El golpe echó a rodar por un lado el reluciente chambergo y el taco por otro, y arrancó el guante y la piel de la mano del maestro; destrozó los ángulos de la boca del patán y echó a perder la forma particular de su barba de un modo lamentable. Oyose un grito, una imprecación, una pelea, y el pisotear de mucha gente. La muchedumbre penetró apresuradamente en la sala, se separó a derecha e izquierda y sonaron dos tiros que se oyeron casi al mismo tiempo. Se arrojaron todos sobre los contrincantes, y se vio al maestro de pie, sacudiéndose con la mano izquierda los tacos encendidos, de la manga de su chaqué. Alguien le detenía por la otra mano. Mirósela y vio que todavía sangraba del golpe, pero entre sus dedos lucía una hoja de acero. No pudo recordar cuándo ni cómo vino a su poder.
La persona que le sujetaba por la mano, era el señor Morfeo, que arrastró al maestro hacia la puerta, pero éste se resistía y se esforzó en articular el nombre de «Melisa», tan bien como lo permitía su boca contraída y convulsa.
Todo va bien, hijo míodijo el señor Morfeo.Está en casa.
Y juntos salieron al camino. Durante el trayecto, el señor Morfeo le dijo que Melisa había entrado corriendo en la casa algunos momentos antes, y le había arrancado de ella, diciendo que mataban al maestro en la Arcada. Con el deseo de estar solo, el maestro prometió al señor Morfeo que no buscaría otra vez aquella noche al agente y se alejó en dirección al colegio. Al acercarse a él se asombró de hallar la puerta abierta, y aún más de encontrarse a Melisa acurrucada detrás de una mesa.
El carácter del maestro, como lo he indicado antes, tenía al igual que la mayor parte de las naturalezas de excesiva susceptibilidad, su base de egoísmo. La cínica burla proferida por su reciente adversario, bullía aún en su espíritu. Probablemente, pensó, otros darían semejante interpretación a su afecto por la niña, tan vivamente demostrado, y que aun sin esto, su acción era necia y quijotesca. Y, además, ¿no había ella voluntariamente olvidado su autoridad y renunciado a su afecto? ¿Y qué habían dicho todos? ¿Cómo es que sólo él se empeñaba en combatir la opinión de todos para tener finalmente que confesar tácitamente la verdad de cuanto se le había predicho? Había provocado una ordinaria reyerta de taberna, con un quídam soez y villano, y arriesgado su vida para probar ¿qué? ¿Qué es lo que había probado? ¡Nada! ¿Qué dirían sus amigos? Y, sobre todo, ¿qué diría el reverendo señor Sangley?
La última persona a quien en estas reflexiones hubiera querido encontrar, era Melisa. Con aire de contrariedad dirigió sus pasos hacia su pupitre, y le dijo en breves y frías palabras, que estaba ocupado y que deseaba estar solo. Levantada, Melisa, tomó la silla abandonada y sentándose a su vez, escondió su cabeza entre las manos. Alzó de nuevo la vista, y ella permanecía aún allí, de pie; le estaba mirando a la cara con expresión contristada y pesarosa.
¿Le has muerto?exclamó.
¡No!dijo el maestro.
¿Pues no te di yo el cuchillo para eso?dijo la niña rápidamente.
Me dio el cuchillorepitió el maestro maquinalmente.
Sí, te di el cuchillo. Yo estaba allí debajo del mostrador. Vi cuándo comenzó la lucha y cómo cayeron los dos. Él soltó su viejo cuchillo y yo te lo di. ¿Por qué no le mataste?dijo Melisa, rápidamente, con un centellear expresivo de sus negros ojos y alzando una mano amenazadora.
El maestro sólo pudo expresar su asombro con la mirada.
Sídijo Melisa,si lo hubieses preguntado, te hubiera dicho que me iba con la compañía de cómicos. ¿Sabes por qué? Porque no me quisiste decir que ibas a dejarme tú a mí. Yo lo sabía, te oí decírselo al doctor. Yo no iba a quedarme aquí sola con los Morfeo, preferiría morir.
