Páginas escogidas - Armando Palacio Valdés 7 стр.


Por allí paseaba también metódicamente, los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura, que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

Voy a comunicarle a usted un secretodecía a cualquiera que le acompañase en el paseo. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.

Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábale propicio. Quizá aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo del guerrero de Africa. De tal modo, que el clérigo que le acompañaba (a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque), parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos, viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!

Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. ¿Se lo habrá merendado ya?. Y cuando al cabo le hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.

Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento que debían de ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta a hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. ¡Gaspaar! El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamara una sirena. ¿Qué quiere usted, tío? y venía hacia él ejecutando algún paso complicado de baile.

Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de Muley, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El Muley, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.

Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El nos ofrecía muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias y en aquel tiempo entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano, llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de Muley estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!

¿Adivinaba el Muley que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecía.

Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el Muley, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviese que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.

Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.

Por eso, una tarde, con osadía increíble, se llevó a presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El Muley parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la desertación de su perro.

Repitiéronse una tarde y otras tales escapatorias. La amistad de Andresito y Muley se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el Muley. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.

Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el Muley a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores al lado del cuarto de éste en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo al perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del Muley. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:

Mira, Muleydijo en voz baja mostrándole el cardenal.

El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.

Luego que abrieron las puertas, lo soltó. El Muley corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.

Una tarde, hallándose todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás dos formidables estampidos.

¡Alto! ¡Alto!

Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.

¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?

¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?

Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.

Otra vez sonó la trompeta del juicio final.

¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable?

El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El Muley, que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de inquietud.

Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:

No culpe a nadie, señor. Yo he sido.

¿Cómo?

Que he sido yorepitió el chico en voz más alta.

¡Hola! ¡Has sido tú!dijo el coronel sonriendo ferozmente. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?

Andresito permaneció mudo.

¿No sabes de quién es?volvió a preguntar a grandes gritos.

Sí, señor.

¿Cómo? Habla más alto.

Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.

Que sí señor.

¿De quién es, vamos a ver?

Del señor Polifemo.

Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto. Cuando los abrí, pensé que Andresillo estaría ya borrado del libro de los vivos. No fué así, por fortuna. El coronel le miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.

¿Y por qué te lo llevas?

Porque es mi amigo y me quieredijo el niño con voz firme.

El coronel volvió a mirarle fijamente.

Está biendijo al cabo. ¡Pues cuidado con que otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.

Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso, se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose:

Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar el perro! ¡Cuidado!

Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.

¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.

Porque le quiero mucho porque es el único que me quiere en el mundogimió Andrés.

¿Pues de quién eres hijo?preguntó el coronel sorprendido.

Soy de la Inclusa.

¿Cómo?gritó Polifemo.

Soy hospiciano.

Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzóse al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, le abrazó, le besó, repitiendo con agitación:

¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho Llévate el perro cuando se te antoje Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes? Todo el tiempo que quieras

Y después que le hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fué de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:

Puedes llevártelo cuando quieras, ¿sabes, hijo mío? Cuando quieras

Dios me perdone; pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.

Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su amigo, que ladraba de gozo.

LOS PURITANOS

ERA un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones. Si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.

Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que usted le ponga una cama en el gabinete Pero cuidado ¡sin ejemplar!

Descuide usted, señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea usted que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.

Y así fué la verdad. En los quince días que don Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó. Si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante joven.

Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.

Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturriar al tiempo de lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor acometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos: me parece que pertenecía al aria de barítono en el primer acto. D. Ramón no sabía la letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre:

Il sogno beato
de pace e contento
ti, ro, ri, ra, ri, ro,
ti, ro, ri, ra, ri, ro.

Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían:

La dolce memoria
de un tenero amore.

Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.

¡Hola! D. Ramónle dije un día desde la cama, parece que le gusta a usted Los Puritanos.

Muchísimo: es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y ésta es música. ¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que sólo sirve para hacer dormir! A mí me gustan con pasión todas las óperas de Bellini: El Pirata, Sonámbula, Norma; pero sobre todas ellas Los Puritanos Tengo además razones particulares para que me guste más que ninguna otraañadió bajando la voz.

¡Ole, ole, D. Ramón!exclamé incorporándome de un salto y poniéndome los calcetines: vengan esas razones.

Son tonterías de la juventud cuestión de amorescontestó ruborizándose un poco.

Pues cuente usted esas tonterías. Me muero por ellas. No lo puedo remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria de que usted me habló ayer.

¡Al fin poeta!

No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.

Pues me había dicho el amo que era usted poeta De todas maneras, se lo contaré ya que usted tiene curiosidad Verá usted cómo es una tontería que no merece la pena ¡Pero vístase usted, criatura, que se está helando!

El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de consumos. Tenía yo entonces eso es, veintinueve años; y ya hacía siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven. Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquella época, bueno será que le advierta que me complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que tenía siempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.

Назад Дальше