La noticia de que Reynoso se iba otra vez a América cayó como una bomba en la pequeña tienda de doña Dámasa. El mismo la comunicó con afectada indiferencia; tenía muchos negocios pendientes; necesitaba liquidar; no sabía el tiempo que permanecería por allá. Elena recibió la nueva sin pestañear, pero el corazón le dio un vuelco. No sabía si amaba a Reynoso aunque estaba segura de que pensaba en él todo el día. Aquel golpe le reveló su amor. Sí, sí, estaba enamorada de él, no porque fuese rico como se decía en el pueblo, sino por su figura arrogante, por su caballerosidad, por su bondad, por su esplendidez, por todo, por todo, hasta por aquellas hebras de plata que asomaban en sus cabellos y en su bigote.
Después que él partió estuvo algunos días enferma y aunque mucho trabajó sobre sí misma para vencer la tristeza, no pudo conseguir que dejase de ser observada y comentada. Pero transcurrieron los meses y se fue olvidando su abortada aventura. Ella misma vivía ya tranquila sin pensar más en el indiano cuando una tarde le entregó el cartero una carta de Guatemala. Era de Reynoso; se informaba de su salud, de la de su madre y amigos de la casa, le hablaba en tono jocoso de su viaje, de su vida en aquellas soledades; por último, antes de despedirse le decía que había llegado a sus oídos por medio de un paisano recién desembarcado que se casaba. Le daba la enhorabuena y lo mismo a su mamá y le deseaba toda suerte de felicidades.
Elena tuvo una inspiración. Tomó la pluma para contestarle; adoptó el mismo tono amical y jocoso; le dio cuenta de su vida y de las noticias más culminantes en el pueblo. Pero al concluir estampó con increíble audacia las siguientes palabras: «En cuanto a la noticia de mi boda es absolutamente falsa. Yo no me caso ni me casaré jamás con nadie si no es con usted.»
La contestación a esta carta fue un cablegrama que decía: «Salgo en el primer correo. Prepara todo para nuestro matrimonio.»
He aquí cómo aquella linda y picaresca niña logró, invirtiendo los papeles, alcanzar la meta de sus afanes. Con el amor vino la opulencia que no suele ser su compañera. Los recién casados se instalaron en el Sotillo. Elena y Clara, que ya eran amigas, lo fueron en seguida muchísimo más y aunque la una tenía catorce años y la otra diez y ocho se trataron como si no mediase tal diferencia, a lo cual ayudó la disparidad de sus caracteres; la una era más niña, la otra más mujer de lo que reclamaban sus respectivas edades.
Los dioses no se fatigaron en cuatro años de verter sobre aquella casa toda suerte de mercedes. Sólo se reservaron una. El matrimonio no tuvo hijos. Elena se mostraba por esta privación inquieta y dolorida algunas veces; otras lo echaba a broma y abrazaba y besaba con entusiasmo una perrita que su marido le había regalado, diciendo que aquella era su hija y que muy pronto la casaría para darse el gusto de tener nietos a los veinte años. Don Germán aún lo sentía más que ella, pero lo disimulaba mejor. Entregose con afán a la mejora de su finca: logró comprar otra contigua de enorme extensión y la añadió a la suya. Esta nueva finca, que había sido residencia antiguamente de una comunidad de frailes, se componía de monte y tierras laborables, y contenía además dos grandes charcas donde se criaban sabrosas tencas y se cazaban las aves emigrantes que allí se reposaban. Aunque no necesitaba más que su antigua casa, porque estaba acostumbrado a una vida sencilla, Elena le excitó a construir el magnífico hotel que se ha visto. Con tristeza dejó el pequeño pero dulce hogar que albergó su niñez, para habitar la nueva y suntuosa morada. Pero conservó aquél con el mismo esmero con que se guarda una joya de sus padres; y nunca dejó de ir a dormir la siesta a la cama en que nació y en que sus padres durmieron la primera noche de novios.
Elena recibió la confesión de su esposo con sorpresa y secreto despecho que se esforzó en disimular.
Me alegro, me alegro en el alma de que hayas sido francoexclamó con afectación. ¡Qué dolor sería para mí si al cabo hubiera descubierto que te ibas a Madrid sólo por complacerme! Te vería de mal humor, te vería huraño y silencioso, y la pobre Elena tan inocente, sin saber que ella era la causa.
¡Huraño, Elena! ¡Silencioso!
Sí, huraño, incivil inaguantable.
¿Pero cuándo me has visto?
Si no te he visto te vería Ea, hablemos de otra cosa pues que ésta ya está resuelta.
Hablaron de otra cosa, pero la joven no podía disimular su decepción. Saltaba de un asunto a otro con nerviosa volubilidad, se placía en llevar la contraria; por último, cayó en un silencio obstinado, fingiendo hallarse absorta en la franja de la tapicería que estaba bordando. Su marido la observaba con disimulo y en sus ojos brillaba una chispa maliciosa.
Vaya, vayadijo frotándose las manos. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos entendido! Yo sin atreverme a decirte que no tenía ninguna gana de ir a Madrid, y tú sacrificándote por proporcionarme una sociedad más escogida.
