Se busca el gato y se halla el ratónrespondió aquél alzando los hombros.
Mientras Tristán y Reynoso departían de esta suerte, el paisano Barragán, sorprendido y asustado de aquellas filosofías, miraba a uno y otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados, de un modo tan odioso que Elena, al tropezar con ellos, sintió un escalofrío correr por todo su cuerpo.
Vaya, vamos a dar una vuelta por el jardíndijo levantándose para huir aquella visión siniestra.
Pasearon un rato por el parque. Reynoso les dijo de pronto:
Os he mostrado casi todos mis bichos, pero aún nos falta algo digno de verse, aunque sea bien modesto. Venid conmigo.
Les hizo salir por la puerta del jardín y, dando la vuelta por él, los llevó hasta un paraje donde adosadas a la pared sobre tableros había hasta veinte o más colmenas de corcho.
Ni un paso másles dijoporque es peligroso. Dejadme a mí solo.
Se adelantó él efectivamente y cuando hubo llegado salieron de pronto los enjambres y le cubrieron todo, cabeza, rostro, manos, como si de repente hubiera quedado negro. Un grito de susto salió de todas las bocas.
¡No hay cuidado!exclamó don Germán en voz alta. No se muevan ustedes.
Dio algunas vueltas en esta forma y luego, pasando por delante de las colmenas y deteniéndose en cada una, las abejas fueron levantando el vuelo y metiéndose cada cual en su casa.
Ya lo ven ustedes como no había miedodijo viniendo hacia ellos completamente limpio. Ni una sola me ha picado; no han hecho las pobrecitas más que darme la bienvenida.
Pero ¿cómo ha logrado usted?dijo el marquesito.
De un modo muy sencillo. Empecé aproximándome con cautela, cada día un poco más.
¿Sin careta?
Sin careta ni guantes. Me fui acercando poco a poco. Dos o tres veces me picó alguna, pero lo sufrí con resignación. No les hacía ningún daño y al cabo logré convencerlas de que nada debían temer de mí. Desde entonces me dejan acercarme todos los días, y no sólo eso, sino que me saludan del modo afectuoso que acaban ustedes de ver ¿No piensas, querido Tristánañadió dirigiéndose alegremente a éste, que el mismo procedimiento es el que debemos emplear con los hombres? Persuadámosles de que no queremos perjudicarles, de que no deseamos siquiera utilizarlos en nuestro provecho, y entonces nuestras relaciones con ellos serán dulces y cordiales.
Todo eso está muy bienrepuso Tristán en el mismo tono jocoso, pero usted las utiliza seguramente en su provecho quitándoles la miel y la cera.
¡Tienes mucha razón, amigo mío!exclamó Reynoso riendo. En este caso soy un traidor Pero ellas me perdonan porque las dejo lo bastante para alimentarse y las estimulo a trabajar. De otro modo se aburrirían
No se apure usted, don Germán. Los traidores saltan en todas partesreplicó Tristán dirigiendo una mirada penetrante a Cirilo y Visita.
VI
LA FAMILIA DE TRISTÁN
Por no regresar con ellos a Madrid prefirió quedarse a comer en la casa y partir en el tren que debía pasar a las nueve de la noche. En cuanto a Barragán, fue instado para que pernoctara allí, pero no aceptó. A la hora de obscurecer montó de nuevo a caballo y la emprendió hacia Villalba, donde pensaba dormir. Reynoso quedó haciendo comentarios alegres.
Es un hombre original mi amigo Barragán, ¿no es cierto? Añadan ustedes a esa traza de salteador, que Dios o el diablo le han dado, la manía que siempre ha tenido de caminar de noche y por veredas apartadas, de hacer los viajes a caballo, de pernoctar en las ventas y comer en las tabernas, y comprenderán la serie de aventuras cómicas unas y desagradables otras que le han sucedido. En más de una ocasión le llamaron aparte para proponerle un negocio, esto es, desvalijar o asesinar a alguno.
¿Y estás seguro de que no ha mojado nunca en alguno de esos negocios?preguntó Elena con acento dubitativo.
¡Mujer, qué estás diciendo!exclamó su marido soltando a reír.
