosílabos a las pocas preguntas que las dirigió. Una sorda irritación se iba apoderando poco a poco de ella. Dado su temperamento, no se hubieran pasado muchos minutos en echar a rodar todos los miramientos y largarse bruscamente. Alas al oir el nombre de Pepe Castro levantó la cabeza vivamente y se puso a escuchar con ávida atención. La reticencia de Ramoncito la puso súbito pálida. Se repuso no obstante en seguida, y, entrando en la conversación con amable sonrisa, dijo:
Vaya, vaya, Ramón; no sea usted mala lengua. ¡Pobres mujeres en boca de ustedes!
No se habla mal sino de la que lo merece, Clementinarespondió éste animado por el cable que impensadamente recibía.
De todas hablan ustedes. Me parece que su amiguito Pepe Castro no es de los que se muerden la lengua para echar por el suelo una honra.
Clementina, hasta ahora no le he cogido tras de ninguna mentira. Todo Madrid sabe que es hombre de mucha suerte con las mujeres.
¡No sé por qué!replicó con un mohín de desdén la dama.
Yo no soy inteligente en la hermosura de los hombresmanifestó el joven riendo su frase, pero todos dicen que Pepito es guapo.
¡Ps! Será según el gusto de cada cual y que me dispense Pacita, que es su pariente. Yo formo parte de esos todos y no lo digo.
La verdad esapuntó Esperancita tímidamenteque Pepito no pasa por feo. Luego, es muy elegante y distinguido, ¿verdad tú?
Y se dirigió a Pacita, poniéndose al mismo tiempo levemente colorada.
Clementina le dirigió una mirada penetrante que concluyó de ruborizarla.
¿De qué se habla?preguntó Cobo Ramírez acercándose al corro.
Casi nunca se sentaba en las tertulias. Le placa andar de grupo en grupo, resollando como un buey, soltando alguna frase atrevida en cada uno. La faz de Ramoncito se nubló al aproximarse su rival. Este no dejó de notarlo y le dirigió una mirada burlona.
Vamos, Ramoncillo, dí; ¿cómo te arreglas para tener tan animadas a las damas? Me acaba de decir Pepa que vas echando ingenio.
No, hombre; ¿cómo voy a echarlo si lo tienes tú todo?profirió con irritación el concejal.
Vaya, chico, si es que te azaras porque yo me acerco, me voy.
Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostro anguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha de saberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de un académico de la lengua, que no se decía azararse, sino azorarse.
Querido Cobodijo echándose hacia atrás con la silla y mirándole con fijeza burlona. Antes de hablar entre personas ilustradas, creo que debieras aprender el castellano. Digo me parece.
¿Pues?preguntó el otro sorprendido.
No se dice azarar, sino azorar, queridísimo Cobo. Te lo participo para tu satisfacción y efectos consiguientes.
La actitud de Ramoncito al pronunciar estas palabras era tan arrogante, su sonrisa tan impertinente, que Cobo, desconcertado por un momento, preguntó con furia:
¿Y por qué se dice azorar y no azarar?
¡Porque sí! ¡Porque lo digo yo! ¡Eso!respondió el otro sin dejar de sonreír cada vez con mayor ironía y echando una mirada de triunfo a Esperanza.
Se entabló una disputa animada, violenta, entre ambos. Cobo se mantuvo en sus trece sosteniendo con brío que no había tal azorar, que a nadie se lo había oído en su vida y eso que estaba harto de hablar con personas ilustradas. El joven y perfumado concejal le respondía brevemente sin abandonar la sonrisilla impertinente, seguro de su triunfo. Cuanto más furioso se ponía Cobo, más se gozaba en humillarle delante de la niña por quien ambos suspiraban.
Pero la decoración cambió cuando Cobo irritadísimo, viéndose perdido, llamó en su auxilio al general Patiño.
Vamos a ver, general, usted que es una de las eminencias del ejército, ¿cree que está bien dicho azorarse?
El general, lisonjeado por aquella oportuna dedada de miel, manifestó dirigiéndose a Maldonado en tono paternal:
No, Ramoncito, no: está usted en un error. Jamás se ha dicho en España azorar.
El concejal dió un brinco en la silla. Abandonando súbito toda ironía, echando llamas por los ojos, se puso a gritar que no sabían lo que se decían, que parecía mentira que personas ilustradas, etc., etc. Que estaba seguro de hallarse en lo cierto y que inmediatamente se buscase un diccionario.
El caso es, Ramoncitodijo D. Julián rascándose la cabeza, que el que había en casa hace ya tiempo que ha desaparecido. No sé quién se lo ha llevado. Pero a mí me parece también, como al general, que se dice azarar.
Aquel nuevo golpe afectó profundamente a Maldonado, que, pálido ya, tembloroso, lanzó con voz turbada un último grito de angustia.
¡Azorar viene de azor, señores!
¡Qué azor ni qué coliflor, hombre de Dios!exclamó Cobo soltando una insolente carcajada. Confiesa que has metido la patita y dí que no lo volverás a hacer.
El despecho, la ira del joven concejal no tuvieron límites. Todavía luchó algunos momentos con palabras y ademanes descompuestos. Pero como se contestase a sus enérgicas protestas con risitas v sarcasmos, concluyó por adoptar una actitud digna v despreciativa, mascullando palabras cargadas de hiel, los labios trémulos, la mirada torva. De vez en cuando dejaba escapar por la nariz un leve bufido de indignación. Cobo estuvo implacable: aprovechó todas las ocasiones que se ofrecieron para dirigirle indirectamente una pullita envenenada que causaba el regocijo de las niñas y hacía sonreír discretamente a las personas graves. Nadie en el mundo padeció más hambre y sed de justicia que Ramoncito en aquella ocasión.
La llegada de un nuevo personaje puso fin o suspendió por lo menos su tormento. Anunció el criado al señor duque de Requena. La entrada de éste produjo en la tertulia un movimiento que indicaba bien claramente su importancia. Calderón salió a recibirle dándole las dos manos con efusión. Los hombres se levantaron apresuradamente y se apartaron de los asientos para salir a su encuentro sonrientes, expresando en su actitud la veneración que les inspiraba. Las damas volvieron también sus rostros hacia él con curiosidad y respeto, y Pepa Frías se levantó para saludarle. Hasta el padre Ortega abandonó a su marquesa y se adelantó inclinado, sumiso, dirigiéndole un saludo almibarado, sonriéndole con sus ojos claros al través de los fuertes cristales de miope que gastaba. Por algunos instantes apenas se oyó en la estancia mas que "querido duque", "señor duque". "¡Oh, duque!"
El objeto de tanta atención y acatamiento era un hombre bajo, gordo, la faz amoratada, los ojos saltones y oblicuos, el cabello blanco, y el bigote entrecano, duro y erizado como las púas de un puerco-espín. Los labios gruesos y sinuosos y manchados por el zumo del cigarro puro que traía apagado y mordía paseándolo de un ángulo a otro de la boca sin cesar. Podría tener unos sesenta años, más bien más que menos. Venía envuelto en un magnífico gabán de pieles que no había querido quitarse a la entrada por hallarse acatarrado. Mas al poner los pies en el saloncito de Calderón, sintióse malamente impresionado por el calor que allí hacía. Sin contestar apenas a los saludos y sonrisas que a porfía le dirigían, murmuró en tono brutal, con la voz gruesa y ronca a la vez que caracteriza a los hombres de cuello corto:
¡Puf! ¡Esto echa bombas!
Y lo acompañó de una interjección valenciana que principia por f. Al mismo tiempo hizo ademán de despojarse del abrigo. Veinte manos cayeron sobre él para ayudarle y esto retrasó un poco la operación.
Representóse en la tertulia de Calderón la escena de los israelitas en el desierto que más se ha repetido en el mundo, la adoración del becerro de oro. El recién llegado era nada menos que D. Antonio Salabert, duque de Requena, el célebre Salabert rico entre los ricos de España, uno de los colosos de la banca y el más afamado, sin disputa, por el número y la importancia de sus negocios. Había nacido en Valencia. Nadie conocía a su familia. Decían unos que había sido granuja del mercadal, otros que empezó de lacayo de un banquero y luego fué cobrador de letras y zurupeto, otros que había sido soldado de Cabrera en la primera guerra civil, y que el origen de su fortuna estuvo en una maleta llena de onzas de oro que robó a un viajero. Algunos llegaban hasta a filiarle en una de las célebres partidas de bandoleros que infestaron a España poco después de la guerra. Pero él explicaba del modo más sencillo y gráfico la procedencia de su fortuna, que no bajaba de cien mil millones de pesetas. Cuando se enfadaba con los empleados de su casa, lo cual sucedía a menudo, y notaba que se ofendían con sus palabrotas injuriosas, solía decirles gritando como un energúmeno:
¿Sabéis, f., cómo he llegado yo a tener dinero? Pues recibiendo muchas patadas en el trasero. Sólo a fuerza de puntapiés se logra subir arriba. ¿Estamos?
Hay que confesar que este dato adolece de ser un poco vago; pero la perfecta autenticidad de que se halla revestido, le da un valor inapreciable. Tomándolo como base de la investigación, acaso se pueda llegar a definir el carácter y a historiar la vida y las empresas del opulento banquero.
Hola, chiquitadijo avanzando hasta Clementina y tomándole la barba como se hace con los niños. ¿Estás aquí? No he visto tu coche abajo.
He salido a pie, papá.
Es un milagro. Si quieres, puedes llevarte el mío.
No; tengo deseos de caminar. Estoy estos días muy pesada.
El duque de Requena había prescindido de todos los presentes y hablaba a su hija con toda la afabilidad de que era susceptible. La veía pocas veces. Clementina era su hija natural, habida allá en Valencia, cuando joven, de una mujer de la ínfima clase social, como él lo era al parecer. Luego se había casado en Madrid, ya en camino de ser rico, con una joven de la clase media, de la cual no tuvo familia. Esta señora, extremadamente delicada de salud desde su matrimonio, había cedido o, por mejor decir, había ella misma propuesto que la hija de su marido viniese a habitar la misma casa. Clementina se educó, pues, aquí y fué amada de la esposa de su padre como una verdadera hija. Ella la quiso y la respetó también como a una madre. Después que se casó solía visitarla a menudo; pero como su padre estaba siempre muy ocupado, no entraba en sus habitaciones, y desde las de su madre (así la llamaba) se iba a la calle. Sólo en los días de banquete o recepción, o cuando casualmente le tropezaba en las casas o en la calle departía un rato con él.