Los depósitos para el fitofármaco ya estaban llenos. Edoardo cerró la puerta de la cabina, aumentó las revoluciones del motor para despegar y salió, descendiendo junto al flanco de la colina.
Carlotta sentÃa crecer dentro de ella la emoción por el encuentro. Decidió concentrarse en la cena, de la cual tenÃa bien presentes, en su cabeza, todos los pasos necesarios para su preparación. Encontró algunos productos en las tiendas cercanas, y después fue a una pequeña lecherÃa no muy lejana para comprar requesón de leche de vaca, mascarpone y mantequilla. La calidad se beneficiaba de la bondad de la leche obtenida de pequeños ganaderos que usaban el heno de los prados de la región para alimentar sus propias vacas. El requesón de leche de cabra lo compró en otra lecherÃa, asociada a una granja ovina, a unos veinte kilómetros en dirección de la Liguria.
Los dos requesones servirÃan para rellenar los tortelli, y la mantequilla, para cocinarlos, y el mascarpone lo usarÃa para preparar el postre. ValÃa la pena emplear el tiempo necesario para ir a comprar a esos productores: el resultado le devolverÃa con creces el esfuerzo.
Cuando volvÃa a casa se paró en otra pequeña tienda, de una pareja de agricultores, que se encontraba a algunos kilómetros de distancia en la carretera que iba a Montalto Pavese. La mujer tenÃa una pequeña granja avÃcola con gallinas, pavos, pollos y pintadas. Todos crecÃan libres y eran alimentados de manera tradicional. La agricultora recibió a Carlotta con la cortesÃa habitual.
âSeñora Bianchi. Me alegro de volver a verla.
â¿Cómo está, Ãngela? Parece que está en forma.
â¿Qué quiere? Una no para nunca de trabajar, y asà se está haciendo ejercicio siempre. Luego, cuando me viene el dolor de espalda, entonces se puede ver a una pobre mujer jorobada deambulando por la granja.
âPero ¿qué me dice, Ãngela? ¿Qué toma cuando le duele la espalda?
âLos analgésicos tÃpicos, pero me hacen poco efecto.
âLo mejor es el reposo. Pero creo que esto ya lo sabe.
âLo sé, lo sé. Es mi marido quien no lo sabe.
â¿No descansa?
âNo, él descansa. No me deja descansar a mÃ. Se rieron las dos. Las crÃticas a los hombres siempre tienen un efecto beneficioso para las mujeres.
â¿Qué necesita? ¿Huevos o carne?
âQuerrÃa una buena pintada. Viva.
â¿Una pintada viva? Basta con que venga a buscarla cuando la vaya a cocinar y se la tengo preparada, matada y limpia.
âLa quiero para mi corral. La dejaré libre en el jardÃn.
âBah. Si le hace ilusión. DÃgame cuál prefiere. Carlotta señaló a la elegida. Ãngela la atrapó, le ató las patas, y se la dio a Carlotta, aconsejándole que llevara cuidado con el pico.
âLas pintadas son malas âdijo.
âMejor ârespondió Carlotta. Pagó y preparó el animal, cuidadosamente, en el maletero de su pequeño coche familiar.
Cuando volvió a su casa, se encontró a los Vanzi en el jardÃn. HabÃan preparado una pequeña pira de madera en el centro del prado.
âBuenos dÃas, señora âdijo Brunoâ. Hemos preparado la pira... como los demás años.
âBuenos dÃas, Bruno. Gracias. Me parece perfecto. Veo que también habéis arreglado el prado. Se ven muy pocos signos del accidente.
âCreo que no necesita llamar a una empresa especializada. Se vertió muy poca gasolina, y el producto para las plantas es el mismo que se usa en las huertas con las plantas de tomate y de pimiento. Poco a poco el césped se recuperará por sà solo.
âBuenos dÃas, señora âle dijo también Mariagraziaâ. ¿Necesita ayuda para descargar el coche?