Elena levantó los ojos y dirigió una rápida mirada recelosa a su marido. Este miraba fijamente al reloj de estilo Imperio que había sobre la chimenea.
No sé cuándo me he de convencerprosiguióde que tu temperamento se acomoda admirablemente a todas las circunstancias y que tu felicidad no se cifra en vivir en un sitio o en otro, sino en el sosiego y la comodidad de tu casa.
Nueva mirada y más recelosa por parte de Elena. Reynoso seguía en contemplación extática del reloj.
Y no era yo solo: había mucha gente (sin sentido común, por supuesto) que suponía que estabas encaprichada con vivir en Madrid. Yo les diría ahora: ¡no conocen ustedes a mi mujer! ¡no la conocen!
Elena, cada vez más desconfiada, volvió a levantar los ojos. Esta vez chocaron con los de su marido. Este no pudo aguantar más y soltó una estrepitosa carcajada. Elena se levantó airada, y presa de un furor infantil se arrojó sobre él y comenzó a apretarle el cuello con sus preciosas, delicadas manos, a tirarle de las orejas y del bigote.
¡Toma! ¡por cazurro! ¡por malo! ¡por gañán!
Reynoso no podía defenderse; se lo impedía la risa.
¡Pues sí, quiero ir a Madrid! ¡quiero ir a Madrid! ¿Qué hay? Y tú te darás por muy satisfecho con que te admita en mi hotelito y no te deje aquí para siempre entre las vacas y las ovejas
Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván. Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar.
¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?
Mira, Germán, no empecemos, o
Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello.
Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a los labios.
¡No! ¡no!
¿Qué quiere decir no?
No quiero que me beses no quiero Eres un gañán Te pasas la vida haciendo burla de mí
Y se defendía furiosamente. Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván, se llevó las manos al rostro y se puso a llorar.
¡Hija mía, no llores!exclamó Reynoso conmovido.
¡Sí, lloro! ¡lloro!, y lloraré hasta que se me pongan los ojos malosdecía sollozando con dolor cómico. Porque eres muy malo Porque te complaces en hacerme rabiar Si no quieres ir a Madrid, ¿por qué no lo dices de una vez? Y no que te pasas la vida atormentándome
¡Atormentándote, Elena!
Sí, sí, atormentándome.
Mira, prefiero que me arranques el bigote a que me digas eso.
¡Oh, no por Dios! ¡Qué feo estarías sin bigote!exclamó separando sus manos de los ojos, donde brilló una sonrisa maliciosa detrás de las lágrimas.
Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván. Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar.
¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?
Mira, Germán, no empecemos, o
Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello.
Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a los labios.
¡No! ¡no!
¿Qué quiere decir no?
No quiero que me beses no quiero Eres un gañán Te pasas la vida haciendo burla de mí
Y se defendía furiosamente. Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván, se llevó las manos al rostro y se puso a llorar.
¡Hija mía, no llores!exclamó Reynoso conmovido.
¡Sí, lloro! ¡lloro!, y lloraré hasta que se me pongan los ojos malosdecía sollozando con dolor cómico. Porque eres muy malo Porque te complaces en hacerme rabiar Si no quieres ir a Madrid, ¿por qué no lo dices de una vez? Y no que te pasas la vida atormentándome
¡Atormentándote, Elena!
Sí, sí, atormentándome.
Mira, prefiero que me arranques el bigote a que me digas eso.
¡Oh, no por Dios! ¡Qué feo estarías sin bigote!exclamó separando sus manos de los ojos, donde brilló una sonrisa maliciosa detrás de las lágrimas.
Reynoso aprovechó aquel furtivo rayo de sol para consolarla. Pero no fue obra de un instante. Elena estaba muy ofendida, ¡mucho! Era preciso que el detractor cantase la palinodia, hiciese una completa retractación de sus errores.
Confiesa que tienes más ganas que yo de ir a Madrid.
Lo confieso a la faz del mundo.
Porque te aburres aquí.
Porque me aburro soberanamente.
Y porque necesitas un poco de expansión con tus amigos.
Y porque necesito mucha expansión.
¿Bromitas todavía, socarrón?exclamó la mujercita tirándole de la nariz.
En aquel momento se oyó el ruido de un coche en el patio.
Ya está ahí Tristán Sal tú a recibirlo Voy a peinarme y vestirme en un periquete. Adiós, gañán ¡Toma, por malo! (Y le dio una bofetada.) ¡Toma, por bueno! (Y le dio un sonoro beso en la mejilla) ¡Rosario! ¡Rosario! Venga usted a peinarme.
III
¡QUIETO, FIDEL!
El joven que descendía del carruaje en el momento en que don Germán ponía el pie en la escalinata era alto, delgado, de agradable rostro ornado por unos ojos de suave mirar inteligente y por un pequeño y sedoso bigote negro. Se saludaron alegremente con un cordial apretón de manos.
