Dos - Mariano Bas 6 стр.


Saludo a mi fiel amigo, tomo el camino de vuelta sumido totalmente en mis pensamientos, hasta que llego a casa sin apenas darme cuenta de los kilómetros recorridos a pie. No me he fijado en las personas que me he cruzado por el camino, en los automóviles que pasaban a mi lado, en las fuentes que lanzan agua continuamente, ni en los pájaros despreocupados en el cielo. Solo he vuelto al presente al ver mi portal cerrado delante de mí, como un centinela silencioso e imponente. A lo lejos veo a la señora con el perro de mi vecino y me apresuro a entrar, con pocas ganas de quedarme en la puerta charlando con ella de medicina y de los excrementos de perros desperdigados por las calles del barrio. Una vez cerrada la puerta a mis espaldas, lanzo un suspiro de alivio y continúo moviéndome silenciosamente para que no me oigan fuera y, agotado, me tiro sobre mi cama. Cuando me levanto estoy todo sudado, todavía con los zapatos y el abrigo puestos. Son las siete de la tarde y he dormido casi toda la tarde, sumido en un sueño profundo. Después de una ducha rápida y, ya con el pijama puesto, me pongo en el ordenador y empiezo a trabajar sobre mis fotografías de hoy. Las más bonitas son la de la flor y la del charco conmigo dentro Empiezo a reconocerme, a reencontrarme en lo que hago y esto me da la fuerza necesaria para tener el valor para dar un giro a la historia con la joven del bar.

Al día siguiente, a pesar de haber estado despierto hasta tarde trabajando con el ordenador, me despierto siguiendo la rutina semanal, para llegar al bar a la hora habitual, curioso por ver qué hará ella tras mi pequeño regalo de ayer. Cuando entro, la veo ya sentada en la mesa, como siempre, más guapa que otros días. Me lanza una mirada veloz, ruborizándose ligeramente mientras gira el cabeza hacia su amiga, que se queda quieta y la mira. Hay algo de extraño en su comportamiento, no se comportan con la misma naturalidad que otras mañanas, conversando entre ellas en voz baja. No hay nadie en el mostrador, así que me pongo en mi rincón habitual, a la espera de que llegue el camarero. La miro de reojo y apenas se da cuenta de que lo estoy haciendo desvía nuevamente la mirada que tenía fija sobre mí. Con el brazo hago caer una bolsa de papel que probablemente estaba apoyada en el azucarero de la esquina. La recojo y veo que encima está escrito «¿Para?» y al lado hay dibujada una pequeña flor. Me paro un momento sin saber qué hacer y luego, preso de una gran curiosidad, la abro, al no haber nadie más cerca. En el interior hay un chocolate con un dibujo de una margarita sobre él. Se me dispara la adrenalina, este es su paso, la carta es para mí. Se me escapa una sonrisa cuando me doy cuenta de que dentro hay también una tarjeta, en la que está escrito con bolígrafo: «Además de la vista, tenemos otros sentidos, hoy trataré de saciar también el del gusto. A.». La releo tres veces casi queriendo aprender de memoria una frase tan breve pero tan llena de significado para mí. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que se ha ido, en completo silencio, sin actuar ni darse cuenta. Empiezo a desenvolver el chocolate tratando de no romper el papel, que guardo en el portafolios. Lo como como si no hubiera probado chocolate en mi vida, saboreando lentamente el amargor del cacao y la dulzura de la vainilla, que lo envuelve con su suavidad. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados, completamente entregado a su sabor y concentrado solo en el sentido del gusto, como ha escrito A. en su tarjeta, que vuelvo a leer por cuarta vez, casi buscando algo entre las líneas, para guardarla luego en el bolsillo del abrigo para poder releerla más veces, hasta la extenuación. El sabor del chocolate se queda en mi mente y de ahora en adelante no podré comer nada con este gusto sin dejar de pensar en esta embriagadora mañana hecha de café y chocolate con vainilla. Con una gran sonrisa en la cara, saludo al camarero que entretanto me ha servido el café habitual y me voy un poco preocupado porque no veré a mi misteriosa A. en los próximos dos días, ya con el fin de semana a las puertas.

