A esto le siguieron duras medidas y graves represalias alemanas, por orden del nuevo comandante de la ciudad, el coronel Walter Scholl, que, el dÃa 12, asumió oficialmente el poder absoluto de la plaza. Una proclama suya impuso la requisa de las armas, salvo para las fuerzas de la seguridad pública, el toque de queda a las 21 horas y el estado de excepción en toda la ciudad, mientras se fusilaba no solo a los militares y civiles que habÃan hecho prisioneros, sino también a diversos ciudadanos detenidos al azar.
Los alemanes se desataron del todo el dÃa 12, saqueando, destruyendo e incendiando. Lo primero que ardió fue la universidad, después de haber fusilado antes a un indefenso marinero italiano y obligado los ciudadanos presentes, no solo a ver la ejecución, sino incluso a aplaudirla. Hasta el 25 de setiembre, aunque después de los primeros dÃas la ciudad no se levantara abiertamente contra los ocupantes, las patrullas alemanas capturarÃan a cualquiera que, no siendo policÃa, fuera sorprendido en la calle con un informe italiano o, vestido de civil, fuera considerado como sospechoso.
Nápoles callaba, pero bullÃa y se preparaba para la rebelión. En particular, los militares desarmados se habÃan unido uno a uno a los miembros de los partidos antinazifascistas y se habÃan ocultado y adiestrado en la guerrilla, muchos en los locales subterráneos del Liceo Sannazaro, primera sede de la recién nacida resistencia napolitana.
El dÃa 25 de setiembre, el mismo en el que Italia sufrió por parte estadounidense dos terribles bombardeos sobre Bolonia y Florencia, se publicó en Nápoles una ordenanza que establecÃa el reclutamiento obligatorio, para tareas penosas, de todos los ciudadanos en edad laboral. Se habÃa encendido la mecha del motÃn que se levantarÃa pocos dÃas después, una perfecta antÃtesis de las intenciones intimidatorias alemanas. Las disposiciones del decreto se pegaron en las paredes a primera hora de la mañana del domingo 26, dÃa anterior al de los primeros destellos de insurgencia.
Aunque la orden sustancial de reclutamiento provenÃa del coronel Scholl, formalmente estaba firmada por la mano italiana del alcalde Domenico Soprano, que, en agosto, nombrado por el gobierno Badoglio, habÃa asumido el cargo del dimitido alcalde fascista Vaccari. Soprano era un hombre de orden, anticomunista y antisocialista y contrario a posibles acciones violentas por parte del pueblo, aunque no era un fascista, sino un liberal: sin duda no un demoliberal al estilo de Gobetti, sino un aristócrata a la antigua. Más por su rechazo hacia las masas populares que por sometimiento a los alemanes, firmó el decreto de reclutamiento laboral: ganar tiempo para mantener la calma era su objetivo inmediato. Pocos dÃas antes del 26 de setiembre, después de haber abierto contactos entre la inteligencia del ejército de EEUU y los dirigentes de los partidos antifascistas napolitanos, precisamente ante la perspectiva de una deseada sublevación de Nápoles, el alcalde Soprano se acercó a representantes del recién nacido Frente Nacional de Liberación (luego Comité de Liberación Nacional), fundado hacia poco, con sede central en Roma y compuesto por el Partido de la Acción, el Partido Liberal, el Centro Democrático Cristiano, la Democracia del Trabajo, el Partido Socialista de Unidad Proletaria y el Partido Comunista. Le presionaron para que cooperara con la naciente oposición a través de las fuerzas de policÃa que dirigÃa, ofreciéndole todo el apoyo posible. Sin embargo, el alcalde, siempre enemigo del social-comunismo y temeroso de cualquier movimiento revolucionario, preferÃa la vÃa de la prudencia, limitándose a dialogar polÃticamente, en secreto, con los dirigentes liberales moderados Enrico De Nicola y Benedetto Croce: sin descubrirse.
Tanto Domenico Soprano como Walter Scholl hicieron mal las cuentas. Porque dentro del plazo establecido por el bando solo se presentaron a los alemanes 150 personas hasta entonces y estas mismas, a lo largo de la tarde del domingo 27 de septiembre y en las primeras horas de la madrugada se dedicaron a peinar salvajemente Nápoles deteniendo a 8.000 ciudadanos indefensos, incluyendo viejos y niños de trece años. Los alemanes habÃan generado la chispa de la rebelión, encendiendo los ánimos de los familiares y parientes de los detenidos, deseosos de liberarlos. A primera hora de la mañana del lunes 27 de septiembre se produjeron los primeros enfrentamientos, llevados a cabo no solo por los militares italianos que hasta ahora se habÃa mantenido ocultos en los sótanos del Liceo Sannazaro, sino también por un cierto número de civiles, aunque la verdadera sublevación popular de Nápoles explotarÃa al dÃa siguiente, con una propagación por calles y plazas de grupos de partenopeos armados de todas las clases sociales, desde las más populares a los intelectuales, incluyendo también niños de doce años y mujeres jóvenes.
