Riverita - Armando Palacio Valdés 3 стр.


Además de Miguel, que comía todos los domingos en casa de su tío, había otros dos señores convidados, los cuales conversaban en un rincón. A juzgar por la confianza que D. Bernardo y su señora hacían de ellos, dejándolos solos, debían ser amigos íntimos, de la casa. El uno era un gigante, sin pecar de exagerados al decirlo; en todo Madrid no se hallarían seguramente dos hombres que le aventajasen en estatura. Llamábase D. Pablo Bembo, pero nadie le conocía sino por el coronel Bembo, porque lo era, hacía ya bastantes años, de caballería. Las facciones de su rostro abultadas, talladas en colosal, como la figura; la voz tan áspera y gruesa que daba miedo; por fortuna hablaba poco: gastaba patillas, entrecanas ya, unidas al bigote a la moda de algunos años atrás. Las manos y los pies eran cosa de ver; no había hallado hormas para los zapatos en ninguna parte; por lo que siempre que viajaba llevaba en el baúl unas que había mandado hacerse a la medida. Pasaba por hombre rico, a quien el sueldo no importaba nada, y estaba casi siempre de reemplazo para vivir en la corte a su gusto. Sus modales torpes y bruscos como los de un elefante, la palabra estropajosa, la inteligencia tarda y oscura al parecer: sin embargo, después de tratarle se comprendía que era más socarrón que lerdo: rara vez miraba de frente a la persona con quien hablase.

El otro era un caballero de mediana estatura y edad, delgado, pálido, ojos hermosos, de mirar suave y humilde, cara rasurada enteramente, a semejanza de los clérigos y comediantes; frente espaciosa, aumentada por una calva brillante, y modales tímidos. Se llamaba D. Facundo Hojeda y era el amigo íntimo y el adlátere eterno del señor de Rivera; no se concebía a D. Bernardo paseando por el Retiro o el Prado sin llevar a su izquierda a D. Facundo: éste le daba siempre la derecha o le dejaba la acera según los casos, reconociendo la inmensa superioridad de aquél. Tal superioridad se había mostrado ya desde la infancia, cuando ambos asistían a la escuela; no que D. Bernardo fuese un discípulo más aventajado, pues aunque los dos gozaran opinión de aplicados, todavía Hojeda le sacaba alguna ventaja en estudiar con ahínco las lecciones y escribir las cuentas con limpieza; pero D. Bernardo, toda su vida había tenido un nosequé de alto y superior, que infundía respeto. Esta superioridad se fue señalando cada vez más con el trascurso del tiempo; los caminos que los dos amigos tomaron contribuyeron poderosamente a ello. Mientras D. Bernardo, por virtud de la riqueza heredada de sus padres, comenzó desde muy joven a figurar en la sociedad madrileña y a ser un factor indispensable en los salones y teatros, Hojeda veíase necesitado a seguir la modesta carrera de farmacéutico y a abrir botica, una vez terminada, en la calle de Fuencarral. Aunque su amistad, merced a estas circunstancias, parecía bastante dispuesta a entibiarse por lo que tocaba a la parte de D. Bernardo, los esfuerzos de Hojeda no lo consintieron. Todos los momentos que la farmacia le dejaba libre, aprovechábalos para correr a casa de su amigo y prestarle cualquier servicio que estuviese a su alcance: era tan bueno, tan cariñosote, tan respetuoso, que apesar de la distancia que los separaba y que el boticario se complacía en reconocer, D. Bernardo condescendió magnánimamente a tratarle, a dejar que le acompañase en el paseo y hasta a dar alguna que otra vez una vuelta por la botica y jugar allí un tresillo. No es posible figurarse la profunda gratitud que el bueno de Hojeda guardaba a su amigo por estas mercedes. Había permanecido célibe, y gracias a sus economías, consiguió formar en algunos años un capitalito, cuyas rentas debían ir acumulándose a él, porque lo mismo gastaba hoy que el día en que abrió al público su farmacia. No podían ser más sencillas sus costumbres: habitaba un cuartito bajo detrás de la tienda en compañía del mancebo y una cocinera vieja que arreglaba sus fugaces refacciones: dos o tres veces por semana comía en casa de Rivera, y una que otra se autorizaba el lujo de entrar en un restaurant y engullirse un cubierto de diez reales; jamás iba al teatro, pero tenía dos pasiones decididas, los toros y los sermones, las cuales procuraba ocultar porque entendía que la primera era una flaqueza, y dejar ver la segunda acusaba vanidad o jactancia. De nada huía D. Facundo como de esto último; jamás le había oído nadie vanagloriarse de cosa alguna ni hablar siquiera de sus asuntos, con tal que de la conversación resultase él en buen lugar por cualquier concepto; su reserva era proverbial en casa de Rivera y en las demás que frecuentaba, que no eran muchas; esta cualidad, en vez de respeto, inspiraba risa a sus amigos, los cuales se complacían en mortificarle haciéndole preguntas referentes a su vida y negocios, y hasta le espiaban los pasos para decir después en plena tertulia lo que había hecho, dónde había entrado, con quién le habían visto hablar, etcétera. Lo que esto molestaba a Hojeda no es decible: al principio se turbaba y le venían los colores a la cara; más adelante, cuando advirtió que era broma, se negaba a contestar al impertinente, limitándose a alzar los hombros en señal de resignación o a masticar alguna frase de disgusto. Por lo demás, su candor rayaba en lo inverosímil: cualquier disparate, por grande que fuese, con tal que se lo dijesen en serio, lo creía; no le entraba en la cabeza que una persona de años y de carácter se atreviese a decir delante de gente una patraña por sólo el placer de embromar a un amigo; no obstante, tanto abusaron de las mentiras con él, que andando el tiempo llegó a no creer siquiera las verdades, o por mejor decir, éstas eran las que se le atravesaban con más frecuencia.

