Bocetos californianos - Bret Harte 2 стр.


La luna iluminaba brillantemente ante ellos el estrecho camino. El maestro permaneció de pie contemplando la encogida y pequeña figura a medida que se alejaba vacilante por el camino, aguardó hasta que hubo pasado el pequeño camposanto y alcanzado la cima de la colina, en donde se volvió y se detuvo un instante como un átomo de sufrimiento perfilado entre las lejanas y apacibles estrellas que pueblan el infinito. Después, el maestro volvió a su tarea, pero las líneas del cuaderno se desarrollaban en largas paralelas del interminable camino, sobre el cual parecían pasar, en la noche, figuras infantiles gimiendo y suspirando. Entonces, pareciéndole la pequeña sala de la escuela más lúgubre y comprimida que antes, cerró la puerta y regresó a su casa.

Al día siguiente, fue Melisa a la escuela. Se había lavado previamente la cara, y su cabello negro y ordinario llevaba trazas de una reciente pelea con el peine, en la cual, al parecer, ambos llevaban mala parte. La mirada desafiadora brillaba de cuando en cuando en sus ojos, pero su manera era más dócil y modesta. Entonces comenzó una serie de pequeñas pruebas y de sacrificios mutuos, en los cuales maestro y alumna obtuvieron partes iguales y que aumentaron su mutua simpatía. Aunque obediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto, contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba con furia indómita, y más de una vez algún pequeño educando, que había querido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgada chaqueta y arañado rostro, buscaba protección al lado del profesor.

Hubo sobre el asunto una seria división entre los vecinos; muchos amenazaron con retirar a sus hijos de una compañía tan mala, y otros, con el mismo calor, defendieron la conducta del maestro en su obra educativa.

De este modo, con terca persistencia que más adelante, al considerar lo pasado, le pareció firmeza, el maestro sacó poco a poco a Melisa de las tinieblas de su pasada vida, como si no fuese más que su progreso natural en el estrecho sendero por el cual la había encaminado en la estrellada noche de su primitivo encuentro. Teniendo presente la experiencia del evangélico, Mac Sangley evitó con cuidado y paciencia el escollo sobre el cual, éste, poco adiestrado piloto, había hecho naufragar la fe reciente de la niña. Si en el transcurso de la lectura tropezaba casualmente con aquellas pocas palabras que han levantado a sus semejantes sobre el nivel de los más viejos, más sabios y más prudentes, si aprendía algo de una fe que está simbolizada por el sufrimiento, y si la antigua llama se suavizaba en sus ojos, no era nunca bajo la fuerza de una lección. Entre la gente más sencilla de aquellos buenos colonos se reunió una pequeña suma, por medio de la cual la haraposa Melisa pudo vestir la ropa de la decencia y de la civilización, y con frecuencia un rudo apretón de manos y palabras de franca aprobación y confortamiento de alguna de esas figuras arrugadas, groseras y vestidas con la encarnada camisa, hacían acudir el rubor a las mejillas del joven maestro y le obligaban a pensar si eran del todo merecidos los plácemes y tributos que se le prodigaban.

Unos tres meses habían transcurrido desde la época de su primer encuentro y el maestro estaba entregado una noche a sus copias morales y sentenciosas, cuando se oyó llamar a la puerta y otra vez se vio a Melisa delante de sí. Vestida con cierta extraña pulcritud, tenía la cara limpia, y tal vez nada, excepto el largo cabello negro y los brillantes ojos, podía recordarle la anterior aparición.

¿Está usted ocupado?preguntó.¿Puede venir conmigo?

Y al significar aquél su asentimiento, con su antigua manera voluntariosa y decidida, dijo:

Venga pronto, pues.

Salieron precipitadamente, y penetraron en el oscuro camino. Al entrar en el pueblo, el maestro le preguntó a dónde iban, y ella contestó:

A ver a mi padre.

