Andrea Dilorenzo
Algunos de los personajes que aparecen en las páginas de este libro son reales. Sin embargo, los hechos y eventos que les relacionan son fruto de la fantasía del autor.
Traducción de Elena García Cuenca
Copyright © 2015 Andrea Dilorenzo
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Agradecimientos
Si bien la literatura ha sido siempre una fiel compañera de vida, en mi breve existencia no se me había ni siquiera ocurrido la idea de que un día habría escrito un libro.
Y sin embargo, aquí me encuentro ahora, escribiendo las primeras palabras que lo componen y dando mis más sinceros agradecimientos a aquellos que han hecho posible lo que yo siempre creí imposible.
Dedico esta primera novela a Antonio, José, Manolo, Baldomero,Maria, Ibi, Diana y a todos los amigos y personas que, aun sin quererlo, me han apoyado e inspirado a escribir estas páginas, que parecen surgir de una remota y olvidada parte de mi ser más profundo.
Introducción
Un día, sin pensarlo demasiado, comencé a plasmar por escrito un sueño que había tenido y que, sorprendentemente, - no se muy bien por qué, pues el recuerdo de los sueños, por muy nítidos que sean, desaparece y se olvida fácilmente no quería abandonar mi mente.
La descripción que hice de aquel sueño extraño se convirtió más tarde en el prólogo y tema principal de El balcón.
Andrea Dilorenzo
Parecía fácil juego
cambiar en nada el espacio
ante mí abierto, en un tedio
incierto tu fuego cierto.
Ahora a ese vacío he unido
todos mis tardos motivos,
en la ardua nada se embota
el ansia de esperarte vivo.
La vida que da vislumbres
es la sola que distingues.
A ella te extiendes desde esta
ventana que no se alumbra.
Parecía fácil juego
cambiar en nada el espacio
ante mí abierto, en un tedio
incierto tu fuego cierto.
Ahora a ese vacío he unido
todos mis tardos motivos,
en la ardua nada se embota
el ansia de esperarte vivo.
La vida que da vislumbres
es la sola que distingues.
A ella te extiendes desde esta
ventana que no se alumbra.
Eugenio Montale, El balcón
Prólogo
Me encontraba en un balcón que, por amplitud y profundidad, parecía ser el mismo que el que se perfilaba fuera de mi habitación, si bien se diferenciaba bastante de aquel por algunos detalles que describiré a continuación.
El parapeto, blanco inmaculado y blando como un bloque de yeso apenas extraído, tenía la forma de una media luna y se sostenía por pequeñas columnas anchas, aunque no demasiado, también éstas blancas y equidistantes la una de la otra, que les conferían un aspecto regio, de una época indefinida, me osaría a decir de estilo griego, pues las puntas de las mismas estaban adornadas con capiteles esculpidos de la misma manera que aquellos de los antiguos templos helénicos. De frente, abajo, se vislumbraban algunas rocas, aunque no conseguía ver dónde terminaban y todas rodeando el mar que, a causa de las pequeñas olas dirigidas hacia el oeste, parecía estar ligeramente agitado.
Probablemente, aquel balcón formaba parte de una construcción mucho más grande de cuanto el ángulo de mi visión conseguía entrever; quién sabe quizás un palacio alto, majestuoso, con decenas o incluso centenas de estancias. Por los pocos detalles que llegaba a percibir, habría jurado que me encontraba a una cierta altura, quizás sobre la cima de un acantilado, parecido a los que se asoman sobre el Océano Atlántico, en Asturias.
Pese a que el cielo era terso y límpido como el agua pura que brota del manantial, no sabría decir con absoluta certeza cuáles eran los colores y matices que el sol normalmente dona a los observadores más agudos o a los de las almas más sensibles.
Lo que más me llamaba la atención era la calma y el silencio que impregnaba todo: parecía como si la voz del viento tuviese el mismo timbre que la de las olas y de cualquier otra cosa sobre la que habría podido posar la mirada y, al mismo tiempo, nada parecía inanimado, si bien una calma aparente se imponía sobre el paisaje circunstante.
Inspiraba y espiraba profundamente, mis pulmones se saciaban con voluptuosidad de aquella pureza intangible, no obstante, no conseguía percibir olor de ningún tipo.
