El Lapso - Ruthy Garcia 2 стр.


—Claro, no pienso dejarle salir. Debe permanecer allí para siempre, y aun con eso no pagará lo que hizo.

—Comprendo y respeto eso, pero…

—¿Pero qué? ¿Ahora va a defenderlo?

—No es defensa, es más bien una justificación. Déjele salir de vez en cuando y quién sabe si podría sacarle la verdad. Tal vez obtendría una ventaja.

—No es mala idea para salir del cerebro de usted, señorita Lara. Pensaré en ello y, si lo veo factible, lo haré.

—Bien. Ahora hábleme más sobre su amor por los libros, o más bien su extraña manera de ver la lectura.

—No lo disfrace. Me llama obsesivo en pocas palabras, no habla con un analfabeto. Recuerde que he leído tantos libros como cabellos tiene usted en la cabeza.

—Lo sé. Es que… es rara su forma de ser, señor Paradize. Tengo que admitir que es usted único.

—¡Por fin dijo algo espontáneo y real sobre mí! La felicito. Esto merece que nos tomemos el té. Debe estar por enfriarse.

Bebieron en medio del silencio y de cierto protocolo. Él miraba con desconfianza a Lara, ella dejaba notar poco el temor que sentía. Como tenía las manos sudadas, a ella se le escurrió la taza, que cayó al suelo y se rompió.

—¡Es usted una…! —exclamó él—. ¿Sabe cuánto cuesta esa taza? Es una fina pieza de vajilla que me regaló mi abuela. La trajo de la India en uno de sus viajes antropológicos. Llevaba conmigo más de treinta años. ¡Qué torpeza!

—¡Lo siento! ¡Lo siento! Se la pagaré, puedo pagarla. —decía ella mientras recogía los restos de debajo del diván.

—¡Margaret! —llamó el señor Paradize a voces.

—Dígame, señor…

—Recoja esa taza rota, por favor.

—Sí, señor.

—Puedo pagarla. Dígame dónde puedo encontrar esa taza, por favor…

—No podría, aunque quisiera. Es una pieza genuina. Acaba de descompletar la vajilla más cara de esta mansión, merece un aplauso, terapeuta paupérrima.

“A través de otros nos convertimos en nosotros mismos”

Lev S. Vygotsky

CAPÍTULO II

Ecos del pasado

Tras el incidente con la taza la terapeuta Lara Nova se sintió mal, culpable de la torpeza cometida, pero más por las palabras del Paradize, quien aprovechaba cada mínima oportunidad para menospreciarle de forma absoluta.

Aquella culpa era recompensada por la compañía que él le proporcionaba. Los insultos y malos tratos no eran del todo desagradables para ella, sabía que pronto llegarían los halagos a los que se había hecho adicta.

¡Qué forma tan asqueante de mendigar un poco de atención! Ese era un pensamiento que pasaba frecuentemente por su anestesiado cerebro. Admitía levemente en su subconsciente que estaba algo equivocada con la absurda ilusión de ser lo que él creía que era ella.

Después del silencio de aquellos minutos, él permaneció en aquel asiento, tranquilo. La bebida había surtido su efecto.

—Me parece que después del té luce usted un tanto… más sereno. Quisiera que pudiese permanecer así un buen rato, por su propio bien.

—La serenidad, señorita Nova, no es una elección, es una condición. Como psicóloga debe saberlo.

—Sí, es verdad, pero no podemos negar que es más cómodo cuando es usted más accesible, más fácil y más manejable.

—¿Le gusta?

—¿Qué? ¿Que si me gusta qué?

—Que sea yo manejable, como manso corderito.

Paradize se puso de pie y se colocó detrás de la silla donde ella estaba sentada, solo sintiendo sus manos sobre los hombros. Lara estaba algo asustada. Se sonrojó, sonrió y, tras de un trago seco, suspiró.

—Sí, no puedo negar que me gusta tener el control —Sonrió—. Pero con usted es algo casi imposible. Soy dominante y eso la perturba.

—No, en absoluto, más bien me inquieta. A medida que escucho sus relatos más me interesa, es como una de esas novelas adictivas.

Lara se puso de pie y quedaron frente a frente.

—Ah, ya veo… me ve como una historia de entretenimiento… ¡Asombroso! —dijo muy sereno.

—No es eso. —Lara rio a carcajadas—. Esto es un tanto confuso. Señor Paradize, es usted único… y no le estoy alabando. Su vida es muy interesante. Escucharle hace que me sienta… con deseos de saber más. ¿Adónde nos llevará todo esto? No lo sé, y es lo que más me agrada, el misterio de lo que desconozco.

—Su explicación es cómoda y satisfactoria. Me gusta que piense así.

Sus miradas eran cambios de luces, disfrutaban de un intenso flirteo, coqueteaban el uno con el otro de una forma escondida. Era como una especie de código amoroso, pero a ninguno le convenía que eso aflorara.

