La defensa pide, en consecuencia, que este Ilustrísimo Tribunal reconozca la inocencia absoluta de mi asistido con respecto a las acusaciones que han lanzado contra él y, por consiguiente, la liberación ya que no ha cometido delito alguno.
En la sala 121 del Tribunal de Roma, llena de abogados, asistentes, ayudantes y, obviamente, de una nutrida legión de periodistas, incluso extranjeros, se hizo por un momento un silencio sepulcral.
Obviamente, como petición secundaria, se pide la absolución del doctor Reggiani porque el hecho del que se le acusa no constituye delito.
Prosiguió el abogado Stanich con su arenga defensiva.
¿Réplica? preguntó el juez de la Sección Tercera de lo Penal del Tribunal, dirigiéndose al Ministerio Público.
Sí, señor Presidente responde la joven representante de la acusación pública, alzándose de su silla y ajustándose sobre los hombros la toga guarnecida con alamares de plata. Una pequeña réplica. Recuerdo a la defensa del señor Sauro Reggiani que, al contrario de lo que ha sostenido, el imputado ha sido mencionado varias veces por el administrador delegado de la Sociedad Farmaglast, así como por las interceptaciones telefónicas hechas por la Guardia di Finanza6 de Nápoles
Que es inútil subrayar continuó el Ministerio Público7. en qué medida pensamos que sea un referente de la Nueva Camorra Organizada aquí en Roma. Y es, otrosí, inútil puntualizar que el señor Reggiani ha sido señalado por ambos entes como el administrador principal para la distracción de 12 millones de euros, para ser exactos, de los fondos de la Unión Europea destinados a las empresas farmacéuticas de Nápoles para el tratamiento de los residuos sanitarios, en cambio, a consecuencia de la deliberación de la Región Campania, han sido movidos íntegramente a las cuentas de Farmaglast que, a continuación, como se ha demostrado, ha distribuido, en su mayor parte, los fármacos caducados
La representante del M.P. apoyó firmemente las manos sobre la escribanía detrás de la cual se encontraba, casi para poder comunicar mejor al juez sus conclusiones.
Por los motivos expuestos la Acusación Pública pide que este Tribunal reconozca la plena responsabilidad del señor Sauro Reggiani por todos los delitos por los que ha sido imputado, con el agravante específico del daño producido de notable entidad que juzgo predominante a los atenuantes genéricos y, por esto, sea condenado el susodicho a la pena mínima de 12 años y a la prohibición perpetua para cualquier cargo público. Es todo, gracias.
El juez miró con aire interrogativo desde detrás de las gafas de lectura que estaban apoyadas precariamente sobre la punta de su nariz al abogado Stanich que defendía a Reggiani.
El defensor movió la cabeza confirmando de manera inequívoca que no procedía otra réplica.
Bien, entonces, nos veremos el 2 de diciembre para la lectura de la sentencia. La audiencia ha finalizado. Gracias concluyó el juez.
Se oyó un murmullo proveniente del grupo de periodistas que, terminada la sesión, intentaban ganar rápidamente la salida para alcanzar al abogado Stanich. Estaban en juego las esperadas entrevistas a la defensa de uno de los hombres más conocidos y temidos del mundo de las finanzas en Italia. Un hombre que podía contar no sólo con la amistad, por lo general interesada, de una gran parte de los parlamentarios y senadores sino también, se murmuraba, de un subsecretario del Ministerio de Sanidad. El proceso era sólo una parte de un juicio penal más grande, ligado a una corrupción ampliamente difundida y rechazada desde el mismo Ministerio Público, no sólo contra Sauro Reggiani sino también contra otros 12 ejecutivos de la multinacional Farmaglast y 15 asesores provinciales y regionales de Campania. Las investigaciones, comenzadas dos años antes en Nápoles, y denominadas operación San Genaro8, parafraseando una vieja película cómica, habían ya asistido a la condena en primer grado de 15 años de reclusión del administrador delegado de la Farmaglast, John Beer, ahora prófugo de la justicia en Dubai, de Salvador Incardona (ya en la cárcel) y de otros dos ejecutivos de la Farmaglast, condenados respectivamente a 6 años y medio y a nueve años.
Todo esto se debía a la gran capacidad investigadora de la joven fiscal Viola Borroni que, en representación del Ministerio Público, había coordinado con brillantez las investigaciones con el núcleo napolitano de la Guardia di Finanza y con la Policía di Stato9 y había conseguido mandar a juicio a todos los imputados.
Fue ella quien sostuvo la acusación en todas las conclusiones finales y en las fases del proceso hasta el momento en que, sobre el banco de los acusados, se había sentado nada más y nada menos que Sauro Reggiani, un peso pesado de las Finanzas.
Viola Borroni, 28 años, un metro setenta, físico esbelto, pelo oscuro casi negro, ojos de un extraño color esmeralda, poseía una apariencia muy agradable.
El propietario del bar Cappuccio y Brioches, situado en la calle donde la mujer residía, la llamaba la actriz, lo que suscitaba en ella un poco de embarazo.