III

A comer, a comerdijo doña Martina.

Y en el mismo instante un criado apareció con la humeante sopera entre las manos.

D. Bernardo se levantó para ofrecer el asiento al coronel Bembo; pero éste, conociendo las costumbres de la casa, se guardó muy bien de aceptarlo; si el anfitrión hubiera cambiado de sitio, quizá no le sentase tan bien la comida. Ocupó un puesto a su derecha; sentáronse Vicente, Carlos y Miguel en las sillas que doña Martina les fue designando, mientras Hojeda aguardaba en pie a que todos estuviesen colocados para acomodarse.

Faltaba Eulalia.

¿Dónde está Eulalia?preguntó su madre.

El criado manifestó que la había visto hacía un instante subir a su cuarto. Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos.

A verdijo doña Martina al criado,suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa.

No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos.

¿Qué es eso?preguntó doña Martina con sorpresa.

¡Mamá, no sabes lo que han hecho en mi cuarto esos chicos!profirió Eulalia con trabajo y dispuesta a sollozar.¡Todo lo han revuelto y estropeado! ¡Los polvos de los dientes llenos de agua! ¡Los frascos de esencia abiertos y menos de mediados! ¡El jabón hecho una repla! ¡Los cepillos de dientes por el suelo! ¡La esponja llena de porquería! ¡La colcha de mi cama llena de betún! Y la toalla ¡mira cómo la han dejado!

Y exhibió a los circunstantes con una mano la toalla donde estaban señalados como carbón los dedazos asquerosos de su primo y hermano, y con la otra la jofaina, conteniendo un licor negro y espeso, que al moverse la dejaba teñida.

¿Pero quién ha hecho eso?preguntó doña Martina.

Enrique y Miguel.

¡Se habrá visto muchacho más cerdo!exclamó, dando la vuelta a la mesa para acercarse al primero.

Y luego que se hubo acercado le arrimó un par de bofetadas que se oyeron en la cocina, y sobre éste otro par, y otro después, y así sucesivamente, hasta que D. Bernardo exclamó en voz alta e imperiosa:

Enrique y Miguel.

¡Se habrá visto muchacho más cerdo!exclamó, dando la vuelta a la mesa para acercarse al primero.

Y luego que se hubo acercado le arrimó un par de bofetadas que se oyeron en la cocina, y sobre éste otro par, y otro después, y así sucesivamente, hasta que D. Bernardo exclamó en voz alta e imperiosa:

¡Mujer!