—Me alegra que la calma haya llegado, porque debemos continuar hablando.

—Quiero hacerle una pregunta, Lara.

—Adelante. —Lara lo miraba mientras él regresaba a su asiento.

—Si un día quisiera que me acompañara a un viaje, ¿lo haría?

Ella tardó en contestar y eso le molestó un poco a él.

—Ya veo, me teme. ¿Soy un ogro quizás? —dijo con cierto desconcierto.

—No, nada de eso. Es que…

—Nada de excusas. Conteste y punto.

—Sí, aceptaría. ¿Por qué me pregunta eso?

—Por nada. Ahora continuemos. Nos quedamos en…

—Sí, hablaba de su madre.

—Lo sé, solo quería saber en qué grado está usted concentrada en esto.

—Ya ve, soy así. —Sonrió.

Él la mira con ojos serios. Ella tose para disimular la incomodidad y se recuesta nuevamente mientras continúa escuchando.

La conversación da un giro un tanto brusco.

—¿Por qué es usted racista?

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó molesta Lara.

—Por favor, deje de negarlo, se nota en su forma de ser. Se suma a eso su manera clasista. Estoy totalmente seguro de que denigra a las personas.

—Me está ofendiendo.

—La verdad ofende, pero es necesaria.

—Ya sabía yo que no duraría mucho tiempo usted sereno.

—Mi serenidad es relativa.

—¡Ya basta! ¿Continuará narrando o qué pasará entonces?

—Está bien, seré objetivo.

—¿Lo promete?

—Sí —respondió cortante.

—Continúe, por favor.

—Bien. Como le decía, mi madre fue víctima de mi padre.

—¿Se refiere al Innombrable, al que está encerrado en una de las habitaciones de arriba?

—Sí, ese mismo, el que está encerrado y estará siempre encerrado. Bueno, por lo menos mientras yo viva.

Ese dato llenó de tristeza a la terapeuta, quien prefería a veces guardar silencio en relación a ese encierro. En este momento decidió cambiar el tema. Era doloroso indagar acerca del Innombrable.

—¿Su madre fue una esposa abnegada?

—Demasiado. Aunque viajaba mucho, siempre sacaba tiempo para mí.

—¡Qué bueno!

—¡Qué bueno!

—Si la hubiese conocido la admiraría, se lo aseguro.

Un deseo interno por saber lo que conocía perfectamente hizo que retrocediera; necesitaba encontrarse con ese pasado inexistente. Era necesario escuchar lo que sabía, porque, aunque resultaba imposible, para él todo aquello era ahora su mundo.

—¿Y qué sucedió con el Innombrable? ¿Por qué dejaron de amarse él y su madre?

—Fue él quien dejó de amarla. Ella le amó. Bueno, fue un tiempo después del matrimonio, pero le amó. Es lo que vale, ¿no? Lo leí en el diario de mi madre.

—Señor Paradize, ¿cómo es posible? Los diarios son privados.

—Lo sé. Cuando ella murió yo era un joven inexperto. Un día me topé con su hermoso libro color rosa. En él escribió que tenía uno anterior, así que indagué entre sus cosas. Al encontrar el anterior, decía lo mismo, que había otro anterior, y así sucesivamente, hasta que en el viejo sótano de la abuela pude encontrar una caja repleta de diarios que databan desde que mi madre era adolescente. Fue mi oportunidad de conocerla en profundidad.

—Me imagino que fue una experiencia desbordante. ¿Cómo se sintió al principio? ¿Cómo reaccionó ante los detalles más íntimos de su madre?

—Si supiera… No había nada morboso en esas líneas, no todas son zorras oportunistas como usted. En aquel libro todo era amor, menos cuando se refería al Innombrable.

—¿Cree que me ofende al llamarme zorra? Algunos creen que ser zorra es malo, pero para mí ser zorra es ser sagaz, inteligente y no dejar que los demás te usen.

—Sus defensas son válidas. Es justo que quiera dar la cara por usted misma.

—¿Y usted? ¿Daría la cara por mí?

Se acercó a él, que se puso de pie. Ella también. Quedan frente a frente.

Sus cuerpos se aproximaron lentamente. Él no pudo más. La tomó a la fuerza por la cintura y le dio un beso apasionado, que dejó a aquella mujer fuera de este mundo, viviendo una fantasía que no le correspondía, engañada. Pero no importaba, Lara se sentía genial.

Él trató de colocarla sobre el asiento, pero la silla se rompió y ella calló al suelo. Arthur pestañeó y movió la cabeza tratando de entender por qué se había caído.

Los intentos por ayudarle fueron fallidos, hasta que por fin Lara pudo levantarse.

—¿Cómo pudo suceder? ¿Está bien? ¡Qué torpeza! Lo lamento. —Se miraron con complicidad.