Elena sacudió la cabeza reservándose su opinión.
Ya bien cerrada la noche se enganchó el coche y Tristán fue transportado a la estación.
Al entrar en uno de los departamentos de primera no había allí más que dos señoras, una joven y otra vieja, que parecían madre e hija. Tristán se arrellanó cómodamente en un rincón frente a ellas. Cuando sonó la campana y el tren iba a ponerse en marcha subió al coche un señor de rostro apoplético y aspecto rural.
Caballero, ése es mi sitiodijo encarándose un poco rudamente con Tristán.
Este, cuya susceptibilidad siempre viva se hallaba ahora exacerbada, respondió con calma afectada e impertinente:
En este momento es el mío.
Es cierto que no he dejado en él señal ninguna porque creí que no subiría nadie, pero estas señoras son testigos de que he venido ocupándolo desde Valladolid.
Las señoras corroboraron el aserto con un murmullo y una inclinación de cabeza.
La opinión de estas señoras es muy respetable, pero no me parece suficiente para darle a usted el derecho de reclamar el sitio del modo perentorio que lo ha hecho.
¡Qué modo perentorio ni qué calabazas!exclamó el buen señor perdiendo la paciencia.
Tristán, que ya la tenía perdida de antemano, replicó en el mismo tono. La disputa se fue haciendo cada vez más agria. Por último Tristán poniéndose un poco pálido y mirándole fijamente a los ojos profirió resueltamente:
¡Hágame usted el favor de sentarse y no molestar más!
El caballero también se puso pálido y le dirigió una larga mirada centellante. Hubo un instante en que pareció que iba a arrojarse sobre él; pero haciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo alzó los hombros con desdén, dejó escapar un bufido expresando el mismo sentimiento y fue a sentarse en el rincón opuesto. Tristán permaneció en el suyo y afectando indiferencia cerró los ojos como si se dispusiera a dormir. Bien comprendía que las señoras le estaban mirando y no con gran benevolencia.
Al cabo de un rato, como en realidad no podía ni tenía deseo de conciliar el sueño, se alzó del asiento y se asomó a la ventanilla. La noche era clara y tibia; la vasta llanura erizada de lomas se extendía debajo de un cielo tachonado de estrellas. Aspiró algunos minutos con placer el fresco y cuando se disponía nuevamente a sentarse una ráfaga de viento le llevó el sombrero.
Las dos señoras levantaron la cabeza al oír la interjección que soltó, pero no dieron muestras de pesar ninguno por el accidente. Tristán se puso a maldecir en voz baja y con rabiosa cólera de su mala suerte, pues no traía gorra y le era preciso llegar hasta su casa con la cabeza desnuda. El caballero de la reyerta le miró con expresión de indiferencia y luego, levantándose y tomando de la red una sombrerera, se la presentó abierta diciéndole:
Vea usted si ese sombrero le sirve.
Muchas graciasrespondió avergonzado. En cuanto llegue me meto en un coche
Los coches están fuera del edificio. Pruebe usted a ver si le sirveinsistió con acento rudo y franco el caballero.
Tristán sacó el sombrero y en efecto le estaba bastante bien.
Pero yo no puedo No tengo el honor de conocer a usted.
Lo envía usted mañana al hotel de París. Aquí tiene usted mi tarjeta.
Tristán dio las gracias repetidas veces sin poder disimular su embarazo. Estaba realmente abochornado por su intemperancia pasada. El caballero se volvió a su rincón y de nuevo reinó el silencio. Tristán creía notar que las dos señoras le miraban con desprecio y acaso no le faltaba razón.
Vea usted si ese sombrero le sirve.
Muchas graciasrespondió avergonzado. En cuanto llegue me meto en un coche
Los coches están fuera del edificio. Pruebe usted a ver si le sirveinsistió con acento rudo y franco el caballero.
Tristán sacó el sombrero y en efecto le estaba bastante bien.
Pero yo no puedo No tengo el honor de conocer a usted.
Lo envía usted mañana al hotel de París. Aquí tiene usted mi tarjeta.
Tristán dio las gracias repetidas veces sin poder disimular su embarazo. Estaba realmente abochornado por su intemperancia pasada. El caballero se volvió a su rincón y de nuevo reinó el silencio. Tristán creía notar que las dos señoras le miraban con desprecio y acaso no le faltaba razón.
Poco después el generoso caballero se asomó también a la ventanilla. Al cabo de algún tiempo dio un grito y Tristán le vio sin sombrero.
¡Qué! ¿también a usted?dijo sin poder disimular su satisfacción.
Pero el caballero presentó su sombrero diciendo con sorna:
No; yo he sido más listo que usted y he podido atraparlo en el aire.
Las señoras, que se hicieron cargo de la broma, soltaron la carcajada y aun exageraron un poco su risa. Tristán también hizo un esfuerzo desesperado para reír, pero estaba irritadísimo y no volvió a pronunciar palabra hasta llegar a Madrid. En la estación el caballero se despidió muy atento: las señoras ni le miraron siquiera.
La casa de su tío Escudero, con quien vivía, estaba situada en la calle de Alcalá y era grande y lujosa. Ocupaba aquél todo el piso principal, tenía destinado el bajo a oficinas y los demás alquilados. El criado les dijo que los señores se hallaban en el teatro y Tristán se retiró a su habitación sin esperarlos.
Pasó la noche intranquilo, agitado por tristes presentimientos. Ninguna cosa en el mundo puede tener solución feliz y aquel matrimonio que él había acariciado durante algunos años, aquel sueño de amor acompañado de los ricos presentes de la fortuna estaba a punto de disiparse también como todo. La pérfida voluntad que rige el universo nos hace ver la felicidad a algunos pasos de distancia sin permitirnos jamás llegar a ella. Ya le parecía haber entrado en una de las ratoneras que el genio de la especie tiene armadas siempre para los mortales. Sin embargo, no era todavía bastante filósofo para dejarse estrangular como un mísero ratón sin tratar de romper la malla. Estaba resuelto a luchar aunque persuadido ¡ay! de que en la lucha sería vencido.
Apenas pudo trabajar aquella mañana. Los libros que sucesivamente iba poniendo delante de los ojos no le interesaban: las cuartillas permanecían en blanco a pesar de sus esfuerzos desesperados para llenarlas. Cuando se aproximaba la hora del almuerzo se encaminó a las habitaciones de sus tíos con ánimo de hablar con ellos acerca del asunto que le preocupaba. Don Ramón Escudero estaba ya en el comedor sentado en una butaca y echando frecuentes ojeadas al reloj, que no se daba tanta prisa a caminar como él quisiera. Era un hombre grueso con el pelo blanco, las mejillas rasuradas, la fisonomía plácida. Su esposa, que entraba también en el comedor cuando Tristán, formaba con él raro contraste; delgada, ojos inquietos, rostro afilado, movimientos espasmódicos.
¿Han llegado los niños, Eugenia?preguntó Escudero. Buenos días, Tristán. ¿Qué tal de excursión? ¿Han quedado todos buenos?
La señora respondió que los niños acababan de llegar. Tristán dio cuenta sumaria también de la salud de sus amigos del Escorial. Después, sin preámbulo alguno, antes que llegaran los niños y su prima Araceli, delante de la cual por nada hubiera entrado en tales confidencias, abordó el asunto que le preocupaba y celebró consulta con sus tíos. Narró todo lo que había sucedido en el Sotillo en tono dramático y con reticencias adecuadas para infundir las sospechas que atormentaban su espíritu. Escudero escuchó el relato sin pestañear. Doña Eugenia bastante distraída.
Todo esomanifestó aquél con acento perfectamente tranquilo, como si se tratase de un asunto insignificante y baladíno es prueba suficiente para acusar a Cirilo de que trabaje para deshacer tu matrimonio Pero aunque trabajase, ¿qué? Yo estoy seguro completamente de Germán. ¿No lo estás tú de Clara? ¡Pues entonces! Ella tiene cien mil pesos. Tú tienes ochenta mil Pero tú eres licenciado en Filosofía Total iguales Vaya, vamos a almorzar.
