¡polly! - Stephen Goldin 2 стр.


“Aquellos paganos quieren decirte que todo fue un accidente,” decía el predicador. “Si te encuentras un reloj en el suelo, seguro que dices, ‘que cosa más rara, ¿todas estas piezas de metal se han juntado ellas solas en el suelo para decirme la hora?’ ¡Vaya suposición más estúpida, ridícula, sin sentido, imbécil, tonta, alocada y banal! ¿O creerás que alguien hizo aquel complicado reloj a posta para tus propios propósitos? Un reloj implica un Relojero tan seguro que la noche sigue al día.”

“Sí,” le contestó a la radio molestamente. "Un relojero imbécil que no sabe o no le importa si dejó su reloj en medio de un estúpido campo. Tal vez el dueño lo perdió o lo tiró porque daba mal el tiempo. ¿Qué pasa si dejas una barra de hierro en el campo y vuelves unos meses más tarde encontrándolo cubierto con polvo rojizo? ¿Asumirías que alguien vino y lo pintó? ¿O crees que se acaba de oxidar? ¡no me jodas!”

El predicador radiofónico lo ignoró. “Lo que estas personas no pueden ver es que todo es parte de un gran diseño, un diseño tan grande que no podemos ver todos los detalles. El plan de Dios es tan grande que se envuelve todo el camino alrededor de nosotros como una manta grande y reconfortante. El plan de Dios es inmenso y es para todos nosotros, y todos participamos en él”.

“¿El plan de Dios incluye quemar mi tienda?” Le gritaba a la radio. “¿Quiere Dios que yo esté sin hogar y en bancarrota? ¿Es Hacienda parte sutil del plan de Dios? ¿Necesita Dios mis ocho mil dólares? ¿Es el plan de Dios para darme una multa por exceso de velocidad? ¿O hacer que Bárbara me deje? ¿Qué está haciendo el plan de Dios para mí? ¿Dónde la manta del amor que debería cubrirlo todo? ¡Tiene unos agujeros de polilla muy grandes!”

Golpeó furiosamente el botón para apagar la radio. La humedad en su rostro era mucho más que lágrimas de sudor, picando sus ojos y haciendo más difícil ver por dónde estaba conduciendo. Si hubiese habido más tráfico, podría haber estado en problemas, pero no había nadie a quien atacar. Al menos logró mantener el coche en la carretera.

Incluso el silencio era mejor que escuchar basura como esa. Incluso escuchar sus propios pensamientos era mejor. A pesar de que estaba enfadado y confundido, deprimido y lleno de desesperación. Al menos eran sus pensamientos, no los de un tipo hipócrita.

Terminó el resto de la botella muy rápido, la mitad en su boca y la otra mitad sobre su cabeza. No parecía que ayudara. Seguía haciendo un calor insoportable.

ESCENA 3

A primera vista, el objeto podría bien ser un espejismo. Pero no brillaba e iba creciendo en tamaño a medida que se aproximaba con su coche, por lo que definitivamente era algo real.

Era una enorme mansión de dos pisos construida en piedra blanca, con filas de ventanas en cada piso que reflejaba el sol de primera mañana. El porche frontal le sobresalía apoyado por una fila de columnas de mármol blanco, y en frente de la casa había un trozo rectangular de césped verde delineado a la perfección con el límite del desierto a su alrededor.

Había conducido por esta carretera antes y no recordaba haber visto algo así. Eso había sido hace unos años, sin embargo, podría haber sucedido durante ese tiempo.

La carretera pasaba por delante de la casa, a unos treinta metros de distancia. La tierra alrededor era perfectamente plana, desprovista de cualquier cosa de interés, pero ocasionalmente podías ver algunos arbustos y cactus solitarios dispersos aquí y allá. Incluso las montañas que siempre estaban presentes en California eran sólo una mancha azul en el lejano horizonte.

Estaba demasiado absorto en su propia miseria para pensar en la mansión mucho más que como una curiosidad. Su depresión era una nube negra que abrumaba todas las otras preocupaciones, así que él ignoró la mansión y siguió conduciendo.

O trató de hacerlo. Sin previo aviso, su motor de repente tosió y murió, y el viejo Corolla se detuvo lentamente hasta hacerlo casi directamente frente a la entrada de la mansión. Por lo menos se las arregló para dirigirlo al lado de la carretera, por lo que no sería golpeado por cualquier otro coche que pasara por aquí. Aunque no había mucha probabilidad de que eso ocurriera.

El indicador de la gasolina indicaba que el depósito estaba medio lleno. Intentó encender el motor un par de veces, pero solamente obtuvo un lúgubre ruido parecido a un zumbido. “¡Mierda!” gritó a la desconsiderada máquina, golpeando la rueda con ambos puños. “¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda! ¿Por qué a mi? ¿Por qué ahora? Sabía que no debería haber confiado en un trozo de basura para un viaje como este.”

Miró a disgusto el montón de formularios para la aseguradora en el asiento del pasajero que estaban debajo de la bolsa de ropa, los sacó y cerró de un golpe la puerta. Levantó el capó para comprobar el motor. Aquello era algo inútil —no tenía ni idea de lo que estaba mirando, ni mucho menos como poder arreglarlo.