Hubo una pequeña pausa y Melisa sacó de su pecho algunas hojas verdes, ya marchitas, y mostrándolas con el brazo tendido, y con su rápido y vívido lenguaje y con la extraña pronunciación de su primitiva infancia, en que reincidía en los momentos de excitación, dijo:
Ahí tienes la planta venenosa que mata y que tú mismo me enseñaste. Me iré con los actores o comeré esto y moriré aquí. Todo me es igual. No me quedaré donde me aborrecen y soy despreciada. Tampoco me dejarías, si no me despreciases y aborrecieses.
Y, esto diciendo, su apasionado pecho palpitó con fuerza y dos grandes lágrimas aparecieron en el borde de sus párpados, pero las sacudió con el extremo de su delantal, como si fuesen insectos inoportunos.
Si me encierras en la cárceldijo Melisa fieramente,para separarme de los actores, me envenenaré. Si mi padre se mató, ¿por qué no puedo hacerlo yo también? Dijiste que un bocado de aquella raíz me mataría y siempre la llevo aquí.
Y golpeó su pecho con fiereza.
Por la imaginación del joven maestro pasó la vista del lugar vacío al lado de la tumba de Smith, y el porvenir del débil ser que temblando de pasión tenía ante sí, inquietó vivamente su espíritu. Asiole ambas manos entre las suyas, y mirándola de lleno en sus sinceros ojos, le dijo:
¿Melisita, quieres venirte conmigo?
Melisa le echó los brazos al cuello, y dijo, llena de alegría:
Sí.
Pero ahora, ¿esta noche?
Tanto mejor.
Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas. Para el bien o para el mal, la lección había sido aprovechada, y detrás de ellos la escuela de Red-Mountain se cerró para siempre, dejando un rastro imperdurable.
EL HIJO PRÓDIGO DEL SEÑOR TOMÁS
Todo el mundo sabía que el señor Tomás andaba en busca de su hijo, y por cierto que era éste un buen truhán.
Así es que no fue un secreto para sus compañeros de viaje, que venía a California con el único objeto de efectuar su captura. Sinceramente y con toda franqueza, nos puso el padre al corriente así de las particularidades físicas, como de las flaquezas morales del ausente hijo.
¿Relataba usted de un joven que ahorcaron en Red-Dog por robar un filón?decía un día el señor Tomás a un pasajero del vapor.¿Recuerda usted el color de sus ojos?
Negroscontestó el pasajero.
¡Ah!dijo el señor Tomás, como quien consulta un memorándum mental,los ojos de Carlos eran azules.
Y alejábase inmediatamente. Quizá por tan poco simpático sistema de pesquisas o por aquella predisposición del Oeste, a tomar en broma cualquier principio o sentimiento que se exhiba con sobrada persistencia, las investigaciones del señor Tomás sobre el particular despertaron el buen humor de los viajeros del buque.
Circulose privadamente entre ellos un anuncio gratuito sobre el tal Carlos, dirigido a Carceleros y Guardianes, y todo el mundo recordó haber visto a Carlos en circunstancias dolorosas, pero en favor de mis paisanos debo confesar que, cuando se supo que Tomás destinaba una fuerte suma a su justificado proyecto, sólo en voz baja siguieron las bromas, y nada se dijo, mientras él pudo oírlo, que fuera capaz de contristar el corazón de un padre, o bien de poner en peligro el provecho que podían esperar los bromistas de toda calaña. La proposición de don Adolfo Tibet, hecha en tono jocoso, de constituir una compañía en comandita, con el objeto de encontrar al extraviado joven, obtuvo, en principio, favorable acogida.
Psicológicamente considerado, el carácter de el señor Tomás no era amable ni digno de atención. Sus antecedentes, tal como él mismo los comunicó un día en la mesa, denotaban un temperamento práctico, aun en medio de sus extravagancias. Tuvo una juventud y edad madura ásperas y voluntariosas, durante las cuales había enterrado a disgustos a su esposa, y obligado a embarcarse a su hijo, experimentó de repente una decidida vocación para el claustro.