Por primera vez oía nombrarle con aquel título filial, o darle otro fuera del de «viejo Smith» o bien de «el Viejo». Por primera vez, tres meses, hablaba de él, y al maestro le constaba que le había evitado resueltamente desde el cambio experimentado en la escuela. Pero convencido por sus ademanes, sería por demás preguntarle sus propósitos, la siguió pasivamente por sitios solitarios, por bajas tabernas, restaurants y salones, por casas de juego y de baile; el maestro, precedido por Melisa, entraba y salía como un autómata. Entre el humo y los reniegos de los antros del vicio, la niña, asida de la mano del maestro, se paraba mirando ansiosamente, tratando de descubrir, al parecer inconsciente de todo, el objeto que buscaba y que absorbía todos sus sentidos. Algunos bebedores, reconociendo a Melisa, llamaban a la niña para que les cantara y bailara, y la hubieran obligado a beber a no interponer el maestro su respetable autoridad. Otros, reconociéndole, les hicieron paso silenciosamente. Así transcurrió bastante tiempo. La niña le dijo entonces al oído, que del otro lado del torrente, atravesado por una larga palanca, quedaba aún una cabaña donde pensaba que podía estar. Marcharon en aquella dirección, durante media hora de fatigosa caminata, pero inútilmente. Volvían ya sobre sus pasos por la zanja, siguiendo el canal y contemplando las luces del pueblo en la orilla opuesta, cuando de pronto sonó agudamente en el fresco aire de la noche un disparo de arma de fuego, que el eco se encargó de reproducir varias veces en torno de Red-Mountain, haciendo que los perros ladraran a lo lejos. Las luces del pueblo parecieron vibrar y moverse rápidamente por algunos momentos. El riachuelo hirvió a su lado en borbotones tumultuosos; algunas piedras se desprendieron de la cuesta y cayeron ruidosamente en el agua; un fuerte viento pareció sacudir las ramas de los fúnebres pinos, y luego el silencio se restableció más de lleno, más profundo y más lúgubre. Entonces el maestro volviose hacia Melisa con un movimiento instintivo de protección, pero la niña había desaparecido entre las sombras. Impulsado por un extraño terror, corrió rápidamente camino abajo hacia el lecho del río, y saltando de roca en roca, alcanzó la aldea. Una vez en el centro de Red-Mountain y en las cercanías del estribo de la palanca, miró hacia arriba y detuvo el aliento con temor; pues en lo alto, sobre la estrecha tabla, vio la pequeña y aérea figura de su compañera de poco ha, cruzando rápidamente como una aparición.

Subió nuevamente la orilla, y guiado por algunas luces que se movían en torno de un punto fijo de la montaña, encontrose pronto rodeado de una multitud de hombres sombríos y presa de profundo terror. De en medio de la multitud salió la niña, y tomándole de la mano, le condujo silenciosamente delante de lo que parecía ser un profundo boquete en la montaña. Melisa tenía la cara lívida, pero su excitación había desaparecido y su mirada era como la de una persona a quien algún suceso, por largo tiempo esperado, hubiese acontecido; expresión que al maestro, en su atolondramiento, le parecía casi como de alivio. Allí delante aparecía una cabaña cuyo techo aguantaban dos maderos apolillados. La niña señaló un montón como de vestidos andrajosos, deshechos y echados en el agujero por el último habitante de la misma. El maestro se aproximó y a la luz de una antorcha se inclinó sobre ellos. Era el cuerpo inerte de Smith con la pistola en la mano y la bala en el corazón, tendido al lado de su bolsa vacía.

II

El juicio que Mac Sangley aventuró con referencia al cambio de sentimientos que supuso haber experimentado Melisa, había ganado terreno, y muchos pensaron que Melisa había dado con el filón de una buena conducta. Así es que, cuando se hubo añadido una nueva tumba al pequeño cercado, y a expensas del maestro se colocó en ella una lápida con su correspondiente inscripción: «La Bandera de la Red-Mountain», se portó como buena e hizo lo que debía respecto de la memoria de uno de «nuestros más antiguos zapadores», refiriéndose graciosamente a aquel «tósigo de las más nobles inteligencias», y relegando generosamente al olvido el pasado «de nuestro querido hermano». «Llora hoy su pérdida una hija única, decía La Bandera, que es ahora una alumna ejemplar gracias a los esfuerzos del reverendo Mac Sangley.» En verdad, el reverendo Mac Sangley hacía gran caso de la conversión de Melisa, y atribuyendo indirectamente a la desgraciada niña el suicidio de su padre, se permitió intencionadas alusiones a los efectos beneficiosos de la «silenciosa tumba», y en tan alegre contemplación redujo la mayor parte de los niños a un estado de horror tan grande que fue causa de que los vástagos de las primeras familias guardasen en clase silencio tal, que bien lo hubiese querido el maestro para todo el año.

