Capricho De Un Fantasma - Arlene Sabaris 2 стр.


Café en mano, subieron a la mezzanina, a la cual se accedía desde la sala y, tras ver las hamacas, pensó que ese era su lugar favorito en la casa, hasta que recordó que aún debía enviar aquel informe… Sus pensamientos de plácido descanso se esfumaron en un santiamén. Le agradeció el café y le dijo que debía trabajar. Bajaron las escaleras en silencio y al llegar al salón, Andrés se sentó en el sofá y tomó el control del televisor.

— ¿Quieres que te avise para salir a cenar? Marilú se marcha a las seis de la tarde —dijo Andrés, refiriéndose a la chica encargada de la cocina.

—Sí, claro. Espero terminar este informe pronto —respondió Virginia mirando su reloj, que ya marcaba las tres de la tarde.

Se marchó al cuarto, café en mano. Al entrar, buscó su computadora y un lugar para colocarla. Divisó un escritorio blanco donde reposaban una máquina de café eléctrica que no había visto antes, además de café y tés variados listos para preparar y dos tazas de fina porcelana a juego con el papel tapiz primaveral de la habitación. Definitivamente este lugar había sido decorado por y para una mujer. Terminó de beber su café, encendió la computadora, comenzó a escribir y se sirvió su primera taza de té de menta.

Capítulo 4

Una leve sonrisa se dibujó en su rostro cuando escuchó la noticia de la boda. Siempre había apreciado a Iveth y sabía cuánto había sufrido en su primer matrimonio; su amistad había durado ya muchos años. Se habían conocido en la agencia de viajes donde primero habían sido compañeros y de la que ella ahora era gerente general. Fue en esa agencia de viajes donde él había visto a Virginia por primera vez hacía poco más de diez años. La recordaba con el cabello negro y corto bordeando sus hombros, un traje sastre gris y su voz melodiosa preguntando si podía por favor decirle dónde estaba la oficina de Iveth Castillo. Ese día él se ofreció a conducirla con la amabilidad típica de un caballero educado en Quebec y la acompañó hasta que, una vez con Iveth, ella los presentó. Algo pasó ese día, pues el resto de la tarde no pudo evitar pensar en ella un par de veces, aún no sabía por qué. Ahora, tantos años después, seguía pasando lo mismo…

Esa tarde de junio, mientras veía una película de James Bond para equilibrar las cursilerías inevitables de los días por venir y tomaba una copa de coñac sentado en la sala de la villa, el sonido de las ametralladoras fue interrumpido por el de un auto acercándose a la propiedad. La vio a través de la ventana de la sala bajar del automóvil gris platinado y empezar a descargar infinidad de vestidos, una maleta y quién sabe cuántos ajuares más. Lourdes le avisó de su huésped anticipada unos días antes, pero se refirió a ella como «Betina», y él pensó que sería una amiga del novio. Su cabello ahora largo recorría su espalda, los pantalones cortos de mezclilla dejaban ver sus piernas bien formadas y, a pesar de que ensayó más de una forma de saludar mientras esperaba detrás de la puerta a que tocaran el timbre, no consiguió disipar su sorpresa cuando finalmente salió a su encuentro.

Trató de hablar pausadamente para no evidenciar sus nervios, pero no pudo disimular su sorpresa, que era tan genuina como su inquietud. Levantó su maleta y la llevó directamente a su habitación, pensó que quizá debía invitarle un trago y justo entonces ella le pidió un café. Su padre estaría avergonzado de él, ¡ella había tenido que pedirle algo de beber! Tantos años ejerciendo la diplomacia en Quebec no habían servido para nada. Andrés era hijo de un funcionario del servicio exterior asignado por muchos años a Canadá y una dama de alta sociedad dominicana, había estudiado Negocios Internacionales y hablaba con fluidez el inglés y el francés. Llegó a Quebec siendo un niño, pero guardaba recuerdos agradables de las estancias de verano con su abuela materna en Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad más importante de su país natal. Ya retirado su padre, la familia regresó al país y él hizo lo mismo al terminar sus estudios en Quebec; sus dos hermanas menores, Anne y Sophie, sin embargo, habían nacido en Canadá y habían hecho allí su vida, solo regresaban en épocas festivas; su hermano mayor, Dante, era violinista profesional y viajaba con la filarmónica de Quebec todo el año. Todos los hijos de aquella pareja, don David y doña Sonia, habían sido educados en el más fino de los protocolos, conocían cada palabra apropiada para cualquier situación inapropiada y definitivamente todos sabían las reglas de etiqueta para recibir una visita: ¡él las había quebrantado todas!