Miró impacientemente su reloj. Las doce y treinta y cinco. La temperatura rondaba los treinta y siete grados. Aquella tarde solo podía que ir a peor. Ni un ápice de viento. Tenía que ponerse manos a la obra si quería llegar al rancho antes de la puesta de sol.

Puso la mano en el bolsillo y se sacó su móvil. Nadie le podía ayudar, de todas maneras pues la pantalla indicaba que no había cobertura. Después de todo, ¿quien instalaría una antena de telefonía aquí para los conejos y los coyotes? Lanzó tu teléfono tan lejos como pudo hacia el desierto. “¡Buen viaje!” gritó. “¿Y ahora, qué? ¿Qué pasará?” golpeó el coche con frustración en medio de un sollozo. “¿Me ocurrirá algo bueno?”

Lo que él quería hacer era volver con el coche. Sentarse en el asiento trasero. Tumbarse en posición fetal y llorar. Quizás incluso chuparse su pulgar. Todo el universo pasaría por delante suyo. Probablemente algo mejor de lo que había estado haciendo últimamente.

Levantó la mirada y vio otra vez aquella casa. Bueno, al menos podía pedir si podría usar su teléfono para llamar a la Asistencia-en-Carretera. Por supuesto, no con la racha que llevaba.

Se desesperó. A pesar de haberse tirado por encima mucha agua, su ropa estaban ya secas por el calor del desierto. Pasó sus dedos por el pelo un par de veces como si fuera un peine. Entonces empezó a pisar fuertemente el asfalto, alegrándose de que todavía no era de noche, una noche de tormenta; ahora tendría que entrar en la guarida de Drácula o Frank N. Furter1 o alguien parecido.

Estaba tan envuelto en su nube negra de pensamientos que había llegado a más de la mitad de la entrada antes de ver al muñeco de nieve en el césped cerca del porche. Tenía que ser uno de esos adornos plásticos de Navidad, pensó. Alguien tenía un extraño sentido del humor, dejándolo fuera en julio. O eso o era alguien muy perezoso.

A medida que se acercaba a él, sin embargo, parecía cada vez más real. Era un muñeco de nieve estándar de tres bolas con la base de un metro de diámetro, el medio de sesenta centímetros y la cabeza de treinta. Sus ojos eran ciruelas negras, su nariz un pepinillo dulce y su boca era una línea punteada de cerezas curvadas en una sonrisa. Llevaba una alegre bufanda amarilla y roja alrededor de donde estaría su cuello. En su cabeza, en lugar del sombrero de copa tradicional, tenía una gorra de béisbol de Oakland A's. Sus brazos estaban desproporcionadamente flacos, sólo un par de ramas desnudas que salían de sus hombros.

A medida que se acercaba a él, sin embargo, parecía cada vez más real. Era un muñeco de nieve estándar de tres bolas con la base de un metro de diámetro, el medio de sesenta centímetros y la cabeza de treinta. Sus ojos eran ciruelas negras, su nariz un pepinillo dulce y su boca era una línea punteada de cerezas curvadas en una sonrisa. Llevaba una alegre bufanda amarilla y roja alrededor de donde estaría su cuello. En su cabeza, en lugar del sombrero de copa tradicional, tenía una gorra de béisbol de Oakland A's. Sus brazos estaban desproporcionadamente flacos, sólo un par de ramas desnudas que salían de sus hombros.

Se acercó a él y lo tocó. Estaba frío. Estaba hecho de nieve. Y estaba de pie sobre este césped en treinta y siete grados de calor bajo el sol abrasador del desierto en julio.

Se alejó lentamente de él, no completamente dispuesto a quitarle los ojos de encima. El muñeco de nieve se quedó allí y no mostró ninguna intención de derretirse.

Finalmente, con un rápido movimiento de cabeza, trató de sacarlo de su mente. Había muchos otros problemas de que preocuparse. Subió los cuatro escalones hasta el porche, se acercó a la gran puerta y presionó la campana.

A los pocos segundos la puerta se abrió y se vio mirando a la más bella chica que había visto jamás. Era pequeña —tan sólo metro setenta y dos, no le llegaba más allá de la nariz— pero aquella tan solo era lo único a lo que podría llamar remarcable. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado, ni muy pechugona ni muy aniñada. Su pelo marrón oscuro, con un corte pixie, con un rostro perfecto, ojos marrones y brillantes, una nariz alegre y una boca pequeña pero expresiva.

Llevaba puesto un pantalón vestido satinado de una pieza. La mitad inferior eran unos pantalones destellantes; la parte superior era un arnés con la forma de dos pañuelos negros uniéndose en la parte frontal y atándose entre ellos por el cuello. Llevaba unas zapatillas negras con poco talón, y su parte trasera estaba descalzo. No estaba esquelética, pero tampoco tenía grasa. Alrededor de su cuello llevaba una cadena dorada y un gran medallón de varios centímetros, con al menos una docena de pequeñas luces que parpadeaban. No parecía tener mucho más de veinte años.