CapÃtulo 3
El joven subcomisario justiciero de alemanes y encargado de investigar al hombre del mono tenÃa 24 años, era napolitano de nacimiento y por descendencia materna. TenÃa el pelo negro y denso, cortado el estilo militar según el reglamento de esos años. No era muy alto, un metro y setenta y cinco, pero sà bien proporcionado y fuerte. Se habÃa licenciado en derecho en la Universidad Federico II de Nápoles, con matrÃcula de honor y, aunque de mente brillante, era animoso, educado en la familia y en un colegio según los principios clásicos de la ética, sustancialmente los preceptos de los diez mandamientos judeocristianos. Pero a causa de su poca edad, en la que por el momento habÃa sufrido pocas desilusiones, Vittorio DâAiazzo no era demasiado modesto. VivÃa con su padre, Amilcare DâAiazzo, teniente coronel de los Carabineros Reales, y con su madre, la señora Luigia-Antonia, maestra elemental pero ama de casa, en un apartamento de su propiedad que no estaba situado en una zona prestigiosa como le habrÃa gustado la familia, por ejemplo en la vÃa Caracciolo o en la Riviera di Chiaia, sino en el barrio popular de Sanità , en la vÃa San Gregorio Armeno, a la que se asomaban las habitaciones al alcance del modesto sueldo, en aquella época, y los no muy grandes ahorros de un oficial superior del Arma Benemérita. En ese momento, Vittorio vivÃa solo en la casa, salvo una mujer a medio servicio, ya que la madre se habÃa ido al campo al empezar la guerra y el padre hacÃa un par de semanas que habÃa cruzado las lÃneas por la noche, aunque tenÃa sesenta y un años, quince años más que su consorte, para no seguir a las órdenes de los ocupantes alemanes y para unirse a su soberano. Hasta ese momento, habÃa prestado servicio en el 7º Grupo Provincial de Carabineros de Nápoles, como jefe de la Sección Provincial de Coordinación Investigadora. El matrimonio DâAiazzo tenÃa dos hijos varones. Mientras que estaban orgullosos de Vittorio, no podÃan decir lo mismo del otro, Emanuele, quien, desde niño, habÃa sido un vago: después de varios suspensos, solo consiguió el diploma de los estudios elementales con catorce años y, con el mÃnimo esfuerzo, habÃa abandonado al inicio del primer año los no muy duros estudios de la escuela complementaria para encontrar un trabajo, a lo cual ya se habÃa resignado el padre al inscribirlo, porque, a diferencia del gimnasio, no hacÃa falta un examen de admisión. Sedicente, se habÃa escapado de casa sin poder ser encontrado por las fuerzas públicas, dando noticias de sà solo después de años, al ser mayor de edad,11 con una única postal, dirigida a su madre, enviada desde Suiza en mayo de 1940 con unas pocas palabras de saludo. Al no haberse presentado Emanuele al reclutamiento, habÃa sido considerado prófugo y condenado en ausencia a prisión por el Tribunal Militar de Nápoles y, al iniciarse la guerra, fue considerado desertor. El teniente coronel DâAiazzo habÃa recibido un daño en su imagen por ese hijo y temÃa que, por su causa, nunca podrÃa subir de grado, a pesar de sus amplios méritos personales. Por culpa de su hermano, Vittorio tampoco habÃa podido seguir la tradición paterna y entrar en el Arma, como habÃan querido tanto él como sus padres. En aquellos tiempos, no solo los personalmente deshonestos, sino tampoco los que tenÃan ascendientes o parientes que no eran absolutamente irreprochables podÃan presentar solicitudes para la Benemérita. Amargado, pero no resignado del todo, Vittorio se habÃa licenciado y habÃa participado en la oposición para subcomisario en el cuerpo de los Guardias de Seguridad Pública, entidad que solo requerÃa la integridad personal del aspirante y no también la de sus allegados. HabÃa superado brillantemente el examen y, al acabar la posterior escuela de especialización profesional, habÃa sido el primero de su promoción, por tanto con buenas esperanzas de que le concedieran elegir como destino su Nápoles. Y se le habÃa asignado precisamente su ciudad.