A pesar de que mis ojos estuviesen dirigidos hacia aquella extensión de agua sin fin, tuve la firme impresión de que, si me hubiese girado, habría visto a mis espaldas una infinidad de plantas y flores policromadas serpenteando en un dédalo de árboles hirsutos y espesos y cursos de agua de todo tipo, con animales e insectos de cada especie entre ellos.
Sin embargo, algo me impedía apartar la vista de aquel inmenso océano y, al contemplarlo, de repente una profunda sensación de melancolía penetraba cada fibra de mi ser, como cuando se dice adiós a una persona querida, conscientes de que no la volveremos a ver nunca más.
Con todo, no sufría por mi estado interior y con indiferencia, me observaba a mí mismo en lo que se dice un sueño, si así lo puedo llamar. Eso es: no sabía si estaba soñando.
Es difícil dar una descripción exhaustiva de lo que se prueba en el silencio. Parece que cuando se cruza el umbral del saber, solo el espíritu puede caminar indómito sobre ese sendero intrazable. El pensamiento discursivo no tiene acceso libre, las palabras se demoran en vista de ese inmenso vacío.
Mi mente, atónita, no escatimaba en elogios ante ese lugar de paz y, lánguidamente, conversaba, valorando su misteriosa e infinita belleza.
Ella, de repente, apareció a mi derecha.
O quizás, estaba ya ahí y no me había dado cuenta. Se encontraba a pocos pasos de mí, de espaldas.
Un largo y aterciopelado vestido blanco acariciaba su cuerpo, dejando al descubierto tan solo sus brazos. La brisa alzaba su largo cabello negro azabache, desnudando, a la altura de los hombros, su lisa y cándida piel blanca y un sutil collar negro que rodeaba su nuca.
La calma que parecía transmitir su silencio era, sin embargo, traicionada por su respiración, a momentos irregular, que yo percibía a pesar de la brisa y algunos pasos que nos separaban el uno del otro: era como si quisiese hablarme de alguna cuestión de suma importancia, pero sin alcanzar a encontrar las palabras adecuadas.
Hizo como si pretendiese girarse, pero dudó y finalmente permaneció en su sitio.
Habría querido llamarla por su nombre y acercarme a ella, al menos por un instante, pero pobre de mí, no tenía la mínima idea de cuál fuese, ni siquiera sabía qué hacía yo allí, en aquel balcón, en ese lugar sin tiempo.
Reflexionando acerca de lo que habría sido más o menos oportuno proferir, en aquella circunstancia, también callé.
Mientras todo mi ser se encontraba absorto contemplando aquel paisaje surreal, me di cuenta de que el viento era cada vez más intenso, las olas se levantaban majestuosas, elevándose bastantes metros por encima del nivel del mar; parecía como si tuvieran voluntad propia y, a pesar de un denso hervidero de espuma agitándose de manera histérica por sus crestas, se podían distinguir claramente las unas de las otras.
Las aguas se hacían cada vez más oscuras y de colores intensos, grises y tristes que mutaban en una rápida sucesión, pasando del azul verdoso al azul oscuro, del gris al negro y de nuevo del naranja al morado, si bien de una tonalidad para mi desconocida, similar al amatista pero con matices de otros colores que aún hoy desconozco.
De repente, la oscuridad invadió mi mente, con lo inesperado de una flecha lanzada sin previo aviso, difundiéndose como un pesado telón sobre mi conciencia.
Después, una gran explosión de luz.
El espacio y el tiempo se dilataron en un instante.
Multitud de estrellas y una infinidad de hilos luminosos, sutiles y suaves cual algodón dorado, envolvieron lo que quedaba de los últimos fragmentos de pensamiento lógico y racional que, desorientados, vagaban por mi mente como huérfanos asustados; corrían de un lado para otro a la búsqueda de refugio, de un lugar para ellos apreciado y seguro en los meandros de mi memoria, en busca de alguna respuesta que les habría dado la salvación; pero uno a uno caían en el vacío más absoluto, en la nada infinita, como los condenados en la entrada del Hades.
Después, todo se transformó en silencio.
