En efecto, bajo la lupa se podía ver con claridad que aquel fragmento era de un pergamino distinto del utilizado para los 102 folios del manuscrito. Voynich reexaminó aquella circunstancia, después miró de manera interrogativa al fraile.
Tiene una explicación muy sencilla, señor Voynich, efectivamente hace algunos años el manuscrito tenía otra primera página. Si me permite un juego de palabras, diría: la primera página de la primera página escrita.
De poca importancia, imagino.
De cualquier forma, la presencia sobre el folio de algunos parásitos muy peligrosos para el estado del volumen, aconsejó a la excelente alma de nuestro venerable padre Matteo que el Señor lo tenga en su gloria de ordenar desencuadernar el libro para no provocar un probable contagio al resto de las páginas.
Voynich no dijo nada, se limitó a lanzar una mirada penetrante e indagatoria hacia Parisi que parecía que se había convertido en una estatua de cera.
Después, sin siquiera avisar, se levantó de repente de la silla donde estaba sentado y fue hacia el religioso.
Bien, reverendo Padre, podemos ya firmar el contrato de venta de los treinta volúmenes.
Dos copias del contrato preliminar de venta habían sido ya redactadas por el abogado italiano.
Después de la firma, el anticuario polaco dio al prior de Villa Mondragone, en presencia de Parisi y del padre Agostino, una señal como adelanto de cinco mil doscientas cincuenta liras, con una garantía bancaria extendida por el Monte dei Paschi de Siena, que garantizaba una suma igual cuando fuese firmado el contrato definitivo. En este momento, el polaco se convertía, a todos los efectos, en propietario de los treinta volúmenes que habían pertenecido a la Iglesia, de los cuales uno, el más raro y hermoso, permanecía desconocido y sin nombre. Pero esto, al anticuario polaco le daba lo mismo; estaba convencido de haber hecho un negocio muy lucrativo sin que se hubiese dado cuenta el colegio de los jesuitas de Villa Mondragone, en especial aquel ignorante e incapaz padre Giuseppe.
Este último, aunque con el corazón hecho pedazos por haberse separado de unos volúmenes de gran valor, no sólo histórico, y con un sentimiento de culpa por aquello que había hecho, pidiendo permiso al Padre Eterno, escondía dentro de él una sutil satisfacción por no haber entregado a Wilfrid Voynich, sin que él lo supiese, las catorce páginas secretas.
En Derecho, para que una transacción legal pueda decirse que es buena, debe suceder que el efecto que se derive de ella deje descontentas a ambas partes.
Nunca una transacción comercial fue más igualitaria que aquella realizada entre el anticuario y el Prior jesuita. Cada uno creyó haber sido más astuto y perspicaz que el otro.
IV
Monteverdi Marittimo, miércoles 22 de octubre de 2015
Viola había metido en una bolsa de deportes unos pantalones vaqueros, dos camisetas y su maletín de maquillaje. Después de llenar el depósito de su 500 Sport había salido a primera hora de la tarde en aquel su primer día de vacaciones, con tranquilidad, hacia Monteverdi Marittimo, un antiguo y pequeño pueblo medieval de la marisma toscana, en donde tenía una casa de su propiedad.
Durante el viaje había sintonizado el canal de una conocida cadena radiofónica nacional, de FM, con el objetivo de distraerse un poco mientras escuchaba canciones del último hit-parade.
De este modo había conseguido liberarse de las preocupaciones concernientes a las investigaciones de la Operación San Genaro que la habían absorbido y dejado completamente exhausta.
Liberada de estos pensamientos había comenzado a evocar antiguos hechos relacionados con ella y su familia; no eran, a decir verdad, recuerdos muy edificantes, sobre todo los más recientes.
Viola había sido una de las licenciadas más jóvenes en Derecho de la Universidad de Santa Anna de Pisa, una de las más severas y prestigiosas universidades italianas.
Se había licenciado con 23 años con una tesina sobre Derecho Penal del Trabajo, obteniendo la máxima puntuación. Después había conseguido el doctorado en Criminología y Antropología Criminal, quemando todas las etapas que una joven letrada con muchas esperanzas, aunque con un futuro incierto, debe afrontar en la dura lucha por hacerse sitio en el mundo del Derecho.
Había desenvuelto con provecho la práctica forense en el estudio legal de su padre, y había superado con brillantez las pruebas de acceso para poder ejercer. Después, debido a su irreductible anticonformismo, había decidido no continuar con la carrera forense, algo que por el contrario deseaba su padre, y se había inscrito a las oposiciones de Magistratura17.
Incluso en esto había obtenido en todos los exámenes orales y escritos la máxima puntuación y el nombramiento como auditor judiciario; el primer paso para convertirse en fiscal. Terminadas las prácticas judiciales en la sección laboral del Tribunal de Perugia, de manera muy meritoria, había recibido el encargo de actuar temporalmente como Fiscal Sustituto de la República en el Tribunal de Roma.
