De camino me pregunté por qué me comportaba así. Sabía que no estaba disponible y pretendía reconquistarle. ¿Tenía derecho a comportarme de ese modo? ¿Era un monstruo egocéntrico? ¿Mi conducta era normal? Solo buscaba la felicidad, ser feliz. ¿Tenía un precio? ¿Algunas personas deben sufrir para que otras, egoístamente, sean felices? No sabía nada de su novia, ni quería. Pensaba en mí, en mi bienestar.
Al llegar a casa me di una ducha. A continuación, me preparé con vistas a una respuesta positiva. Me maquillé, peiné y vestí con un vestido azul cielo al que le había echado el ojo. Me miré en el espejo, satisfecha con el resultado. Si no sucumbía, no comprendería por qué. Me encontraba más atractiva que a los veinte. El cuerpo de una mujer no para de desarrollarse hasta alcanzar un tope, la cúspide de la feminidad, alrededor de los treinta.
A las siete todavía no tenía respuesta alguna. Empezaba a impacientarme y a desesperar. Encendí la tableta para consultar el correo. Mis fieles amigos de Rusia me habían escrito. Me echaban de menos. Había lamentaciones por la distancia, así como ánimos por mi nueva vida parisina. En otros mensajes, me preguntaban si estaba con alguien. Estos mensajes me gustaban. Estaba contentísima por saber de ellos. Les echaba terriblemente de menos. Sé que un día estas muestras de afecto se marchitarán. Al igual que el amor, la amistad necesita un intercambio físico frecuente. Lo virtual solo dura una temporada. Todo el mundo avanza, a su aire, a su ritmo, tomando caminos diferentes y construyendo una existencia distinta. Aparecen nuevas personas en nuestra vida, mientras que otras se desprenden inevitablemente. Notaba que para muchos de mis amigos mi vida sentimental era prioritaria, muy por delante de mi plenitud profesional. ¿Es el éxito amoroso el logro más importante del proceso personal? ¿Por qué no conseguimos, o apenas, vivir solos? ¿Por qué necesitamos a otra persona para sentirnos bien con nosotros mismos?
El teléfono sonó algo después. Finalmente había decidido ponerse en contacto. Se había tomado su tiempo. Franck no lograba expresarse, le temblaba la voz. Inmediatamente adiviné la respuesta que me aguardaba. No quería acompañarme al restaurante y me explicó que su relación con Sylwia era complicada desde hacía unos meses. Acababan de discutir por mi culpa. Se había opuesto a que me viera. ¿Era tan estúpido como para contarle con quién saldría? ¿Qué mujer aceptaría que su pareja pasase la noche con su ex? ¿La querría tanto que no pudo disimular la verdad? En ocasiones, para no hacerle daño a las personas, es mejor pasar por alto los detalles, la información perjudicial, que no aporta más que pena. Sentía como la frustración se encendía en mi interior. El mundo se derrumbaba a mis pies, el suelo se agrietaba. Me sumergía en un pozo sin fondo, sin salida. Mis esperanzas se estrellaron violentamente contra un muro. Mi vida iba a arruinarse.
Desbordada por la emoción, me encontré a mí misma sollozando al teléfono. No pude contenerme. Debía parecer una mujer desesperada ante sus ojos. Franck estaba afligido por el giro de los acontecimientos. No era capaz de pronunciar una palabra.
Buena suerte en París, Svetlana. Prefiero que nos veamos en otra ocasión dijo para finalizar la conversación. Después colgó, puesto que no respondí.
Durante unos segundos me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano, como si estuviera paralizada. Me di cuenta de que algo me observaba, me giré de repente y tiré el teléfono contra mi propio reflejo, al que odiaba repentinamente. El cristal estalló en mil pedazos. Acababa de firmar por siete años de mala suerte. ¡Menuda imbécil! Me desplomé sobre la cama y lloré. Golpeaba el colchón con los puños mientras gritaba: «¿Por qué?».
Las lágrimas corrían la máscara de pestañas que goteaba y decoraba mis sábanas. Estaba espantosa. Estaba horrible. Era una auténtica egoísta. Franck era un asqueroso idiota egoísta. Sylwia no era más que una repugnante zorra que apestaba a egoísmo podrido. Todos somos egoístas. Somos un mundo de egoístas, una humanidad egoísta. Somos la peor especie del planeta y, aun así, la más fabulosa. Dentro de nosotros el bien tutea al mal. A pesar de todo, somos seres puramente egoístas. El colectivismo es meramente una dulce utopía.