“¿Sí?” dijo ella.

Él estaba demasiado ocupado admirando las vistas por lo que olvidó la razón de estar allí. “Eh, perdona que te moleste, pero mi coche se ha estropeado en medio de la carretera. Me preguntaba si...”

“Bueno, no te quedes bajo este sol” dijo haciéndole señas para que entrase. “Entra que aquí hay aire acondicionado y se está bien. Bienvenido a Green House.”

“Gracias,” dijo poniendo un pie dentro. Ella cerró la puerta tras él, y enseguida sintió el lujo. No había sentido frío desde hacía horas.

Estaban en un vestíbulo echo de baldosas de mármol negras y blancas y una enorme lámpara de cristal colgando de un techo alto. Había un largo pasillo que llevaba hasta la parte trasera de la mansión, con varias puertas que daban a diferentes habitaciones. Unas amplias escaleras con una alfombra verde llevaban al piso superior.

“Odio molestar de esta manera...” empezó diciendo, pero ella lo volvió a interrumpir.

“No digas tonterías. No es molestia. No es tu culpa el lugar donde tu coche se estropea, ¿verdad?”

“No,” dijo con un profundo suspiro. “Me estaba preguntando si me dejarías usar el teléfono un momento.”

“Lo haría si tuviera uno.”

“¿Vives en un lugar tan apartado en medio de la nada sin teléfono?”

“Si tuviera uno, la gente no dejaría de llamarme todo el rato” dijo ella. “Hay demasiada gente intentando hablar conmigo. Prefiero ser un poco difícil de localizar.”

“¿Pero si tienes algún problema” le dijo. “¿Y si necesitas comunicarte con alguien?

“No tengo problema alguno a la hora de comunicarme con el que quiero” dijo ella “Y no hay problema que mi servicio no pueda solucionar.”

“Oh, tienes servicio. Supongo que entonces nada.”

“Sip. De echo, iba a sugerirte que mi chófer echara un vistazo a tu coche. Seguramente sepa como repararlo.”

“No quiero meterte en problemas...”

“Para nada. Fritz hará su trabajo. Es por esto que está aquí.” Cogió su medallón y habló por él. “Fritz, hay un coche fuera que parece que ha dejado de funcionar. ¿Podrías echarle un vistazo y hacerlo que vuelva a funcionar?”

“Ja, meine fraulein” dijo la voz a través del medallón. Aquella voz tenía un acento tanto de alemán de Hollywood que podía escuchar el taconeo de sus talones.

“Muchas gracias” dijo él.

Ella se dio la vuelta. “Me llamo Polly, por cierto.”

“Oh, esto... y yo Rod.”

Ladeó su cabeza hacia la izquierda. “No pareces ninguna ‘caña’2 dijo sentenciosamente.

“¿Qué aspecto tiene una ‘caña’?”

“Esto, algo largo, cilíndrico y rígido” le dijo regalándole una sonrisa malvada. “Por supuesto, entiendo que sea tu apodo.”

Él se sintió ruborizado. “Es por Heródoto” dijo calmadamente mientras se preguntaba porque lo decía. Casi nunca se lo había contado a nadie —ni mucho menos a un completo desconocido.

“Ah, el historiador griego” gritó Polly. “Genial.”

“¿Lo conoces?”

“Por supuesto, amo la Antigua Grecia.”

“Sí, y también mi padre. Era profesor de civilizaciones clásicas.”

“Tenía que quererte de verdad para darte tal honorable nombre.”

Heródoto resopló con desprecio. “Heródoto Shapiro es un nombre horrible para un chico judío.”

“Me gusta. ¿Puedo llamarte ‘Hero’?”

“Prefiero Rod.”

“Puedes ser mi Héro-e” dijo ella, ignorando por completo sus palabras. “Es mejor que ‘Her,’ ¿no?”

“Haz lo que quieras” dijo resignándose. Tenía mayores problemas en su vida en aquel momento que preocuparse por como le llamaba una niña tonta y rica. Uno de sus problemas era el apartar su mirada del increíble cuerpo de aquella niña tonta y rica evitando dejar el suelo lleno de babas.

Ella lo rodeó con sus brazos y lo llevó a la habitación a su derecha. “Entra a la sala y únete a la fiesta.”

“¿Fiesta?” Sintió una opresión en el pecho. Las fiestas conllevan gente, normalmente gente feliz. La gente feliz era la última cosa que necesitaba en su vida en aquel momento. “Eh, no quisiera ir a una fiesta a la que no he sido invitado—“

“No tienes porque si no quieres” le dijo Polly.

Él estaba demasiado en guardia y sudado y despeinado. “No estoy seguro de que vaya conmigo. Seguramente no conozco a nadie—“

“No te preocupes. Todo estará bien. Son buena gente. No invito a quien no lo sea.”

“Pero, esto... no voy vestido para una fiesta.”

“No te preocupes. Todos mis amigos vienen-tal-cual. Muy informal. Creo que las personas son más importantes que su ropa. Ven.”

Назад Дальше