âNo, gracias, lo puedo hacer sola. Lo que es más, podéis iros a casa. Y mañana no necesitaré que vengáis.
â¿Necesita ayuda para encender el fuego? ¿Quiere que venga esta noche?
âNo, está bien asÃ. Tengo ganas de estar sola, hoy y mañana. ¡Nos vemos pasado mañana!
El matrimonio Vanzi esbozó una sonrisa y se marchó. SentÃan curiosidad por saber la razón de todo ese tiempo libre, pero no querÃan que se notara.
Hoy ya, dos mentiras; una con la pintada y ahora, con ellos. TendrÃa que conseguir hacer mis cosas sin necesitad de mentir.
Carlotta descargó el coche y llevó todo a la cocina, excepto la pintada, que dejó, con las patas atadas, en una caja sin tapa en el interior del maletero del coche. Metió el requesón, el mascarpone y la mantequilla en la nevera, y ordenó las demás cosas en el aparador.
Miró el reloj: era mediodÃa. Decidió relajarse escuchando música y siguiendo con las lecturas que habÃa empezado la noche anterior. En el salón tenÃa un equipo de alta fidelidad de buena calidad y una discreta colección de discos. Puso en el plato a Harry Belafonte, encendió el tocadiscos y ajustó el volumen. Colocó en su lugar en la estanterÃa el libro sobre los ritos de los Celtas, que habÃa terminado, y se concentró en el libro de las religiones de las comunidades afroamericanas de las Antillas: un libro sobre el vudú.
Más o menos a las cuatro de la tarde, Carlotta fue a su habitación. Sacó del armario un vestido negro, largo y fino, que le llegaba a los tobillos. Al cogerlo, se acordó de cuando, para ir al teatro con su marido, se lo habÃa puesto por la primera vez. El contacto con el tejido le recordó la emoción que habÃa sentido durante la representación de la ópera de Wagner Las hadas.
HabÃa conservado el vestido y, cuando se habÃa mudado a la casa de campo, lo habÃa puesto junto a las cosas que se iba a llevar. Le gustaba ponérselo de vez en cuando, en verano, pero no sabÃa bien por qué. Algunas mañanas lo encontraba arrugado, una señal evidente de un uso que ni siquiera recordaba.
Se quitó el vestido, los zapatos y la ropa Ãntima. Se puso el traje negro, mirándose en el espejo de cuerpo entero que estaba en la pared al lado del armario. Se quedó descalza. Volvió a la cocina, donde cogió, de un cajón, un cuchillo grande, y, después se dirigió al garaje. Abrió las puertas traseras de su Mini y cogió la pintada por las patas. Se dirigió a la veranda. Estaba convencida de que podÃa hacer algo para ayudar al destino, para hacer que ese interés, esa atracción, se convirtiera en una relación indisoluble. Desplazó la mesa del medio de la veranda y la pegó a la pared de la casa. Puso la pintada encima. El animal se agitó un poco, pero después se calmó, casi con resignación.
Carlotta habÃa nacido el dÃa del solsticio de verano. Quizá por esta razón siempre habÃa sido sensible al aspecto mágico de la naturaleza. El hecho de que el helicóptero hubiese caÃdo en su jardÃn justo ese dÃa y que el piloto se hubiera sentido tan atraÃdo por ella le parecÃa un evidente signo sobrenatural. También la fecha de nacimiento de él, el dÃa del solsticio de invierno, la percibÃa como un elemento en una lógica de signos del destino. Esa mañana, se lo habÃa preguntado al piloto con la intuición de que era una fecha importante que habrÃa contribuido a aclarar ese sentido de inevitabilidad que ella sentÃa en las cosas que estaban ocurriendo. Y la respuesta habÃa sido una confirmación de sus sensaciones.