El largo y cálido verano no se hizo esperar. A medida que cada ardiente día se consumía en pequeñas neblinas color gris perla en las cimas de las montañas, y la naciente brisa esparramaba rojas cenizas sobre el panorama, la verde alfombra que la temprana primavera había tendido por encima de la tumba de Smith, se marchitó hasta secarse por completo. Todos los domingos por las tardes, al entrar el maestro por el camposanto, se sorprendía de encontrar arrojadas allí algunas flores silvestres, tomadas en el húmedo pinar, como también toscas guirnaldas prendidas de la pequeña cruz de madera. Algunas de aquellas guirnaldas estaban formadas de hierbas odoríferas, de esas que las niñas gustan de guardar en su pupitre, aquí y acullá, enlazadas con las plumas del bacai de la vainilla y de la anémona silvestre, el maestro reparó en la capucha azul oscuro de la adormidera o acónito venenoso. Instintivamente y al asociar la vista de esta planta con aquellos recuerdos, experimentó el maestro una sensación capaz de contrarrestar el efecto estético que primero había sentido.

Un día, al dar un largo paseo por la silvestre sierra, topó en el corazón del bosque con Melisa, sentada sobre un derribado pino, como sobre un tronco fantástico formado por los colgantes penachos de siniestras ramas, con la falda llena de hierbas y de piñas, y canturreando para sí una de las negras melodías que en aquel preciso momento había recordado. Dando muestras de franca simpatía, le hizo lugar en su elevado trono, y con aire hospitalario y aun de protección, con ser el maestro tan terriblemente serio, le colmó de piñones y frutas silvestres. Aprovechó el maestro aquella oportunidad para explicarle las propiedades nocivas del acónito, cuyos oscuros capullos veía en su falda, y arrancó de ella la promesa de no tocar flores de aquella planta, en tanto que fuese alumna suya. Después, habiendo puesto a prueba su integridad, se quedó satisfecho, desvaneciéndose el extraño sentimiento que antes le había sobrevenido.

De entre los hogares que se le abrieron a Melisa cuando se supo su conversión, el maestro prefirió el de la señora Morfeo, un ejemplar femenino y bondadoso de la flora del Sudoeste, conocido en su mocedad por el apodo de «Rosa de la Pradera». Era la señora Morfeo uno de aquellos seres que luchan resueltamente contra su propia naturaleza, por medio de una larga serie de actos de lucha y de abnegación, habiendo subyugado, por fin, su disposición, naturalmente descuidada, hasta tener principios de «orden», que, al igual que el señor Pope, consideraba como «la primera ley moral». Pero no podía gobernar del todo las órbitas de sus satélites por regulares que fuesen sus propios movimientos, y hasta su mismo «Jaime», tenía a veces con ella frecuentes choques. Su antigua naturaleza afirmábase de nuevo en su descendencia. Licurgo huroneaba a deshora en la alacena, y Arístides venía de la escuela a casa sin zapatos, dejando tan importantes artículos en el umbral para tener el placer de hacer un viaje por el légamo de las zanjas a pies desnudos. Octavia y Casandra eran descuidadas en sus vestidos. Así, que, por más que la «Rosa de la Pradera» hubiese espaldado, podado y disciplinado su propio y ya maduro temperamento, los retoños crecieron a porfía, bravíos y desparramados con una sola excepción. Esta única excepción la constituía Sofía Morfeo, de quince años de edad y que realizaba la concepción inmaculada de su madre, nítida, ordenada, y de inteligencia calma y reposada.