Después de leer el breve informe del mariscal Branduardi, el subcomisario DâAiazzo se dirigió a las celdas, en la planta baja y observó al supuesto Gennaro Esposito. Luego descendió al húmedo archivo subterráneo y comprobó si alguien habÃa sido fichado con esos datos personales y si sus fotos, de frente y de perfil, se correspondÃan con la fisionomÃa del prisionero. Cotejó diversas fichas de personas con el mismo nombre y apellido, pero todas mostraban a personas con rasgos distintos de los del presunto asesino. Una vez de vuelta a su oficina, hizo que le trajeran al detenido.
Le interrogó con la ayuda del brigada ayudante Marino Bordin, quien, sentado en su propia mesa, tomó nota de las preguntas del superior y la respuestas del interrogado con la máquina de escribir de la oficina, una obsoleta Olivetti M1 negra modelo 1911.
Bordin era un veneciano rubio y robusto, de un metro ochente de alto. De 45 años, llevaba sirviendo en la Seguridad Pública desde hacÃa un cuarto de siglo y tenÃa mujer y dos hijos, que habÃa dejado en una granja en la campiña napolitana, entregando al agricultor que los alojaba dos tercios de su salario y resignándose a comer y dormir en el cuartel con lo que le restaba.
Durante horas, el interrogado, sin ceder, dijo y repitió, en un correcto idioma que hacÃa pensar que habÃa cursado al menos a las clases elementales, bastante duras en aquel momento, que era un cocinero desempleado, que vivÃa, como estaba escrito de su tarjeta, en el callejón de Santa Luciella y que estaba volviendo a casa cuando vio entreabierta la puerta de la casa de la difunta y oyó gemidos que procedÃan del interior: entró por mero altruismo, pidiendo permiso, vio en la entrada a la mujer en el suelo que continuaba gimiendo y, al ver un aparato telefónico sobre una pared, decidió llamar a una ambulancia, pero justo en aquel momento entró la patrulla de Seguridad Pública que le detuvo.
Insistiendo una y otra vez, poco después de las siete de la mañana el subcomisario obtuvo por fin un dato nuevo: que el hombre acudÃa a menudo a la prostituta y que habÃa ido a su casa, como cabÃa esperar, para tener un rápido encuentro sexual, irse rápidamente y llegar a su casa antes del toque de queda. Repreguntado, precisó que se habÃa citado telefónicamente desde un bar, como muchas otras veces. Cuando se le pidió que diera el número telefónico de Demaggi, dijo que ya no se acordaba y, ante el escepticismo manifestado por DâAiazzo, justificó la amnesia por su estado de turbación mental debido a la situación. No cambió el resto de la versión, repitiendo que, una vez pasada la entrada que habÃa dejado entreabierta aposta para salir tras la cita telefónica, vio a la mujer en el suelo y se apresuró a buscar ayuda con el aparato telefónico del apartamento, momento en que apareció la patrulla y le detuvo.
Como los agentes de la patrulla, tampoco el subcomisario pudo creer que el hombre fuera un cliente de la inaccesible meretriz, tras valorar sus ropas modestas y remendadas y la ausencia de dinero sus bolsillos. Considerando que posiblemente él habÃa dejado abierta la entrada, supuso que era un cómplice en el mercado negro. Asà que le acusó de haberla matado por una disputa en el momento:
â¡Confiésalo y te dejo dormir!
âNo es verdad, seguramente ha sido un accidente que se ha producido antes de que yo entrara ânegó el otro.
âSi no eras un cómplice en desacuerdo es que otro te mandó a matarla âle apremió el funcionario.
â¡Señor doctor, os12 digo de nuevo que no es verdad! âEl hombre alzó la voz, abandonando el comportamiento dócil que habÃa mantenido hasta ese momento.
Sin que se lo pidieran, el brigada Bordin soltó:
âBusòn!13 ¡Muestra respeto por el doctor o te lleno de patadas por donde te la meten!