Llamaron a mi puerta. Una voz masculina preguntó si me encontraba bien y me pidió que abriese la puerta si le estaba escuchando. Intenté secarme las lágrimas. De todos modos, tenía maquillaje por toda la cara, allá por donde se habían deslizado mis lágrimas. Debía tener una pinta espantosa. Al abrir me di cuenta de que en frente de mí había una joven que resultó ser mi vecina. Jamás habíamos coincidido. A su lado se encontraba el conserje del edificio, un hombre de unos cuarenta años. La joven le había informado de que había escuchado golpes y destrozos en la habitación contigua. Le entró en pánico. Me sentía avergonzada. Pensándolo mejor, París no es tan individualista como su reputación le precede. En los peores momentos es cuando las personas se vuelven cercanas. Les dije que todo estaba bien. El conserje únicamente evaluó los daños. Me daba cuenta de mi conducta confusa. Observé a mi alrededor y vi mi teléfono de quinientos euros hecho pedazos, claramente inutilizable. No sé cómo sucedió, pero uno de mis zapatos también tenía el tacón arrancado. Los trozos de vidrio cubrían el suelo en todas direcciones. Había tantos gastos a la vista para comprar lo que acababa de romper y destruir en cuestión de segundos Las decepciones amorosas se manifiestan como lo más tempestuoso de la vida. Arruinan tu alegría desde el interior. ¿Cómo había llegado hasta ese punto? Mis esperanzas y expectativas debían ser fuera de serie. Su brutal devastación había brotado de golpe en la habitación.
La mujer me ofreció su ayuda para limpiar los destrozos. Respecto al conserje, aparentemente más curioso o más zoquete, me preguntó qué había provocado tal desastre. Le expliqué que era mi cumpleaños y que un hombre al que apreciaba se había negado a pasar la noche conmigo, tras lo cual perdí el control sobre mí misma. El conserje me observó de la cabeza a los pies con una sonrisa picante, la misma que a menudo veo en los pervertidos interesados. Seguidamente decretó que ese tipo en el que pensaba era un cretino. No contesté, me sentía demasiado mal para ello. La desgraciada era yo y solo yo. Creí que podría reconquistar a un hombre que ya no me amaba ya que ya me había entregado su amor. Me había comportado de un modo estúpido. El conserje me preguntó si necesitaba algo más, a lo que le respondí: «Sí, una fregona».
Se ausentó y reapareció cinco minutos después con todo lo necesario para limpiar. Le di las gracias. Regresó a su apartamento, ya que su misión de seguridad había terminado. No hacía falta pedirle nada más. La limpieza me correspondía solo a mí. La joven decidió quedarse para echarme una mano. Hablamos y nos conocimos. Tenía veinte años y venía de Moldavia. Se trataba de su primer viaje a Francia. Había conocido a un francés hacía unas cuantas semanas. Sus ganas de vivir y su resplandeciente alegría combatieron mi tristeza. Me recordaba a mi inocencia cuando llegué a Francia por primera vez. Me apegué a esta muchacha que más tarde se convertiría en una buena amiga.
Los días pasaban, las semanas se encadenaban y los meses se sucedían. Franck no daba señales. Intenté llamarle en numerosas ocasiones, aunque en vano. El tono del teléfono jamás se interrumpía. Le envié varios correos en los que le pedía perdón por mi comportamiento ingrato. Deseaba restablecer el contacto y que él dejara de huir de mí.
