Capricho De Un Fantasma - Arlene Sabaris 4 стр.


— ¿De verdad estás todavía en el avión? —continuaba con incredulidad Virginia, que escuchaba las bocinas dando los avisos mientras hablaban.

— ¿Por qué te sorprende?—le dijo él, sin saber aún el origen de tan repentina valentía.

Ya caminaba hacia fuera y empezaron a aparecer las señales de prohibición y no tuvo más remedio que decirle que volvería a llamarla desde el automóvil.

Transcurrió una hora completa desde la primera llamada hasta la segunda. Durante esos sesenta minutos de confusión, Virginia marcó a su amiga Iveth, que a su vez puso en la línea a Gabriela y empezaron a elaborar teorías del significado de lo que había pasado. La primera vez que hablaron de eso, cuando la llamó Marcelo, quedaron mil dudas por aclarar, esa noche habían quedado despejadas. Definitivamente Andrés estaba locamente enamorado de Virginia, no había dudas. Llamarla apenas había aterrizado su avión era la forma más sutil y a la vez exagerada de demostrarlo; decirlo hubiera sido más fácil, pensó Gabriela, ya que, en su opinión, ese gesto hacía que pareciera desesperado.

Por varios minutos solo hablaban Iveth y Gabriela, mientras ella esperaba a que sonara El Fantasma de la Opera nuevamente. Cuando eso finalmente pasó, le tomó menos de cinco segundos decirles a las chicas que las llamaría después.

— ¡Disculpa! Ni siquiera vi bien la hora, apenas acabo de salir y me espera Marcelo. ¡No debí llamarte tan tarde!

—¡No!, ¡está bien! Es decir, estaba despierta… ¿Y cómo te fue? ¡Pensaba que regresarías después de año nuevo!

—Sí, pero tenía que resolver algunos asuntos de la empresa. Alcanzo a ver a Marcelo, ¿crees que podríamos almorzar juntos mañana?

—Sí, claro… Me alegra que hayas regresado… A salvo, quiero decir, ¡qué descanses! Mañana me avisas para coordinar —dijo Virginia, algo decepcionada de tener que colgar.

Se despidieron. Un impaciente Marcelo esperaba a su amigo para entender los detalles del anticipado regreso y ahora también quería saber con quién venía conversando en el celular si apenas acababa de llegar.

—Le avisaba a mi mamá que ya estoy aquí —mintió, ante la insistencia de Marcelo.

El cielo comenzó a nublarse y ocultó la tenue luz de la luna en cuarto menguante. Llovía en la ciudad…

Capítulo 9

El aviso de tormenta se extendió ese lunes a toda la isla y lo que empezó como una leve llovizna aquel domingo de diciembre del año dos mil siete se convirtió en la Tormenta Olga. El fenómeno atmosférico dejó catorce muertos en la República Dominicana, más de treinta mil personas damnificadas y daños en miles de casas. Además de múltiples poblados incomunicados, los estragos de las lluvias que iniciaron el lunes y se prolongaron por setenta y dos horas, impidieron también el encuentro esperado por Virginia y Andrés.

La ciudad se tornó intransitable durante varios días y cuando finalmente se restablecieron las comunicaciones, las prioridades de todos habían cambiado y el trabajo acumulado durante los días no laborables impidió que ese viernes retomaran la rutina.

Cora Gibson, la asistente personal de Andrés, tomaba las llamadas de Virginia a la oficina, algunas veces anotaba sus mensajes y otras simplemente olvidaba entregarlos. La chica era una rara excepción en el mundo de las rubias; hablaba cinco idiomas con apenas veintitrés años, así que, además de anotar algunos mensajes, recibía los pedidos de clientes y se encargaba de las traducciones más sencillas. Era hija de una pareja canadiense, buenos y viejos amigos de sus padres. Pasaron juntos muchas navidades en su niñez, y a pesar de que era apenas cinco años menor que él, la seguía viendo como la niña de ojos azules y larga cabellera rubia que siempre jugaba con sus hermanas. Cuando ella llegó a pedirle trabajo recién graduada de una licenciatura en Lenguas Extranjeras, le pareció extraño que, siendo su padre el gerente general de una multinacional canadiense, acudiera a su microempresa de traducción. Era un gran recurso, así que no dudó en darle el puesto, no sin antes aclararle que la paga era modesta. Sabía de su inteligencia por los elogios que su madre no cesaba de expresar cuando quería reprocharles algo a sus hermanas y más de una vez doña Sonia había insinuado que Dante debía salir con ella, pues como era políglota podría acompañarlo en sus giras con la filarmónica sin sentirse fuera de lugar. Dante solo contestaba a estos comentarios que: « ¡Ya suficiente hablan las mujeres que conocen una sola lengua! ¡De solo pensar cuánto hablaría una que puede hacerlo en cinco lenguas, ya estoy agotado!».