¡Habían sido unos meses gloriosos, llenos de expectativas y proyectos (fundados) para su futuro! Después, llegó la ruina.
La participación del padre, Cosimo Borroni, y de sus dos socios Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, titulares de uno de los más famosos estudios legales de Roma, en un intrincado negocio de recepción y ocultación de obras de arte provenientes del Museo de Tarquinia.
Sucedió que, ironías del destino, fuese justo Viola la encargada, en calidad de Fiscal, del desarrollo de la primera fase de la investigación, cuando todavía la identidad de las personas implicadas en el delito era desconocida. Y justo ella, a consecuencia de un soplo, se había enterado de la participación de su padre, en cuyo automóvil se había descubierto una parte de los objetos robados. Se había quedado de piedra.
No había podido hacer otra cosa que pedir ser recusada del encargo y ser sustituida por evidente incompatibilidad. El enjuiciamiento de Cosimo Borroni, vistas las pruebas irrefutables de su culpabilidad, había sido conseguido fácilmente por un colega de la joven fiscal, al cual el Fiscal General había confiado el caso. La implicación de los otros dos investigados, Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, había resultado mínima y su participación en los hechos no pudo ser verificada de manera objetiva. Tanto fue así que se había pedido archivar las investigaciones de los dos socios del estudio legal ya que no habían cometido delito alguno.
Sólo Dios podía saber el drama interior que había vivido Viola durante estos malditos días. Cuando había pedido al Fiscal General, Sergio Ansani, que la sustituyese, por un evidente conflicto de intereses, tuvo que entregar también a Giorgio Bassi, capitán de la Guardia di Finanza18, en calidad de Policía Judicial todo el expediente que contenía las pruebas en contra de su padre.
El golpe psicológico la había dejado deshecha, como si le hubiese estallado una granada entre las manos, y las relaciones entre padre e hija se habían casi interrumpido después del arresto. Cosimo Borroni había sido condenado a tres años y siete meses de reclusión, pero no habiendo sido nunca condenado con anterioridad, había podido disfrutar después del proceso, de la suspensión cautelar de la condena.
El choque había sido demoledor.
El hombre se había recobrado, si bien parcialmente, sólo después de una larga terapia a base de antidepresivos.
El hombre se había recobrado, si bien parcialmente, sólo después de una larga terapia a base de antidepresivos.
Hay quien dice que estos medicamentos conducen a una dependencia que es muy difícil abandonar. La verdad es que Cosimo, quizás a causa de los medicamentos, quizás por el tremendo sufrimiento debido al escándalo, había decidido cambiar radicalmente de vida. Un día, inesperadamente, decidió tomar los hábitos y retirarse a Umbría, al convento de los frailes menores franciscanos de Montesanto, en el ayuntamiento de Todi.
En aquel lugar de paz y de meditación, la vida monástica, la renuncia a las cosas materiales y mundanas, que constituían parte de su anterior existencia, el profundizar en el estudio de los textos religiosos, habían conducido al hombre a un renacimiento espiritual y moral con el nuevo nombre de hermano Tommaso.
Viola, mientras conducía, absorta en estas meditaciones, había recordado con dolor la rápida disolución de su familia. Con el padre todavía se hablaba de vez en cuando sólo para hablar de Giada, la hermana de Viola, dos años más joven que ella, que después de un período de desorientación había encontrado un compañero quince años mayor que ella, y se había mudado a Urbino, donde había abierto un salón de belleza en una pequeña casa rural que pertenecía a la madre, Beatrice Della Scala.
No se veía con Giada desde hacía casi un año. Los únicos contactos que mantenían las dos hermanas eran telefónicos o por medio de esporádicos mensajes de texto con el móvil.
Pero el dolor más acuciante y la nostalgia de una familia ahora ya disgregada estaba ligada a la madre que, después de la retirada al convento del marido, se había vuelto a casar con Jean Baptiste Oelaux, ex socio, además de un rico terrateniente francés.
Los dos, después de la boda, se habían retirado al latifundio vitivinícola de Reims.
Viola lo había soportado todo pero no la decisión de su madre de abandonar al marido en un momento de necesidad y volver a casarse con aquel hombre. No podía perdonarla.
Eran estas sensaciones físicas las que todavía después de dos años le bloqueaban la boca del estómago, dejándola en un estado de larvada impotencia que la empujaba hacia un estado de melancolía. ¿Tendría que haberse empeñado más en ayudar al padre? ¿Haberle advertido de las investigaciones de las que era objeto? Sin embargo, justo había sido su padre el que desde que era una niña le había enseñado las normas de la honestidad y de la rectitud moral.
Recordando estos hechos todavía ahora no encontraba una razón a esta manera de proceder.
Absorta en tales pensamientos, la joven no se dio cuenta que había llegado a la meta, después de tres horas de viaje.
Monteverdi Marittimo era un pueblo medieval de Toscana, incrustado entre las provincias de Siena, Pisa y Livorno, que ahora, al atardecer de una límpida jornada de otoño, se coloreaba con aquellos amarillos cálidos y naranjas que en el pasado habían dominado las paletas cromáticas de célebres pintores.
