Él dejó de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comencé a masticar más despacio para no romper ese hechizo, más frágil que el cristal, más volátil que una hoja de otoño.
Para quien viene de Londres debe ser así admitió. ¿Has viajado mucho?
Me llevé el vaso de vino a la boca, antes de responder.
Menos de lo que me hubiera gustado. Pero he entendido una cosa: que el mundo se descubre en los rincones, en los pliegues, en los surcos, no en los grandes centros.
Tu sabiduría solo es comparable con tu belleza dijo con aire serio. ¿Y qué estás descubriendo en esta amena aldea escocesa?
El pueblo todavía no lo he visto le hice recordar, sin rencor. Pero Midnight Rose es un lugar interesante. Aquí me parece que el mundo se puede detener, y no siento la falta del futuro.
Por toda respuesta él sacudió la cabeza.
Has percibido la esencia más íntima de esta casa en tan poco tiempo... Yo aún no lo he logrado...
No respondí, el temor de enturbiar la reconquistada intimidad frenó mi lengua. Él me estudió atentamente, a su modo, como si yo fuera el contenido de un portaobjetos y él un microscopio. La pregunta siguiente fue meditada, explosiva, presagio de un desastre inminente.
¿Tienes familia, Melisande Bruno? ¿Alguien de los tuyos está todavía vivo? No parecía una pregunta vana, dicha por decir algo. Había en ella un interés ardiente y auténtico.
Para disimular la vacilación bebí más vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que tenía que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todavía en este mundo habría dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitación a cenar había surgido sólo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una válvula de escape. Yo, la secretaria aún desconocida, servía perfectamente a ese fin. No habría otra cena. Decidí mentir, porque era más fácil, menos complicado.
Estoy sola en el mundo.
Sólo cuando mi voz se apagó, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotación, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No podía contar con nadie, a parte de mí misma. Eso me había hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perdería la razón, pero me había acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola.
Él pareció absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qué, no habría sabido decirlo. Alzó el vaso de vino, medio vacío, en un brindis.
¿Por qué? dije, imitándolo.
Para que puedas volver a soñar, Melisande Bruno. Y que tus sueños se cumplan. Sus ojos me sonrieron por encima del vaso.
Renuncié a entender. Sebastián Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas.
Aquella noche soñé por segunda vez. La escena era idéntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, él a los pies de mi cama en trajes oscuros, ningún rastro de la silla de ruedas. Me tendió la mano, una sonrisa le curvó el ángulo de la boca.
Baila conmigo, Melisande. Su tono era delicado, dulce, suave como la seda. Una petición, no una orden. Y sus ojos... por primera vez eran suplicantes.
¿Estoy soñando? Pensé que solo lo había imaginado, pero lo había pedido realmente.
Sólo si quieres que sea un sueño; en caso contrario, es una realidad dijo categórico.
Pero usted camina...
En los sueños todo puede ocurrir respondió, llevándome en un vals, como la primera vez.
Sentí una pulsión de rabia. ¿Por qué en mi sueño las pesadillas ajenas eran canceladas, mientras que la mía permanecía intacta, en su virulenta perfección? Era mi sueño, pero no se dejaba domesticar, ni suavizar. Su autonomía era extraña e irritante.
De golpe dejé de pensar, como si estar entre sus brazos era más importante que mis dramas personales. Él era descaradamente bello, y me sentía honrada de tenerlo en mis sueños.
Bailamos largamente, al ritmo de una música inexistente, nuestros cuerpos en sincronización perfecta.
Creía que no te volvería a soñar más le dije, alargando la mano para tocarle la mejilla. Era lisa, caliente, casi hirviente.
Su mano se levantó para entrelazarse con la mía.
Yo también creía que no te soñaría más
Pareces tan real... dije en un soplo, pero eres un sueño... Eres demasiado dulce para ser algo distinto...
Estalló en una risa divertida, y me estrechó más fuerte.
¿Te hago enfadar?
Lo miré, ceñuda.
Hay veces en las que te daría un puñetazo.
No parecía ofendido, sino satisfecho.
Lo hago a propósito. Me gusta molestarte.
¿Por qué?
Es más sencillo tenerte a distancia.
El sonido chillón de la péndola invadió el sueño, y ocasionó mi descontento. Porque él estaba retrocediendo, otra vez; como si hubiera sido una señal.
Quédate conmigo le imploré.
No puedo.
Es mi sueño. Decido yo repliqué amarga.
Él alargó la mano para rozar mis cabellos en una caricia, con sus dedos más ligeros que una pluma.
Los sueños se nos escapan, Melisande. Nacen de nosotros, pero no nos pertenecen del todo. Tienen su propia voluntad, y terminan cuando lo deciden ellos.
Me empeciné, como una niña.
No me gusta.
Su rostro fue atravesado por una inusual gravedad.
No le gusta a nadie, pero el mundo es injusto por antonomasia.
Traté de retener el sueño, pero mis brazos eran demasiado débiles y mi grito fue sólo un susurro. Desapareció rápido, como la primera vez.