No entremos en casadijo Reynoso. Clara anda por ahí cazando y Elena se está vistiendo. Vamos a la glorieta a descansar y tomaremos una copa de vermut o de cerveza, lo que tú quieras.
Se introdujeron en el parque, penetraron en la glorieta de pasionaria y madreselva y se acomodaron en dos butacas rústicas de paja delante de una gran mesa de mármol. No tardaron en servirles los aperitivos pedidos por el amo.
¿Cómo has dejado a tus tíos?
Sin novedad: mi tía casi loca y mi tío demasiado cuerdorespondió el joven riendo.
¡Oh, es un matrimonio que me encanta!replicó don Germán también riendo. Son dos elementos químicos que se neutralizan y forman un compuesto admirablemente sólido.
¡Y tan sólido! Como que mi tío es de mampostería.
No, hombre, no; tu tío es un hombre de una razón muy clara. No sabrá escribir, como tú, libros y comedias ni tendrá gran ilustración, pero discurre con acierto, juzga con justicia y sabe lo necesario para conducirse en la esfera en que Dios le ha colocado. Desgraciadamente los que como él y yo hemos pasado nuestra vida dedicados al comercio no pudimos disponer de mucho tiempo para ilustrarnos
¡Oh, no se compare usted con él!
¿Por qué no? Que yo he conservado alguna mayor relación con el mundo espiritual gracias a la música eso significa poco. Ambos, como vosotros decís, somos mercachifles.
Usted ha leído mucho.
Algunos libros que llegaban a mis manos allá en las soledades del campo. Lectura dispersa, heterogénea que entretiene el hambre intelectual sin nutrir el cerebro Por lo demás, si tu tío carece de las cualidades de hombre de estudio, las de hombre de acción las posee largamente. Yo le he visto no hace mucho tiempo en circunstancias bien críticas dar pruebas relevantes de ello. Acababa de estallar la guerra con los Estados Unidos. El pánico se había apoderado de los hombres de negocios: por la Bolsa, por todos los círculos financieros soplaba un viento helado de muerte; los más audaces huían; los más valientes se apresuraban a poner en salvo su dinero; a las puertas del Banco de España se acumulaba la muchedumbre para cambiar por plata los billetes. En aquel día memorable he visto a tu tío en la Bolsa hecho un héroe, la actitud tranquila, los ojos brillantes, la voz sonora, lanzando con arrojo todo su capital a la especulación. «¡Compro! ¡compro! ¡compro!» gritaba. Y su voz sonaba alegre, confiada, en medio del terror y la desesperación. No sabes el aliento que infundió y cuánto levantó el ánimo de todos en aquellos instantes aciagos. No contento con esto hizo poner en los balcones de su casa un cartel que decía: Se cambian los billetes del Banco de España con prima. Y esto lo llevó a cabo sin ser consejero del Banco ni tener sino una parte pequeña de su capital en acciones.
Sí, ya sé que hizo esa locura.
¡Locura sublime! Locura de un mercachifle que acaso no realizara un poeta Si tú lo eres, Tristán, si tú puedes tranquilamente entregarte a la contemplación de la belleza y verter en las cuartillas tus ideas y tus sueños, lo debes a que tu padre hizo el sacrificio de sus ideas y de sus sueños para labrarte un capital Él también era un poeta, él también tenía talento Pero naciste tú y comprendiendo que su lira no podía darte de comer la arrojó lejos de sí y se puso a trabajar Agradece al diario, al mayor, al copiador, a esos prosaicos libros en blanco que tú desprecias el que puedas recrearte ahora con otros más amenos. ¡Feliz el que en su juventud no necesita luchar por la existencia y puede gozar libremente de su propio corazón y de los tesoros de poesía que la Providencia ha depositado en él!
Vamos, no me sermonee usted más, don Germán. Lo que he dicho de mi tío es una broma. Ya sabe usted demasiado que le estimo.
Serías un ingrato si otra cosa hicieras. Tu padre no dejó mucho más de cincuenta mil duros y tu tío acaba de entregarte ochenta mil.
Tristán Aldama era hijo de un periodista que abandonó muy joven su profesión para dedicarse a asuntos comerciales. Cuando sólo contaba cinco años falleció su madre y aún no tenía doce cuando quedó también huérfano de padre. Este tenía una hermana casada con don Ramón Escudero y a este encomendó por testamento la tutela de su hijo. Escudero había sido cuando joven, primero criado, luego cobrador y más tarde dependiente y hombre de confianza del padre de Reynoso. Cuando éste hizo quiebra, gracias a la reputación de honrado, activo e inteligente que había adquirido entre los hombres de negocios se abrió pronto camino en la Bolsa, montó una casa de banca y logró adquirir un capital considerable. Claro está que así que don Germán regresó a España, la primera persona que visitó en Madrid fue al antiguo y fiel dependiente que tantas veces le había llevado de niño al colegio. En su casa fue donde Tristán y Clara se conocieron y entablaron las relaciones amorosas que estaban a punto de consolidarse tan felizmente con la bendición nupcial.
¿Cómo van las obras del cuarto?preguntó Reynoso.