El subcomisario no admitÃa obscenidades y le reprendió:
âMarino, las patadas y los insultos te los guardas âContinuóâ: Gennaro, siempre que te llames de verdad Gennaro Esposito, y estate seguro de que haremos las comprobaciones en el Registro mañana⦠no, esta mañana, vista la hora, escúchame bien: también yo, como tú, tengo ganas de acabar, asà que te hago una propuesta âEl hombre habÃa aumentado visiblemente su atención, abriendo ligeramente la boca mientras se le dilataban las pupilas un pocoâ: Si te confiesas culpable de homicidio preterintencional, lo que significa que la has matado teniendo otras intencionesâ¦
â⦠Lo sé.
âEntonces, escucha: podrÃas por ejemplo decirme que no tenÃas dinero y que la vÃctima no querÃa darte crédito, por lo que, en un irrefrenable impulso de ira, la habrÃas dado un empujón, sin querer matarla, pero, por desgracia, al caer sufrió una herida mortal. Bueno, ya entiendes: de esta manera no se acaba delante del pelotón de ejecución,14 solo pasas un tiempo en la cárcel. Si, por el contrario, escribo en mi informe al juez instructor que sospecho que eres un sicario de algún contrabandista de la Camorra que ha querido eliminarla o un competidor directo de la mujer en el mercado negro que ha querido apartarla de este para siempre, seguro que acabas fusilado.
El hombre, a pesar de estar más cansado que el subcomisario, no confesó:
âNo solo os repito una vez más que no soy un asesino y, como no lo soy, que esa mujer murió por un accidente anterior a que yo entrara en su casa, sino que además os digo también que soy un sargento mayor de artillerÃa y he cruzado el frente llegando a Nápoles ayer por la tarde.
âHm⦠Cuéntame más.
âSoy también cocinero, trabajaba como jefe de cocina en el cÃrculo de los oficiales del tercer batallón, primer regimiento de la ArtillerÃa Costera, ubicada a unos cinco kilómetros al norte de Paestum, en la provincia de Salerno.
âYa sé dónde está Paestum⦠Está bien, suponiendo que me hayas dicho ahora la verdad, por tu bien tenemos que comprobar tu identidad militar, asà que dime de qué escuela de suboficiales procedes y de qué promoción â En realidad, tras el caos posterior al armisticio esa verificación probablemente era imposible y DâAiazzo lo sabÃa, pero contaba con el hecho de que el otro, si le hubiera mentido, se habrÃa descubierto.
El hombre no se alteró:
âMi carrera empezó de cero: Con 28 años, después de haber perdido el trabajo de ayudante de cocinero en una trattoriaâ¦
â⦠¿Qué hiciste?
â⦠¡Nada malo! El local cerró porque, como decÃan los dueños, habÃan llegado las últimas consecuencias de la crisis del 29.
âEstá bien, sigue.
âBusqué trabajo, pero no encontré nada: nadie contrataba, si acaso despedÃa. Asà que, para no ser una carga para mi madre, que se habÃa quedado viuda y trabajaba duramente limpiando tiendas y cocinando y ayudando en casa de extraños, por fin me enrolé voluntario, esperando hacer carrera y convertirme en suboficial: seis años antes me habÃa licenciado del servicio, con buenas notas, con el grado de cabo, que me habÃan reconocido al volver y, como ya habÃa estado en las cocinas durante el servicio, después del curso de actualización sobre algunos cañones, me llevaron de nuevo delante de las cacerolas, además de realizar ejercicios periódicos de tiro con la artillerÃa, el fusil y la pistola. Y asà ha transcurrido toda mi carrera militar, primero como cabo primero, luego como sargento y finalmente como suboficial:15 sargento mayor jefe de la cocina del cÃrculo de oficiales. Después del armisticio y el desembarco de los antiguos enemigos16 en nuestras costas, salà corriendo con mis compañeros, preocupado por no encontrarme ni con angloamericanos ni con alemanes. Me quedé escondido, comiendo frutas y verduras de las huertas y, las pocas veces que me escondÃa en granjas, también pan, leche y huevos. Pero los campesinos, o al menos los que me he encontrado, son gente interesada y me han pedido siempre algo a cambio, preferentemente dinero y, poco a poco, les he dado todo lo que me quedaba de mi última paga. Después, una vez acabado el dinero, tuve que pagar con mi reloj: era de acero, pero de marca y, como último purucchio17 he entregado mi medalla de San Genaro con cadena, ambas de oro de dieciocho quilates, regalo de mi familia por la primera comunión, a cambio de la camisa y la ropa de trabajo que llevo. Me he vestido de civil y he abandonado la placa militar de identificación y también los documentos, porque nosotros no solo los tenemos de otro color, sino que en ellos está escrito que somos militares y también nuestro gradoâ¦