Me encontré despierta, mis orejas atontadas por un ruido sordo. Luego comprendí, con consternación, que eran los ruidos arrítmicos de mi corazón. También él se estaba yendo por su cuenta, como si ya nada me perteneciera. No tenía más control sobre ninguna parte de mi cuerpo. Lo que más me trastornó, sin embargo, fue que ya no tenía control tampoco sobre mi mente y mis sentimientos.
La carta llegó aquella mañana, y tuvo el efecto desbordante de una piedra arrojada en un estanque. Algo termina en un determinado punto, pero sus efectos reverberan sobre puntos circundantes, en círculos concéntricos y muy amplios.
Mi humor estaba por los cielos, y empecé la jornada canturreando. Probablemente, no por mí.
La señora Mc Millian sirvió el desayuno en un religioso silencio, ocupada en fingir que no estaba curiosa por la cena de la tarde anterior.
Decidí no darle vueltas al asunto. Tenía que aclarar sus dudas antes de que se crease certezas propias, y catastróficas para mi reputación, y quizá también para la del señor Mc Laine. Toda esperanza sentimental respecto a él era exclusivamente parte de mis sueños, y no debía ceder a su evanescente hermosura.
¿Señora Mc Millian?
Sí, señorita Bruno?
Estaba untando con mantequilla el pan tostado, y le hice la pregunta sin alzar los ojos.
El señor Mc Laine se sentía solo anoche, y me pidió que le hiciera compañía. Si no hubiera sido a mí se la habría pedido a usted. O a Kyle dije inamovible.
Se ajustó las gafas en la nariz, y asintió.
Pero por supuesto, señorita. No he pensado mal en ningún momento. Es evidente que se trata de un episodio aislado.
Su seguridad me dejó pasmada, aunque era razonable. En el fondo yo también lo pensaba. No había motivos para esperar que el codiciado soltero de oro de la región se enamorase de mí. Estaba sobre una silla de ruedas, pero no era ciego. Mi mundo en blanco y negro era la prueba viviente y constante de mi diversidad. No podía permitirme el lujo de olvidarlo. Nunca. O habría acabado quizás hecha pedazos.
Su seguridad me dejó pasmada, aunque era razonable. En el fondo yo también lo pensaba. No había motivos para esperar que el codiciado soltero de oro de la región se enamorase de mí. Estaba sobre una silla de ruedas, pero no era ciego. Mi mundo en blanco y negro era la prueba viviente y constante de mi diversidad. No podía permitirme el lujo de olvidarlo. Nunca. O habría acabado quizás hecha pedazos.
Subí las escaleras como cualquier otro día. Me sentía inquieta a pesar de la tranquilidad que aparentaba. Sebastián Mc Laine sonreía cuando abrí la puerta, y mandó mi corazón directamente al paraíso. Hubiera querido no tener nunca que ir a recogerlo.
Buenos días, señor lo saludé con calma.
Qué formales que estamos, Melisande lo dijo en tono de reproche, como si hubiésemos compartido una intimidad mayor que una simple cena.
Mis mejillas se encendieron, y estuve segura que habían enrojecido, aunque no tenía ni idea del significado real de esa palabra. El rojo era un color oscuro, idéntico al negro en mi mundo.
Es sólo respeto, señor le dije, mitigando mi tono formal con una sonrisa.
No he hecho mucho para merecérmelo reflexionó. O por el contrario, te habré parecido odioso alguna vez.
No, señor respondí, caminando sobre un terreno minado. El peligro de desencadenar su ira estaba siempre latente, presente en todo nuestro intercambio verbal, y no podía bajar la guardia. Aunque si mi corazón lo había ya hecho.
No mientas, no lo soporto refutó, sin perder su maravillosa sonrisa.
Me senté frente a él, dispuesta a desempeñar las tareas para las cuales se me pagaba. Ciertamente no para enamorarme de él; eso estaba fuera de discusión.
Señaló una pila de cartas sobre el escritorio.
Subdivide el correo personal del de trabajo, por favor.
Desviar mis ojos de los suyos, llenos de una dulzura nueva, fue un esfuerzo. Seguía sintiéndolos sobre mí, calientes e irrefrenables, y me costó concentrarme.
Una carta llamó mi atención porque no tenía remitente y la caligrafía en el sobre me era conocida. Como si no bastara, el destinatario no era mi bien amado escritor sino yo misma. Quedé paralizada, con el sobre entre los dedos, y la cabeza cargada de pensamientos contradictorios.
¿Algo no está bien?
Mi mirada se levantó para reunirse con la suya. Me miraba atento, y me di cuenta de que nunca había dejado de hacerlo.
No, yo... Todo está bien... Es sólo que... Estaba perdida en un dilema laberíntico: decirle o no sobre la carta. Si callaba había el peligro de que se lo dijera más tarde Kyle. Era él quien retiraba el correo y lo ponía sobre el escritorio. O quizá no se había dado cuenta de que una carta tenía otro destinatario. ¿Podía confiar en eso, y arrinconar la carta para recuperarla en un segundo momento? No, inviable. El señor Mc Laine era demasiado analítico, y no se le escapaba nada. El peso de mi mentira se interpuso entre nosotros.