Sin embargo poseía un carácter muy determinado. De esto sabían algo los imputados de la Operación San Genaro que se habían visto enviados a juicio por el GUP, Giudice per lUdienza Preliminare10, gracias a una labor de investigación desarrollada con diligencia y celo por la incansable fiscal Borroni.
Si la aplicación del derecho procesal penal, de parte de la joven fiscal, era inatacable por el ejército de abogados, cuyas arengas defensivas y excepciones de procedimiento de diverso género se habían hecho pedazos en las conclusiones finales con el Ministerio Público, había que decir que Viola tenía una concepción personal de la Justicia que no siempre coincidía con los artículos y comentarios del Código Penal.
No era un misterio que todavía estudiante de bachillerato Viola hubiese participado en las manifestaciones contra el G8 en Génova, aunque en los grupos de estudiantes que no habían actuado violentamente contra la propiedad o la Policía. Todavía, siendo universitaria de la facultad de Derecho Santa Ana de Pisa, a pesar de ser una estudiante excelente, había sido apresada en más de una ocasión por la participación en manifestaciones estudiantiles, siempre en primera línea.
Viola estaba orgullosa de sus ideas sobre la justicia social de la que jamás había renegado, aunque ahora, en cierto sentido, se encontraba en la otra parte de la barricada.
Seguida por las cámaras de televisión la muchacha avanzó rápidamente por el pasillo y, renunciando a usar el ascensor, se fue hacia las escaleras para llegar hasta su oficina en el primer piso. Sergio Ansani, el Procuratore Capo11, estaba esperándola jubiloso, junto a la secretaria de la sección.
Felicitaciones, un óptimo alegato. Estoy convencido que nuestras peticiones de condena serán aprobadas por el juez de la Tercera
Viola esbozó una fugaz sonrisa, sabía que era demasiado pronto para cantar victoria.
Era necesario el sello final de una sentencia de condena.
Ahora no podrás negarme esos cinco días de asueto que te pedí en septiembre
Te has merecido un poco de reposo, pero sabes bien que en este momento la Procura12 está falta de personal, los dos auditores judiciales que me había prometido el Ministerio deben todavía cumplir un período de prueba de diez días en la Procura de Milán replicó Ansani.
Viola, decidida a jugar duro, propuso con sequedad:
Viola, decidida a jugar duro, propuso con sequedad:
Concédeme entonces cuatro días
Tres respondió el superior.
Dado que te encuentro muy bien dispuesto, me gustaría también un aumento de sueldo
Ansani la miró de refilón, mientras elevaba la ceja izquierda.
Pásalo bien, Viola. Vete, antes de que me lo piense
III
Villa Mondragone, 12 de septiembre de 1912, por la tarde
El padre Giuseppe Strickland, prior del Colegio jesuita de Villa Mondragone de Frascati, junto con el padre Agostino, responsable de la biblioteca del convento, rehizo por enésima vez el inventario de los treinta libros.
Fue el Legado Pontificio, el cardenal Willem Van Rossum en persona, que pertenecía también a la congregación de los jesuitas, el que autorizó el traslado de la colección de volúmenes del Colegio Romano y de la Biblioteca General de los jesuitas, en Villa Mondragone, para salvarlos de las expropiaciones del nuevo Reino de Italia.
Ahora, sin embargo, el prior tenía la ingrata obligación de preparar treinta de estos preciosísimos tomos y darlos, al día siguiente, al señor Wilfrid Voynich, un tratante de libros raros, de origen polaco naturalizado inglés, que había llegado desde Nueva York y que los compraría por una considerable suma de dinero.
¡Sólo Dios sabe con cuanto sufrimiento, justo él, el decano representante del Colegio, había escogido los libros para el anticuario!
Era plenamente consciente de que los tomos, que había pertenecido durante siglos a la Iglesia de Roma, viajarían por derroteros desconocidos, dispersándose por los lugares más remotos del mundo, para satisfacción de millonarios que los encerrarían en sus cajas de seguridad o para aumentar la vanidad de museos e institutos universitarios extranjeros.
En el mejor de los casos permitirían consultarlos de manera privada, en sus casas, para suscitar así la envidia de los coleccionistas rivales.
¿Era justo que estos libros y manuscritos, representaciones de la cultura cristiana, de la historia, del arte miniado, piezas raras, sino únicas, de la tradición cultural y religiosa de la Iglesia, fuesen sustraídas al patrimonio de la Humanidad para convertirse en propiedad exclusiva de unas pocas personas afortunadas?
Sin embargo, todo esto era necesario para el sostenimiento de aquella Iglesia que estaba a punto de separarse para siempre de aquellos libros que eran una parte integrante de ella misma. Como una madre que se veía obligada a ver como algunos de sus hijos partían para siempre hacia tierras desconocidas.
Por otra parte la Legge delle Guarentigie13, aprobada por el parlamento Italiano el 13 de mayo de 1871 con la toma de Roma, hablaba claro.