Doña Martina suspendió la corrección y volvió los ojos a su esposo con sorpresa.

Observadijo éste bajando la voz y señalando al coronelque hay personas delante

Dispénseme V., coronelmanifestó la señora sofocada aún por la ira;pero no lo puedo remediar ¡Este hijo con sus cochinerías me quita la vida!

El hijo, en tanto, daba tales gritos, que no diré en la cocina, sino en toda la vecindad debieran oírse perfectamente.

Se había levantado de la silla, y en el colmo del furor pegaba allá en un rincón patadas horrendas en el suelo.

¡Contra! ¡recontra! ¡me c en diez! ¡Por esa cochina! ¡por esa sinvergüenza! ¡por esa metebaza!

¡Chis! ¡chis! ¡Silencio, niño!dijo D. Bernardo, frunciendo aún más la frente, lo cual, en verdad, parecía imposible.

¡Vamos, Enrique!exclamó doña Martina, procurando reprimirse.

¿Y por qué no le pegan a Miguel que hizo más que yo, recontra?gritó con furor.

¡Vamos, Enrique!volvió a exclamar doña Martina.¡Tengamos la fiesta en paz!

Y acercándose a él y metiéndole la voz por el oído, comenzó a decirle:

¿No comprendes, mentecato, que Miguel no es hijo mío? Si lo fuese le pegaría como a ti Pero tú eres mayor qué él, y estás en tu casa Debieras dar ejemplo ¡A quién se le ocurren sino a ti esas cosas, majadero! Eres capaz tú solo de revolver esta casa y todas las de Madrid ¿Es eso lo que te enseña el maestro en la escuela? ¿Di, gaznápiro, di?

Le tenía cogido por un brazo, y cada una de estas frases iba acompañada de una fuerte sacudida. Cuando hubo concluido su filípica, le dejó llorando en el rincón y se fue detrás de Eulalia, que se había subido de nuevo al cuarto, para cerciorarse del número y de la clase de estragos allí ejecutados.

Mientras tanto, D. Bernardo, de malísimo talante, no tanto por la travesura de su hijo como por las incorrecciones de su esposa, sirvió la sopa a todos los comensales, llenando también el plato de aquélla y el de su hija ausente. Al llegar al de Enrique, dijo en tono perentorio:

Niño, ven a sentarte a la mesa.

Pero Enrique se hizo el sueco y siguió gimiendo y pataleando a ratos.

¡Niño!gritó D. Bernardo con voz estentórea.¡Ven ahora mismo a sentarte a la mesa!

El muchacho levantó la cabeza atemorizado y mirando a su padre que tenía los ojos clavados en él con terrible expresión de cólera, comenzó a caminar a regañadientes y como arrastrado hacia la mesa. Y acaso hubiera llegado a ella sin novedad si en aquel momento no viese aparecer por la puerta a la causante de los bofetones, a Eulalia, que entraba en el comedor seguida de su mamá. Verla y sentirse poseído de insano furor fue todo uno.

¡Indecente! ¡por ti me han pegado! ¡Ya me las pagarás todas juntas, recontra! ¡Te he de romper esas narizotas de trompeta! ¡Metebaza! ¡Fea! ¡Feona! ¡Chula!

Al oírse insultar de este modo, Eulalia no pudo contenerse y se arrojó como una fiera sobre su hermano, dándole tal estirón de pelos, que el berrido de Enrique, al sentirlo, hizo levantarse asustados a los presentes. Doña Martina, que apesar de sus travesuras tenía pasión decidida por aquél y que ya estaba medio arrepentida de haberle castigado, se indignó muchísimo.

¡Oyes, mentecata! ¿quién eres tú para pegar a tu hermano? ¿No estamos aquí tu padre y yo para eso? ¡Aguarda, aguarda un poco, que yo te bajaré los humillos!

Y se dirigió a su hija con la mano levantada: esta circunspecta joven lo hubiera pasado mal a no ponerse en salvo corriendo en torno de la mesa; doña Martina no pudo atraparla: al mismo tiempo, lo mismo Hojeda que el coronel, procuraron poner paz.