En el trabajo, mi jefe se dio cuenta de que no estaba tan contenta como antes, como si la alegría de vivir se hubiese esfumado. Le mentía, objetaba, le decía que todo me iba bien en la vida. Me preguntaba cada mañana, inquieto, y hacía que otra persona controlara mis traducciones. Estas eran impecables, por lo que no podía hacerme ningún reproche. Cuando pasaba por mi lado, me miraba detenidamente, con perplejidad. Al no soportar más esos interrogatorios, le confesé el origen de mi sufrimiento. Su reacción me sorprendió: se echó a reír y después me invitó a un café. Se mostró empático y me apoyó moralmente. Se sintió aliviado al conocer por fin la verdad. Me enteré de que había hablado con todos mis compañeros para descubrir la causa de mi tristeza. Le preocupaba que algo terrible pesara sobre mis hombros. Me dio dos o tres consejos que había sacado de su propia experiencia. Quería verme plenamente feliz de nuevo. Echaba de menos mi alegría de vivir, él y el resto del equipo, como me confesó. Estaba encantada de constatar que en el seno de esta empresa me apreciaban. Ya no estaba preocupado. Sabía que el tiempo curaba todas las penas del corazón, incluso las más dolorosas: aquellas que te dejan en carne viva de por vida. A veces, basta con conocer a otra persona para que todo vuelva a su sitio.
Los días pasaban, las semanas se encadenaban y los meses se sucedían. Franck no daba señales. Intenté llamarle en numerosas ocasiones, aunque en vano. El tono del teléfono jamás se interrumpía. Le envié varios correos en los que le pedía perdón por mi comportamiento ingrato. Deseaba restablecer el contacto y que él dejara de huir de mí.
En el trabajo, mi jefe se dio cuenta de que no estaba tan contenta como antes, como si la alegría de vivir se hubiese esfumado. Le mentía, objetaba, le decía que todo me iba bien en la vida. Me preguntaba cada mañana, inquieto, y hacía que otra persona controlara mis traducciones. Estas eran impecables, por lo que no podía hacerme ningún reproche. Cuando pasaba por mi lado, me miraba detenidamente, con perplejidad. Al no soportar más esos interrogatorios, le confesé el origen de mi sufrimiento. Su reacción me sorprendió: se echó a reír y después me invitó a un café. Se mostró empático y me apoyó moralmente. Se sintió aliviado al conocer por fin la verdad. Me enteré de que había hablado con todos mis compañeros para descubrir la causa de mi tristeza. Le preocupaba que algo terrible pesara sobre mis hombros. Me dio dos o tres consejos que había sacado de su propia experiencia. Quería verme plenamente feliz de nuevo. Echaba de menos mi alegría de vivir, él y el resto del equipo, como me confesó. Estaba encantada de constatar que en el seno de esta empresa me apreciaban. Ya no estaba preocupado. Sabía que el tiempo curaba todas las penas del corazón, incluso las más dolorosas: aquellas que te dejan en carne viva de por vida. A veces, basta con conocer a otra persona para que todo vuelva a su sitio.
Había un grupo de tres hombres que se interesaban por mí más que el resto, a tal punto que llegué a preguntarme si no habrían hecho una apuesta para ver quién de ellos se acostaría antes conmigo. Cuando descubrieron qué me atormentaba, me invitaron a tomar una copa y a salir a bailar alguna noche, para despejar la mente, me dijeron. Les prometí que pensaría en ello, aunque mi experiencia del pasado impedía todo tipo de tentación de ese tipo. Amor en el trabajo, nunca más. En cuanto a las mujeres, algunas de ellas, curiosas, me hicieron preguntas sobre ese hombre misterioso que atormentaba mi corazón. Me abrí poco a poco, durante nuestras salidas de chicas que me subían la moral. El hecho de hablar de mis vivencias, de mis expectativas, así como de mis decepciones, y encontrar una respuesta compasiva, me proporcionaba una gran satisfacción. Todos necesitamos un oído que nos escuche y nos entienda durante los momentos de tristeza. Es en los momentos difíciles cuando nos damos cuenta de quiénes son nuestros verdaderos amigos.
4.
El invierno llegó sin cita previa a París. En apenas dos horas, la ciudad se cubrió de velo blanco espeso de varios centímetros. A través de la ventana observaba los grandes copos de nieve que se esparcían por la calle. Un ambiente sofisticado se dibujaba armoniosamente. Una delicada candidez recubría cada ápice de todas las cosas, como para librarlas de la suciedad acumulada a lo largo del año. Seguidamente, llega el momento del renacimiento de los objetos que la nieve ha teñido de blanco. Frescos y limpios, depurados y revitalizados, parecen vestir una nueva piel, preparados para enfrentarse al año que se inicia. La nieve posee este toque mágico de purificación.