Regla n.º 1: No hacer esperar a la gente en la puerta si ya sabemos que están allí. Espiar qué trae puesto y con quién viene no es correcto. (¡Quebrantada!)

Regla n.º 2: No se detenga a charlar en la puerta, hágales pasar y cierre la puerta. (¡Quebrantada! ¡Por poco tiempo, por suerte!)

Regla n.º 3: Preguntar si la persona desea tomar algo. (¡Quebrantada!)

Regla n.º 4: Mostrar la casa si la visita es de confianza. (¡Quebrantada!)

Había reaccionado tarde, pero al menos todavía podría mostrarle la casa y eso hizo una vez le brindó café. « ¡Estoy embriagado!», pensó… ¿cómo podía haber olvidado cosas tan elementales? Pero apenas había tomado el primer sorbo de su coñac cuando escuchó el auto llegar.

Comenzó a enmendar su error mostrándole el primer piso, siguió con el segundo y se detuvieron en el entrepiso, su lugar favorito de la casa, aquel que doña Sonia había diseñado con ilusión evocando el jardín de lo que había sido su casa por casi veinte años en Quebec. Pensó dejar los jardines exteriores como última parada del tour, considerando que la piscina climatizada era un atractivo que merecía las fanfarrias finales, pero ella interrumpió bruscamente su elaborado mapa mental cuando prefirió irse a su cuarto. Mientras bajaban las escaleras pensó en fingir indiferencia, pero una vez en la sala le comentó algo sobre salir a cenar, ella asintió y así quedaron en verse más tarde.

Pulsó el botón de reanudar en su película de James Bond y unos minutos después pensó en la época en la que él también había tenido que hacer informes, se apiadó de ella y la perdonó de inmediato.

Su primer trabajo en la capital dominicana fue en aquella agencia de viajes, como encargado de los programas educativos internacionales. Pronto se hizo popular entre las chicas por su incomparable gentileza y caballerosidad, tan distinta a la actitud de los demás jóvenes. Su inteligencia era evidente y sus temas de conversación, infinitos, pero sin duda su mejor atributo era su amabilidad. Allí hacía los informes, no solo de su gestión, sino que ayudaba con los suyos a los compañeros que no manejaban otros idiomas con fluidez.

Ahora corregía informes. Era profesor titular en el Instituto de Formación Diplomática y Consular. También tenía una empresa que daba servicios de traducción de documentos y de eventos. Su porte juvenil, a pesar de acercarse peligrosamente a los cuarenta, se debía a las muchas horas que pasaba nadando y jugando tenis, sus actividades deportivas preferidas. También jugaba ajedrez y disfrutaba del vino tinto si era en buena compañía. Esa tarde, mientras llegaba la hora de cenar, recordó una que otra aventura que involucraba una botella de vino y a Virginia… Se acercó un par de veces a la habitación hasta que finalmente tocó. Pasaban de las siete.

Se sentó en la sala a esperar con visible ansiedad, hasta que unos minutos más tarde vio las flores lilas y azules de su vestido asomarse al pasillo. Salieron en el carrito de golf hablando sobre el clima y entonces ella preguntó qué le parecía el novio de Iveth. Evidentemente ella no sabía que él los había presentado, así que sin abundar en detalles le dijo que lo conocía y era un buen muchacho.

La Marina estaba a cinco minutos de la villa, así que no tuvieron mucho tiempo para conversar. El recuperó algo de su cortesía característica y la ayudó a salir del carrito, pues su largo vestido se quedó atrapado en el asiento. En ese momento sus rostros estuvieron tan cerca que era difícil distinguir de lejos que no eran pareja. Caminaron juntos hacia el restaurante y la luna en cuarto menguante miraba desde lejos con curiosidad cómo una pareja y tres sombras dibujaban el suelo aquella noche de solsticio.