Primera parte
I
Como solía ocurrir en Foggia, sin previo aviso ninguno, el triste y aburrido otoño, que tanto caracterizaba los Subapeninos Daunos, había cedido el paso a un invierno gélido, el más frío de los últimos diez años. Una neblina húmeda y blanquecina giraba en torno a lo poco que había quedado de las estaciones cálidas, y la naturaleza suburbana, atrapada entre contaminación, asfalto y cemento, dormitaba como mecida por una melodía lánguida y silenciosa. Nubes negras y plateadas corrían perseguidas por el tenue resplandor del sol que, aun siendo ya pálido, velaba como un padre compasivo con esos pobres desgraciados que corrían en la búsqueda desesperada de un aparcamiento o quién sabe hacia dónde. El cielo dauno, ora terso, ora oscurecido, parecía aburrido de la repetición de aquella visión sepulcral.
Se presagiaba un día corto y sin particulares emociones.
Había iniciado hace dos meses a trabajar como ayudante de cocina en un pequeño restaurante situado en el centro de la ciudad, uno de esos mesones que normalmente pueden pasar desapercibidos a primera vista, a pesar de que se coma muy bien. En el exterior no había ningún letrero, solo una gran placa en la pared, encima de la entrada. Los platos del menú eran los de la tradición típica local, el ambiente familiar y acogedor y la clientela eran muy variopintos; a mediodía solían venir algunos profesionales como el notario Poli o el doctor De Martinis, un ginecólogo de aires distinguidos; durante la noche, sin embargo, acudían estudiantes o pandillas de chicos alrededor de los treinta, amantes de la buena cocina regional.
Era mi último día de trabajo y hacía demasiado frío para ir en bicicleta, por lo que me encaminé, a paso moderado.
Envuelto en un pesado abrigo de terciopelo, me dirigí hacia el túnel que se encontraba en el cruce entre la avenida Fortore y la calle Scillitani. El viento soplaba cortante y firme, obligándome a caminar de buena gana.
De arbolados llanos y jardines inmaculados ni siquiera la sombra. La calle Scillitani era deprimente y austera en la mitad de su tramo, si bien después de una pequeña galería sobre la cual se erigían las vías, destacaban los árboles de la Villa Municipal, cuyos muros rozaban toda la avenida.
Desde los zarcillos que, enredados vigorosamente, se revolvían sobre el muro gris y desgastado que flanqueaba la calle, proyectaban una oleada de grandes y rugosos pámpanos empapados de lluvia de los que caían pequeñas gotas plateadas que se descolgaban lentamente de las plantas y que, por un breve instante, antes de tocar el asfalto, asumían perfectas y sensuales formas en lanza. Un enorme y oblongo charco rodeaba toda la acera sobre la que caminaba y, girándome de vez en cuando, prestaba atención a los coches que, llegando de la galería a mis espaldas, se dirigían hacia el centro de la ciudad. No era extraño toparse con algún frustrado que, quién sabe por cuál inefable motivo, se precipitaba a todo gas haciendo brotar el agua de los charcos, embarrando así a todos los desdichados a los que, tras un aguacero, se les había ocurrido caminar por aquella maldita acera.
Despeinados, vestidos con trajes tristes y deteriorados, los ancianos se sentaban en los bancos que daban a la Villa Municipal, así como en los que se perfilaban a lo largo de toda la avenida de enfrente, la cual se encontraba rodeada de grandes tilos marchitos y mutilados, y largas filas de coches aparcados, incluso en doble y triple fila. Algunos, en soledad, permanecían mirando fijamente los transeúntes, aturdidos, durante horas y horas; otros, en grupo, conversaban de esto y aquello o, gruñendo en una lengua arcaica, jugaban a lanzar monedas al suelo, un pasatiempo muy antiguo cuyo nombre no recuerdo, si bien muy parecido al juego de las bochas.
Ya desde hacía algunos días las tiendas de la avenida habían cambiado las etiquetas de los precios y modificado la exposición de las mercancías, habían adornado a su vez los escaparates con adornos pomposos y en desuso. La Navidad estaba a las puertas. Algunos establecimientos estaban cerrados a causa de la crisis económica que había golpeado no solo a Italia, sino a todo el resto del sur de Europa. Había muchos vendedores ambulantes que animaban las calles del centro, ya que aquella mañana estaba el mercado del Rosati, uno de los más antiguos y frecuentados de la ciudad, y en el aire revoloteaban los gritos de los comerciantes que se disputaban la clientela a base de ocurrencias y lacónicas canciones de cuna, recitadas rigurosamente en dialecto.