Después de la Breccia di Porta Pia14, los Papas que se habían sucedido en el solio pontificio, hasta Pío X, se habían retirado al Vaticano, y el rey de Italia había anexionado Roma y todos los territorios que habían pertenecido a los Estados Pontificios.
También sobre las basílicas, conventos y abadías se cernía el mismo peligro, lo mismo que sobre los bienes inmuebles y muebles de la Iglesia que, no tardando, serían requeridos o confiscados por el Reino de Italia. Obviamente estas leyes habían traído consigo la abolición de los diezmos y de todo aquello que era necesario para el sostenimiento del clero y de los bienes que formaban parte todavía de la Santa Sede.
Ocurrió de esta manera incluso en Villa Mondragone, cuyo singular nombre se debía al hecho de que en ella había residido el Papa Gregorio XIII, cuyo emblema heráldico era un dragón.
Un edificio que sólo en el año 1865 se había convertido en un convento jesuita para los hijos de las clases sociales más altas. Los orígenes de Villa Mondragone se remontan muchísimos años atrás, en concreto al siglo XVI, cuando el cardenal Marco Sittico Altemps había ordenado su construcción. Pero, la villa podía decirse famosa por un célebre hecho histórico. En el año 1574 allí se había establecido el cardenal Ugo Boncompagni que, convertido en el Papa Gregorio XIII, había residido de forma regular en la villa.
Y fue justo allí, en el año 1582, que fue promulgada la bula papal Inter Gravissimas con la cual se reformaba el viejo calendario, instituyendo, en su lugar el calendario Gregoriano, que tomaba el nombre del Papa Gregorio.
Después observaba con nostalgia el padre Giuseppe Strickland la Villa había vivido momentos gloriosos, acogiendo en su interior otros papas, como Paolo V, Clemente VIII y Urbano III.
Ahora, desafortunadamente, la estructura necesitaba con urgencia una restauración después de los graves daños provocados por el terremoto de 1910. Hacía falta dinero, muchísimo dinero.
El traficante de libros raros, el tal Wilfrid Voynich, había hecho examinar anticipadamente por un representante suyo en Italia, el señor Giorgio Parisi, treinta de estos libros y, a continuación, propuesto una oferta de diez mil quinientas liras a la fundación de la Villa.
Con aquel dinero pensaba el padre Giuseppe Villa Mondragone retornaría a su antiguo esplendor, y el comedor destinado a los hijos internos de las clases más ricas, podría garantizar, al mismo tiempo, una pequeña ayuda para el convento de los padres capuchinos de Orvieto que ofrecía socorro a los pobres y a los desheredados de la zona, donde ejercía de prior el hermano Dolcino Serpiti, un querido compañero de seminario desde hacía ya mucho tiempo, que había hecho los votos junto con él, tantos años atrás.
La Fortuna había querido que el señor Parisi, antes de ser un empleado del marchante polaco, fuese un devoto de la congregación de los jesuitas y algo que no resultaba perjudicial un fiel cristiano que se había confesado a menudo con el Padre Giuseppe en la capilla de Villa Mondragone.
Este pequeño hecho afortunado, en verdad una señal de la Divina Providencia, pensó el Padre Giuseppe, lo ayudaría con su plan.
De los treinta libros objeto de la compra venta, veintinueve serían entregados íntegramente. Pero el trigésimo, aquel manuscrito medieval con un texto incomprensible, enigmático, y sin nombre, no. Esa noche, él mismo lo desencuadernaría y lo volvería a recoser con muchísimo cuidado. Por otra parte, no habría ningún problema dada su experiencia como jefe encuadernador en la Biblioteca Pontificia del Vaticano.
Del manuscrito extraería las únicas catorce páginas escritas en latín vulgar. Aquellas, y sólo aquellas, las más preciosas y peligrosas, no podían caer en manos de nadie.
Y mucho menos en las del primer millonario que hubiese adquirido el libro en una de aquellas subastas tan teatrales que estaban de moda en las principales capitales europeas y también en ultramar. Aquellas páginas podían representar la palabra de Dios, pero también un instrumento del Diablo. Todo dependía en que manos fuesen a caer.
Mejor no arriesgarse y eliminar de raíz un peligro latente.
Desde el principio el padre Giuseppe había advertido a Giorgio Parisi que el manuscrito se vendería a primera vista sin cortar15 formado por 102 folios, que conformaban un total de 204 páginas escritas e ilustradas, aunque en origen el número de folios del manuscrito eran 116. Pero aquellas catorce páginas que explicaban como interpretar y leer correctamente las otras 204, no podían, de ninguna manera, atravesar los muros de Villa Mondragone.
Giorgio Parisi no había puesto ninguna objeción ya que el manuscrito sería encuadernado con un nuevo formato de 102 folios. Además, era el Padre Giuseppe, su confesor, quien se lo pedía, es más se lo imponía. Y si un jesuita, como el venerable prior del convento, le pedía cerrar los ojos ante este hecho ¿quién era él para rechazar la petición proveniente de un representante de la Iglesia tan influyente?