D. Bernardo estaba tan irritado con las tosquedades de su esposa, que no pudo decir ni hacer nada: siguió sentado con los ojos clavados en el plato mientras un enjambre de pensamientos sombríos y melancólicos relacionados con su desigual matrimonio, le bullía en la cabeza.

Finalmente, fuéronse calmando poco a poco los ánimos que estaban irritados. Doña Martina dejó de perseguir a su hija y se sentó a la mesa, aunque murmurando amenazas; aquélla también se sentó mirando recelosa a su madre; D. Bernardo, haciendo un prodigioso esfuerzo de diplomacia para sobreponerse a su justo desabrimiento, entabló conversación con el coronel. El único que pagó los vidrios rotos fue el mísero Enrique: la autoridad del padre y de la madre, de común acuerdo, decidieron que se quedara sin comer, ¡por insolente! Mas, como sucede siempre que en España se castiga a un criminal, no faltaron empeños en seguida para que la sentencia se casara; los ruegos de Hojeda y el coronel lograron al fin que la pena se redujera solamente a la privación del postre. Y el buen Enrique (a quien hay que agradecer por lo menos el que en medio de su cólera rabiosa no sacase la badila homicida que tenía en el forro de la chaqueta) vino a sentarse a la mesa con las mejillas coloradas de los cachetes, los ojos y las narices húmedas y los pelos caídos por la frente. Estaba tan horroroso, que su primo Miguel, compadeciéndole muy de veras, sintió unos deseos atroces de reír; los cuales, como es natural, trató de contener por cuantos medios estuvieron a su alcance, mordiéndose los labios, mirando hacia otro sitio, etc., etc. Pero quiso su mala suerte que Enrique vino a entender, por la contracción del rostro sin duda, las ganas que le retozaban por el cuerpo, y con tal motivo empezó a lanzarle unas miradas feroces, envenenadas. Entonces Miguel ya no fue dueño de sí, y de improviso, en un momento de silencio, soltó el trapo de la risa, y con él a chorretazos por boca y narices la cucharada de sopa que acababa de tragar. Todos los rostros se volvieron con asombro.

¿De qué te ríes, Miguel?le preguntó su tía.

¡De mí, recontra, de mí!gritó Enrique desesperado.

¡Vamos, silencio!le dijo doña Martina encarándose severamente con él.¿Tienes ganas de llevarlas otra vez? Miguel no se ríe de ti ¿Por qué se ha de reír, tontuelo?

Porque sí yo bien lo sé ¡Porque es un hipócrita!

¡Silencio, te digo y a comer!

Miguel se había puesto muy serio, comprendiendo que había cometido una grosería, y que se la disimulaban por ser convidado. Durante un rato largo pudo conseguir reprimirse, haciendo para ello titánicos esfuerzos. Enrique tenía fijos en él sus ojazos saltones cargados de ira, adivinando perfectamente lo que le andaba por dentro. Si levantaba la vista y veía aquel rostro mocoso, más feo aún por la cólera, estaba perdido. Por eso no la movía un instante del plato, devorando el cocido que su tía le había servido, sin mascar los bocados. Llegó un instante, sin embargo, en que por casualidad o por atracción magnética se encontraron sus ojos. Y ya no pudo más. Otro flujo de risa; los garbanzos esparcidos por la mesa; los rostros de los comensales vueltos de nuevo hacia él. Pero esta vez había más severidad que asombro pintada en ellos, mayormente en el de su tío.

¿Qué es eso, Miguel?le dijo con aparente calma.¿Por qué estamos tan risueños?

Miguel se puso muy colorado, y no contestó.

¿Te ríes acaso porque han castigado a tu primo por faltas que los dos habéis cometido? No está bien eso, Miguel, no está bien eso.... Debieras ser un poco más generoso..... Si a ti no te han pegado, no es porque no lo merecieses, bien lo sabes, sino porque tu tía no tiene autoridad para hacerlo. Pero afortunadamente para todos, y para ti tambiénañadió mirando al coronel con sonrisa maliciosa,no faltará dentro de poco tiempo quien la tenga y ponga las cosas en orden, que buena falta está haciendo. Entonces, amiguito, quizá le toque a Enrique reírse de ti, aunque tampoco haría bien La buena educación y la moral cristiana prohíben reírse de los males del prójimo

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