Cuando se levantó a la mañana siguiente estaba sola en la cama. Luca siempre había sido madrugador y le oyó en la cocina. El aroma del café invadía toda la casa. Para no romper el silencio apagó el teléfono para desconectar de todo lo que se encontrara
fuera de esas cuatro paredes, Paolo incluido. Fue a la cocina, donde encontró a su marido desayunando y leyendo el periódico que había comprado después de su habitual hora de ejercicio en el parque.
Cuando la vio se quitó las gafas de leer y con una gran sonrisa le dio los buenos días. Acto seguido le ofreció una taza de café recién hecho. El próximo año Luca cumpliría cincuenta, pero aparentaba muchos menos, sobre todo en su tiempo libre, cuando se ponía el chándal deportivo en vez del traje gris de trabajo. Desayunaron juntos en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos y en la lectura matutina. La luz del día entraba a través de la ventana, tímida, reflejándose en la mesa vacía que capturaba sus rayos. Una corriente de aire que venía de fuera les permitía sentir el aire fresco de primera hora de la mañana y el perfume de la panadería que había debajo de su casa.
CAPÍTULO 5
NOSOTROS DOS
Sara se quedó mirando a su marido con la taza humeante en la mano mientras sus dedos se calentaban con la cerámica y el humo movía figuras pálidas nuevas ante sus ojos. Cuando este se dio cuenta le devolvió la sonrisa y se apresuró a darle una porción de la tarta que su hermana le había dejado la noche anterior.
1 Los niños se han ido a jugar a tenis, no es que se parezcan mucho a ti.
Se acercó a ella y la besó en la frente antes de irse.
Sara se quedó sola en la gran cocina blanca y acabó de desayunar sin prisas. Luca empezó a preparar el baño para darse una ducha. El repiqueteo del agua llenó el silencio entre estrofas de canciones ya cantadas antes de meterse bajo la ducha. Sara se acercó poco convencida a la habitación y cuando pasó por delante del baño le vio completamente desnudo, envuelto en el vaho que formaba el calor del agua. A pesar de los años que habían pasado desde que estaban juntos seguían sintiéndose fuertemente atraídos el uno por el otro. Cuando él la vio acercarse a la puerta del baño la llamó con dulzura, invitándola a meterse con él. Sara, sin pensárselo dos veces, dejó que el camisón cayera al suelo, descubriendo un cuerpo esbelto de curvas perfectas. Luca la cogió de la mano, atrayéndola hacia sí con dulzura. Comprimidos bajo la lluvia de agua se envolvieron en un beso largo y apasionado que les hizo retroceder en el tiempo, cuando eran unos adolescentes enamorados y alocados. Luca cogió un poco de jabón, la hizo girarse y empezó a besarle el cuello mientras le enjabonaba lentamente la espalda. Los pezones empezaron a endurecérsele, excitada, y la respiración se fue intensificando. Seguidamente la atrajo hacia él y deslizó las manos por sus pezones, masajeándolos y llenándolos de espuma. Sara puso las manos sobre las suyas, acompañando con delicadeza los movimientos circulares cada vez más intensos acompañados de los labios que encontraron los suyos. En aquél momento deseó que aquel instante fuera eterno. Con los años,
la comprensión sexual con su marido se había acrecentado, y aunque a veces fuera demasiado mecánico, ambos sabían como satisfacer al otro. Sin embargo, la pasión se extinguió cuando Sara vio cómo su marido echaba una ojeada al reloj de pared y se escabulló de la ducha sin darle lo que deseaba.
Justo después salió ella, envolviéndose en la toalla que el marido le había dejado sobre la pica. Pasados unos minutos volvió a entrar en el baño, preparado para irse con los niños a jugar a tenis. Al verla un poco contrariada, la estrechó con fuerza y le prometió que retomarían aquello por la noche. Sara sabía perfectamente que difícilmente lo cumpliría, pero las palabras pronunciadas en un abrazo y un beso en la frente la reconfortaron a la vez que se sintió pequeña e indefensa. Cuando Luca cerró la puerta a sus espaldas decidió salir del baño. El silencio de la casa le provocó un escalofrío y se apresuró a encender el mp3, colgado del equipo de música sobre la cómoda. Empezó a sonar la banda sonora de El piano, llevándola lejos de esas frías y vacías paredes. Se había encontrado la casa en perfecto estado. La chica de la limpieza le echaba una mano a la familia, así que ahora no había nada que hacer excepto lavar la taza que había usado para desayunar. Decidió ponerse el chándal y los zapatos de deporte y sintió unas ganas repentinas de sentarse en el sofá para mirar fotos de sus hijos. De vez en cuando tocar los álbumes de fotos con la historia de su familia, pasar página tras página y notar siempre el mismo perfume a pesar de los años la hacía sentir bien. Esta vez, al ver las primeras fotos de su hija pequeña en brazos del padre se puso a llorar en silencio, dejando caer las lágrimas sobre las imágenes ligeramente desgastadas por los bordes. Al principio ni siquiera ella misma entendió el motivo de ese malestar. Viendo esas fotografías con toda su alma sólo veía una familia feliz y llena de amor. De repente, sin embargo, se sintió en otra parte, completamente alejada de las personas retratadas en aquellas capturas, ella incluida; un sentimiento desconocido que le hizo cerrar al instante el álbum
de los recuerdos, incómoda, mientras en su interior miraba a las personas que estaban a su lado. Apenas levantarse del sofá vio el reloj y se dio cuenta de que aún faltaba más de media hora para que su familia volviera. Pasó junto al teléfono pero no tuvo el coraje suficiente de mirar si le había llegado algún mensaje. Para abandonar del todo el estado de ansiedad en el que había sucumbido decidió dedicarse a las plantas que tenía en la gran terraza que rodeaba la casa. Se puso una chaqueta corta y salió fuera, refugiada al instante por el calor del sol y una brisa ligera que le hizo entrecerrar los ojos al primer contacto.
Cada vez que salía fuera tenía la sensación de ser acogida por seres animados, no por simples flores y plantas verdes. Llegaba a sentirse observada, estudiada, y esta vez incluso esperada tras su ausencia. Como de costumbre empezó a dar una vuelta, inspeccionando todas las variedades de plantas que había reunido con los años, admirando los brotes nuevos y los capullos que se estaban abriendo a pesar de la época del año en la que estaban. Tampoco allí vio nada por hacer; estaba todo perfecto y bien conservado. Se asomó a la balaustrada con los brazos cruzados y los codos apoyados sobre la piedra. Des del sexto piso gozaba de unas vistas envidiables. Roma se abría ante ella entre edificios y monumentos lejanos, una mezcla de plantas y del sabor de las casas a su alrededor. Una ciudad tan grande apenas encerrada por el sol sobre sus cabezas, el ronroneo de vez en cuando de alguna moto y coches esporádicos que en aquél domingo ecológico pasaban por allí. Los transeúntes festivos se veían lejanos y diminutos, algunos con pequeñas bandejas de pastas y otros que acababan de comprar el periódico y hojeaban las primeras páginas. Algún niño pasaba a toda velocidad en monopatín por las calles de la ciudad, seguido de cerca por los padres preocupados. Y luego estaba ella, con los cabellos movidos por el viento y las manos frías que ganaban temperatura con el calor de la tardía mañana.
Aquellos días se sucedían de la misma forma en la normalidad de una vida consolidada por los años, interrumpida por la euforia de los hijos en constante evolución. Desde que había vuelto su madre, Marta no había abandonado la expresión de desacuerdo y apenas volvía a casa, corría a encerrarse en su habitación,
ponía la música a un volumen considerable y se eclipsaba del resto de la familia durante horas con la excusa del estudio y de llamadas largas con sus amigas. Tommaso, en cambio, había renunciado a sus planes de domingo para pasar un rato con su madre, con una sonrisa estampada en la cara y ganas de hacer cosas con ella, recuperar los días perdidos y compensar los próximos.
Aquellos días se sucedían de la misma forma en la normalidad de una vida consolidada por los años, interrumpida por la euforia de los hijos en constante evolución. Desde que había vuelto su madre, Marta no había abandonado la expresión de desacuerdo y apenas volvía a casa, corría a encerrarse en su habitación,
ponía la música a un volumen considerable y se eclipsaba del resto de la familia durante horas con la excusa del estudio y de llamadas largas con sus amigas. Tommaso, en cambio, había renunciado a sus planes de domingo para pasar un rato con su madre, con una sonrisa estampada en la cara y ganas de hacer cosas con ella, recuperar los días perdidos y compensar los próximos.
Acordaron pues reservar unas horas para ellos dos en uno de sus paseos madre hijo por el centro. Se apresuró a recoger la cocina después de comer mientras Luca limpiaba la terraza. Poco después estaban en la calle, hacia el centro de la ciudad. Tommaso la cogió del brazo, apretándole la mano. Tenían ahora la misma altura y caminaban a paso ligero apoyándose el uno en el otro para mantener el ritmo. Llegaron a Trinità dei Monti cuando la plaza estaba ya llena de turistas, amontonados en las escaleras. Ver la ciudad desde arriba daba una sensación de omnipotencia. El viento les rozaba las mejillas y los rayos de sol les hacían entrecerrar los ojos. El frío mármol era un apoyo perfecto para dejarse caer sobre los codos y observar cada una de las escaleras antes de descender hasta abajo del todo de un tirón. Mientras esperaba a que su hijo atendiera una llamada, decidió enviarle una foto a Paolo, que se sacó allí arriba, como si estuviera en la cumbre de una cascada de luz. Respondió al momento, como si fuera lo único que hubiera estado esperando.
«Despídete de la Plaza de España, porque mañana volverás a estar entre estos dos montes». Sara quedó algo insatisfecha ante el mensaje tan poco íntimo después de los que se habían intercambiado la noche anterior. No supo qué responder, bloqueó el teléfono y volvió a asomarse a la escalinata. Su mente volvió al lago. Cerró los ojos, deslumbrados por el sol, y volvió a imaginarse allí, envuelta en un abrazo que nunca antes había experimentado, al principio suave y sensual y luego más íntimo, hasta ponerse encima de él con todo el peso y el pelo acariciándole el rostro.
1 ¿Mamá?
La voz de su hijo la trajo de vuelta a la realidad. Bajaron y se mezclaron entre la multitud que poco antes parecía lejana y minúscula. Los domingos Roma tiene mil caras. Empieza silenciosa, las calles susurran silencio y la luz se refleja en cada
casa. Luego aparecen las primeras personas, moviéndose con lentitud, como si caminaran por un suelo repleto de huevos. Las calles se llenan de deportistas más o menos entrenados, aparecen los primeros niños correteando de un lado para otro y el ruido lentamente se hace dueño del silbido del viento ligero. Luego se llenan. Las calles se cubren y son absorbidas por la belleza del caos multiétnico; eso si te gusta el caos. Tommaso parecía empapado de todo ello, mientras que su madre procuraba alejarse todo lo que podía de la gente, buscando un rincón donde poder recuperar el aliento. La próxima venimos pronto, cuando la ciudad tiene un sabor totalmente diferente y todo el mundo duerme. Sí, lástima que tú también tengas que dormir. Tommaso se echó a reír, demostrándole lo diferente que era su punto de vista. Ambos amaban la ciudad por igual aunque la apreciaran desde ángulos diferentes. Tomaron un helado en Plaza Navona y decidieron volver, recorriendo otra vez las mismas calles para volver a casa. Tenían que prepararse para la semana de estudio y trabajo respectivamente. Un bigote de helado de chocolate confería al rostro de su hijo un aire de ternura único. Sara se lo quedó mirando un rato antes de decírselo, retrocediendo unos años, cuando se lo llevaba de paseo Roma cogiéndole de la mano; era pequeño pero con las mismas ganas de vivir que hoy. Aquella sonrisa que siempre llevaba puesta le daba mucha energía. Se sacó del bolso un pañuelo de papel, se detuvo y le limpió la cara con delicadeza. Mamá, ¡que ya soy mayorcito! le dijo Tommaso, mirando a su alrededor, avergonzado. Entonces, Sara lo vio todo de otra forma. Ya no era su pequeño, embelesado con cada novedad que capturaban sus ojos. Se quedaron quietos unos segundos, sin decir palabra, mirándose a los ojos, y luego prorrumpieron en risas: Te quiero, mamá.
La noche antes de su partida Sara preparó las cosas que se llevaría. Mientras que la primera vez preparó la maleta sin prestar demasiada atención, centrada en dar una buena impresión ante sus superiores en el trabajo, esta vez por cada cosa que elegía se preguntó si le quedaba bien o si podía ser más o menos valorada. Se encerró en la habitación después de cenar mientras su familia miraba en el salón una de sus
películas favoritas. La indecisión llegó al punto máximo, dejando la cama cubierta con su ropa. Metió en la maleta un par de pantis autoadherentes que nunca había usado; la idea la intimidó especialmente, viendo en aquella indumentaria algo prohibido. Le dio miedo que su marido lo viera y las escondió en el fondo, tapándolo con el pijama de franela. Se sintió como una niña robando caramelos y le dieron ganas de reír. El vestido que llevaba puesto cuando le mandó la foto a Paolo era de las primeras prendas que había escogido, pero enseguida pensó que era demasiado obvio, y de todas formas las temperaturas de montaña no le habrían permitido ponérselo con la misma facilidad.
Esta vez decidió añadir un par de zapatos deportivos que combinaría con los tejanos y un jersey blanco lleno de agujeros. Al final, para ponerse los pantis autoadherentes de encaje negro se decantó por una prenda sencilla que le llegaba por la rodilla, hecha de un tejido suave y cálido que le envolvía el cuerpo y le resaltaba las curvas. Lo arregló todo cuando los niños estaban ya durmiendo. Al cabo de poco llegó su marido; se quedó en la puerta de la habitación mirándola en silencio mientras terminaba de recoger la cama, de espaldas, sin advertir su presencia. Se había puesto una camiseta ligera de seda de color crema que le quedaba bien con el pelo castaño, y el culote del mismo tejido que cubría las delgadas caderas. Parecía una niña con los pies descalzos, y cuando se giró descubrió que la mirada de Luca era la misma de cuando era joven y se conocieron, tantos años atrás. Sin decir palabra se le acercó, le quitó de la mano la ropa que estaba terminando de recoger y la estrechó en un abrazo.
1 Cada día estás más guapa le susurró, mientras sus cuerpos se balanceaban al unísono.
Y entonces la besó sin apenas tocarla y la miró a los ojos mientras le quitaba la camiseta y le dejaba los pechos al descubierto. La acercó a la cama sin soltarla, se sentaron uno al lado del otro, y Sara se giró, poniéndose encima de él. Empezó a hacerle el amor con su cara entre las manos, sin dejar de besarlo apasionadamente hasta que ambos cayeron sobre la cama.
Luca se levantó enseguida para coger una manta de algodón del armario, cubrió con ella a su mujer y se tumbó a su lado. En la casa reinaba tal silencio que por un momento Sara tuvo miedo de que sus hijos hubieran escuchado sus gemidos desde su habitación, pero escuchó sus respiraciones profundas y supo que hacía rato que estaban dormidos. Ellos también se quedaron dormidos. Cuando Sara se desveló, vio que la luz del baño estaba encendida y oyó el ruido de la ducha. Luca se había levantado; había pasado solo una hora y ya se estaba preparando para la noche. Decidió levantarse y ponerse el camisón cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Antes de volver a la cama se fue a la cocina, sin encender la luz. Disfrutando de la penumbra que llegaba de la calle se preparó un capuchino caliente que saboreó ante la la ventana que daba al exterior del edificio. Poco después llegó Luca, que le acarició el pelo, le descubrió el cuello y le dio un beso debajo de la oreja. Se estremeció y por un momento pensó que podrían pasarse la noche haciendo el amor, llevada por un afecto que no había disminuido en todos esos años. Pero tener que marchar en breves para trabajar toda una semana hizo que se decantara por otro capuchino, que se tomó en el silencio de la cocina, y luego ambos se fueron a la cama para despedirse del domingo.