El guitarrista dejó a Luis XVI en el panteón, y saltó a la jota aragonesa.
Se lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba; era el himno del valor patrio. Pues bien, lo tendría, no patrio, sino cívico o familiar o como fuese; tendría valor. ¿Por qué no? Es más, pensó que su pasión, su gran pasión, era tan respetable y digna de defensa como la independencia de los pueblos. Moriría al pie del cañón, a los pies de su tiple, sobre los escombros de su pasión, de su Zaragoza....
No disparatemos, seamos positivosse dijo.
Y se llevó las manos a los bolsillos con gesto de impaciente incertidumbre ¿Si habría dejado aquellas onzas en casa del infame? No estaban allí, en el bolsillo interior del gabán ¡lo que era el instinto! No recordaba cómo ni cuándo las había recogido y envuelto otra vez en su cucurucho.
Después que palpó su tesoro, empezó a sentirlo por el peso, peso que le oprimía dulcemente el pecho. Daba el dinero, aunque pareciera mentira a un ser tan romántico, daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil reales!» se decía; y experimentaba consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo le animaba la conciencia de un valor cívico que nacía de la presión de aquellas onzas ¡Oh! Es indudable lo que dice el catedrático de economía y geografía mercantil en la tienda de Cascos: «La riqueza es una garantía de la independencia de las naciones». Si estos siete mil reales fueran míos, yo afrontaría con menos miedo mi terrible situación. Huiría al extranjero; sí, señor, me escaparía ¡Y si ella me acompañaba! ¡Oh! ¡Qué felicidad! Juntos en aquel rincón de Toscana o de Lombardía que ella conoce. Pero ¡ay!, siete mil reales eran muy pequeña cantidad para compartirla con una dulce compañera. En realidad, ¡qué pobre había sido él toda la vida! Había vivido de limosna y quería ser amante de una gran artista llena de necesidades de lujo y de fantasía ¡Miserable! Se puso colorado recordando ciertas reticencias maliciosas y alusiones tan embozadas como venenosas de sus amigos envidiosos. El día anterior, el lechuguino, que en vano había querido conquistar a la Gorgheggi, había dicho en la tienda de Cascos:
Estos señores creen que usted se entiende con la tiple, Sr. Reyes; pero yo defiendo la virtud de usted y le ayudo en su campaña para desarmar la calumnia. Y mi argumento es este: «El Sr. Reyes sabe que una mujer de estas es muy cara, y él no ha de querer arruinarse y arruinar a su mujer por una cómica. Y sin regalos, y de los caros, es ridículo obsequiar a una artista de tales pretensiones. Es usted demasiado discreto».
La verdad era que si hasta la fecha no había necesitado más dinero que el prestado a Mochi, en adelante, si aquellas relaciones se formalizaban Sí, era indispensable disponer de cuatro cuartos. Por muy desinteresada que se quisiera suponer a Serafina, y él la suponía todo lo desinteresada que puede ser la mujer ideal (el bello ideal), era indudable que si seguían tratándose y crecía la intimidad, llegarían ocasiones en que alguno de los dos tendría que pagar algo, hacer algunos gastos y el ideal no llegaba al punto de exigir que pagase la mujer. No, tendría que pagar él. Pero ¿con qué? «Con el dinero que tenía en el bolsillo». Esto le dijo la voz de la tentación, pero la voz de la honradez, antipática por cierto, contestó: «¡Ese dinero no es tuyo!». La guitarra, que seguía hablando al alma de Bonis, se inclinaba al partido de la tentación. La música le daba energía y la energía le sugería ideas de rebelión, deseo ardiente de emanciparse ¿De qué? ¿De quién? De todo, de todos; de su mujer, de Nepomuceno, de la moral corriente, sí, de cuanto pudiera ser obstáculo a su pasión. Él tenía una pasión, esto era evidente. Luego no era rana, por lo menos tan rana como años seguidos había pensado.
Salió del café en un arranque de actividad que le sugirió también la energía reciente, y tomó el camino de su casa dispuesto a afrontar la situación y a no soltar los cuartos por lo pronto. Es claro que él acabaría por hacer ingresar aquellos siete mil reales en caja; pero, ¿cuándo? No corría prisa.
Como en la calle ya no oía la guitarra del mozo del café, se le empezó a aflojar el ánimo, y sin darse clara cuenta de sus pasos, en vez de entrar en su casa se encontró en el vestíbulo del teatro. Era hora de ensayo. Allí estaría Serafina de fijo. Tampoco le desagradó aquel cambio instintivo de rumbo. Era otra prueba de que estaba muy enamorado. Siempre había leído que los buenos amantes, en casos análogos, hacían lo que él, seguir el misterioso imán del amor. ¡Oh!, y lo que él necesitaba era estar bien seguro de que experimentaba una pasión fatal