Allí, mientras su dolorida pierna empezaba a molestarle, ella recordaba su apartamento, la soledad de aquellas insípidas cuatro paredes, el sonido del silencio tortuoso y desesperante, el vacío de aquella gigantesca cama, la posibilidad de la existencia de la nada en su aburrida vida. La verdad no era agradable, saber que debía volver a esa vida llena de vacíos y más que todo lleno de ella, repleto de su ser, de su realidad y de una mujer muy distinta a la que Arthur esperaba.

Mientras se ponía de pie vino a su mente la primera caída que tuvo. Era un enero lleno de esperanza. Estar en aquella Escuela preparatoria fue en ese momento muy alentador, pero por desgracia las cosas se empañaron con aquel suceso que no le traía buenos recuerdos: caerse frente a Jack Sinclair, el chico más popular y hermoso, fue una gran equivocación. Desde ese día todos se burlaban de ella, sería recordada como la chica que se cayó frente a todos tras resbalar mientras miraba a Jack. Todos se dieron cuenta de que ella estaba enamorada de esa estrella de la preparatoria, un ejemplar masculino lleno de atributos sorprendentes; sin embargo, ella sabía que no estaba a su alcance. Jack la ayudó a levantarse y a evitar que siguieran riéndose de su ropa interior rota. Jack, que era un “caballero”, mandó callar a todos y rescató a la dama en peligro. Levantarse y quedar ambos frente a frente fue más que suficiente para ella. En ese momento estaba convencida: Jack era todo lo que quería. Él sonreía y le tocaba la mejilla, aunque más como una amiga.

— ¿está bien? —dijo, dejando ver la sonrisa infame y peligrosa que había hechizado a muchas chicas en aquella escuela.

Arthur había notado que durante unos instantes ella se había ido de este mundo. Ignoraba que precisamente ese mundo era toda una pesadilla para ella, que regresar allí no era agradable.

MEDIA HORA DESPUÉS

—Afortunadamente no se ha roto nada. Habría sido el colmo.

—No se preocupe, ya todo está bien.

—Entonces continuemos.

—¿Qué más quiere saber?

—Hábleme más sobre su madre y el Innombrable… ¿Cómo define la relación entre ambos?

—Frustrada, desigual y tortuosa.

—Un momento, no entiendo. ¿No me había dicho que se amaron?

—Sí, pero fue después de que sus padres les obligaran a casarse por conveniencias económicas. El padre del Innombrable era un importante diplomático canadiense, el de mi madre un empleado de la casa de mi padre.

—Ya entiendo.

—Sí, es confuso, pero fue así. Bueno, así lo relatan los diarios de mi madre.

—¿Qué pasó luego? ¿Tuvo entonces su madre que aprender a amar al Innombrable?

—Así es. Es usted muy lista.

—Dígame una cosa, señor Paradize. Si su madre llegó a amar a su padre, ¿cuál fue el problema entonces?

—Él sabía que ella se casó sin amarlo. Al principio lo ocultó, fue sigiloso. Le halagó con detalles y llenó su vida de emoción, lujos, vanidad. Luego, cuando mi madre estaba perdidamente enamorada, él tiró de la soga. Simplemente dejó de atenderla como antes. Ella lo pasó muy mal. Sus diarios hablan más de dolor y sufrimiento que de amor.

—Es una pena. El innombrable fue… muy cruel.

—¿Escuchaste eso, maldito Innombrable, maltratador de madres, aniquilador de mujeres amadoras, buenas y abnegadas? ¿Lo has escuchado? —gritó Arthur con tono acusador, señalando y mirando al segundo piso.

—¡Cálmese! No creo que pueda escucharle. —Lara bajó la cabeza con tristeza.

—¡Claro que puede! Esta mansión tiene pasadizos secretos en las paredes; además, él tiene un excelente nivel auditivo, lo ha desarrollado durante su encierro.

—Siéntese, por favor. —Se inclinó y le tocó en el brazo para que se volviera a recostar.

Prosiguió:

—Cuando mi madre pudo por fin quedar embarazada de mí, empezó a ser feliz.

—Bueno, es una alegría saber que uno es el motivo de felicidad de sus padres.

—No, no para el Innombrable. Él más bien me odiaba.

—¡No puede ser! ¿Cómo puede un padre aborrecer a su hijo?

—Sí, tenía miedo de que yo algún día heredara toda esta fortuna, el negocio de la fabricación de cruceros, señorita Nova, es muy retributivo, sus ganancias son sorprendentes.

—Es algo que no creo que concuerde. ¿Está seguro de lo que dice?

—Sí, lo dice claramente, de puño y letra de mi madre.

—Entonces, ¿su padre sentía celos de usted?

—Sí, porque sabía que mi madre me amó limpiamente sin imposición desde que llegué a su vientre; en cambio él siempre tuvo presente que aquel matrimonio fue arreglado por conveniencias económicas.

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