Psicológicamente considerado, el carácter de el señor Tomás no era amable ni digno de atención. Sus antecedentes, tal como él mismo los comunicó un día en la mesa, denotaban un temperamento práctico, aun en medio de sus extravagancias. Tuvo una juventud y edad madura ásperas y voluntariosas, durante las cuales había enterrado a disgustos a su esposa, y obligado a embarcarse a su hijo, experimentó de repente una decidida vocación para el claustro.
La agarré en Nueva Orleáns el año 59nos dijo el señor Tomás, como quien se refiere a una epidemia.¡Pásenme las chuletas!
Tal vez este temperamento práctico fue el que lo sostuvo en su indagación aparentemente infructuosa. No tenía en su poder indicio alguno del paradero de su fugitivo hijo, ni mucho menos pruebas de su existencia. Con la confusa y vaga memoria de un niño de doce años, esperaba ahora identificar al hombre adulto.
Sin embargo, lo consiguió. Lo que no dijo jamás es cómo se salió con la suya. Hay dos versiones del suceso. Según una de ellas, el señor Tomás, visitando un hospital, descubrió a su hijo, gracias a un canto particular, que entonaba un enfermo delirante, soñando en su edad infantil. Esta versión, dando como daba ancho campo a los más delicados sentimientos del corazón, se hizo muy popular, y narrada por el reverendo señor Esperaindeo al regreso de su excursión por California, jamás dejó de satisfacer a los oyentes. La otra, menos sencilla, es la que yo adoptaré aquí, y, por lo tanto, debo relatarla con la detención que se merece.
Era después que el señor Tomás desistió de buscar a su hijo entre el número de los vivos y se dedicaba al examen de las necrópolis y a inspeccionar cuidadosamente las frías lápidas de los cementerios. Un día, visitaba con cuidado la Montaña Aislada, lúgubre cima, bastante árida ya en su aislamiento original, y que parece más árida aún por los blancuzcos mármoles con que San Francisco da asilo a los que fueron sus ciudadanos, y los protege de un viento furioso y persistente, que se empeña en esparcir sus restos, reteniéndolos bajo la movediza arena que parece rehusar cobijarlos. Contra este viento, el viejo oponía una voluntad no menos férrea y tenaz. Todo el día se pasaba con su cabeza dura y gris, cubierta por un alto sombrero enlutado, hundido hasta las cejas, leyendo en alta voz las inscripciones funerarias. Las citas de las Santas Escrituras le gustaban y se complacía en corroborarlas con una Biblia manual.
Aquélla es de los salmosdijo un día al cercano enterrador.
El interpelado calló.
Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abierta fosa, entablando un interrogatorio más decidido.
¿Ha tropezado usted alguna vez en su profesión con un tal Carlos Tomás?
¡El diablo se lleve a Tomás!replicó el enterrador fríamente.
Si no tenía religión creo que ya lo habrá hechorespondió el viejo, trepando fuera de la tumba.
Quizá diera esto ocasión a que el señor Tomás tardara más tiempo del ordinario en salir del cementerio. Al regresar de frente hacia la ciudad, principiaron a brillar ante él las luces, y un viento impetuoso, que la neblina hacía sensible, ya le impelía hacia adelante, ya como puesto en acecho le atacaba enfadosamente desde las desiertas calles de los suburbios. En uno de estos recodos otra cosa no menos indefinida y malévola, se arrojó sobre él con una blasfemia, encarándole una pistola y requiriéndole la bolsa o la vida. Pero se encontró con una voluntad de hierro y una muñeca de acero: agresor y agredido rodaron agarrados por el suelo; en el mismo instante, el viejo se irguió, tomando con una mano la pistola que había podido arrebatar y con la otra sujetando con el brazo tendido la garganta de un joven de hosco y salvaje semblante, que pretendía deshacerse con esfuerzos sobrehumanos.
Jovendijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios.¿Cómo se llama usted?
¡Tomás!
La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de su prisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido.
Carlos Tomás, ven conmigodijo luego.
Y llevose a su cautivo al hotel en que se hospedaba.
Lo que tuvo lugar allí no ha trascendido fuera, pero a la mañana siguiente se supo que el señor Tomás había dado con el hijo pródigo.
Sin embargo, ni la apariencia de los modales del joven justificaban a un perspicaz observador la anterior narración. Serio, reservado y digno, entregado en cuerpo y alma a su recién encontrado padre, aceptó los beneficios y responsabilidades de su nueva condición con cierto aire de formalidad, que se asemejaba al que hacía falta a la sociedad de San Francisco y que ella arrojaba de sí. Algunos quisieron despreciar esta cualidad como una tendencia a «cantar salmos», otros vieron en esto las cualidades heredadas del padre, y estaban dispuestos a profetizar para el hijo la misma dura vejez; pero todo el mundo convino en que era compatible con los hábitos de hacer dinero, en los cuales padre e hijo habían coincidido de un modo singular.
Y, no obstante, el anciano parecía que no era feliz.
Quizá porque la realización de sus deseos le había dejado sin una misión práctica; tal vez, y esto es lo más probable, sentía poco amor por el hijo que había con tanta fortuna recobrado. La obediencia que de él exigía, le era otorgada de buen grado; la conversión en que había puesto su alma entera, fue completa, y, a pesar de todo, nada de esto le satisfacía su espíritu. Había cumplido con todos los requisitos de su deber religioso al redimir a su hijo, y, no obstante, parecíale que faltaba algo a su brillante acción. En semejante duda, leyose la parábola del Hijo Pródigo, que no había perdido nunca de vista en su peregrinación, y observó que había omitido el festín final de reconciliación. No parecía ofrecérsele nada mejor a la deseada cualidad del ceremonioso sacramento entre él y su hijo; de manera, que un año después de la aparición de Carlos, se preparó a darle un banquete suntuoso.
Reúne, llama a todo el mundo, Carlosdijo solemnemente,para que todos sepan que te he sacado de los abismos de la iniquidad y de la compañía de los cerdos y de las mujeres perdidas, y mándales que coman, beban y se regocijen.
No sé si el anciano tenía para esto otro motivo, no analizado todavía.
La hermosa casa que había mandado construir sobre las arenosas colinas, parecíale a veces solitaria y triste. A menudo, sorprendíase a sí mismo, tratando de reconstruir con las graves facciones de Carlos las de aquel niño cuyo vago recuerdo tanto le ocupó en el pasado y que tanto hoy le preocupaba. Imaginábase que era ésta señal de que se le acercaba la vejez y con ella una nueva infancia.
Un día, en su sala de ceremonias dio de manos a boca con un niño de uno de los criados, que se aventuró a llegar hasta allí, y quiso tomarle en sus brazos: pero el niño huyó ante su hosco y arrugado semblante. Por todo esto, pareciole muy pertinente reunir en su casa la buena sociedad de San Francisco, y de entre aquella exposición de doncellas elegir la compañera de su hijo. Después tendría un nieto, un niño a quien criar desde el principio y a quien amaría, como no amaba a Carlos.
Inútil es decir que todos fuimos al convite. Aquella distinguida sociedad vino provista de aquella exuberancia de animación, alegría y locuacidad, sin freno ni respeto alguno para el anfitrión, que la mayor parte distribuyó del modo más generoso posible, principalmente a costa de los festejados. La cosa hubiera terminado con escándalo, a no pertenecer los actores a la más alta escala social.
En efecto, el señor Tibet, dotado por naturaleza de ingenioso humorismo y excitado además por los brillantes ojos de las muchachas Jonnes, se portó de una manera tal, que atrajo las serias miradas de don Carlos Tomás, quien se le acercó, diciendo casi al oído: