Permítame usted, amigo Valero; me parece que está usted en un error. Ese Rechila debe de ser otro. Entre los suevos ha habido varios Rechilas
No zeñó, no El Rechila que ha derrotao mi abuelo era el antepazao de uzté Eztoy zeguro De la provincia de Pontevedra Ze le conocía enzeguidita por el acento.
Y afectaba gran seriedad al proferir estas frases. La alegría de los jugadores era cada vez mayor. Saleta, acostumbrado a las burlas de su colega, no se amoscaba ni perdía un punto de su irritante flema. La desvergüenza de este hombre para mentir y sostener luego sus mentiras era inaudita.
Cuando vio la inutilidad de seguir disputando, atendió nuevamente al juego. Los demás hicieron lo mismo, aunque de vez en cuando se les escapaba por la nariz el flujo de la risa.
Jaime Moro seguía ganando. Y se mostraba alegre y charlatán, comentando cada una de las jugadas con prolijidad. Era un guapo joven de barba negra recortada, facciones correctas, ojos rasgados sin expresión y tez suave y sonrosada. Su padre, administrador diocesano que había sido en aquella provincia, se murió el año anterior, dejándole una regular hacienda, setenta u ochenta mil duros, según los bien enterados. Este capital en Lancia le hacía un verdadero potentado. No hay para qué decir que fue el blanco de todos los tiros de las niñas casaderas, su ideal, su sueño dorado. Moro parecía poco inclinado al sexo femenino. Amaba infinitamente más a Mercurio que a Venus. Su afición al juego, a toda clase de juegos, era tan desmedida que bien podía decirse que su vida entera estaba consagrada a ella, que había nacido para jugar. Vivía solo, con ama de llaves, criado y cocinera. Levantábase de diez a once de la mañana, y después de acicalarse se iba a la confitería de D.ª Romana, donde hallaba sabrosa compañía que le enteraba de todos los cuentos que corrían por la población. Así que echaba a un lado esta tarea metíase en la trastienda oscura, grasienta, pringosa, con un olor a hojaldre que derribaba, y sentándose a una mesa que correspondía en un todo al decorado del recinto, se ponía a jugar la copa de Jerez y los pasteles al dominó con su íntimo amigo D. Baltasar Reinoso, uno de los muchos propietarios de cuatro o cinco mil pesetas de renta que residían en Lancia. A las dos a comer. A las tres al Círculo Mercantil a comenzar con tres de los indianos, que formaban el núcleo de aquella sociedad de recreo, el clásico chapó, que se prolongaba ordinariamente hasta las cinco. Y vamos corriendo a casa del muy ilustre señor deán de la catedral basílica, donde nos espera este señor en compañía del maestrescuela y del cura de San Rafael para ventilar el tresillo cotidiano. Cuando el chapó se prolongaba algo más de lo acostumbrado, solía venir un monaguillo al Círculo para avisarle de que sus compañeros estaban reunidos. Y entonces Moro se apresuraba a dar los tres o cuatro tacazos definitivos, y entre uno y otro se hacía poner el abrigo por el mozo para no perder tiempo, y pagando o cobrando con mano nerviosa el saldo de su cuenta, corría desalado con la lengua fuera hasta casa del deán. El tresillo de éste duraba hasta las ocho. A casa a cenar. A las nueve, escapado a la de D. Pedro Quiñones, a empalmarlo. Otras noches a la de D. Juan Estrada-Rosa a lo mismo. A las doce al Casino, donde se reunían unos cuantos trasnochadores y jugaban al monte o la lotería un rato. Por último, a las dos o las tres de la madrugada Jaime Moro caía en su lecho rendido de tan laboriosísima jornada, para comenzar al día siguiente otra enteramente igual.
Ni se piense que era un joven codicioso. Nada de eso. Su liberalidad era conocida y loada por toda la ciudad. No le arrastraba a jugar el ansia del dinero, sino una decidida y desinteresada vocación que se había sobrepuesto en él a todas las demás aficiones. Era el suyo un temperamento excesivamente activo, sin inteligencia ni voluntad para darle un fin serio y útil. En sus cortos momentos de ocio aparecía como hombre sosegado, indiferente, linfático; pero así que tenía las cartas en la mano, o el taco, o las fichas del dominó, adquiría su figura brío inusitado, el rostro se le mudaba, las manos se estremecían como potros refrenados, los ojos expresaban la energía recóndita de su alma. Inspiraba generales simpatías en la población y las cercanías. No había hombre más dulce, más inofensivo en su trato. Jamás se le oyó hablar mal de nadie. Los que ven siempre la parte negra de las cosas de este mundo y el lado flaco de los caracteres, que van siendo cada vez más, por desgracia, sostenían que si no murmuraba era porque no sabía, que era tan bueno porque no podía ser otra cosa. ¡Como si no hubiera necios perversos! Un defecto tenía Moro, hijo de su misma afición. Se consideraba insuperable en todos los juegos a que se dedicaba. No se le podía negar gran maestría en ellos; pero de aquí a no tener rival hay mucha distancia, y Moro la salvaba. De esto procedían los prolijos, eternos comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar. Las bolas no rodaban como se había propuesto. Se llevaba la mano a la cabeza con desesperación.
¡Un poquito menos de bola, y la mía hubiera entrado por los palos! Pero me veía obligado a tomar mucha bola, para que el mingo bajase; porque si no baja el mingo, ¿sabe usted? él me hace villa y se mete en casa ¡Y a mí no me conviene eso!
Si los circunstantes asentían, aunque perdiese todas las mesas no le importaba nada. Salvada su honra profesional, el dinero era lo de menos. Vuelta a dar otro tacazo, y vuelta a comentarlo. No cesaba de hablar. Pues otro tanto pasaba en el tresillo; pero, al revés de lo que suele acaecer en este juego, se abstenía de reprender a sus compañeros y de mostrarse enojado. Hablaba, sí, y mucho; pero siempre para aclarar o glosar cualquier jugada, repitiendo infinitamente los conceptos en tono elocuente y persuasivo, que hacía sonreír a los mirones. «Si no me hubiera fallado el rey Si hubiera tenido un triunfito más No me atreví a dar la bola porque me figuré que D. Pedro ¿Por qué este tres de copas no había de ser de oros? Con dos estuches siempre ha tirado una vuelta este cura.» Era un compañero ruidoso, pero muy fino y muy desinteresado.
Oiga uzté, ¿no va uzté a jugar?le dijo Valero, metiendo la cabeza por entre los jugadores y examinándole las cartas.
¿Cree usted que se puede?preguntó Moro vacilante.
A mí me parece que zí.
Hay poco de esto y demasiado de esto otrorepuso, señalando discretamente con el dedo los naipes.
Zin embargo, zin embargo yo creo
Bueno, bueno, jugaremosreplicó Moro con su finura acostumbrada.
Aquel juego se perdió. Moro dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros con resignación. En cuanto Valero se apartó un poco, apresurose a decir por lo bajo:
No quise contrariar a D. Enrique; pero aquel juego no se podía ganar.
Vindicada con estas palabras su fama, quedó tan alegre como si les hubiera dado una bola.
El conde de Onís, que en un principio se había mostrado jaranero, fue quedando poco a poco pensativo y amurriado. Jugaba sin atención alguna; de tal modo que sus compañeros le llamaron al orden más de una vez.
Pero, conde, ¿qué es lo que tiene usted hoy? Le veo muy preocupadodijo al fin D. Pedro.
En efecto, ze noz ha puezto uzté mu triztóncorroboró Valero.
Viéndose interpelado de este modo brusco, se turbó como si temiera que el casco de su cerebro fuese trasparente y leyesen dentro.
No tiene nada de particular Me siento bastante molesto de las muelasrespondió, apelando a un inocentísimo recurso.
Mala enfermedá e, compañerodijo Valero.
Mala enfermedá e, compañerodijo Valero.
Y todos le compadecieron y se informaron con interés de las particularidades de la dolencia.
El conde se veía apurado y contestaba vagamente a las preguntas.
Pues contra ese mal, señor condeapuntó Saleta,no hay mejor medicina que el hierro. Verá usted Yo he padecido muchísimo de las muelas siendo estudiante. No me atrevía a sacar ninguna; pero la patrona que tenía en Santiago me convenció de que, atando un bramante a la muela y sujetándolo por el otro cabo al techo, poco a poco iba saliendo sin dolor. Me senté en una silla, ¿sabe usted? y cuando ya la muela estaba bien amarrada, la huéspeda tira de la silla y me deja colgando. ¡Claro, no tenía más remedio que saltar!
Valero comenzó a sacudir la cabeza de un modo desesperado. Los demás le miran y sonríen. Saleta no lo advierte, o finge no advertirlo, y continúa con la palabra firme y sosegada y el acento gallego que le caracterizaban:
Después perdí enteramente el miedo. En la Coruña me sacó un dentista cinco seguidas. Siendo juez en Allariz, tuve un fuerte dolor, y como no había dentista, el promotor me sacó tres con unas tenacillas de rizar el pelo su señora. De resultas de eso me atacó una inflamación terrible en la boca, ¿sabe usted? Fui a Madrid, y Ludovisi, el dentista de la reina, me quemó las encías con un hierro candente y me sacó siete buenas
Van quincemurmuró Valero.