La señora Morfeo tenía la amorosa debilidad de imaginarse que Sofía era un consuelo y un ejemplo para Melisa, y siguiendo esta sofistería, la señora Morfeo sacaba a Sofía a colación ante Melisa, cuando ésta era mala, presentándola a la niña como modelo reverente en sus momentos de contrición. De modo que no se extrañó el maestro cuando supo que Sofía iría a la escuela evidentemente tan sólo como un favor para el maestro y como un ejemplo para Melisa y todos los educandos, pues Sofía era ya toda una señorita, como suele decirse. Como heredera de las cualidades físicas de su madre, y en obediencia a las leyes climatológicas de la región de Red-Mountain, la muchacha entraba en eflorescencia prematura. La juventud de Smith's-Pocket, para quien esta especie de flor era escasa, suspiraba por ella en abril, languidecía en mayo y la soñaba todo el año. Serios hombrecitos rondaban la escuela a la hora de salida y hasta algunos estaban celosos de Mac Sangley.

Quizá esta última circunstancia fue la que abrió los ojos de éste a una observación. No le fue difícil notar que Sofía era romántica; que en la clase necesitaba de mucha atención, que sus plumas eran siempre malas y necesitaban cortarse; que acompañaba generalmente la súplica con cierto éxtasis en la mirada, que no guardaba relación con el servicio que verbalmente pedía; que a veces toleraba que las curvas de su rollizo y torneado brazo blanco reposaran sobre el del maestro cuando estaba escribiendo sus muestras, y que cuando tal hacía se ruborizaba y echaba hacia atrás los rizos de sus blondos cabellos. No recuerdo si he dicho que el maestro era joven, cosa, de todas maneras, de poca trascendencia. Educado severamente en la escuela en que Sofía dio sus primeras lecciones, a pesar de todo resistió como un hermoso y joven espartano, las flexibles curvas y fascinadoras miradas, en cuyo ascetismo tal vez pudo contribuir lo exiguo de la comida que tomaba. Por lo general, evitaba a Sofía; pero una tarde, cuando ella volvió a la escuela en busca de algo que había olvidado y no encontró hasta que el maestro se encaminó a su casa con ella, quizá trató de hacerse particularmente agradable, en parte, según imagino, para que su conducta añadiera hielo y amargura a los ya desbordados corazones de los platónicos admiradores de Sofía.

A la mañana siguiente de este sentimental episodio, Melisa no fue a la escuela. Llegó el mediodía, pero no Melisa. Interrogada Sofía sobre el asunto, dijo que habían salido juntas hacia la escuela, pero que la voluntariosa Melisa había tomado otro sendero. Por la tarde el mismo misterio, y al llegar la noche vio el maestro a la señora Morfeo, cuyo corazón maternal estaba realmente sobresaltado. La señora Morfeo había pasado todo el día buscándola, sin hallar traza que pudiera ayudar al descubrimiento de la fugitiva. Arístides fue llamado como presunto cómplice, pero aquel honrado muchacho consiguió convencer a la familia de su inmaculada inocencia. La señora Morfeo alimentaba la viva esperanza de que aún hallaría a la niña ahogada en una zanja, o lo que casi era tan terrible, cubierta de lodo, manchada y sin esperanza de que por medio de jabón y agua volviera a su primitivo estado. El maestro volvió a la escuela con el corazón contristado. Al encender su lámpara y sentarse en el pupitre, encontró ante sí una esquela, a él dirigida. La tomó en sus manos rápidamente, no tardando en reconocer la letra de Melisa. Parecía estar escrita en una hoja arrancada de un viejo libro de notas, y al efecto de evitar alguna indiscreción sacrílega, estaba cerrada con seis obleas rotas. Abriéndola casi tiernamente, el maestro leyó lo siguiente:

«Honorable señor: Cuando lea esto, habré huido, para nunca más volver. ¡Jamás, jamás, jamás! Puede usted regalar mis abalorios a María Juanita, y mi Orgullo de América (un cromo pintarrajeado de una caja de tabaco) a Florinda Flanders. Pero le encomiendo no dé nada a Sofía Morfeo. No lo haga por lo que más quiero. ¿Sabe usted cuál es mi opinión sobeo ella? Pues, ésta: Que es detestable. Esto es todo, y nada más por hoy de su respetuosa servidora,Melisa Smith

Después de haber leído esta extraña epístola, el maestro quedó meditabundo, hasta que la luna alzó su brillante faz por encima de los montes e iluminó el camino que conducía a la casa escuela, camino endurecido con el ir y venir de los menudos pies de los educandos. Enseguida, más satisfecho, hizo trizas la misiva y esparció por el suelo los pequeños pedazos.

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