Capítulo 5

La algarabía de los comensales de la mesa situada al final de la terraza era insostenible. «Hoy día todos los jóvenes son escandalosos y fuman incesantemente», pensó ella; no le dijo nada a su acompañante para no parecer antipática, pero la verdad es que estaban haciendo mucho ruido y con el paso de los minutos se integraban más chicos a la mesa bulliciosa. La vista, sin embargo, era preciosa; los lujosos yates delineaban el puerto en todo su esplendor, algunos con las luces encendidas reflejando en el agua sus mástiles majestuosos. En alguno de ellos celebraban fiestas y en algún otro la desolada cubierta aguardaba ansiosa a que llegaran invitados.

Andrés interrumpió sus pensamientos cuando le preguntó si quería tomar algo.

—Una copa de vino… ¡Por los viejos tiempos! —exclamó con energía, a pesar de que segundos después ya se estaba arrepintiendo de su atrevimiento.

—Los viejos tiempos… ¿Y tú piensas alguna vez en esos viejos tiempos? —le preguntó él con su característico tono jocoso, pero evidentemente ávido de una respuesta.

—Me parece que han pasado mil años desde que abandonamos el tren de la juventud. Es inevitable recordar con nostalgia esas noches en la avenida hablando tonterías. ¡He intentado recordar de qué hablábamos, pero no consigo hacerlo!, ¿tú lo recuerdas? —inquirió Virginia, mientras colocaba ambas manos en su barbilla y se inclinaba hacia Andrés con la curiosidad de una niña.

— ¿Puedo traerles algo de beber? –interrumpió el mesero enérgicamente mientras les observaba expectante.

—Una botella de vino tinto, reserva. Y, por favor, traiga la bandeja de quesos como entrada —dijo Andrés al mesero y luego agregó mirando fijamente a Virginia— ¡Como en los viejos tiempos!

Ella se sonrojó y sus pensamientos viajaron nuevamente en el tiempo a una de esas noches juveniles, donde, bajo la luz de una luna llena habían caminado juntos en la Zona Colonial con un grupo de amigos, quizá siete en total. Uno de ellos, atrevido como ninguno, pasó una mano sobre su hombro y le preguntó en secreto: « ¿Cuándo saldrás finalmente con Andrés?»

La tomó por sorpresa; no era algo que ella hubiera pensado responderle a él y solo le dijo: « ¿Cómo puedo responderte a ti lo que no me han preguntado ni siquiera a mí? ¿Qué te hace pensar que Andrés quiere salir conmigo?». Su amigo sonrió y dijo para sí, aunque ella pudo perfectamente: «no sé cuál de los dos está más despistado» y siguió caminando con el grupo. Eso la dejó pensando el resto de la noche y no volvió a mirar a Andrés con los mismos ojos. Habían salido muchas veces juntos, pero la multitud que siempre los acompañaba era la protagonista principal de todos sus encuentros, y no ellos. Sin embargo, esa noche comenzó a pensar seriamente si el comentario de Osvaldo había tenido algo de sentido. Esa noche las cosas comenzaron a cambiar, y por primera vez en los meses que llevaban conociéndose, pensó en Andrés con la curiosidad de quien investiga un misterio digno de Agatha Christie.

La bandeja de quesos llegó antes que el vino y el maître abordó la mesa apresuradamente pidiendo disculpas en nombre del camarero y se llevó al pobre chico que, con rostro de confusión indescriptible, sostenía tembloroso la bandeja, mientras intentaba pedir disculpas también, aunque no sabía exactamente el motivo. Virginia no contuvo la risa y Andrés la contempló divertido, a la vez que recibía nuevamente al maître que estaba de regreso con el vino, que descorchó ceremoniosamente. Hicieron el primer brindis y unos minutos después el mundo a su alrededor parecía haber desaparecido. Ya no se escuchaba el bullicio de los jovencitos de la mesa del fondo. La bandeja de quesos de repente ya estaba en la mesa y ninguno notó cuándo la habían traído, la botella de vino llegaba a sus últimos instantes de vida y ni siquiera habían recordado ordenar la cena, estaban ensimismados el uno en el otro, hablando tan bajo que apenas entre ellos podían escucharse. En algún momento pidieron otra botella de vino y una bandeja de antipastos, siguieron hablando, riendo y brindando hasta que el camarero despistado interrumpió con la voz agónica de aquel que espera un regaño para avisarles que la cocina iba a cerrar y que si iban a ordenar algo de cenar debía ser en aquel momento. Virginia se extrañó por el comentario y levantó la vista para notar que la suya era la única mesa ocupada del restaurante y que casi todas las luces estaban apagadas. Por alguna razón habían pasado más de tres horas y no habían ordenado ni siquiera la cena. No tenían hambre y coincidieron en pedir la cuenta, mirándose con complicidad y a punto de estallar en risas, salieron minutos después del restaurante a punto de alcanzar la medianoche.

—Sonia está aquí en el puerto, ¿la quieres ver? —dijo Andrés con tono galante mientras caminaban por La Marina en dirección al carrito de golf.

— ¿Sonia? ¿Y por qué querría yo verla? —dijo Virginia en tono sarcástico, intentando disimular un repentino ataque de celos.

— ¿No te gustan los yates? —dijo él sonriente y percibiendo, feliz, que había logrado molestarla.

— ¡A veces puedes ser tan…! Argghhh! —le dijo ella, molesta cuando entendió que se refería al yate de sus padres, que se llamaba igual que su mamá: Sonia.

— ¡Ja, ja! ¿Estabas celosa? —le dijo mientras la tomaba del brazo y la conducía de vuelta a La Marina, de camino al bote.

La noche de solsticio definitivamente sería larga. La luna susurraba en el cielo un poema de amor, la música de un grupo de jazz emergía entusiasta desde uno de los yates vecinos y Andrés y Virginia caminaron juntos como tantas veces, pero solos por primera vez.

Capítulo 6

Aquel sueño la había despertado otra vez. Sudorosa y respirando afanosamente se puso de pie y quiso correr a la cocina pero recordó que no era su casa. «Hay agua en la jarra del escritorio», pensó, y fue a buscarla, tomó un sorbo y recuperó el aliento. Eran las tres de la madrugada.

Recapituló la noche poco a poco y pensó que apenas haría media hora de su regreso de La Marina con Andrés. Se separaron en la puerta de su cuarto, no porque ella quisiera, pensó en ese instante, sino porque probablemente ninguno de los dos se atrevió a proponer un arreglo distinto para dormir. La habían pasado fenomenal en el yate, donde encontraron una botella de vino más y siguieron hablando de los viejos tiempos hasta que la música de jazz de la fiesta vecina se apagó y pensaron que era hora de volver. La corta distancia de La Marina a la casa hizo más fácil conducir el carrito, pero a la hora de encontrar la llave para abrir la puerta, las risas no se hicieron esperar y ambos parecían chiquillos traviesos burlándose de la situación. Virginia recordó que alguno de los dos sugirió ir a la piscina, quizás… ¡Traía puesto el traje de baño y no la pijama! Y entonces recordó que por eso se habían separado en la puerta, porque se reunirían en unos minutos en el jacuzzi. ¿Cuánto tiempo había pasado? Solo sabía que había tenido aquel sueño, por tanto, se había quedado dormida al menos unos minutos. Tomó otro sorbo de agua y aún aturdida por el vino decidió lanzar una mirada al patio para saber si él estaba allí esperándola. El traje de baño negro y de una sola pieza cruzaba en tirantes su espalda y dejaba al descubierto un escote discreto, pero escote al fin. Tomó un chal del mismo color que descansaba en la silla del escritorio, se envolvió en él y atravesó el pasillo. Lo vio saliendo de la cocina con un gran vaso de agua en la mano, su bañador azul y una toalla blanca colgada al cuello, estaba mojado, por ende había estado en el agua. Él la miró con cara de sorpresa y le dijo:

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