Se dejó envolver por un velo ligero y agradable de sensaciones mágicas, y se instaló en su «sueño de una noche de verano» personal, donde los confines entre la realidad y el sueño se disolvÃan y se confundÃan.
Cogió cuatro velas grandes, de esas amarillas con la cera en un tarro de base ancha y que se usan en el exterior para ahuyentar a los mosquitos. Encendió las mechas y las colocó en los cuatro lados de la veranda. Cogió las gafas de sol Ray-Ban, que estaban sobre la balaustrada. Eran del piloto; las habÃa perdido durante el accidente. Carlotta las habÃa encontrado en el jardÃn después de que se hubieran llevado el helicóptero, y las habÃa conservado. Las puso en el suelo, en el centro del porche. Con la mano izquierda cogió el cuello de la pintada, sujetándola contra la mesa de madera, y con la derecha, con la que sujetaba el cuchillo igual que un verdugo que va a ejecutar a un condenado, dio un golpe seco para cortarle el cuello justo por encima de donde la sujetaba. Mantuvo el agarre y, mientras acababan los espasmos del cuerpo del animal, caminó con paso rápido alrededor de la veranda, dejando que la sangre cayera por todo el perÃmetro. Después volvió al centro del porche, se puso justo encima de las gafas, y dejó que la sangre cayera sobre ellas.
Carlotta se sentÃa invadida por una energÃa eufórica. Todo lo que hacÃa le venÃa de manera natural: estaba pidiendo a las fuerzas de vida, que ella sabÃa que existen, alrededor y dentro de nosotros, que la ayudaran, y sabÃa que serÃa escuchada. Esa especie de rito era el resultado del recuerdo de sus estudios y de las lecturas de la tarde y noche del dÃa anterior. Dijo, a media voz, con tono monótono, mirando las gafas como si fueran los ojos de Edoardo:
âNo verás a nadie más que a mÃ, no verás más que mis ojos, no verás más que a través de mis ojos. âDespués quitó la mirada del suelo y la levantó hacia el cielo. En la misma posición, justo encima de las gafas, levantó el vestido hasta descubrir sus muslos, y separó las piernasâ. Beberás solo de mÃ, comerás solo de mÃ, te saciarás solo conmigo.
Asà terminó ese rito, mezcla de religión y paganismo, de superstición y de espiritualidad. Tiró la cabeza de la pintada al cubo de basura y fue al garaje, donde colgó el cuerpo del grifo del lavabo para que terminara de desangrarse. Cogió dos trapos, llenó un cubo de agua, y volvió a la veranda, de la que limpió cuidadosamente toda mancha de sangre sin dejar trazas. Apagó las velas, volvió a colocar la mesa en el centro y puso encima, también perfectamente limpias, las gafas.
Empezó a preparar la cena, empezando por el postre. Sacó el mascarpone de la nevera (doscientos gramos), lo colocó en el bol y lo trabajó con una cuchara de madera hasta conseguir una consistencia cremosa. Cogió dos vasos para postres y los llenó hasta la mitad con la crema del mascarpone. Abrió dos tarros de Mostaza de Voghera, la llamada «mostaza de fruta [04] y vertió el contenido sobre el mascarpone, dejando caer también parte del lÃquido dulce y al mismo tiempo picante. Introdujo el dedo en la fruta macerada y lo chupó.
Edoardo, quiero besarte con la boca embadurnada de esta mostaza y quiero que tu boca busque mi dulce y mi picante.
Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.
Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».
QuerÃa hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluÃa un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustarÃa también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.
Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha habÃa aumentado su deseo, ya estimulado por el lÃquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido Ãntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que habÃa dicho en la veranda.
Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.
Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.
Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que habÃa querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.
Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. PodÃa reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte lÃquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mÃnimo posible para contener la parte más lÃquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.
Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la habÃa dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.
Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vÃsceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenÃa delante de sà los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.
Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.
Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreÃan las hierbas.
Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.
Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenÃa la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling tÃpico de la zona.