Cuando se cansaron de disparatar, D. Mariano hizo que sacaran las mesas del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable ancianidad en aquel retiro, fué el que marcó con voz cascada el compás de una mazurka. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de pronto:
No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el fresco?
Vamos; yo también estoy muy sofocado.
Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:
Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que se está en ella no se la ve Es un sitio precioso
¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los paisajes y sobre todo a los de mar ¿Por dónde se va?
Sígueme ya verás.
Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de encaje blanco y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una guirnalda de campanillas rojas.
Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.
¿De veras?
Ya verás, ya verás.
En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció. Ricardo quedó un instante parado y altamente sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó dentro le sacó de su estupor.
¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?
¿Pero, chica, no ves que puedes hacerte daño?
¡Entre usted, bravo guerrero!
Bien ya que te empeñas
Cuando se hubo unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y estaba tapizada de arena.
¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!
Bueno; pues ahora sígueme.
¿Adónde?
¡Qué preguntón eres! Ya lo sabrás, hombre, ya lo sabrás.
Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más oscura, seguida de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada instante verla caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo borróse la silueta de la niña en el fondo oscuro de la caverna, y Ricardo se halló en verdaderas tinieblas.
No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada Iré hablando para que camines en dirección de la voz Si quieres que te dé la mano te la daré ¿No? bueno, pues no te quedes atrás Dentro de muy poco tiempo empezarás a bajar pero es una pendiente suave ¿Lo ves? No te quejarás del suelo aunque uno se cayese no se haría mucho daño No tardaremos en ver luz Ten cuidado inclínate a la derecha que el camino hace ahora una revuelta ¡Ea, ya tenemos claridad!
Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a unas cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las tinieblas y a resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el agujero. Oyóse en la cueva un sordo y prolongado rumor que hacía sospechar la proximidad del Océano. A los pocos minutos salían a la luz.
Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Estaban frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos peñascos cortados a pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse a las olas que venían majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su dorada arena festoneándola con sábanas de espuma. Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del Océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave. Se pasaban los meses y los años sin que la planta de un hombre imprimiese su huella en él. Los altos muros negros y carcomidos, que cerraban en semicírculo la playa, esparcían sobre ella silencio triste. Sólo el grito de algún pájaro marino, al cruzar de un peñasco a otro, turbaba la eterna y misteriosa plática del mar.
Ricardo y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente, dominados por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se iba haciendo más blanda; las huellas de sus pies se llenaban inmediatamente de agua. Al acercarse, observaron que las olas crecían y que sus volutas retorcidas en el momento de desplomarse los taparían si se pusiesen debajo. Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.
Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintióse turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de besarla pensaba que la mordía los pies. Al replegarse de nuevo con aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad para llevarla quién sabe adónde.
¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?
¿Crees acaso que van a llegar adonde estamos nosotros?
No sé pero se me figura que nos vamos deslizando insensiblemente y que concluirán por taparnos.
Pierde cuidado, preciosadijo echándole un brazo sobre el hombro y atrayéndola suavemente hacia sí;ni las olas suben, ni nosotros bajamos ¿Tienes miedo a morir?
¡Oh, no; ahora no!exclamó la niña en voz apenas perceptible, estrechándose más contra su amigo.
Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la marcha de un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra columna de humo.
Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.
¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh! haces bien Hoy el mundo guarda para ti su sonrisa más amable Ni una sola nube oscurece el cielo de tu vida ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!
Y tú, ¿tienes miedo, dí?
Unas veces sí y otras veces no.
¿En este momento lo tienes?
¡Ah, qué curiosilla eres!exclamó volviendo hacia ella su cara sonriente.No; en este momento, no.
¿Por qué?
Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en tan amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!
La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separóse de él bruscamente, y volviéndole la espalda se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas.
El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua asomando solamente el penacho de su casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fué a unirse a su futura hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del Océano. No obstante, al cabo de un rato volvióse de improviso y le dijo:
¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?
No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.
¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?
No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.
No importa; tenemos tiempo para ir a ella.
Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.
Sentémonosdijo Marta.¡Cuánto mar se ve desde aquí! ¿no es cierto?
Ricardo se sentó a su lado y ambos contemplaron la húmeda llanura que se extendía a sus pies. Cerca de ellos ofrecía un color verde oscuro; a lo lejos era azul. Allá en el centro la gran mancha de plata seguía resplandeciendo con vivos destellos reflejando el encendido disco del sol. De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música grave pero insinuante que empezó a sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y las mejillas. Era un aliento vivo y poderoso que ensanchaba su corazón y lo inundaba de sentimientos vagos y sublimes.
Ni uno ni otro hablaron. Gozaban contemplando la majestad y grandeza del Océano con un sentimiento humilde de su pequeñez y con vago deseo de participar de su fuerza sagrada e inmortal. Sus ojos paseaban una y otra vez, sin fatigarse nunca, por la línea indecisa del horizonte, que les revelaba otros espacios sin fin azules y luminosos. Sin darse cuenta de ello, por un movimiento instintivo, se habían acercado de nuevo uno a otro como si temiesen algo de la presencia de aquel monstruo que rugía a sus pies. Ricardo había pasado un brazo en torno de la cintura de la niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de cualquier peligro.
Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le dijo con voz conmovida:
Díme, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho? ¡Tengo unas ganas de llorar!
Ricardo la miró con sorpresa, y atrayéndola dulcemente hacia sí la acostó sobre su regazo. La niña le dió las gracias con una sonrisa.
¿Te encuentras bien ahora?
¡Oh, sí; muy bien, muy bien!
¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar?
No, no quiero dormir Déjame no me hables ¡si supieras qué bien me encuentro!
Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.
El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.
Marta, con la cabeza apoyada en el regazo del joven y la cara vuelta al cielo, hacía rodar sus grandes y límpidos ojos continuamente por la bóveda azul, con el oído atento a los graves rumores que debajo de ella sonaban. El viento fresco del mar no había conseguido aún apagar el ardor de sus mejillas.
¡Atiende!dijo de pronto.¿No oyes?
¿Qué?
¿No oyes entre los ruidos del agua algo parecido a un lamento?
Ricardo atendió un instante.
No oigo nada.
No; ya ha cesado aguarda un poco ¿No lo oyes ahora? Sí, sí, no cabe duda En las cuevas de esta roca hay alguien que se queja
No hagas caso, tonta. Es la resaca que produce sonidos extraños ¿Quieres que me baje a mirar lo que hay dentro?
¡No, no!exclamó con sobresalto.Estate quieto Si te movieses ahora me harías mucho daño
La gran mancha de plata se extendía cada vez más por el ámbito del Océano, pero empezaba a palidecer. El sol caminaba velozmente hacia el horizonte con serenidad majestuosa, sin una nube que lo escoltara, anegado en un vapor de oro y grana que se filtraba hasta perderse enteramente en el azul claro del firmamento. La peña donde se hallaban extendía también su sombra sobre el agua, cuyo verde oscuro se iba trocando poco a poco en negro. Los rugidos de las olas se amortiguaban y la brisa soplaba dulcemente como el hálito perezoso del que se prepara a dormir. Un silencio augusto y conmovedor empezaba a elevarse del seno de las aguas. En las cavernas de la roca Marta dejó de percibir el grito acongojado que la asustara, y los truenos y ronquidos se habían ido cambiando lentamente en un glu glu suave y lánguido.
¿No te duermes?volvió a preguntar Ricardo.
Ya te he dicho que no quiero dormirme ¡Me encuentro tan bien despierta! El que duerme no padece, pero tampoco goza Sólo es bueno dormir cuando se sueñan cosas lindas, y yo no las sueño casi nunca Ahora me parece que estoy durmiendo y soñando ¡Te veo de un modo tan raro! Estoy viendo el cielo debajo y el mar encima. Tu cabeza está bañada por un vapor azul Cuando la mueves parece que oscila la bóveda que nos cubre; cuando hablas, tu voz parece que sale de lo profundo del mar ¡No cierres los ojos, por Dios, que me haces sufrir! Se me figura que estás muerto, y que me has dejado aquí sola. ¿No ves los míos qué abiertos están? Nunca tuve menos deseos de dormir que ahora. Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos?
Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que el agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos de Martita, cuando volvió el rostro hacia ella, brillaba con fuego malicioso y singular.
Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.
Espera un poquito tengo que decirte una cosa Te la voy a decir muy bajo para que no se entere nadie nadie más que tú Ricardo, me alegraría que el mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para siempre Así estaríamos eternamente en el fondo del agua, tú sentado y yo apoyada en tu regazo con los ojos abiertos Entonces sí, me dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es verdad? Las olas pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que sucedía en el mundo Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con los anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar la mano por sus escamas de plata Las algas se enredarían a nuestros pies formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al través del cristal del agua más grande y más hermoso, filtrando sus rayos de mil colores por ella y deslumbrándonos con su esplendor Dí, ¿no te gusta?
Calla, Martita; estás delirando Vámonos, que el agua sube.
Espera un momento Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha conseguido enfriarme las mejillas tengo cada vez más calor en ellas. No importa me encuentro bien ¿Quieres hacerme un favor? Sóplame en la cara a ver si me pasa esta sofocación ¡Así, así! ¡Qué amable eres! Por algo dice todo el mundo que eres muy simpático Tienes el genio un poco vivo Oye; necesito pedirte perdón.
¿De qué?
De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos juntos un ramo de flores en el jardín? Después quisiste hacerme una caricia y fuí tan necia que lo llevé a mal y me eché a llorar ¡Qué sorpresa y qué disgusto habrás tenido! Confieso que soy una tonta y que no merezco que nadie me quiera Sin embargo, bien puedes creerme que no estaba enfadada contigo Lloré de sentimiento sin saber por qué ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no querías hacerme ningún daño no querías más que besarme las manos, ¿verdad?