En el pasado, el sábado y el domingo eran siempre una bendición, pero desde que está ella se han convertido en dos días que vivir lo más aprisa posible, anhelando el aire que me da llegar al siguiente lunes por la mañana a través de su mirada. Estos serán todavía más largos y aburridos, aunque así tendré tiempo para pensar mi próximo movimiento. El juego está decidido, me debo centrar en los cinco sentidos y decidir si seguir lo que ella ha elegido como segundo o pasar al siguiente. Todavía siento el sabor fuerte del chocolate en la boca y espero que se mantenga aún por mucho tiempo, para fijarlo eternamente en mi memoria. Se me viene a la cabeza la magdalena de Proust, lo que este recordaba al comerla después de tantos años, y empiezo a entender cada vez más sus escritos y sus fuertes emociones evocadas por un pequeño y sencillo dulce de la infancia. Querría tener muchos de esos bombones, para así poder comerme uno cada vez que su recuerdo comience a desvanecerse o cada vez que quiera hacer más real la idea que tengo de ella, incluso cuando no está. Un sabor que, de momento, está relacionado con dos ojos límpidos y penetrantes, con su belleza y su pelo negro y liso apoyado en su espalda. Con su sonrisa apenas esbozada, enmarcada en sus labios rojos y con una piel clara y luminosa. Hoy llevaba un vestido verde oscuro con botas negras con tacón vislumbradas de reojo bajo la mesa cuando llegué. Me siento molesto por no haberle visto irse para atisbar algún detalle más de su perfecto físico, demasiado a menudo escondido por los abrigos y las botas de esta estación. Pero hoy el sentido es el del gusto y por tanto dedico mi pensamiento al chocolate encontrado en el sobre. Me pregunto si también ella lo ha probado, para compartir así la sensación aterciopelada de su sabor. Sobre su mesa, al salir, me doy cuenta de que en lugar del capuchino habitual hoy a tomado un café, tal vez para tener la misma experiencia de gusto que he disfrutado. Me parece casi como si la hubiera besado, saboreando el gusto del chocolate sobre los labios, estrechados en un abrazo hecho de aromas y sabores mezclados sabiamente. Hago una foto a la tarjeta escrita con su hermosísima letra, ordenada y redonda, y se la envío a Stefano. Su respuesta es inmediata: «Que empiece la partida

:-)».

CAPÍTULO 6

EL CHOCOLATE DEL RECUERDO

Aquí estamos, Camilla hoy ha pasado a recogerme para repasar nuestro plan antes de entrar en el bar. Tratamos de llegar con al menos diez minutos de adelanto con respecto al horario normal de llegada, para preparar todo con tiempo antes de que venga. Antes de salir he escrito una tarjeta para explicar mi regalo. El bombón, además de seguir el mismo hilo conductor de la margarita, debe llevar adelante nuestra relación en el descubrimiento de los sentidos, de nuestros sentidos y por tanto pasaremos de la vista al gusto. He decidido no firmar, sino poner solo la inicial de mi nombre, para no desvelar demasiado y no hacer que acabe demasiado rápidamente este juego que cada vez es más fascinante, saliéndose de los esquemas normales del cortejo. En el sobre he escrito «¿Para?» al no tener ni la más mínima idea de cómo se llama, pongo todo en el interior y bajo rápidamente para reunirme con mi amiga, que ha llamado por el interfono hace unos momentos. Esta mañana me he levantado una hora antes de lo habitual y he dedicado media hora solo a escoger qué ponerme. Al final he optado por un vestido de lana fina de mi color preferido, el verde oscuro, y mis botas de tacón alto. En la calle no veo el momento de llegar y por poco no acabo atropellada por un automóvil, con la cabeza completamente en las nubes, sin darme cuenta del semáforo rojo. Llegadas sanas y salvas al bar, dejamos los bolsos en la mesa habitual y vigilamos la barra y, cuando faltan ya pocos minutos para su hora habitual de llegada, Camilla se coloca delante de la entrada y yo, con una excusa, hago que el camarero se vaya a la cocina en la parte trasera. En ese momento, pongo el sobre delante del azucarero, al lado de donde se queda siempre para tomar el café. Estoy segura de que tomará azúcar y encontrará el sobre delante, espero que entienda que va dirigido a él y mire en su interior. Camilla me hace señas de que está llegando y nos sentamos rápidamente, actuando normalmente a pesar de una pequeña agitación, más por la inquietud que por la pequeña carrera hasta la mesa. Para no dejar ver mis emociones cuando entra, le miro un momento breve; estoy más inquieta que nunca y espero no ruborizarme mucho traicionando mi falsa despreocupación por su llegada. Cuando acaba llegando a la barra le miramos de reojo, esperando que se dé prisa en recoger ese sobre tan visible junto a él. Se gira de repente hacia mí y, al sentirme descubierta, cambio de inmediato la dirección de mi mirada. Hoy no hay la misma armonía en nuestro encuentro, los últimos acontecimientos nos han dejado más inquietos de lo habitual, tampoco él es el mismo de siempre. Este momento incómodo se rompe cuando tira el sobre al suelo sin darse cuenta. Cuando lo recoge, se levanta lentamente mirando el misterioso destinatario impreso en el sobre, junto a una florecilla que he dibujado mientras estábamos ya en la calle, para ayudarle a descifrar el mensaje y hacerle entender que es él el que tiene que abrir el sobre. Cuando vemos que lo está abriendo, aprovechamos para salir a escondidas, sin que se dé cuenta, para luego alejarnos por la calle.

Lo único que me molesta es que tengo que esperar dos días completos para ver cómo proseguirá nuestro juego y ya sé que será un fin de semana larguísimo. Por suerte, ha coincidido con un pequeño viaje que tenía previsto desde hacía tiempo y al final de la tarde parte en un tren que me llevará a Venecia, a conocer a la hija de una de mis primas, nacida hace unos pocos meses. El marido estará fuera estos días y así aprovecho para echarle una mano y estar juntas, pues hace mucho que no nos vemos. Hoy acabo pronto de trabajar, aprovechando unas horas de permiso pedido anticipadamente para no tener sorpresas de última hora. En casa me espera mi bonita y pequeña maleta, ya lista con todo lo necesario para estas dos noches fuera de la ciudad. Me pongo unos cómodos vaqueros ajustados para luego introducirlos en mis zapatillas deportivas, llevando encima un jersey azul y marrón, cálido y poco voluminoso, imprescindible en mis viajes invernales. Me pongo enseguida de nuevo el abrigo, además de la bufanda y el sombrero, lista para enfrentarme a Venecia en este periodo del año. Hace semanas que espero este viaje y por suerte parece que el tiempo nos ayudará dándonos dos días soleados y no excesivamente fríos para la estación. Para asegurarme de no llegar tarde, junto al portal me está esperando ya un taxi, que me llevará a la estación de tren. En cuanto me siento y cierro la puerta, me siento como en vacaciones. Durante el trayecto, verifico las últimas cosas, ordeno los billetes y preparo el dinero para pagar la carrera. En diez minutos, ya estamos en la entrada de la estación, en un horario perfecto para la partida. En cuanto llego al tablón de salidas, busco mi tren con la mala noticia de que tendrá un retraso de media hora. Por una parte, doy gracias al cielo de que solo sea este poco retraso y aprovecho para darme una vuelta por las tiendas, renovadas en los últimos años, formando así un verdadero centro comercial debajo de los andenes, en una especie de mundo subterráneo. Están todas las marcas de moda, sobre todo entre las chicas más jóvenes y se suceden los sitios de comida rápida entre olores y una atractiva publicidad llena de colores, que ofrece comida abundante por pocos euros.

A esta hora hay mucho movimiento en esta parte de la estación, entre los que llegan o deben irse y quienes sencillamente han venido a hacer compras sin preocupaciones y con un acceso fácil. Me paro a comprar una botella de agua en una tienda con distribuidores automáticos de aguas de todo tipo. Antes de elegir, las miro todas, fascinada por tanta variedad de un producto tan sencillo: mineral, natural, carbonatada, poco carbonatada, con gas, sin contar con la que contiene más o menos sodio y demás. En resumen, resulta difícil incluso elegir qué agua beber hoy en día. Para no equivocarme, elijo una marca que conozco y continúo mi paseo mirando de vez en cuando el reloj, para no quedarme en Roma. Cuando por fin llega mi tren, subo de inmediato al vagón indicado en el billete y me pongo en mi sitio. Conecto la tableta a la wi-fi pública de la estación y compruebo los últimos mensajes, esperando siempre encontrar su contacto. Desilusionada al haber recibido solo correos de publicidad y algunas respuestas a mensajes del trabajo, apago todo y espero a oír el pitido que avisa de la partida.

Cuando el tren empieza a moverse, cierro los ojos, arrullada por la creciente velocidad sobre los raíles que deslizan bajo mis pies. Ese sonido me lleva atrás en el tiempo, a cuando de niña iba a la montaña con mi grupo de amigos del barrio. Salíamos siempre de noche y casi no se dormía durante todo el trayecto. Siempre había alguien que llevaba una guitarra y la tocaba en los vagones, con todos los demás apiñados y cantando. Algunos de nosotros nos quedábamos en los pasillos, para mirar fuera por las grandes ventanas la oscuridad solo iluminada por las farolas de la carretera, que pasaban rápidamente dejando atrás una pequeña estela de luz. El sonido del tren sobre los raíles, siempre igual, como una cantinela que hacía de fondo a las voces corales y el sonido de la guitarra. Viajes largos que volaban en la euforia de las vacaciones lejos de casa, de las familias, de la escuela dispuestos para la aventura que solo puede dar la montaña en las tiendas de campaña. El mismo tren nos volvería a ver después de diez días pasados completamente inmersos en la naturaleza, entre el verde de los árboles y el frío de los arroyos en que se convertían en manantiales, tanto para bañarse como para lavar los platos de la comida. El mismo tren que nos devolvería a casa, cansados pero felices como nunca, con la mochila llena de ropa sucia y muchas aventuras que contar. Entonces no había móviles ni Internet que distrajeran nuestra atención de lo que nos rodeaba y el único contacto con casa era una llamada telefónica realizada a mitad de la semana, desde una cabaña muy alejada del campamento. Y se vivía muy bien

Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy sola y tras la ventana todavía es de día. Estoy hechizada por el territorio que me rodea y parece que este largo medio de transporte se lo estuviera comiendo con su correr desenfrenado. Su sonido es el mismo de hace años, su cadencia regular resulta inmutable, solo yo he cambiado, pero tengo la misma sonrisa de siempre, que por fin ha vuelto a brillar en mi rostro cansado y marcado por los acontecimientos de mi vida. Me entretengo tomando algunas fotos a través del cristal de la ventana. Por suerte, mi sitio está junto a la ventana y por eso puedo admirar sin molestias el escenario que cambia repentinamente delante de mis ojos. Me entretengo modificando las fotos tomadas con las aplicaciones que ahora tienen todos los teléfonos y publico algunas en mi perfil. Miro el correo, aunque veo que no hay ningún mensaje nuevo. Nada, ningún rastro de mi misterioso amigo del bar, que probablemente no sepa ni dónde ni cómo encontrarme.

Delante de mí estada sentada una pareja, tendrán más o menos mi edad. Desde que salimos, él no ha hecho otra cosa que telefonear con sus auriculares de última moda y jugar con su smartphone. Ella tiene una cara apática y, sin haber dicho ni una palabra desde que se sentó, tiene la mirada perdida en el pasillo central, tal vez mirando algún punto inexistente delante de ella. Luego toma una bolsa de patatas del bolso, se lo pasa a él, que hace un gesto de negación con la cabeza mientras continúa escribiendo a toda velocidad en el teclado virtual. Con el mismo estado de ánimo, empieza a comer las patatas, con gesto lento y casi forzado. No hay emoción en sus ojos, siempre perdidos en el vacío. De pronto se detiene, avisada por la vibración de su celular de la llegada de un mensaje, que lee rápidamente, pero con un brillo en los ojos que no había tenido hasta ahora. Mientras se guarda el teléfono, con la misma velocidad que lo había sacado del bolsillo de su abrigo, veo una ligera sonrisa en sus labios y una pequeña lágrima que le surca la cara, secada rápidamente con la mano mientras se gira hacia el lado opuesto al que está sentado su marido. Luego vuelve a comer sus patatas, retornando a su mundo ausente e indiferente a todo lo que ocurre a su alrededor. Empiezo a imaginar quién puede haberle escrito, que la ha hecho resucitar de un estado de trance y aburrimiento, cuando también a mí me llega un mensaje que me devuelve a la realidad de mi vida. Busco mi teléfono en el bolso, con tanta prisa que hago caer algunas de las cosas que había en su interior. Mi compañera de viaje se mueve de inmediato y me ayuda a recuperar lo que se ha desperdigado por el suelo del vagón, lo que nos hace andar adelante y atrás para recuperar mis objetos personales, como su fuera un ballet sin fin. Le doy las gracias e intercambiamos una sonrisa de complicidad y así entiendo que lo suyo es solo una gran soledad, que quiere romper con la primera persona que tenga a su alcance. Tomo por fin el teléfono: es mi prima de Venecia que me dice que nos encontraremos fuera de la estación, donde me espera con el automóvil. Le contesto comentándole el pequeño retraso y vuelvo al guardar mi teléfono, es vez en el bolsillo del bolso, para poder recuperarlo más fácilmente la próxima vez. En cuanto mi «nueva amiga» se da cuenta de que he acabado de luchar con la tecnología, empieza a hablar conmigo:

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