Don Ramón Escudero poseía el triste privilegio de descomponer el sistema nervioso de su sobrino Tristán por sosegado que estuviese (que no solía estarlo). Este don natural no falló tampoco en la ocasión presente. Nuestro joven se encrespó terriblemente y como no se atrevía con su tío, a quien de buena gana hubiera llamado imbécil, la emprendió contra Cirilo y su esposa a quienes cubrió de dicterios. Don Ramón estaba ya acostumbrado a estas cóleras insensatas y no hacía caso alguno de ellas por haberle persuadido, no se sabe quién, de que era achaque común de todos los jóvenes que estudiaban filosofía y letras. Las presenciaba impasible y hasta con cierto respeto como señal de su alta vocación, pues inclinaba su cabeza delante de las ciencias filosóficas y nada en el mundo le causaba tanta admiración como oír a un hombre hablar una hora seguida sin lograr comprender una palabra. Sin embargo, como era la hora del almuerzo y podía hacer daño a su sobrino, trató de calmarle. Se alzó de la butaca y acercándose a él le dijo al oído:
Pierde cuidado, querido, que como resulte cierto eso que sospechas, yo me encargaré de poner un buen castigo a Cirilo Le reduzco el tanto por ciento de la administración al cuatro ¡Ya ves, le doy el cinco! Me parece que no le quedarán más ganas de meterse donde no le llaman
Y miraba a su sobrino con tal semblante triunfal y satisfecho, que éste temió perder la razón y darle un golpe con el puño cerrado sobre las narices. Para evitar semejante catástrofe, determinó sentarse a la mesa. Don Ramón quiso hacer lo mismo, pero su esposa le detuvo con un grito:
¡No, Ramón! Hazme el favor de desinfectarte las manos.
¡Pero, mujer, si no he tocado nada infectado!
Sí; has estado en la oficina y todos esos empleados suelen tener microbios.
¡Mis empleados no tienen microbios!replicó Escudero saliendo por el honor de su dependencia.
Todo el mundo los tiene. En esa botella hay una solución de sublimado.
Doña Eugenia hablaba con tal autoridad y firmeza que parecía no admitir la posibilidad de una réplica. Su esposo, sin intentarla siquiera, se dirigió al pequeño gabinete de toillette que estaba contiguo al comedor y de buen o mal grado llevó a cabo la operación higiénica.
En aquel instante llegaba su hija Araceli. Era ésta una joven de veinte años de tipo distinguido, o lo que es igual, un manojito de huesos con ojos interesantes. Ninguna otra cosa de interés ofrecía su persona, pero resultaba agradable si no bella. Tristán la había encontrado tal en otro tiempo cuando la niña comenzó a hacerse mujer, y esto ayudado de la fortuna cuantiosa que su tío poseía acaso le hubiera decidido a fijar en ella sus miras matrimoniales. Por su próximo parentesco, por habitar bajo el mismo techo, y por la alta estimación que merced a su aplicación y talento había logrado Tristán inspirar a sus tíos, parecían destinados el uno para el otro. Pero la niña había mostrado desde su más tierna edad una vocación decidida y fervorosa por el estado de marquesa, y sus padres, como es natural, no quisieron echar sobre su conciencia el peso de contrariársela. Apenas sabía coger la aguja y ya se entretenía, con inocencia angelical, en bordar una corona más o menos torcida en el peto de sus delantales o sobre su almohadilla de costura. En el colegio no admitía conversación sino con las hijas o por lo menos sobrinas de algún título del reino, y cuando los jóvenes comenzaron a seguirla, su primera mirada no era al bigote, sino a los gemelos de la camisa por ver si descubría grabada en ellos la corona de sus ensueños. Se puede asegurar que sin este precioso símbolo de nobleza y poderío, aunque fuese bordado en cañamazo, la vida le parecía un árido desierto de horror y tristeza. Así, pues, ni los triunfos universitarios ni la simpática figura de su primo lograron hacer la más pequeña mella en aquel tierno corazón, inflamado de amor por la aristocracia. Tristán, despechado, la guardó toda su vida oculta ojeriza. Ella, por su parte le correspondía con un desdén tan efectivo, tan manifiesto, que era capaz de encender la ira del hombre más paciente.