Por primera vez, iba a pasar la Navidades en solitario. En Rusia, esta fiesta se celebra de manera distinta a en Francia. Debido al comunismo de antaño, se trata de una solemnidad que había prácticamente desaparecido. Debido al fuerte impulso ortodoxo, la gente la comparte cada vez más a día de hoy. Allí, Navidad tiene lugar el 7 de enero, y normalmente la celebramos entre amigos. No se trata de una fiesta primordial. Es en Año Nuevo cuando nos reunimos con nuestra familia (padres, hermanos y hermanas) mientras que en Francia se pasa sobre todo con los amigos. Las dos fechas están intercambiadas en cierto modo. En Rusia, normalmente no nos hacemos regalos. Estos son especialmente simbólicos y se ofrecen durante el paso al año que se avecina. No tenemos ese hábito comercial. ¿Por qué esperar precisamente a ese día para hacer feliz? Un gesto de corazón se puede realizar en cualquier momento del año; se siente una sincera satisfacción al entregar un paquete y contemplar el asombro de la persona que lo recibe. Cuando una fecha se impone como un llamamiento a los obsequios, ¿no se convierte este acto en insignificante? En cierta medida, carece de cualquier sentido.
En Occidente, Navidad se parece más a una operación de marketing, a un proceso de consumo para hacer funcionar al sistema. Los occidentales únicamente piensan en el regalo que recibirán. Tal deseo puede parecer habitual en un niño, pero un adulto debería preguntarse por la naturaleza de este gesto. ¿De verdad necesitamos esa formalidad? En ocasiones, es una competitividad demente para ver quien ofrecerá los presentes más llamativos, costosos y formidables. ¿Nos es preferible considerar este día como una ocasión para reunirse en familia? Todos deberíamos cogernos un par de días de vacaciones durante esta época para pasarlos cerca de nuestros seres queridos. Aquellas familias con una relación más distante, ¿por qué no aprovechan la ocasión para intentar reconciliarse? ¿No se dice que con el tiempo las personas cambian y se arrepienten de su comportamiento? El orgullo ata manos que podrían desenredar problemas. Navidad debería verse como una fiesta de amor, de reunión, de solidaridad y de felicidad ¡entre todos!
Encendí la tableta y miré las fotos que tenía guardadas. Me recordaban hasta qué punto estaba unida a mis amigos cuando salíamos en Irkutsk. Me detuve en una imagen que me hizo sonreír. Salía en compañía de mis dos mejores amigas, a las que consideraba mis hermanas. Las echaba muchísimo de menos, sobre todo en esta época de fin de año y de soledad. Aquel año, celebrarían Navidad únicamente las dos juntas. La tercera, a siete mil kilómetros de distancia, la celebraría sola, abandonada a sí misma. En la foto parecemos tres princesas. Yo soy la que está a la izquierda. Soy la más baja, con mi metro setenta. En el centro está Irina, que mide aproximadamente un metro setenta y tres y es la más delgada de todas. A la derecha se encuentra mi mejor amiga Lesya, que está cerca del metro setenta y ocho. Estamos colocadas en línea y todas llevamos un vestido corto y provocador y tacones de aguja. Posamos de perfil, con la cara orientada hacia el objetivo y la mano izquierda sobre la cadera. Del brazo derecho cuelgan nuestros bolsos. Somos mujeres solteras, ¡y arrebatadoramente atractivas! Buscamos marido: ¿a cuál prefieres?
Habíamos hecho la foto así para divertirnos. Una de nosotras ya estaba casada. Esta imagen me trae muy buenos recuerdos. Tenía veintiún años, acababa de romper con Dmitry y Franck, de conocer a Sylwia Mis amigas querían subirme la moral. No importan cuán lejos estemos ni por mucho que pasen los años, nunca podré olvidarlas. Para ellas, yo siempre estaré presente. Un problema en sus vidas y yo acudiría rápidamente a consolarlas. Os quiero, mis fieles amigas. ¡Feliz Navidad!
A primera hora de la tarde salí para descubrir el manto blanco parisino. Me puse mi cálido abrigo y cogí un paraguas para protegerme de los abundantes copos. El micromundo parisino sufría una metamorfosis: la gente refunfuñaba, sorprendida por la repentina aparición de la nieve. También podían escucharse el eco de gritos eufóricos, de las almas de los niños maravillados por lo que les ofrecía la estación una vez al año y que aprovechaban de la rareza de un París nevado.