Él extendió la mano, poniéndome de espaldas contra el muro. Había percibido mi indecisión, y pretendía ver con sus ojos. Con un suspiro pesado le pasé los sobres. Sus ojos se separaron de los míos sólo un segundo, el tiempo justo para leer el nombre en el sobre, luego volvieron a los míos. La hostilidad regresó a ellos, densa como la niebla, viscosa como la sangre, negra como la desconfianza.
¿Quién te escribe, Melisande Bruno? ¿Un novio lejano? ¿Un pariente? Ah, no, que estúpido. Me has dicho que están todos muertos. ¿Y entonces? ¿Un amigo, quizás?
Cogí al vuelo su suposición, y seguí con la mentira.
Quizás mi antigua coinquilina. Jessica. Sabía que me escribiría, yo le había dado mi dirección dije, sorprendida de cómo las palabras me fluían de la boca, naturales en su falsedad.
Léela entonces. Estarás ansiosa de hacerlo. No te hagas problemas, Melisande su tono era meloso, jaspeado de una crueldad aterradora. En ese momento me di cuenta de que mi corazón aún existía, a pesar de mis anteriores convicciones. Estaba hinchado, a punto de un síncope, aislado del resto del cuerpo, como mi mente.
No... no tengo prisa... más tarde, quizás... Quiero decir... Jessica, no creo que tenga grandes novedades... balbuceé, evitando su mirada gélida.
Insisto, Melisande.
Por primera vez en mi existencia fui consciente de la dulzura del veneno, de su perfume hechizante, de su engañoso embrujo. Porque su voz y su sonrisa no evidenciaban su furia; sólo sus ojos lo traicionaban.
Tomé el sobre que me daba con la punta de los dedos, como si estuviera infectado. Él permaneció en espera. Había una pizca de sádica diversión en esos ojos insondables. Introduje el sobre en el bolsillo.
Es de mi hermana. La verdad me salió de la boca, liberadora, aunque si no habría habido modo de evitarla. Él permaneció en silencio, y yo valientemente proseguí. Sé que he mentido a propósito acerca de mis parientes, pero... de verdad estoy sola en el mundo. Yo... Me faltó la voz. Volví a intentarlo. Sé que no hice lo correcto, pero no tenía ganas de hablar de ellos.
¿Ellos?
Sí. Mi padre todavía está vivo. Pero sólo porque su corazón late aún. Mis ojos se nublaron de lágrimas. Es casi un vegetal. Es un alcohólico en el último estadio, y no recuerda ni siquiera quienes somos. Yo y Monique, quiero decir.
Estúpido mentir, de parte suya, señorita Bruno. ¿No pensó que su hermana le escribiría aquí? ¿O quizás ha pasado a la clandestinidad para no ocuparse de su padre, dejando toda la carga a otro? Su voz resonó en el estudio, mortal como el disparo de un fusil.
Tragué las lágrimas, y lo miré con aire desafiante. Había mentido, era innegable, pero él me estaba pintando como un ser abyecto, indigno de vivir, no merecedor de respeto.
No le permito juzgarme, señor Mc Laine. No sabe nada de mi vida, o de las razones que me han llevado a mentir. Usted es mi empleador, no mi juez, y ni mucho menos mi verdugo.
La calma mortal con la cual hablé sorprendió más a mí que a él, y me llevé una mano a la boca, como si hubiera sido ella a hablar en mi lugar, ajena a mi mente, dotada de autonomía al igual que mi corazón, o mis sueños.
Me levanté de golpe, haciendo caer la silla hacia atrás. La recogí con las manos temblorosas, y la mente en estado catatónico. Había ya llegado a la puerta, cuando él habló con amedrentadora dureza.
Tómese el día libre, señorita Bruno. Me parece muy perturbada. Nos vemos mañana.
Llegué a mi habitación en un estado de trance, y corrí al baño contiguo. Allí me lavé la cara con agua fría, y observé mi imagen en el espejo. Fue demasiado. Todo el blanco y negro que me rodeaba era más inquietante que una manta fúnebre. Me sentía peligrosamente en vilo, al borde de un precipicio. Caer no me asustaba; eso ya había ocurrido tantas veces, y me había levantado. Mi piel y mi corazón estaban cubiertos de millones de cicatrices invisibles y dolorosas. Tenía miedo de perder la razón, la lucidez que me había mantenido en vida hasta ese momento. En tal caso hubiera preferido estrellarme. Las lágrimas no derramadas me retorcieron las entrañas, y me redujeron a un espectro. Un zombi, como el protagonista de una de las novelas de Mc Laine.
Mi mano palpó el bolsillo de la falda de Tweed, donde había metido la carta de Monique. Cualquier cosa que quisiera no se podía retrasar más. La saqué, y la llevé al dormitorio. Pesaba como un saco de cemento armado, y fui tentada de no abrirla. Su contenido sólo podía ser uno: sufrimiento. Me había creído fuerte antes de llegar a Midnight Rose. Cuánto me había equivocado. No lo era en absoluto. Mis manos actuaron por cuenta propia, yo estaba reducida a un títere. Ellas desgarraron el sobre, y extendieron la hoja que tenía dentro. Pocas palabras, típico de Monique.