Y me quedé perfectamente, hasta que hace cuatro años, en un pueblecillo de la provincia de Burgos, estando de temporada en casa de un amigo, me volvió el dolor, ¡qué dolor! No había ni médico, ni cirujano, ni nada. Pero llegó casualmente por allí un charlatán que sacaba las muelas montado a caballo. Me vi tan apurado, que no tuve más remedio que apelar a él; me sacó dos con el rabo de una cuchara.
¡Compañero, qué rozario!exclamó Valero en el colmo de la indignación.¿Le quea a uzté todavía algún novenario en la boca?
Con la algazara que se armó despertose Manín, desperezose bárbaramente, abrió una bocaza de media vara, dejando escapar un aullido formidable, que impresionó al auditorio. Luego volvió el ciclópeo torso de medio lado y se dispuso a empalmar el sueño.
¿A tí no te habrán dolido nunca las muelas, eh, Manín?preguntó el maestrante, que no podía estar un cuarto de hora sin comunicarse con su mayordomo.
¡Quiá!exclamó el gañán sin abrir los ojos siquiera.
¡Es una roca!manifestó el caballero con verdadero entusiasmo.
Pero Manín se incorporó un poco en la butaca y dijo restregándose los ojos con los puños:
Nunca tuve más que un dolor en la paletilla. Me dio cargando un carro de hierba y me duró más de un mes. No probaba bocado. Parecía que tenía allá dentro una gafura que me iba royendo el cuajo. Se me quebraban las costillas, se me hundían los costados, me tiraba a las paredes, daba corcovos y regañaba los dientes como un basilisco. Estaba tan amarillo como la paja segada. Un día me dijo el señor cura:Manín, tú careces del pecho.¡Yo carecer del pecho, señor cura! ¡No me conoce usted bien! Apalpe aquí por su vida; más recia tengo la entraña de lo que usted piensa.Pues no hay más remedió, Manín, tienes que llamar al mélico.Que no, señor cura, que no quiero yerbatos ni cataplasmas.Que sí, Manín, si no lo llamas tú lo llamo yo.En fin, después de mucho gravitar, aunque yo tiraba siempre pa atrás, allá vino don Rafael, el mélico de las minas. Me mandó quitar hasta la camisa y me tumbó de espaldas sobre la masera. Enseguida comienza a darme unos golpecicos en el pecho con los nudillos, como quien llama a la puerta. Pega aquí, pega allá, y ascucha que ascucharás con la oreja arrimada a la carne. ¡Na! Yo decía:¡Gravita, gravita, probiquín! ¡Busca el puzcalabre! Más de media hora llamando con los nudillos y ascuchando. Hasta que al fin se cansó de no oír na que le emportase¡Ay, amigo del alma!me dijo santiguándose,tienes un pecho ¡líquido! ¡líquido! que en mi vida he visto otro igualEso ya lo sabía yo, D. Rafael
Al llegar aquí se detuvo repentinamente, y paseando una torva mirada por el auditorio, masculló sin que le oyesen:
¿De qué se reirán estos burros?
Y dejando caer de nuevo la cabeza poblada de greñas sobre la butaca, cerró los ojos con soberano desprecio.
Los tertulios del maestrante volvieron su atención al juego, sin dejar de reír. Pero el conde quedó muy pronto pensativo y distraído otra vez. Al cabo, no pudiendo reprimir el desasosiego de sus nervios, levantose de la silla.
Vamos, D. Enrique, ocupe usted mi puesto. Este dolor me molesta mucho y necesito moverme.