En el centro del pueblo estaba su casa. Era de piedra como todas aquellas del centró histórico La casa se encontraba en el denominado Callejón oscuro19 a causa de la construcción con forma curva que, introduciéndose en la calle Ricasoli, limitaba la iluminación natural del lugar. Un típico callejón medieval, estrecho y en cuesta. Aquel era su refugio secreto, donde se podía retirar a la paz del campo y de los montes, para darse un respiro, alejada del estrés cotidiano.
Después de haber abierto las ventanas del piso y haber tomado una ducha caliente y revitalizante, Viola se acordó que eran ya las ocho de la tarde. Decidió concederse como hacía todas las veces que regresaba a Monteverdi una cena en el Gallo Rosso, el único mesón que había en el pueblo.
Giovanna, la propietaria del negocio, conocía a Viola y cuando la vio entrar le propuso enseguida un suculento menú de carne de jabalí con setas, que la muchacha rechazó para decidirse por un plato de queso y jamón. Un remedio delicioso después de un mes de dieta macrobiótica.
En el mesón entraron distintas personas, un poco después dos jóvenes extranjeros. Ella, sobre los veinticinco años, de belleza sencilla, con ropa deportiva. Él, de tipo atlético, algún año mayor, de hermoso aspecto y con una característica muy particular en sus ojos. Tenía el iris de distinto color, uno verde y el otro azul. Los dos rubios y de piel clara. Viola se paró un momento a observarlos intentando adivinar la nacionalidad a la que pertenecían. No fue capaz de descubrirla y volvió a sus meditaciones.
Y allí estaba, cenando sola, delante de una buena botella de vino en medio de mesas llenas de parejas de enamorados.
No desperdició el tiempo en recordar pensamientos dolorosos sobre la vida que tenía en la actualidad, sobre como había sucedido todo de manera distinta a como había decidido más o menos cinco años antes, mientras estudiaba para convertirse en abogado. En la universidad se había prometido que sí, se convertiría en una afamada abogada romana, pero cultivaría también su vida social, tendría una familia, hijos.
En cambio la repentina desviación profesional de su vida, desde abogado a letrada del Ministerio Público, y sobre todo el haber tenido que interrumpir de manera brusca su vida sentimental con Guido, un joven abogado civilista de su misma edad y compañero de bufete, con el cual había tenido una larga relación, la alcanzaban ahora en medio de un camino hecho de tristes recuerdos y de nostalgia, en un mesón y cenando sola.
Nada más triste, se sorprendió pensando, mientras leía con desgana la etiqueta de la botella de vino blanco EST!, EST!, EST!!! que estaba sobre su mesa. Realmente en la botella había dos etiquetas. En la primera se podía leer el nombre del vino, la proveniencia y la denominación de origen. En la otra, en la parte de atrás de la botella, se relataba en cambio la historia de aquel nombre tan inusual. La tradición decía que un noble caballero de origen alemán, quizás un duque, otros decían que un prelado con funciones de obispo, viajó hasta Italia en los primeros años del siglo XI junto al séquito de Enrico V, el futuro emperador del Sacro Romano Imperio, para acompañarlo a Roma a visitar al Papa Pasquale II. Su nombre era Johannes De Fugger, o Defuk, o Deuc. Gran amante del vino, había enviado a un mensajero, su siervo Martino, en avanzadilla para encontrar en los pueblos de Italia cantinas y tabernas que vendiesen vinos de calidad. Cuando este siervo encontraba una, ponía sobre la puerta del local un sello de reconocimiento para el uso exclusivo de su señor, es decir la palabra latina EST (que significa: hay), para indicar que allí, en aquella posada o taberna había encontrado un vino de calidad.
Muchos EST habían sido escritos, a veces incluso dos EST pero, al llegar al pueblo de Montefiascone, la leyenda decía que el siervo de confianza dejó escrito el famoso dicho: EST! EST! EST!!!, por haber quedado fascinado por la bondad del vino montefiasconese.
Leyendo la historia que había en la etiqueta en letras minúsculas Viola dejó de lado sus melancólicas reflexiones y pensó en cambio en los tiempos antiguos, llenos de romanticismo y de aventuras.
A la mañana siguiente se despertó muy temprano debido a los repiques de la campana de la iglesia que había en la Plaza del Convento.
Ya en pié decidió hacer una excursión para visitar los restos arqueológicos de la antigua abadía que se decía había sido fundada por San Wilfredo.
Cogió la mochila y unos pequeños prismáticos, puso en marcha el coche y se dirigió hacia la pequeña loma desde donde, a través de un estrecho callejón se llegaba hasta las ruinas. El ambiente era radiante; un cielo límpido, de un azul intenso, hacía que el paisaje semejase uno de aquellos representados en los cuadros renacentistas de Simone Martini y Flippino Lippi. Viola descendió del coche y se puso en marcha.