Bromeaba, por supuesto. Cora era bailarina clásica de la academia de artes de Quebec antes de que la empresa donde trabajaba su padre lo escogiera para abrir sus oficinas en Santo Domingo y se mudaran. Se veían con alguna frecuencia y en más de una ocasión quiso invitarla a salir; en una época, durante las clases de verano, salía de clases al atardecer y esperaba unos minutos en un banco al pie de las escaleras a que saliera ella. Cora vestía siempre el uniforme de leotardo negro y mallas rosa, parcialmente ocultas por un tutú de igual color, atado a su minúscula cintura. Solía desatar su copiosa cabellera justo antes de bajar las escaleras, y la dorada melena recorría la espalda, apenas cubierta, hasta alcanzar el lazo de su tutú. Ella sabía que aquel ritual atraía las miradas de más de un estudiante, y sabía también que uno de ellos era Dante. El problema era que lo conocía por sus romances veraniegos, primaverales y en fin… Ninguno duraba más de una estación.

La idea de tener que verlo en Navidad, cuando era seguro que para otoño ya tendría otra novia, desechaba cualquier esbozo de debilidad ante sus propuestas seductoras. Así que por mucho que Dante insinuó sus intenciones, ella siempre le dejó claro que no estaba interesada en lo absoluto. No había sido sencillo, porque definitivamente él era un gran partido. Su cuerpo bien formado, producto de años practicando la natación y su abundante cabello negro llevado a los hombros eran solo unos pocos de sus atractivos. Era el mejor violinista de la academia; sus solos eran apasionados y brillantes y los rumores de que la filarmónica pronto lo contrataría para sus giras internacionales habían elevado su popularidad al cielo. Pero Cora, pese a su juventud, era determinada en sus decisiones y no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

Así que los comentarios de doña Sonia no eran totalmente desacertados; sin embargo, con tanta atención, Dante no perdería la cabeza por tener una damisela menos en su creciente colección y, con el tiempo, la descartó como pareja y siguieron siendo amigos. Cora, por otro lado, pasó la mitad de su adolescencia lanzando indirectas al «hermano bueno», como solía llamar a Andrés cuando hablaba de él con sus amigas de la academia. Pero se veían solamente en ocasiones especiales, pues Andrés no contaba las artes como una de sus pasiones y las horas libres las pasaba en la cancha de tenis o en la piscina. La pobre chica hacía visitas improvisadas a la casa Nova con la excusa de practicar el arabesque de la próxima función con Anne y Sophie, ambas compañeras de clase; sin embargo, pasaba más tiempo interrogándolas sobre la última conquista amorosa de Andrés, que casi nunca estaba en casa.

Andrés nunca notó, en los años previos a que trabajaran juntos, el creciente interés romántico de Cora por él. Pero, en fin, él había demostrado que no tenía buena intuición en el amor. Es por eso que cuando finalmente ella lo invitó a salir sin preámbulo alguno el viernes posterior a la tormenta, la sorpresa se dibujó en su rostro y se preguntó en qué momento se habría convertido esta chiquilla en una adulta.

Desconcertado, usó la vieja excusa de un compromiso previo para desanimarla y, luego de convencerla de forma cariñosa de bajar de su escritorio, continuó trabajando en su computadora mientras ella se alejaba a su puesto con una sonrisa en los labios y la convicción de que en poco tiempo lo tendría a sus pies. La sorpresa de la repentina invitación dejó a Andrés pensando en otros temas y por unos minutos dejó de preguntarse el porqué de su silencio.

El fin de semana, Marcelo sugirió ver una película de terror en su casa para levantar los ánimos tras la tormenta. Todo el grupo hizo acto de presencia y más de diez amigos estaban reunidos para ver la cuarta entrega de El Juego del Miedo, estrenada hacía un par de semanas en el cine y disponible en copias clandestinas gracias al amigo de un amigo de Marcelo.

Iveth y su prometido llegaron temprano, Gabriela y Osvaldo que ya llevaban un par de meses saliendo juntos se unieron poco después. A la primera oportunidad, Iveth se acercó a Andrés que, sentado en el sofá con una copa de vino, conversaba con Marcelo sobre lo ocurrido con Cora.

— ¿Interrumpo? —preguntó ella, sentándose al lado de su amigo y antes compañero de trabajo.

— ¡Nunca! —dijo Marcelo, poniéndose de pie para abrir la puerta, que sonaba a pocos pasos de ellos.

— ¿Y tú? ¿Has hablado con Virginia? ¿Sabes a qué hora viene? —inquirió Andrés, con un tono de fingida indiferencia al dirigirse a Iveth.

—Su teléfono celular se descompuso con la tormenta y anoche, que hablé con ella, aún no lo habían reparado. ¿De verdad no han conversado ustedes dos? —preguntó Iveth, mientras observaba su reacción atentamente, pero él no estaba poniendo atención.