II
El hallazgo
Cuando el conde puso de nuevo el pie en la sala, justamente se disponían los pollos a bailar un rigodón. Una de las chicas del Jubilado estaba ya delante del piano. D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil reales. Tenía porte militar, una figura realmente marcial con sus bigotazos blancos, ojos saltones, cejas espesas y velludas manos. Sin embargo, en todos los dominios españoles no existía hombre más civil. Había hecho su carrera en las oficinas de Hacienda, y toda la vida había profesado ideas contrarias al predominio de la milicia. Sostuvo siempre que las sanguijuelas del Estado no eran ellos, los empleados, sino el ejército y la marina. Para demostrarlo aducía datos, exhibía notas sacadas del presupuesto, se perdía en divagaciones burocráticas. Decía que el presupuesto de guerra «era la sangría suelta por donde se escapaban las fuerzas vivas de la nación,» frasecilla que había leído en el Boletín de Contribuciones Indirectas, y que había hecho suya con extremada fruición. Llamaba vagos a los soldados y profesaba rencor inextinguible a los galones y charreteras. Cuando el ayuntamiento de Lancia trató de pedir al Gobierno que enviase un regimiento para guarnecer la ciudad, se opuso, como concejal, tenaz y enérgicamente a ello. ¿A qué traer una caterva de zánganos? En cambio de los beneficios que la estancia del regimiento podría reportar, ¡eran tantos los daños! El mercado se encarecería: los jefes y oficiales gustaban de tratarse bien y llevarse a casa los alimentos más caros (¡para el trabajo que les costaba ganarlo!). Luego eran todos jugadores y su mal ejemplo contagiaría a los jóvenes de la población, que fuera de la época de ferias, se abstenían de los juegos prohibidos. Como estaban siempre ociosos (D. Cristóbal creía firmemente que un militar no tiene absolutamente nada que hacer), por fuerza habían de pensar en picardías y ruindades. En resumen, que el regimiento sería causa de perturbación en el pueblo y un elemento corruptor. Prevaleció su deseo, aunque no por serlo de él, sino porque al ministro de la Guerra no le plugó mandar soldados a Lancia, considerando quizá la condición mansa de sus habitantes.
Con los treinta mil reales de pensión viviría desahogadamente en un pueblo barato como aquél, si no fuese porque sus hijas estaban dotadas de cierta fantasía poética que las impulsaba a preferir los sombreros de Madrid a los que hacía Rita, la sombrerera de la calle de San Joaquín, y los guantes de ocho botones a los de cuatro. Tal privilegiado temperamento era causa de frecuentes crisis en el hogar del Jubilado, con su cortejo de lágrimas, violentos portazos, repentina desgana de comer, etc. En estos terribles conflictos, hay que confesar que D. Cristóbal no siempre se mantenía a la altura de energía y coraje que denotaban sus bigotes y sus cejas enmarañadas. Verdad que siempre quedaba solo en la pelea. Ni por casualidad se dio el caso de que alguna de sus hijas le apoyase. Tratándose de asuntos ajenos a la dirección rentística de la casa, muchas veces se partían las opiniones; algunas hijas se ponían de parte de papá contra sus hermanas. Mas en cuanto asomaba el problema económico, constantemente se veía al Jubilado de un lado y a las cuatro hijas de otro. D. Cristóbal, como caudillo experimentado, apelaba en estas refriegas a mil ardides para derrotar a sus contrarios, o para capitular en buenas condiciones. Un día amanecían las chicas inspiradas, y pedían botinas de tafilete semejantes a las que habían visto a tal o cual muchacha de la ciudad, generalmente a Fernanda Estrada-Rosa. D. Cristóbal se replegaba inmediatamente en sí mismo. Se replegaba y meditaba. Por la noche, a la hora de cenar, deslizaba en la conversación la noticia de que había estado en La Innovadora (zapatería de lujo). Le habían dicho que las botas de tafilete daban muy mal resultado en Lancia, a causa de la humedad. Por otra parte, D. Nicanor (médico de la ciudad), que por casualidad estaba allí, había manifestado que el tafilete era funesto en climas tan fríos y lluviosos, y que por los pies se pillaban muchísimas veces los catarros que más tarde degeneraban en tisis galopantes, etc. Antes, mucho antes de que Mateo terminase su diatriba contra el tafilete, se la destripaban sus cuatro pimpollos con risas irónicas y pesadísimas palabras que dejaban confundido y triste al pobre viejo. En otras ocasiones, la imaginación acalorada de las niñas exigía que vinieran de Madrid unos abrigos muy lindos, de los cuales les había dado noticia Amalia: D. Cristóbal resistía algún tiempo los asaltos, pero viéndose muy apretado, capitulaba al fin. Su mente, fecunda en trazas, como la de Ulises, le sugería una magnífica para ahorrarse la mitad del dinero por lo menos. Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de Quiñones supo guardarlo. Pero ¡ay! no lo guardaron los fementidos abrigos, que al llegar muy empaquetaditos de la silla de posta, y al ofrecerse a las miradas ansiosas y zahoríes de sus cuatro dueños, lo pregonaron muy alto, por lo pobre de la ornamentación y lo chapucero del cosido.