Su mirada se dirigía a la puerta, por donde hacía su entrada Virginia, en un inolvidable vestido rojo, corto y de falda ancha, que dejaba al descubierto sus piernas lindas y bien formadas. Su cabello corto se agitaba con soltura mientras giraba la cabeza de un lado a otro saludando con un beso a todos y dejando discretas marcas de su labial rojo rubí en más de una mejilla. Cuando finalmente llegó al sofá tuvo que sostener su falda para agacharse a saludar a Iveth y luego a Andrés, que se apuró en ponerse de pie, como le habían enseñado sus padres que se hace cuando una dama entra al salón.

Se encontraron a medio camino y sus rostros quedaron muy cerca… demasiado cerca. La película ya iba a comenzar.

Capítulo 10

Las gotas de sudor comenzaron a empapar su frente y minutos después la escuchó gritar ahogadamente: « ¡Suéltame!». La tenía ligeramente abrazada y pensó que se dirigía a él. Levantó su brazo y notó que seguía dormida; evidentemente estaba teniendo una pesadilla. Segundos después despertó por completo, visiblemente angustiada y ajena todavía al lugar donde se encontraba: los brazos de Andrés.

Un impetuoso sol se colaba por las cortinas y con él una brisa ligera que las agitaba esporádicamente; no cerraron las puertas de cristal que daban acceso al patio trasero. Ambos se incorporaron sin saber exactamente qué decir.

—Hace calor hoy. Buenos días… —dijo ella, interrumpiendo el silencio.

— ¡Buenos días! Haré café. —respondió él, poniéndose de pie, no sin antes besar su cabeza, preguntándose qué habría estado soñando minutos antes.

Virginia aprovechó para correr a su cuarto. Vestía la misma toalla y el traje de baño de la noche anterior, así que se dio una ducha. El agua fría recorrió su espalda y la espuma de baño con aroma a lavanda trajo de vuelta las imágenes de la noche anterior. Salió de la ducha y se envolvió en una elegante bata de baño blanca que colgaba de la puerta. ¿Qué habría pasado con el jacuzzi? Se preguntó mientras cepillaba sus dientes. Secaba su cabello cuando lo escuchó tocar anunciando que el café estaba listo.

— ¡Puedes pasar! —dijo, mientras salía del cuarto de baño. Miró el reloj en el escritorio, apenas y marcaban las ocho de la mañana, si acaso habrían dormido unas tres o cuatro horas.

— ¡Café! —exclamó Andrés extendiéndole una de las dos tazas azules que traía en la mano.

—Gracias, me hace falta. ¿No dormimos mucho, verdad? —dijo Virginia con una sonrisa involuntaria dibujada en los labios.

—Pues yo considero que tú dormiste bastante. ¿Tienes planes hoy? —preguntó Andrés, bajando por unos instantes la mirada.

—Pues, déjame ver… Primero que nada, tengo que recordarte que llames al electricista. ¡Y luego… desayunar! ¡Muero de hambre! —respondió Virginia tomando un sorbo de café.

Los separaban solo un par de pasos y Andrés los redujo cuando rodeó su cintura con su mano libre, la atrajo hacia su pecho y besó sus labios con ternura por apenas unos segundos.

—Hueles a lavanda… —le dijo él mientras acariciaba su espalda.

—Hueles a café… —le respondió ella mientras lo empujaba fuera de la habitación para cambiarse.

Quedaron en verse unos minutos después para desayunar juntos. Virginia no podía creer lo que estaba ocurriendo en aquel momento, no es que en realidad hubiera pasado algo extraordinario, apenas se habían besado, pero lo que sentía cada vez que él la tocaba era algo que hacía muchos años no experimentaba. Su corazón latía como el de una quinceañera entusiasmada con su primer amor y parecía insensato hasta para ella, una empedernida romántica que guardaba un ejemplar en capa dura de Orgullo y Prejuicio en su mesita de noche.

Aprovechó para escribir un mensaje a su hija Noelia, que pasaba las vacaciones en Sídney, Australia, con su padre y abuelos paternos. Estar lejos de ella por todo un mes al principio le resultó una agonía, pero era consciente de que no tenía derecho a anteponer sus intereses a los de su hija y Dios sabía que su exmarido ya sufría bastante con no poder estar con la niña todo el tiempo.

Su matrimonio duró casi cuatro años, Noelia tenía dos cuando Virginia decidió poner fin a la relación, ahora la niña tenía cuatro. Nunca quiso irse a vivir a Sídney con el padre de su hija; no era parte del trato. Tal vez nunca lo amó lo suficiente como para dejarlo todo por él, que la amaba demasiado y sí había dejado su familia y su país por ella. Noah era el representante de una universidad australiana que auspiciaba un programa de becas. Pasaba al menos la mitad del año trabajando con las solicitudes, evaluaciones y entrevistas de los candidatos. En ocasiones impartía charlas motivacionales a los estudiantes de la universidad local que fungía como socio estratégico. Así se conocieron. Virginia acompañaba a Iveth a una de las charlas, pues se había divorciado hacía poco y estaba deseosa de alejarse de todo y de todos. A unas semanas de finalizar la maestría en negocios que cursaban juntas, vieron el anuncio de la charla y entraron a oírla.

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